Traté en vano de acercarte porque ni siquiera puedo moverme. El frío que siento me hace temblar. Oigo risas a lo lejos, me pregunto de qué ríen, hace frío y no hay nada agradable cerca. Tal vez deba dejarte y hablar con alguien, con quien sea. No, mejor, pararme y tomarte entre en mis manos, me siento impotente ante este deseo de tenerte y sentir ese ligero escalofrío otra vez. Quiero respirar otra vez, vivir otra vez y tenerte otra vez; fundir tu esencia en mi cuerpo, escapar de él y volar a tu lado. Acabar con todo esto de una vez por todas.
Son las tres de la mañana y mis padres no dejan de caminar y tomar café. Brian, mi hermano mayor, ha intentado suicidarse por segunda vez; aunque mis padres desconozcan lo referente al primer intento, sólo lo sabemos él y yo. Esta vez no pude detenerlo, entré a su habitación y lo encontré tirado en su cama, la navaja estaba a su lado y la sangre no dejaba de manar de sus muñecas. Le grité que era un enfermo y me puse a gritar para que mis padres llamaran a una ambulancia. Brian todavía estaba consciente y lo único que hacía era sonreír y pedirme que lo dejara volar. Creo que estaba drogado porque él no haría algo semejante en pleno uso de razón. Él es el modelo perfecto de todo lo que un padre esperaría como hijo
Luego de haber esperado por horas el doctor nos informó que Brian se encontraba mejor y que quería hablar conmigo. Lo comprendo, tampoco me hubiera gustado hablar con mis padres si me animara a imitarlo y sobreviviera por tarada; después de todo él es el hijo perfecto, me imaginaba el sermón que le esperaría. No quería ser él en ese instante.
El doctor nos dejó solos y antes de salir me pidió que no dijera nada que pudiera alterarlo. Obviamente no lo haría, no pretendía lastimar a mi hermano, sólo quería preguntarle por qué quería matarse. Traté de hablar con él, luego de unos minutos en silencio me preguntó si no había nadie detrás de la puerta, le dije que no, que estábamos solos. Volví a preguntarle sus motivos, pero él se paró y caminó descalzo hacia la ventana, la abrió y empezó a subirse al murillo. No sabía que hacer, si gritar para pedir ayuda o detenerlo; opté por lo primero y luego de escuchar los pasos que se acercaban corrí a detener a Brian.
Sé lo que debo hacer y sé que lo debo hacer ahora porque ya no queda nadie quien pueda detenerme. El tiempo pasa inevitablemente, a veces deseo que pase rápidamente, mientras que otras veces deseo que se detenga. Pierdo el tiempo en estas divagaciones, los pasos se acercan y espero, pero qué espero, ¿podría irme? Hace frío y el viento sopla con ligera fuerza. Me siento débil, me desconcierta este ligero temor a quién sabe que. Los pasos van y vienen, cerca y a la distancia.
Miro con angustia la puerta, pero la manija no se mueve, ¿cuánto tiempo ha pasado?, ¿horas?, ¿minutos? Ahora miro a Brian, su mirada parece reflejar la misma determinación que cuando va a contestar una pregunta de la cual conoce la respuesta. La manija se mueve.
– Me cansé de ser perfecto – .Terminó esta frase y se lanzó.
He perdido mi miedo a caer, ahora sé que no estaré a tu lado, de que no volveré a sujetarte en mis manos y de sentir tu filo en ellas. El tiempo transcurre lentamente y sigo, casi, en el mismo lugar. El frío se incrementa y hace a mi mano temblar. Desearía tenerte y acabar contigo mi día, pero nos apartaron, a mi me trajeron a este lugar y a ti te guardaron en una bolsa. De todas formas, gracias por liberarme de tanta presión y de tantas convenciones, gracias por mostrarme un camino a mi libertad. Ahora sólo me queda volar, volar sin alas, volar sin ti.
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“No puedo escuchar tu adiós” (por William Dodds)
Siendo sordo como era, aquel niño extranjero de nombre impronunciable sabía que nunca entendería al resto del mundo. Sus padres casi lo habían repudiado cuando se dieron cuenta del defecto de nacimiento de su primogénito y no se habían preocupado en buscarle una persona que fuera apta para brindarle el estímulo adecuado para hacerlo crecer como una persona normal. No, en cambio, se dedicaron a todo tipo de cosas excepto a educar a su hijo. No es que el muchachito hubiera crecido sin cariño, no. Su madre, como buena madre, lo adoraba, sin importarle su defecto. Lo que sucedía con ella era que se moría de miedo y trataba de no demostrarle su cariño mientras el padre estuviera presente. Su padre sí lo detestaba, como si fuera un bicho portador de la deshonra. En ese ambiente, el pequeño creció, con muchísimas dudas más de lo normal. Dudas que, dada su situación, nunca conseguiría resolver.
