A Donato no le gustaba nada ese lugar. Si no fuera por la urgencia de la operación, Donato hubiera sacado a su madre de esa clínica y la hubiera llevado a algún hospital. El problema era que no sabía adónde. La noche anterior ya le habían denegado la entrada a uno, por ser sólo para asegurados. Esto turbó mucho a Donato, que nunca se había imaginado que los hospitales no eran para todos. En la desesperación del momento, con los constantes quejidos de dolor de su madre, con el guardia en la puerta de Emergencias diciéndole que vaya a ventanilla para que la busquen en el sistema y con el taxista preguntándole si le haría una carrera más, Donato atinó por ir a esa clínica. No le denegaron la entrada y el doctor de turno atendió a su madre al instante, a pesar de que llegó en la madrugada; pero cuando empezaron a pedirle que cancele en caja cada pequeña cosa que el doctor ordenaba, Donato empezó a preocuparse. Le dijeron, después de muchas horas de análisis de sangre, de análisis de orina, de ecografías y de muchos golpes al vientre de su madre, ya casi al medio día, que tenían que extraerle el apéndice. La operación rodeaba los siete mil soles, si es que no había complicaciones, y tenía que realizarse lo antes posible, pues los dolores de su madre habían empezado varios días atrás. A Donato no le gustaba aquel lugar, pero se consoló pensando en que, en un hospital, su madre estaría todavía sentada en la sala de espera. De todas formas, no pudo evitar sentir un placer morboso al ensuciar las centelleantes losetas del pasadizo de la clínica con sus zapatillas sucias. Llegó a la oficina en el penúltimo piso y entró. Un hombre muy sonriente lo recibió y le invitó café. Él aceptó y pidió otra taza más. El hombre le preguntó si es que había conseguido el dinero y Donato sacó seis mil soles de su bolsillo. Firmó varios documentos en los que se comprometía a pagar por el resto de la operación antes de que le dieran de alta a su madre. A Donato no le gustaban los documentos ni la sonrisa hipócrita del hombre, pero por lo menos iban a operar a su mamá apenas salieran los resultados del riesgo quirúrgico.
Todo estaba preparado. La maleta con la ropa, los útiles de aseo y los libros que su esposo le había pedido ya estaba en la puerta. Marcela limpió un poco la casa antes de salir porque no sabía cuánto tiempo estaría fuera. Luego salió y aseguró bien la puerta antes de caminar al paradero para tomar el bus que la llevaría a la clínica. Ernesto ya estaba internado y listo para la operación. Lo habían planificado con un mes de anticipación. Marcela se repitió una vez más que no había nada de qué preocuparse: el doctor le había dicho mil veces que la implantación del marcapasos era un procedimiento muy sencillo. Subió por el ascensor hasta la habitación de Ernesto, en el quinto piso, y le contó con gran minuciosidad todo lo que había hecho en sus dos horas fuera de la clínica. Además, le dijo que había hablado con Jimena y que esta estaba viajando con su nieta para visitarlo. Ernesto pareció animarse ante la perspectiva de ver a su hija y a su nieta. A las diez de la mañana, una enfermera llamó a Marcela y la llevó hasta una oficina. Un hombre muy sonriente la recibió y le invitó café. Marcela no aceptó el café porque no quería ponerse más nerviosa. El hombre le explicó el costo de la cirugía, que Marcela ya conocía, y le dijo que tenía que pagar como mínimo el ochenta por ciento por adelantado. Esto la tomó por sorpresa, pues tenía planeado pagarlo todo después. Sin embargo, no dijo nada ante la amable sonrisa del hombre.
Después de lo que parecieron años, los resultados del riesgo quirúrgico salieron. Un doctor se acercó a Donato y le dijo que ya estaban preparando a su madre para entrar al quirófano. Le explicó en qué consistía el procedimiento que iba a realizar, le dijo que era muy simple y Donato podía ir a comer algo tranquilo. Donato no estuvo tranquilo, pero sí hizo lo otro. Decidió salir de la clínica para comer, pues no había probado bocado desde la noche anterior; pero, como no quiso alejarse mucho de su madre, fue a la cafetería en el último piso. Los precios le parecieron exagerados; sin embargo resolvió que, ya que estaba gastando tanto en ese lugar, gastar un poco más no agravaría su situación. Pidió un plato a la carta, pero la mesera le dijo que sólo servían almuerzos hasta las cuatro de la tarde, entonces pidió un pan con pollo, y luego otro. Apenas terminó de comer, pagó su comida con desagrado y bajó de nuevo a la sala de espera del cuarto piso. No habían pasado ni quince minutos, pero la enfermera le dijo que su madre acababa de entrar al quirófano. Donato asintió y se hundió en un sofá.
