Francisco esperó por Elena al finalizar la misa de ocho. Escondido tras una columna, pudo verla salir de la iglesia y atravesar la plaza escoltada por sus padres. Anónimamente, siguió los pasos de la familia hasta averiguar dónde vivía la bella dama: era la casa de la esquina, en el 201. Francisco esperó unos minutos para acercarse, luego, tocó la puerta. Rápidamente, se acercaron a atenderlo.
–¿Sí? –preguntaron del otro lado de la puerta
–¿Buenas días, sería tan amable de comunicarme con la señorita Elena? –respondió Francisco, hidalgamente.
Se abrió la puerta
–Buenas tardes, yo soy Elena –mirándolo directamente.
–Disculpe que la moleste señorita, mi nombre es Francisco –se presentó –soy el hermano menor de José.
–Lo estaba esperando, Francisco –dijo Elena, sus ojos tintinearon –pase, ¿gusta tomar una tasita de anís?
–Gracias, Elena, es usted muy amable. –al ingresar, impregnó la sala con el aroma de su loción para después de afeitar.
–Si no me equivoco, me trae un recado de parte de José. –le dijo algo ansiosa –una carta, creo –agregó.
–Eh… –titubeando, por fin se decidió –sí, es cierto.
–¿Sucede algo? Lo noto preocupado.
– Sí, la verdad sí, Elenita; perdón, me permite llamarla Elenita. –preguntó respetuoso
–Claro, si usted me permite llamarlo Pancho. –respondió risueña.
–En efecto, así me dicen de cariño. Bueno, Elenita, va a disculpar la labor de este humilde emisario, pero el tema es que hoy no le he traído ninguna carta.
–¿Qué, José no le ha enviado nada para mí? –con desilusión en su rostro
–No, Elenita, cuánto lo siento. Es que José es así, es un tanto efusivo, a veces se deja llevar por el momento. Es mi hermano, lo sé; pero, a pesar de no conocerla, como amigo, le recomiendo que no se haga falsas ilusiones; no me gustaría que saliera lastimada. Además, usted sabe, el está allá en Arequipa y…
–No se preocupe Francisco, no me hice ideas de nada. –lo interrumpió, totalmente desilusionada
–Pancho, llámeme Pancho.
–Perdón, Pancho.
–Sin embargo, en vista de lo sucedido y, con temor de parecer impertinente, me gustaría invitarla a pasear, sólo para que se distraiga unos momentos y se olvide del desencanto de la noticia.
–Ya le dije, Pancho, no hay ningún desencanto ni nada. –un tanto seria.
–Qué tonto, tiene razón. –insistió –en todo caso, la invito a dar una vuelta para que vea que al menos algunos Fernández sí somos considerados.
Elena sonrío, se ruborizó un poco
–¿Pasear? –sus ojos volvieron a brillar, Francisco lo notó –claro, encantada. Tome asiento y espéreme unos minutos mientras me arreglo un poquito, no tardo.
–Cómo no, tómese el tiempo que desee, Elenita; yo la espero. –se acercó al sillón y tomó asiento, sin importarle arrugar la carta que llevaba en el bolsillo. Se acomodó, cruzó las piernas y esperó.
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