Una mañana como cualquier otra, se levantó al alba. Había tomado la resolución de acostumbrarse a levantarse a esa hora, para evitar el trago amargo de ser despertado por su padre y ver que le gesticulaba algo, visiblemente exaltado. Nunca le había gustado esa experiencia, al igual que cualquier otra en la que estuviera su padre involucrado. Por eso, cuando cruzó el patio y se dio con la sorpresa de que su padre ya estaba levantado, frunció el ceño y se escabulló hacia otra habitación, esperando que su padre no lo hubiera visto. Sin embargo, no había dejado de notar la entrañable expresión de tristeza que surcaba el rostro de su padre. Ya resignado a no saber el motivo de muchas cosas, se adentró en la habitación, observando cada uno de sus detalles, aunque se los supiera de memoria. No dejaba de pensar en lo mucho que le encantaba esa habitación. Se sobresaltó al sentir un par de manos posarse en sus hombros y volteó. Al ver que era su padre, se asustó y lamentó el hecho de haberse dejado ver. Pero se sorprendió aún más cuando vio lágrimas en los ojos de su padre y las gesticulaciones que hacía, que también parecían tristes debido al temblor de sus labios. Después de lo que le pareció una eternidad, su padre lo abrazó por primera vez en su vida y se fue, dejándolo aún más sorprendido, si se podía.
Fuera, en la carretera, el ruido que hacían las tropas era ensordecedor. Marchaban al compás de un tambor que retumbaba en un redoble muy complejo. Mientras se detenían y marcaban el paso, un hombre salió de su casa, los ojos bañados en lágrimas que intentaba secar con la manga de su chaqueta militar, y se presentó ante el general con un saludo muy exagerado y disciplina fingida. Luego entró en la formación y todo el batallón volvió a andar. Poco después, el batallón sólo era una mancha de polvo en el horizonte, y lo único que quedaba en el paisaje era un niño sordo, con cara perpleja, que hizo un gesto de pregunta mientras miraba a su padre irse rumbo a la guerra, sin saber que, probablemente, era la última vez que lo vería.
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S/T (por Giuliana Zúñiga)
Vicky dormía placidamente, en el dormitorio que compartía juntos a otras 20 compañeras. Su sueño se vio interrumpido cuando, repentinamente, se prendieron las luces de la habitación. Vicky abrió lentamente los ojos y estos se cruzaron con los de sus otras compañeras, que mostraban igual desconcierto que ella. Con un gesto, intentó decirles que no se preocuparan y le indicó a una compañera, Luisa, que apagara la luz, y que ya mañana descubrirían quien había sido la responsable.
Volvió a dormirse de inmediato, hasta que los chillidos de Luisa y el posterior bullicio general que se produjo en la habitación la hicieron despertarse de nuevo. La escena que observó le erizó la piel: Un hombre, se llevaba a Luisa fuera de la habitación, ante los incesantes chillidos de ésta; y, varios desconocidos más buscaban hacer lo mismo con ella y sus demás compañeras. Cuando uno de los desconocidos se acercó a Vicky, esta intento dar pelea como pudo: con las uñas y a fuerza de gritos; pero, el desconocido le espetó un fiero: ¡cierra el pico! y le propinó una bofetada tan fuerte que la hizo perder el conocimiento.
El desconocido llevó cargada a la inconsciente Vicky hasta la parte trasera de un camión donde ahora también se encontraban sus demás compañeras. Estas, ayudaron a Vicky a volver en sí, y juntas sintieron como el camión empezaba a andar. La parte trasera del camión estaba descubierta, y por lo tanto, ella y sus compañeras estaban a la vista de los primeros madrugadores del día, o de los sobrevivientes de la juerga del día anterior; sin embargo, ninguno de los que las vio notó la peligrosa situación que se encontraban; o hizo ademán alguno por ayudarlas.
Finalmente, el camión detuvo su marcha. El mismo hombre que le había pegado una bofetada hace solo unas cuantas horas, la bajo del camión y se la entregó a una mujer, que esperaba ansiosa a poca distancia.
-¿Ésta? –pregunto la mujer con un gesto despectivo al hombre, mientras este le entregaba a Vicky.
-Sí pues Maria, te estoy dando las más gorda, solo por tratarse de ti.
-¡Pero fíjate lo flaca que esta! Yo no te voy a pagar lo que acordamos por una gallina escuálida como esta, mis caseras se me van a molestar …
-No se, tu mira cuanto me das, pero entra de una vez porque yo tengo que seguir entregando a las otras gallinas…
La mujer hizo un ademán de despedida y dio media vuelta para dirigirse, como todos los días, a su puesto en el mercado; mientras Vicky, volteaba la cabeza para ver por última vez a sus compañeras.