Salió después de hablar con el hombre y tomó un taxi. A Marcela no le gustaba andar en taxis, pero tenía que apresurarse para que todo estuviese, ahora sí, listo. Quería que su esposo entrara al quirófano antes de que se hiciera tarde. Llegó al banco y una empleada del lugar la atendió al instante. Marcela y Ernesto habían pensado gastar el dinero ahorrado en un viaje o dos, pero ahora gran parte de este se había destinado a la salud de Ernesto. Marcela retiró ocho mil soles, pues el aproximado de la operación era diez mil, si es que no se presentaban complicaciones. Luego, envolvió el dinero en uno de los pañuelos de Ernesto y con un imperdible lo aseguró al forro interior de su cartera. Salió del banco y caminó una cuadra antes de tomar un taxi, por miedo a subir a algún auto cuyo chofer supiera que acababa de salir del banco. Llegó al hospital y fue de frente a la oficina del hombre para pagar el dinero, pero él no se encontraba ahí. Marcela se dirigió entonces al cuarto de su esposo para contarle que ya había sacado el dinero del banco y contarle cómo es que lo había llevado hasta ahí. Ernesto se veía muy nervioso; Marcela intentó animarlo fútilmente.
Un doctor salió y dijo que todo había salido como esperaban, pero que de todas formas querían que la mamá de Donato se quedara un tiempo en Cuidados Intensivos. Donato preguntó cuándo podría verla y el doctor le respondió que tendría que esperar hasta la mañana del día siguiente, pues no se permitía el ingreso de personas a Cuidados Intensivos esa noche. Donato aceptó de nuevo y descubrió que ya no encontraba la clínica tan desagradable. Se sentó en uno de los sofás de la sala de espera y contó el dinero que le sobraba. Los dos mil soles envueltos en el pañuelo estaban intactos y en su billetera tenía doscientos treinta soles con algunas monedas. Pensó en que eso sería suficiente para cubrir el resto de los gastos y lo guardó todo en su bolsillo. Se recostó en el sofá, que era muy espacioso, y trató de dormir. Recién en ese instante, ahora que su mamá se hallaba fuera de peligro, pensó en la señora de la recepción; pero, cuando el sentimiento de culpabilidad lo quiso invadir, pensó en su madre y se quedó dormido.
Al rato, Marcela se despidió de su esposo y se dirigió de nuevo a la oficina del hombre, para ver si ya había vuelto. Se molestó mucho cuando descubrió no era así. Bajó al primer piso para buscar a alguien con quien hablar, pero la recepcionista estaba hablando con un muchacho. Marcela esperó y, apenas la recepcionista se desocupó, le contó su situación. A ella no le gustaba andar con tanto dinero y quería pagar la operación de su esposo de una vez. La recepcionista le dijo que preguntaría por la persona encargada, pero que seguramente había ido a almorzar temprano. Marcela se sentó en la sala de espera del primer piso y contó los minutos que pasaban. No quería dejar a su esposo sólo, pero tenía que resolver ese percance antes de que se hiciera tarde. Habían planeado esa operación con anticipación para evitar contratiempos como ese. A Marcela le incomodaba esperar y no le hacía gracia que nadie en la clínica hiciera algo para evitarle esa molestia. Molesta, Marcela se levantó de la sala de espera y se acercó a la recepcionista de nuevo, pero mientras esta le decía que seguramente el hombre ya había vuelto, Marcela recordó que había dejado su cartera en el asiento. Volvió apresurada y con alivio descubrió que todavía estaba ahí. La recogió y fue al ascensor para ir de nuevo a la oficina en el penúltimo piso. Tocó la puerta y la sonrisa del hombre la recibió otra vez. A Marcela ya no le parecía una sonrisa amable, sino una hipócrita. El hombre se disculpó por haberla hecho esperar y le preguntó si es que había conseguido el dinero. Marcela se dispuso a sacar los ocho mil soles de su cartera, pero no encontró el pañuelo de su esposo por más que buscó y rebuscó. Mientras la sonrisa del hombre se desmoronaba al ver a Marcela caer de su asiento agitada, esta no pudo evitar preocuparse por el corazón de Ernesto. No podían darle la mala noticia de que su propio corazón le había fallado.