“Dos por tres por dos” (por Ángela Gaona)
Desesperado corrió tras del papel que el viento arrastraba por el parque, buscó detrás de cada banca, cada árbol y arbusto; media hora después no hallo nada. Agotado, se sentó sobre el césped y se puso a pensar en Helena y en todo lo que los había llevado a este momento. Una frase le vino a la mente: “señales del destino”, eso habían sido todas y cada una de ellas: señales, cada obstáculo que se les presentó. Recordó cuando ella se tuvo que mudar y cambiarse de escuela durante la primaria por el cambio de puesto de su padre, aquellas fiestas durante la secundaria en las que ambos (luego se enteraron) estuvieron pero en las que nunca se cruzaron siquiera. Recordó aquella en la que si se cruzaron y conversaron, pero de la cual ella se fue sin despedirse mientras el iba al baño (por primera y única vez en la noche), su primera cita y el repentino ataque de asma que le dio cuando estaban a punto de besarse. Ahora que a su padre lo transferían indefinidamente al extranjero era claro. Miró al cielo y solo pudo gritar alzando las manos: ¡TODO! Ellos no estaban destinados a estar juntos. El no atinó a hacer otra cosa que poner sus manos sobre su rostro y sentir como las lagrimas corrían entre sus dedos. Luego, sintió un brazo sobre su espalda. Pensó por un segundo que podría ser Helena, pero no, era su vecina, aquella que vivía a dos casas de la suya y quien era también su mejor amiga de la toda vida. “Tranquilo” -le dijo-. El, con una mezcla de vergüenza y cólera, apartó su brazo, se levantó y se fue alejando sin decir más. Ella se echo en el césped por unos segundos, cruzó los brazos detrás de su cabeza y esbozó una gran sonrisa. Empezó a pensar en todo lo que los había llevado a este momento. Recordó los últimos años y todo lo que había tenido que hacer para que las cosas resultaran de este modo. Recordó cuando convenció a su padre de que transfiriera al de Helena a otro distrito (luego haría lo mismo para que fuera transferido al extranjero) o cuando tuvo que sobornar a la mitad de sus compañeros del colegio para evitar que él y Helena se encontraran en aquellas fiestas en la secundaria. Recordó también, aquella fiesta en la que era inevitable aquél encuentro, cómo lo convenció de no ir al baño para que “no perdiera la oportunidad de hablar con Helena”, como embriagó a la mejor amiga de esta para que finalmente en el momento en que él fuera al baño decirle a Helena que se lleve a su amiga a casa. Pero definitivamente lo que más trabajo le había costado fue arruinar su primera cita. Ella averiguó por la hermana de Helena que era terriblemente alérgica a ciertos perfumes (información que le costo un bastante dinero). Aprovechó que había sido cumpleaños de él y se ofreció a comprarle el perfume de su elección “para que lo use en la cita”. Cuando llegaron a la tienda, lo llevo a todas las perfumerías que tenían aquella fragancia; esto resultó en que la cita fuera interrumpida por una ambulancia que la llevaba de emergencia a la clínica por un caso de asma severo. Ahora por fin la sacaba de sus vidas, por fin las cosas estaban listas, todo era perfecto ¡TODO!, gritó al cielo pensando que ellos estaban destinados a estar juntos. Se levantó y se disponía a irse cuando de pronto sintió que pisaba algo, era un pequeño papel. En el papel estaban la dirección y el teléfono de Helena en otro país, era el papel que él había estado buscando. Lo partió en pedazos, sonrió y empezó a caminar en dirección a casa.
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“En el bosque” (por Ryonosuke Akutagawa)
[…]
Declaración del monje budista interrogado por el oficial del Kebiishi
-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun1, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago… Lo lamento… no encuentro palabras para expresarlo
Ryonosuke Akutagawa (Tokio 1892-1927), lector de poesía china, agudo crítico de sus contemporáneos y notable narrador del Japon imperial de comienzos del siglo XX nos entrega, bajo la apariencia de una recolección de testimonios para la investigación de un crimen, un mosaico de secuencias con cambios de punto de vista cuya lectura atenta vuelve discutibles todos los testimonios de los involucrados y nos permite examinar, en un plano más general, los intereses en juego de cada perpespectiva, de cada personaje, desde cuya idiosincracia e interioridad se decide narrar, alternativamente, una historia. El modelo que ofrece el cuento “En el bosque” nos permite ejercitar las posibilidades expresivas de cambiar el foco narrativo de un relato y los talleristas lo hacen desde una focalización interna a otra del mismo tipo, a una externa o a una “cero” en los siguientes cuentos. Sigue leyendo
Declaración tácita (por William Dodds)
William Dodds, tallerista y asiduo huésped semanal de este blog, añade a Extraterritorial un cuento para el libre comentario de sus compañeros. Adelante.
Disculpa la demora.
Sin quererlo, bajó de su habitación. No era algo opcional: sabía que era algo así como su deber bajar y aplacar las iras de su madre. Hacerle conversación de cualquier cosa, para evitar sus iras. ¿Qué le habrían dicho en esa llamada telefónica para ponerla así? Pero se tranquilizó cuando vio que el vaso de whisky etiqueta roja de su madre tenía tres cubitos de hielo en él ¡Qué alivio! No era nada tan grave. Supuso que su cara había reflejado demasiado alivio cuando su madre le dijo:
-Sí, Sebastián, tiene hielo. No deberías preocuparte. ¿Me acompañas con un traguito?
La verdad era que a Sebastián no le gustaba demasiado el whisky. Antes de responder echó una mirada al muy surtido bar de su padre. Le hubiera encantado tomar un poco de curaçao, pero sabía que la botella era nueva y que era política de su padre mantener en el bar una botella sin abrir al menos por seis meses, tal vez por un año. Volvió a notar que su madre obtenía más información de sus gestos de que sus palabras cuando le dijo:
– ¡Ah! Había olvidado que no te gustaba el whisky.
– Está bien, madre. Prefiero no tomar nada.
Sebastián y su madre se fueron hacia la cocina, ella con su whisky en la mano y él esperando que se demorara al menos cuarenta y cinco minutos en acabárselo. De pronto, como si hubiera estado rezando para ello, escuchó el sonido inconfundible de un manojo de llaves. Sebastián dejó a su madre y se dirigió hacia la puerta, pues sabía que sólo podría ser su padre. Sin mostrar demasiada expectativa, abrió la puerta, pero se sentía muy aliviado de no tener que ser el único compañero de copas de su madre, aunque estuviera resuelto a no tomar más que gaseosa y comer nachos.
Se sentó a la mesa, cuidándose de estar lo suficientemente alejados de sus padres como para evitar que le cayera algún plato o algo que se tiraran entre ellos, pero al mismo tiempo en una posición que le permitía vigilarlos. Cuando volvió a pensar en esto, no pudo evitar una sonrisa. Estaba exagerando. Nunca habían peleado al punto de lanzarse cosas, y sabía que no gritarían porque el abuelo, que estaba enfermo, ya estaba durmiendo. Sin embargo, no abandonó su sitio. Le gustó imaginarse allí, como un rey, viendo a sus súbditos. Su madre le preguntó a su padre por el motivo de no haber llegado temprano como lo había prometido, pero Sebastián supo que no había peligro. Su padre y su madre tenían conceptos muy diferentes para lo que “tarde” y “temprano” significaban, y ambos lo sabían. Unos minutos de explicación mientras su padre se servía el almuerzo bastaron para devolver la conversación a la “normalidad”.
Al cabo de medio vaso de whisky (unos veinte minutos), Sebastián sintió que su interés comenzaba a despertarse. Sin saber cómo, la conversación había pasado de asuntos de la próxima mudanza a un pequeño curso introductoria sobre numerología y tarot. Su madre era lectora de cartas y, según le había comentado a Sebastián en numerosas ocasiones, no dejaba de consultarlas en situaciones difíciles. Sebastián se sentía bastante interesado, aunque estaba convencido de que jamás lo estaría lo suficiente como para ser como su madre. Como pudo recordar, el curso había comenzado cuando su madre le había hecho sumar los números de su fecha de nacimiento hasta obtener un número entre uno y veintidós, y le explicaba cómo se relacionaba cada número con las cartas mayores de la baraja del tarot y qué significaba cada relación.
Sebastián se sorprendió calculando el número de la chica que amaba desde hacía años, Estefanía, y preguntándole a su mamá que carta le correspondía a ese número. Escuchó la explicación incluso con más atención que cuando le había explicado la suya, y casi se entristeció cuando supo que la carta de Estefanía quería decir que ella debía permanecer en solitario, pero después se recuperó cuando se dio cuenta que eso no excluía la posibilidad de una relación amorosa. Y he aquí que no pudo evitar imaginarla con él primero como novios y después como esposos cuando se enteró que la unión de su carta con la de su amada auguraba una muy buena relación.
Había un detalle que llamaba su atención, sin embargo. Su padre y su madre, aunque con diferentes cartas, obtenían la misma suma que él y Estefanía. Sin quererlo, se imaginó a Estefanía en el lugar de su madre y a él en el de su padre. ¿Esa era la buena relación que auguraba la carta? Se le antojó una relación un poco conflictiva y desordenada, pero después se dio cuenta que la suya con Estefanía, si llegaba a darse, no sería igual porque eran personas diferentes, y también porque sus números individuales eran diferentes a los de su padre y madre.