Archivo de la categoría: Secuencias narrativas
‘Los años curan heridas, dicen’ por Camilo Clavijo
Tiempos difíciles, violentos e insensibles. Dicen que los años curan heridas, quizás eso se pueda decir en el amor, quizás lo pueda decir Sabina, quizás lo puedan decir las mismas heridas derrotadas si hablaran, pero no lo dirán los labios de Sonia. Para ella lo años pasan y el ardor no se apacigua, se vuelve incandescente, ataca desprevenidamente y es manipulador y las heridas empiezan manifestarse cuando a las 6:30 de la tarde la luz ya no entra a su casa y no hay nada que la salve de la deprimida oscuridad. Salí de mi casa a comprar leche, ustedes saben que en ese tiempo todo estaba muy caro, a la tienda de la esquina y 3 policías empezaron a seguirme, hasta que me cerraron el paso y me dijeron que estaba denunciada y que debía acompañarlos, yo me resistí porque no podía dejar a mi hijo de 2 años solo en la casa, pero, me agarraron fuertemente de los brazos y me metieron a una camioneta negra que estaba más allacito nomás. -Véndale los ojos- dijo uno de los policías y me pusieron una tela negra que no me permitía ver absolutamente nada, luego sentí que arrancó la camioneta y pusieron música bien alta para que no escuche lo que conversaban. Me calmé un poco, pero seguía llorando dentro de mí, de pronto escuché una voz diferente –identificación, el oficial los espera. Ya cayó esa terruca de mierda- sabía que había llegado a la base. Dimos vueltas y vueltas, la camioneta retrocedía y volteaba a la derecha, luego retrocedía de nuevo y volvía a girar a la derecha, todo terminó por desorientarme, eso era lo que buscaban ellos. Me bajaron de la camioneta, abrieron una puerta y me sentaron en el suelo, me quitaron la venda y una luz intensa me cegó. Estaba sola en un cuarto muy sucio, escuchaba chillidos de ratas y todo apestaba muy feo, muy horrible. Lloré nuevamente ahí sentada en el piso, me puse a pensar en mi hijo y cerré los ojos. -Levántate carajo- dijo Raúl – ¡el despertador te lo he comprado por las huevas! Santiago se levantó lentamente y mirando con el seño fruncido a Raúl, lo detestaba, pero qué iba a hacer era su padre y era militar. Vivía solo con él desde que su madre lo abandonó, al menos eso fue lo que siempre le dijo su padre, pero Santiago sabía que eso no era muy cierto y que su padre le ocultaba la verdad. –Así que tu financiabas a esos terrucos ¿no?- me dijo el Mayor Pérez- aquí no te vas a hacer la pobrecita, me vas a dar nombres si no te quieres pudrir en la cárcel. Yo no entendía cómo me podía decir esas cosas de las que yo no estaba ni enterada, no sabía nada, no se de dónde habían sacado que yo financiaba a Sendero ni todas esas tonterías. Le explicaba y le rogaba al Mayor, pero me dejó impresionada su incredulidad y frialdad, ¿cómo podía haber personas tan malas? Diosito las va a castigar, yo lo se. El cuarto estaba muy desordenado y sucio, la ventilación era escasa y la luz natural no existía. Santiago debía ordenar todo si quería ir a jugar pichanga, eso era lo que había dicho, porque en realidad se iría a una conferencia acerca de Derechos Humanos, pero imposible que le dijera a su padre que asistiría a eso, -son cojudeces- solía decir cuando escuchaba alguna noticia o comentario sobre Derechos Humanos- malagradecidos carajo, gracias a nosotros ustedes se salvaron, maricones a ver si ustedes pelean pues, a ver si son tan valientes y encima ¿exigen derechos humanos? ¡no me vengan con huevadas!. -Entonces quieres hacer todo más difícil, por lo que veo- decía el Mayor Pérez -a ver si recapacitas después de escuchar esto. Me puso una grabación en la que se escuchaba a un bebe llorar, llorar desesperado, un sollozo que sólo una madre puede reconocer, un sollozo de hambre, terror y miedo, no, no me haga esto le decía al Mayor, le rogaba, me arrodillé, disculpen es que esto es muy difícil de contar, es muy fuerte volver a recordar todo esto para mí, ustedes ni se imaginan, no lo han vivido, no se imaginan el dolor, la impotencia que uno puede sentir. – ¿Ya carajo? hasta cuando voy a esperar, ¿crees me sobra el tiempo?- decía un exaltado Raúl, las pastillas lo habían vuelto así, sin familia, bueno, un hijo que ya no lo soportaba, se había refugiado en las pastillas quita-sentimientos que al parecer daban resultado. –Es difícil estar aquí ¿no?- dijo Maritza –ya veremos alguna manera de salir de este lugar, yo tampoco tengo ni idea de lo que me acusan, pero, como a muchas, me hicieron firmar un papel en el que me declaraba culpable, ¡me iban a violar qué iba a hacer! – tengo un hijo pequeño y su padre está de viaje, se ha ido a allá donde se están matando todos y encima a mí me acusan de ser la que financia a Sendero, ¡esto no tiene lógica!