Por un momento, se desconectó de todo y se concentró en ella. Como ya era tarde, se la imaginó durmiendo, angelical. Se quiso imaginar a sí mismo allí, observándola, pero se dio cuenta que proyectaba una imagen más de padre que de novio y se borró del cuadro. Sólo quedaba ella durmiendo, como un angelito. Era todo lo que Sebastián necesitaba ver.
Se preguntó, como últimamente hacía muy a menudo, si no sería todo una coincidencia. Desde que la conoció en el colegio, comenzó a encontrar muchas similitudes entre él y ella, y cuando se dio cuenta que la amaba, no dejaba de encontrar razones que justificaran ese amor. Era cierto que había pasado un tiempo en que había intentado negarlo, pero se había dado cuenta que años de amor no podían ser retenidos sin consecuencias negativas. Era mejor dejar fluir todos esos sentimientos, sin negarlos, sin luchar contra ellos. También se dio cuenta que Estefanía debía enterarse, aún a riesgo de enfrentarse a una nueva decepción. No podía ser una simple coincidencia encontrar tantos indicios que le dijeran que no estaba equivocado. Tal vez uno o dos no significaran tanto… pero ¿encontrar uno nuevo casi todos los días? Tenía que significar algo. Esta nueva razón de las cartas tenía que augurar algo. Tal vez el destino de ambos era estar juntos. Él estaba más que dispuesto, pero ¿y que tal Estefanía? ¿Estaría dispuesta?
Cuando despertó de su ensoñación, ya había transcurrido otro medio vaso de whisky. Su padre ya había terminado de almorzar y su madre se disponía a prepararse otro vaso de whisky. Como supuso que se habían dado cuenta de que no había estado atendiéndolos por los últimos diez minutos, lanzó un par de preguntas al aire, aunque ya no estaba tan interesado: había descubierto algo que lo interesaba más.
Tras otro medio vaso de whisky, lamentó haberlas hecho. Se paró, esperando que su madre interpretara correctamente el gesto y lo dejara ir. Pero no. Parecía resuelta a contestar lo más exhaustivamente las preguntas de su hijo, y él tendría que quedarse a escuchar. Sebastián ya quería zafarse del asunto.
Por fin, la clase terminó cuando su padre se levantó y se disponía a irse. Sebastián también se levantó, aún con la imagen de Estefanía en la cabeza y le dijo al oído a su padre que no dejara sola a su madre, recomendándole que se preparara un trago y que la acompañara, con lo que lo convenció. Después, se fue a terminar el trabajo que debía presentar en la universidad, pero a la vez sostenía su teléfono celular, a la espera del momento adecuado para llamar a Estefanía y decirle lo mucho que la amaba.
Por supuesto, el momento no llegó nunca.
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“Bajito para que toque tu alma “(por Ivette Cajacuri)
Ivette Cajacuri, tallerista de mirada sutil, expone el siguiente cuento para el análisis sesudo y las críticas del caso. Es nuestra primera huésped en la sección Extraterritorial del blog. Bienvenida.
ÉL veía las persianas con tal odio, pues le recordaban a ese niño que le robaba los caramelos en su infancia. Se dirigió a su viejo armario y buscó su saco negro, más no lo encontró. Fue así que se dispuso a usar el saco gris. Era poco usual que lo usara, pero no tenía otra opción. Se cambió rápidamente como cada domingo, pues así lo demandaba el frío de Lima, que lo traía adormecido desde hace unos días. Bajó las escaleras corriendo y abrió la puerta. Un niño cruzaba con una bolsa azul en la mano, este le sonrió y le recordó que ya era un anciano y recuerdos asaltaron su mente, pero él los esquivó como lo venía haciendo desde hace unos años. Ya dominaba ese arte, ya era un deporte para él. “Destrozar todo lo oprimente” había sido la frase que lo mantenía vivo. Lo mejor era no pensar, no preguntar, simplemente ahogar.
Respiró y sintió que vivía dentro de una pecera, Lima era demasiado húmeda, pero lo acogía como una madre. Subió al bus, iniciando el ritual, y las personas dentro miraban por la ventana, se perdían absortos en la nada. Bajó del bus y el centro de Lima lo recibía con envolturas que adornaban las veredas, con súplicas de los más débiles y los más astutos que apelaban a la sensibilidad de los transeúntes, con miradas, con apariencias que hacían gala de su serenidad.
Encendió un cigarrillo en la esquina de su destino y lo saludó un señor diciendo: “pilas, pilas, para su tv, para la radio..”; él negó con la cabeza y entró al museo de arte. Nada había cambiado, respiraba el mismo aire, el lugar aún mantenía su juventud. Hace 2 años que mantenía el ritual, hace dos años que el lugar era el mismo, o por los menos para él.
Empezó su caminata y vio en una banca a una niña sentada en un extremo mirando a la nada, mirando todo. Se dirigió hacia ella y le preguntó si él podía sentarse en el otro extremo. Ella asintió y permaneció callada. Él sacó su viejo maletín marrón e inició su tarea de escribir partituras. No había pasado más de quince minutos cuando ya no podía soportar la observación de esa niña y enfadado o quizá con un gran anhelo de empezar una conversación, le dijo: ¿seguirás mirando o preguntarás? Volteó su cara para verla y ella estaba pasmada y colorada. Ella le pidió perdón, pero él no la disculpó y le preguntó si sabía de música. La niña no sabía absolutamente nada, era una completa ignorante. Eso hubiera bastado para retirarse y terminar la conversación apenas iniciada pero algo lo intrigaba. Él hablaba frescamente, mientras ella mantenía la cordialidad y el recato de toda niña de buena educación. En ese cruce de palabras, descubrió que ella también buscaba regocijo en aquel lugar. Él miró su reloj, ya eran las doce y el frío destrozaba sus huesos. La miró por última vez y entre sus divagaciones musicales le dijo: “cada vez que escuches música, hazlo muy bajito para que las notas toquen tu alma” Se paró lentamente, realmente no quería irse, lo había aliviado hablar con esa niña, no era cualquiera, en medio de sus preguntas encontró un alma parecida a la de él en su juventud.
Con un “hasta pronto” se retiró y caminó lentamente. El ritual había terminado. Su vida había acabado, tendría que esperar hasta el siguiente frío domingo.
Ella guardó su voz, guardó su ropa, guardó su mirada y sobre todo guardo la última frase. Guardó su alma y le dio las gracias en voz baja viendo su espalda desaparecer entre la multitud…bajito para que abrace su alma, que ya es mia, pensó.
“Así ocurrió, Paulita” (por Diego Martínez)
Qué bueno que ya no me tengas rencor, Paulita. Tú sabes que nunca le hubiese hecho nada a Rupertita si no hubiese sido por el bien de todas. Temía que las cosas entre nosotras no volvieran a ser igual desde su muerte, pero vaya que no fue así, aquí estamos ahora, tu y yo paseando por los pastizales. ¿Pero no te parece que nos vamos alejando mucho de las demás muchachas? sí, tienes razón, sigamos. Disculpa que toque el tema nuevamente pero es que creo que debería aclararte lo que pasó con Rupertita para darlo por cerrado. No me digas que no, porque sí es necesario; sé que duele hablar de ello, y créeme, ella era como mi hermana también y me duele tanto como a ti. Desde muy chica siempre estuvimos las tres juntas, de aquí para allá, jugando, pastando, durmiendo. Aún recuerdo el día que nació, yo tenía ya un año, y la señora Carlota daba a luz en nuestro pequeño establo. Nació pesando más que yo, era una gordita bella, sus manchitas negras se veían con dificultad y su orejitas rosaditas llenaban de ternura todo el lugar. ¿Recuerdas cómo la cuidábamos? Todos los días vigilándola porque su curiosidad era más fuerte que su pequeña conciencia y estaba siempre en busca de algo nuevo. Lástima que encontró lo que nunca debió encontrar. Paulita, pero ¿por dónde vamos? Yo creo que ya estamos muy lejos, ya casi salimos del campo, más allá sólo hay arena y nos podemos perder, luego el amo no nos va a encontrar. Sí, tienes razón, un poco de algo nuevo no nos vendría mal, y además no quiero echar a perder este día, cuando por fin me volviste a hablar. Rupertita había resultado la más lista de las tres, tenía al amo en sus manos, era increíble su habilidad, su gran capacidad. Todos los días desaparecía para volver con noticias de nuevos hallazgos, nuevas pastos, plantas curiosas. Mientras todas nos quedábamos cerca al establo, ella se iba sola por lugares extraños, así como nosotras ahora, que no sé ni dónde estamos, espero que tú sí. Así era mi Rupertita, siempre experimentando cosas nuevas de la vida, era tan alegre, tan optimista, creía que más allá del campo, el establo y la casita del amo, había cosas que no conocíamos, que no veíamos, lugares extraños que no pisábamos. Tenía la esperanza de que ella nos llevaría a lugares nuevos con su intrepidez, pero