- se quejaba Sonia. Ahora que recuerdo todo, a veces hasta me da risa de las cosas que me decían, que yo financiaba a Sendero y era la encargada de llevar las cuentas de los gastos que se hacían, que era el cerebro económico de la organización y que así había robado el banco capital, ¿se dan cuenta? Yo ni había acabado el colegio, vendía algunas ropitas que tejía y a lo mucho hacía cuentas, pero nada que ver con lo que me decían esos abusivos. Santiago salió de su casa y era un típico día de quincena de julio, gris y con poco viento. El cielo siempre había sido gris para él. Sonia se encontraba en el pabellón A, donde estaban las reclusas sin condena y tenían 20 minutos semanales para pasearse en el patio, los demás días los pasaban junto a las ratas libres en prisión. Por fin respiro algo de aire puro, ese hueco apestoso ya no lo soporto. Qué iba a hacer, ese era el cuarto en el que viviría hasta que su padre sea tocado por la dama negra, dama negra que Santiago solía invitar e invocar para que se lo llevara, pero todos los intentos sin éxito. A veces así pasa, la muerte se vuelve esquiva, porque es malcriada e irrespetuosa, porque es temida pero bienvenida, porque es una salvaje, una dama, una dama hiriente, sucia pero necesaria para uno, para todos. Me llevaron a juicio y en menos de 20 minutos ya estaba sentenciada a 30 años de prisión, mis ojos y mi boca se quedaron abiertos por horas, las lágrimas se habían acabado así que llorar estaba de más. Y el tiempo pasa, el tiempo corre, corre como una liebre que está siendo cazada por un puma, corre desesperado y uno ni cuenta, ya habían pasado 15 años y de pronto un joven abre la puerta de mi celda, me da mis cosas en una bolsa y me acompaña hasta la puerta de salida del penal, me entrega un sobre cerrado y me empuja. No dijo ni una palabra, sus labios ni se movieron, sólo me miró desconfiado- le dijo Santiago a Claudia- ya estará por empezar la conferencia, ¡vamos!. Salí y todo era muy diferente, fui a una esquina a llamar por ring y la moneda no entraba, -ya no funciona así, qué cavernícola- dijo un juguetón niño que pasaba por ahí –toma- dijo y me dio una moneda de 50 céntimos para que pueda llamar. Marqué todos los números que recordaba, ninguno existía. Estaba desorientada, no sabía a donde ir, no tenía información de nadie, seguro que me creían muerta y aún sigo así. No pude rehacer mi vida, disculpen la palabra, pero me jodieron. Dicen que el tiempo cura las heridas, pero estoy seguro que eso no sucederá, aún me preguntó que habrá pasado con las demás inocentes, si siguen ahí o si ya no están con nosotros. Me quedé sin familia, no tengo noticia de nadie, perdí todo una vida y nada podrá cambiar eso, ninguna indemnización, ningún perdón, nada. -Muchas gracias Sonia por tu testimonio, se que es muy difícil pero es necesario conocer estos casos para encontrar culpables y seguir liberando presos inocentes, ¿alguien tiene alguna pregunta?- dijo Augusto, el moderador de la conferencia –a ver usted, ¿cual es su nombre?- dijo. –Soy Santiago- se escuchó una voz tímida. -Si, diga su pregunta. -Joven estamos esperando. -Joven otros también quieren…- decía Augusto algo inquieto. -¿Mamá?-. Sigue leyendo
‘El´día más caluroso del año’ por Diego Alva
El día más caluroso del año, el día en que las decisiones y la temperatura están más ardientes que nunca. “Presidente Smith, el mandatario del país africano ha llegado”, dijo casi reverenciándose uno de los asesores del presidente. “OK, muchas gracias, puedes retirarte”, respondió el mandatario americano mientras dejaba caer sobre el piso cenizas del nuevo puro que le había llegado desde La Habana. “Empezó la hora decisiva”, pensó Smith.
El frío que se vivía en una de las ciudades de Kenya era mortal, sentías como la sangre se quedaba inmóvil por tus venas. “Tengo frío”, dijo la vocecita de una niña que a su corta edad ya vivía los estragos del feroz cambio climático que azotaba muchas partes del mundo. “Es extraño como el mundo puede cambiar en tan corto tiempo, ven aquí, abrígate conmigo”, dijo Djafary mientras recorría con sus manos las partes más vulnerables del cuerpo de la niñita. “Uf, mejor no puedo sentirme”, exclamó con satisfacción Connery, el presidente de Uganda, luego de haber sido tratado como todo un rey por la servidumbre de Smith. “Qué bueno que todo sea de sus agrado, Sr. Connery, siéntase parte de mi país”, le dijo Smith extendiendo la mano dando la bienvenida.
Días antes hubo una reunión de muchos gobiernos para analizar la situación de los países devastados por la intromisión del cambio del clima en la vida de la gente del mundo. En esa reunión se habían acordado sendos beneficios para los países víctimas del clima, siendo EE.UU. el país que se iba a beneficiar de forma ilícita, ya que desde dentro de la esfera política se había tejido un manto de corrupción para adueñarse de partes del dinero que era destinado para esos países en crisis. El Presidente Connery no pudo asistir a esa reunión por fallas en su avión antes de despegar, por lo que tuvo que posponer su visita hasta ese instante. “Mi querido y muy estimado Sr. Connery, ¿sabe una cosa?”, preguntó Smith quien estaba sentado al lado de Connery, bebiendo unos de los millonarios tragos de esa sala, “me alegra mucho que no haya llegado el día de las reuniones, ya que ahora podemos conversar de intereses mutuos, a solas”, dijo el americano al africano. “¿Intereses mutuos?”, preguntó Connery con aires de curiosidad. “Intereses de los que hablaremos en una rato, vamos. Tómese esta copa de coñac, verá usted que no querrá dejar de probar”, dijo riéndose Smith mientras le servía una copa llena al africano.
Luego de haber bebido esa incandescente taza de té, Djafary dejó durmiendo a la niña en el sofá en el que él tantas veces había estado con menores de edad satisfaciendo sus impulsos. No pudo permanecer en ese sitio y salió a la calle para que el aire gélido congelara sus impulsos. “No puedo hacer eso”, dijo Djafary mientras descargaba sus deseos con una certera patada a un pedazo de madera que se encontraba tirado en el piso. Djafary era buscado por la policía por actos pedofílicos, pero él se había guarecido en un lugar en el que ni Dios podía encontrarlo. El frío del lugar calmó lo impulsos que tenia Djafary por tener a la niña tan cerca de él, en su misma casa. “No puedo hacerlo, soy incapaz de hacerlo, mierda”, se dijo Djafary a sí mismo. “Claro que puede, Sr. Presidente”, le dijo uno de sus asesores al presidente americano, que había salido de la sala en donde estaba Connery. “Nadie se enterará, todos aquí dentro lo apoyamos”, siguió el asesor. “Esto está mal, no debería hacerlo, ya hemos obtenido muchos beneficios, deberíamos dejar a este pez que siga su curso”, dijo Smith casi sin creer en sus propias palabras. El ambiente que vivía Smith de poca tranquilidad era evidente, todos en su partido lo instigaban para que caiga sobre Connery también.
Connery era uno de los presidentes más ingenuos del mundo y esa era una magnífica oportunidad. Uganda era uno de los pocos países africanos que había sabido sacar oro de la crisis reinante. “Mister President, venga conmigo a disfrutar de esta copa de coñac tan buena”, dijo Connery con una sonrisa en los labios y con los ojos adormecidos por el alcohol que había actuado en su organismo de manera súbita. “Sr. Smith, solo necesitamos que firme el africano firme el documento”, dijo uno de los asesores del presidente.
La niña se encontraba muy emocionada porque Djafary le había traído muchos dulces y una muñeca de la tienda. Djafary luchaba contra su monstruo interior, veía a la niña tan inocente, cómo jugaba con su muñeca. La infante no notaba la mirada tan penetrante de Djafary, no notaba cómo sus ojos hacían añicos su pureza. En ese preciso instante, el único mundo de la niña eran su muñeca y sus dulces. “Déjame en paz, no quiero hacerlo”, repetía muchas veces Djafary mirándose al espejo. “No me dominarás esta vez, no lo voy hacer, te voy a vencer, maldito impulso”, se decía Djafary mientras cogió un pedazo de vidrio roto del suelo y se hizo un corte muy profundo en la mano, el dolor había suplantado, por esos momentos, al deseo maligno de su cabeza. “Traigan rápido, mucho alcohol y algodones, está que se desangra”, grito Smith al ver que Connery , por el estado alcohólico en el que estaba, se había cortado con la copa que segundos antes había dejado caer al piso. “No se preocupe Mister President, perderé mucha sangre pero jamás, oígame bien, jamás perderé mi orgullo”, decía sin mucho sentido Connery ocasionando la risa de muchos presentes allí. “Aproveche Sr. Smith, solo necesita su firma y todos salimos ganando”, dijo otro de los asesores con una sonrisa maliciosa en el rostro.
“Sr. Connery, ¿sabe usted por qué ha venido?”, dijo Smith mientras la sala era despejada de todas las personas, menos los mandatarios. “¿Sabe que hoy se tomarán decisiones muy importantes en la que usted y yo estamos involucrados”, continuó Smith. “Mire, Mister President, solo sé que hoy, usted y yo somos hermanos y lo que se decida hoy, será lo mejor”, respondió Connery con la mirada perdida en la habitación. “Déjeme hacerla otra pregunta Sr. Connery”, dijo Smith, “¿la razón o los impulsos?, ¿cuál cree que es más importante?”, dijo Smith a un Sr. Connery que parecía haber caído en uno de esos sueños en el que se despierta por ratos.
“Maldito impulso, no otra vez”, se dijo Djafary mientras se apretaba la herida que se había hecho. La cabeza de Djafary parecía una celda llena de enfermos de locos sexuales queriendo escapar para rociar el mal por el mundo. “¿Qué te pasa?”, dijo la niña que por un segundo en toda la noche había volcado su mirada hacia los ojos de Djafary. “Te noto muy triste, yo te quiero, no te pongas triste”, dijo la niña mientras se acercaba al lado de Djafary para hacerle compañía. “Está bien, es hora de hacerlo”, dijo Connery a Smith dando un abrazo fraternal al presidente americano. “Pero, ¿estás seguro?”, preguntó Smith a Connery. “Yo sé, ciegamente, que usted quiere lo mejor para todos, así que firmaré este acuerdo para que ustedes puedan manejar de la mejor manera nuestro economía”, dijo Connery mientras cogía el lapicero y buscaba el lugar en donde debía firmar. “Sr. Smith, me haría el gran favor de decirme en cuál de estos espacios que flotan entre sí tengo que firmar”, dijo Connery, idiotizado por el alcohol. “No puedo hacerlo, no puedo”, pensó Smith. “Estos impulsos no me pueden vencer en estos momentos, no con él”, reflexionó Smith, quien era uno de los políticos mas corruptos del Estado, cuya grandeza giró gracias a la capacidad que tuvo para ocultar todo y meterse a los bolsillos el dinero de todos.