desgraciadamente encontró esa maldita planta. Todavía recuerdo el día en que llegó contenta, nos miró emocionada y sorprendida a la vez; traía una pequeña flor entre sus dientes. Era una flor muy rara, tenía la forma de una sandía en miniatura, con un tallo largo y unos pétalos blancos. Sólo trajo una, y fue ella quien se la comió. Ese día cambió todo en nuestras vidas. Rupertita se levantaba mucho más temprano que las demás y desaparecía. Volvía demasiado tranquila, y ya no hablaba con nadie, sólo vivía por y para esa planta. Una vez escuché al amo decir que Rupertita estaba comiendo una flor extraña, “opio” decía que se llamaba y que crecía en muy pocos lugares y uno de ellos era en nuestro campo. Rupertita se volvió adicta a esa vil planta y nos hizo de lado ¿recuerdas? Paulita, ¿estás segura que sabes como volver luego al establo? Este lugar está desierto. Te creo, sigamos entonces. Lo peor de todo, fue que ella cambió radicalmente, ya no producía como antes, hablaba mal de todas y generaba peleas entre nosotras. Su risa se volvió irónica, siempre buscando pelea a cualquiera que se cruzaba en su camino. Todo se volvió un caos debido a ella, era insoportable seguir viviendo así. Tú sabes muy bien que la convivencia con ella se volvió un infierno. Algo se debía de hacer, y yo lo hice. Paulita, será mejor que empecemos a volver, mira el acantilado de allá, ya no hay nada. Las demás chicas me pidieron que lo hiciera, y no me quedó de otra, me dolió muchísimo, pero tuve que hacerlo. Planté en medio de los rieles del tren, dentro del túnel una florcita cualquiera, luego cuando volví al establo, le comenté que había encontrado una flor de las que le gustaban, y que era muy especial, que habían muy pocas en la India y que debía de aprovecharla. Por supuesto, que al principio no me creyó; yo misma tuve que llevarla allá para que la vea. Le dije que yo no me atrevía a sacarla. Ella me miró con desconfianza, me dijo que era una cobarde y entró al túnel. Todas sabíamos que el tren pasaría a mediodía, justo a la hora que ella entró al túnel. No escuché nada, sólo vi sangre en la parte delantera del tren que salía por el túnel y que empezaba a frenar. Así fue como sucedió. Sé que eres su hermana, pero yo también la quería como tal. No había salida, no te lo dijimos porque supusimos te opondrías. Fue mucho tiempo sin que nos hablaras, pero lo bueno es que ahora todo volvió a la normalidad. Yo también extrañé mucho tu compañía, Paulita, pero mejor volvamos porque este acantilado me da un poco de miedo. No! ¿qué haces, Paulita? No me empujes, no lo hagas por favor. Me caigo!!! Te juro que así ocurrió Paulita, me caigo!! Sigue leyendo
“Vaca” (por Abril Cárdenas)
Bajo juramento afirmo que todo lo que voy a decir es la verdad y advierto que cuando termine no soltaré un mugido más, ni siquiera para hablar con mis terneros, mucho menos para dar otra declaración.
Recuerdo como si fuera ayer el día en el que conocí a Victoriana, recuerdo sus patas gruesas y su profundo olor a pasto más fresco que el nuestro, recuerdo haber pensado mal de ella desde el primer segundo. La odié y que alguna vaca objete si no digo la verdad. Ella era odiosa con sus ojos enormes más enormes del establo y su cola linda que nunca dejaba de mover, hasta cuando dormía, como un péndulo insinuante.
Nuestra primera pelea sucedió dos meses después de que la marcaron. Le advertí que no se dejara tocar por el campesino rubio de las manos frías, que sus manos refrescantes estaban destinadas solamente a mi, a calmar el ardor constante de mis ubres. Como a todas ustedes le dije que pateara el suelo, golpeara la cubeta o lo que fuera… pero no me hizo caso y la bella, la insinuante con su cola de péndulo lo dejó. A la larga el campesino rubio la volvió su favorita y me ordeñaba después de ella, con las manos calientes.
Ahora nada calma el ardor de mis ubres.
Por eso la engañé, señoras del jurado, porque esa vaca poco a poco nos iría quitando lo que nos pertenece y por eso estoy tranquila, porque hice lo que todas querían pero nadie podía; por eso soy una heroína, porque lo hice por ustedes.
Ese día Victoriana pastaba feliz, siempre con su cola odiosa, cuando de pronto escuchó a lo lejos al tren, que pasa muy cerca de la cabaña en el árbol del campesino rubio. Por supuesto que ella no sabía que era un tren y yo era la única a su lado; me miró con su malcriado aire holandés y yo le sonreí. Se extrañó, por supuesto, y yo le sonreí aún más.