Se paró y se dirigió al baño, un baño maloliente, con algunos insectos que vivían por ahí; sacó un frasco con calmantes y se lo tomó para calmar su ansiedad, Djafary esperaba que con esas pastillas pudiese controlar los impulsos que lo atormentaban. Subió a su cuarto y se miró al espejo. “Djafary, tú no eres un monstruo”, se dijo. “No lo hagas esta vez”. Una voz muy tierna rompió con la tranquilidad que había encontrado Djafary. “Me quiero bañar”, dijo la niña que se encontraba preparada para la ducha, tapada solo por una toalla. “¿Qué haces vestida así?”, dijo exaltado Djafary mientras sus impulsos se habían activado otra vez, aun más fuerte que antes. “Quiero bañarme”, repitió la niña. “No lo hagas aún, Connery, todavía no firmes”, dijo Smith ahorcando los impulsos de concretar ese acuerdo de un solo beneficiario. “Pero quiero hacerlo, ¿hay algo que me impida hacerlo?”, preguntó Connery, mientras jugaba con el lapicero. “No deberías hacerlo hoy”, dijo Djafary a la niña, que ya se había corrido hacia la ducha. Djafary había casi cedido al impulso una vez que entró al baño para ver a la niña. “Es ahora o nunca. Lo voy a hacer”, dijo Connery. “Yo el presidente de Uganda, estoy aceptando libremente firmar cualquier documento que nos beneficie”. Connery estaba idiotizado por el alcohol otra vez. “Hermanos como nosotros, hermanos de raza, debemos tendernos una mano siempre”, dijo, inundando así la cabeza de Smith de muchos recuerdos. El presidente americano comenzó a recordar su infancia triste y pobre que vivió en su país de origen, un país africano, cómo fue discriminado muchas veces y “basureado”. Un africano que había llegado a nacionalizarse americano y que ahora era el mandamás de EE.UU. no lo lograba cualquiera. Smith no puedo contener su identificación con Connery. “Sr. Connery, no firme por favor, no le conviene esto, lo siento”, dijo resignado Smith, mientras le quitaba el lapicero de las manos.
“¿Te acuerdas cuando mamá, tú y yo jugábamos a las escondidas, papi?”, dijo la niña mientras jugaba con la espuma que había hecho en la tina. Djafary vio una foto que estaba puesta sobre la mesita del cuarto en donde estaba él, su hija y su esposa, quien había muerto hace un año por un fatal ataque cardiaco. “Puto impulso, ya perdí a mi esposa, ahora no perderé a mi hija”, dijo Djafary dirigiéndose otra vez al baño. “Mi amor, quédate aquí nomás, en un rato va a venir la vecina del costado para buscarte, ¿ya?”, dijo Djafary lagrimeando. “Ya, papi, ¿a qué horas vendrás?”, dijo la niña mirando a su padre. “Siempre te visitaré, siempre te cuidaré, no me olvides nunca, te amo”, le dijo Djafary que, instantes después, buscó a la vecina para decirle que se encargue de su hija. En la casa de la vecina, Djafary acabó con su vida con un certero disparo en pleno cerebro.
“Buenas tardes, queridos compatriotas, les vengo a comunicar que he decidido dejar mi cargo de presidente”, dijo Smith. “Hoy he muerto, hoy el señor presidente no existe más”, dijo Smith en un discurso que dio luego de que el Sr. Connery había tomado el vuelo de retorno a su país. Smith alistó sus maletas y comenzó el viaje de vuelta a su país natal, a su país que lo vio nacer. Olas de frió azotaban al país de Kenya cuando Smith llegó, caminó por las calles empobrecidas de su ciudad natal, se paró frente a un velorio y se persignó, cogió nuevamente sus maletas y siguió su camino mientras la niña de la muñeca lo veía desde la puerta del lugar donde velaban a su padre.
Sigue leyendo
‘La muñeca’ por Fabiola Pérez
Su mirada sombría recorría la calle con suma atención y examinaba cada rostro itinerante con detalle médico. La mano izquierda movía los dedos impacientes contra el borde de su pantalón con un deseo inconsciente de quitar toda atención de su hermana metida en el bolsillo del otro lado. Relamía los labios, ansiosos, mientras hacía bocetos mentales de la pequeña falda escocesa que sabía que vería pasar. Esta vez no tan rápido como las demás, definitivamente no.
Un grupo de rostros frescos y enérgicos empieza a atiborrar la avenida como preludio a la entrada de la muchacha en esa calurosa y concurrida calle. Diferentes matices, diferentes texturas pero en el fondo ahí estaba con esa falda escocesa que había sido protagonista de las más retorcidas fantasías de la mente de aquel hombre. Una chispa fosforescente deshizo cada uno de los bocetos de su mente y alertó a su cuerpo en torno a la silueta de la muchacha. No estaba lejos. Su mano derecha se aferró con mayor fuerza dentro del bolsillo y sus piernas cruzaron la calle. Sincronizadamente su cuerpo y el de la muchacha se encuentran a medio paso en un ángulo de 90 grados, el hombre estira el brazo izquierdo y la coge sin miedo por el codo. Jala su delgado cuerpo hacía un callejón y desliza silenciosamente su mano derecha hacia afuera, revelando a lo que esta estaba aferrada: una Colt calibre 45, hermosa y destellante. Pero ella no tenía miedo.
Era demasiado, para ella no había otra palabra. Era más de lo que ella hubiera deseado tener, pero de igual manera lo quería solo para ella. Le hartaba, le molestaba, la envidiaba y la deseaba. La niña no hacía más que mirar esos inexpresivos y plásticos ojos azules, ese puchero tieso que fingía ternura, amándolos con total odio. La dueña de la habitación entró con una sonrisa en los labios presentándole a el señor oso y doña elefante, mejores amigos de su nueva muñeca. Adeline quitó los ojos de esta y dirigió su mirada hacía la niña parlanchina que trataba a ese par de peluches como niños reales. No le importaba. Se levantó de golpe en dirección a la cama de la habitación, cogió la muñeca que estaba en el centro de esta y cuando quiso salir con esta por la puerta, encontró a su dueña atravesada indagando por qué se llevaba su muñeca. Adeline giró sobre su eje y cogió el control remoto que estaba en el suelo, “sal de ahí o te doy con esto en la cabeza” amenazó y la dueña del cuarto estalló en llanto y salió corriendo a la cocina en busca de su madre. Adeline se escurrió por la ventana del cuarto con la muñeca bajo el brazo.
Le dijo que le decían Mimi, pero él no la escuchó. Él hombre volvió a mirar con ansias esa pequeña falda y volteó el cuerpo de la chica mientras movía el arma amenazante. “Solo quiero verte” le dijo y la empujó hacía una puerta muy escondida en ese callejón. Ya adentro ella se dio cuenta que estaba dentro de la casa del hombre ya que la destreza con la que este se movía en ella era única. Se sentó en un gran sillón y dejó el arma en la mesa de al lado, le pidió a la muchacha que continuara con aquel enfermizo ritual y cuando vio desprenderse la falda de sus caderas, se acercó con prisa a Mimi y besó sus piernas con total devoción. La muchacha no le pidió que se detenga y él continuó. Sus manos recorrieron todos sus rincones, hurgando en cada esquina oscura, buscando cada vez más. Ella, quieta, no le pidió que se detenga.
Tiró la muñeca sobre su cama y la miró con detenimiento. Se acercó a ella y desató el lazo que recogía sus rizos rubios, con furia rasgo sus vestido azul y se lo quitó por completo. No valía la pena, pensó. Pero su cuerpo brillaba, el plástico era hermoso. Sus ojos inertes no sentían nada, no decían nada. Adeline fue hacía su escritorio y cogió un par de plumones y unas tijeras. Con el plástico resplandecer, atacó su cuerpo con plumones marrones, azules, negros y verdes. Algunos lentos, otros rápidos. Los plumones recorrían su cuerpo con mínimo detalle dejando una marca imborrable, manchándola, tirando a la basura toda su plástica belleza. Adeline disfrutaba cada marca, cada mancha. Quería ver su sufrimiento, pero la muñeca seguía sin decir nada.
Insensible o fría, no tenía una definición concreta. “parece de plástico” pensó. Después de ultrajar su cuerpo, el hombre la siguió viendo muy tranquila. Mimi creía que él no sería capaz de más. Aquello lo desesperaba, cogió sus hombros y la sacudió buscando alguna reacción. Mimi seguía quieta. La tiró a la cama, de nuevo, sus nervios lo mataban. Se acercó son fuerza a la cama y entrelazó sus manos alrededor del cuello de Mimi, ahora, como último recurso. Sacudió su cabeza con fuerza y vio como sus ojos inertes se abrían con fuerza, se iluminaban. Quiso más, así que no paro. Pero, la luz de sus ojos, derrepente, se apagó.
Adeline dejó caer lágrimas de desesperación, aquel ser perfecto no lloraba como ella, no sentía como ella. Su cuerpo lleno de manchas seguían mostrando unos ojos inexpresivos. Sintió los pasos de su hermano mayor en el pasillo y aquel olor a cigarrillo que tanto detestaba, una resplandor iluminó su mente y sigilosamente se dirigió al cuarto de este. Encontró lo que buscaba en su mesa de noche y lo llevo con mayor sigilo a su habitación. Se lo mostró amenazante a la muñeca, rogando por algún destello de emoción, pero no consiguió nada. Chasqueó el dedo pulgar contra el objeto que hace fuego y lo puso en el cuello de la muñeca. El fuego subía y bajaba por su cuerpo, Adeline lo vio por un segundo. Era el fuego llenar de vida los plásticos ojos azules de una vivacidad que ella nunca antes pensó admirar. Quiso más y quiso encender el aparato con su dedo pulgar, cuando al fin lo logró, vio como aquello ojos azules se habían tornado en un deprimente negro.
El hombre llegó a su casa a las 6 de la tarde en punto, después de tirar el cuerpo de una adolescente en el río más cercano. La niña pequeña corrió a su encuentro con un gran puchero en la boca. Él le preguntó que había pasado y la pequeña respondió: “Adeline robó mi muñeca, papá.”
Sigue leyendo
S/T por Luis Oliveros
Marco estaba a punto de cortar el cable rojo cuando advirtió que había uno más escondido en la parte inferior del artefacto. Maldita sea! – pensó. Si no lo hubiera notado, en este momento la tensión habría desaparecido ya sea por haber cumplido la misión o por la muerte instantánea. Cerró los ojos y se obligó a permanecer cuerdo.