Sentí las palabras venir desde mis ubres ardientes, la cólera de las mañanas sin mi campesino y le dije:
“¿Escuchas ese silbato fuerte, Victoriana?”
“Sí” me dijo “¿Y?”
“¿No lo reconoces? Es el rubio que siempre te ordeña, esa es su llamada especial. Hoy te va a tratar mejor que nunca.”
Le dije que tenía que pararse cerca de la casa del árbol con los ojos cerrados y esperar.
Yo esperé más que ella, cada segundo era una hora. Mientras veía su cola mecerse al alejarse me la imaginaba arrancada de su cuerpo, llena de sangre, en la puerta de la casa del árbol. Sonreí, el campesino también tenía que pagar por su traición. Cuando Victoriana se paró sobre la vía del tren mi corazón palpitó tan fuerte que sentí a la tierra temblando bajo mis patas. Un minuto más y el tren estaría sobre ella… y la idiota no comprendería la causa del súbito dolor, no comprendería por qué de pronto sentía su cuerpo haciéndose polvo bajo un peso mayor, su cuero rasgándose y el aire acabándosele para siempre.
De pronto, Victoriana seguramente cansada de esperar mugió. El campesino sacó la cabeza por una de las ventanas de su casa en el árbol y la vio, sobre la vía del tren, con los ojos cerrados.
“Victoriana” gritó, asustado. Y en segundos estaba abajo, al lado de ella, tratando de moverla a pesar del movimiento frenético de su cola que lo golpeaba en la cara constantemente. Uno de esos golpes le dio demasiado fuerte y cayó al suelo.
Yo no podía hacer nada más que mirarlos. No sé por qué sonreí. No sé por qué no mugí cuando vi al tren acercarse… le hubiera podido gritar a Victoriana que todo era una broma, que saliera de la vía, pero el ruido de la locomotora se hacía más y más fuerte y había algo dentro de mi que me ordenaba que no dijera nada.
Cuando ella dejó de mover la cola y mi campesino se puso de pié, medio atontado, el tren estaba casi sobre ellos.
Mi campesino está muerto, la cola de Victoriana se destruyó en la madera… señoras del jurado, no me molesta que esté muerta, lo que me da rabia es que a pesar de todo lo que pasó, no conseguí lo que quería.
La vaca deprimida (por César Ruiz)
Vale la pena recordar lo que le sucedió a Betty, ahora que ha pasado bastante tiempo desde que ocurrieran ciertos hechos.
Betty era, sin duda, la más hermosa de todas nosotras. Tenía unas ubres espléndidas, unos cuernos a la medida, una bonita cola y unas pezuñas envidiables. Sus manchas negras en sus arcas tenían forma de nubes, nubes negras en un cielo lechoso.
Yo tenía una gran amistad con ella. Hablábamos de todo, de la granja del verde pasto, del cielo y de los perros que nos cuidaban.
Un día, bajo la luz crepuscular, me confesó que tenía una relación con el granjero. Yo le dije que todas teníamos una relación con él, ya que era él quién nos ordeñaba. “No”, me dijo, “no ese tipo de relación. Somos amantes”. No me sorprendió. En realidad ya lo sabía, estaba esperando que me lo dijera. Muchas veces los había visto desaparecer a ellos dos, alejarse de la manada, cruzar el límite de la hacienda, cerca a los rieles del tren, y amarse a escondidas. Tampoco me sorprendió que él se haya enamorado precisamente de ella, ya que Betty era una hembra en todo su esplendor, joven, fresca y lozana.
Sin embargo un día la noté cabizbaja y taciturna: estaba deprimida. Le pregunté qué tenía. “Es el granjero” me dijo. Al principio pensé que la estaba engañando con otra vaca, pero eso era imposible: ya se sabría, o al menos correría algún rumor. La seguí interrogando, y me dijo que no la complacía sexualmente. Yo no entendía. No tenía por qué entender: nunca había sido amante de un granjero.
Entonces decidí espiarlos. Me oculté entre arbustos y ramas, cerca al límite de la finca, donde ocurrían sus encuentros carnales. Vi al granjero sacarse la piel y al fin entendí el por qué de la insatisfacción sexual que sumergía en aquel estado tósigo a mi mejor amiga: tenía un tamaño ridículo ese miembro. No llegaba al suelo como el de los toros. Pero claro, ella no sabía de toros, nunca había visto uno.
Ese mismo día, cuando estábamos rumiando, le hablé sobre ellos, esperando así que se reanime. “Son grandes, negros y furiosos. Embisten con fuerza y mugen con mucha bravura”
Al día siguiente, al salir de la finca, el granjero encontró los restos de una vaca: el ferrocarril la había partido en mil pedazos. No había duda de que era Betty, el único animal que faltaba en la granja.
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