Los segundos pasaban, la tensión era cada vez más insoportable pero Samuel no era capaz de apretar el gatillo. Es culpable de la muerte de mi madre! – se dijo. Por qué lo hiciste? – preguntó. No hubo respuesta alguna. Te daré 10 segundos, luego dispararé…
Bang, Bang! – Marco pensó que la bomba había explotado ya pero sólo eran los latidos de su corazón lo que lo atormentaban. Debo cortar alguno de los cables. De cualquier forma sólo tengo 30 segundos más para hacerlo y en ese tiempo es imposible alejarme lo suficiente como para no perecer en la explosión.
Qué hago! – se dijo. 9,8,7 contaba lentamente Samuel.
No quería matarlo, nunca lo había hecho y sabía que aunque pudiera volverse loco si desaprovechaba esa oportunidad, su corazón le decía que lo indicado era perdonarle la vida. Ya veremos – se dijo. Acordó consigo mismo esperar hasta el momento final y que su instinto actuara por él. Si lo mataba o no, lo decidiría cuando el contador que él mismo administraba llegara a cero. 5,4… Marco no podía más. Se imaginaba al contador llegando a los instantes finales. Piensa Marco! – se dijo. Debe haber alguna forma de determinar cuál es el cable correcto. Tomó fuertemente el instrumento con ambas manos y dijo:
Cero… No puedo hacerlo
Boom!
Al día siguiente, Marco Jiménez fue hallado muerto en los escombros de un edificio. A muchos kilómetros de distancia, José Valverde era acusado de homicidio por un tal Samuel.
Sigue leyendo
‘Religión del colgado’ por Sebastián León
Tómas miraba a los feligreses congregados casi sin pensar en los detalles de su sermón (algo sobre el amor y el perdón). Era gente que asistía a su iglesia, su congregación, y que no debían ser más de veinte personas, una más, una menos. Y eso que él era un ministro joven y bien parecido. Otros más viejos no lograban congregar la mitad de personas que él. Y parado ahí, detrás del estrado, Tómas los miraba, estudiando cada rostro, la mayor parte de los cuáles había llegado a conocer íntimamente.
Arngrimur esperaba a que el sacerdote saliera del templo. Había hecho su ofrenda y tenía la esperanza de que las entrañas del uro le dieran un oráculo favorable.
“Reverendo Tómas, gracias por darme un momento,” dijo Jónina Aaronson, una de sus congregadas más viejas, la infaltable. Domingo tras domingo, ahí estaba, mirando hacia el altar con ojos brillantes, atenta a todas y cada uno de sus palabras.
“Oh no, no se preocupe Jónina, dime, ¿de qué deseabas hablar?”
“Es mi nieto, Baltasar, reverendo, ha estado actuando muy extraño últimamente.”
“¿Extraño?”
“Sí.”
La voz del sacerdote era dura y siniestra, como las cumbres heladas de las montañas.
“Tu hijo está enfermo. No sobrevivirá al invierno,” continuó.
Arngrimur apretó la mandíbula y asintió a las palabras del hombre que tenía al frente.
“¿Qué hay sobre los extraños?”
“Tendrás que tomar una decisión. Tu familia ha guardado este templo durante generaciones, hijo de Halldór, pero ellos han venido a profanarlo. Traen consigo la fe del hombre colgado, pero es una simbología engañosa.”
“Odín colgando de las ramas del Árbol del Mundo,” murmuró Arngrimur.
“Es un reflejo engañoso. Un lago tan limpio que refleja como si fuera de plata. Pero al sumergirte, te baña la sangre.”
“Son solo bandas de rock, Jónina, no hay de qué preocuparse. Estoy seguro de que sus padres han reaccionado como se debe.”
La expresión de la anciana se hizo desaprobatoria.
“¡Pero reverendo! ¡Seguramente tal cosa está prohibida en el cielo! ¡Ciertamente, no puede ser lo que quiere Dios!”
“¿Y qué es lo que quiere Dios, Jónina?” inquirió Tómas con un suspiro. “¿Es lo mismo que tú quieres, necesariamente?”
“¡Reverendo Tómas!” exclamó Jónina, una sonrisa abriéndose paso en su rostro. “Iré a decirle eso a mi nieto. Es usted un ángel, le estoy sumamente agradecida.”
Tómas correspondió a la sonrisa de la mujer con una sonrisa más bien tímida, mientras esta aferraba sus manos y las sacudía. Luego la acompañó a la salida de la iglesia y se quedó solo, pensando.
Los invasores habían llegado del sur, con cabellos oscuros y largas letanías. Habían profanado los altares, quemado los templos, movido a la gente contra la vieja casta sacerdotal. Y el invierno había llegado y Arngrimur había visto a su hijo partir hacia Hél. Le había preguntado una vez más por los viejos salones del Padre-de-Todo, esos que nunca podría ver, y le había preguntado por su madre, que permanecía en el cuarto de al lado, le preguntó qué es lo que hacía y por qué no estaba con él. Al final de la noche, con el viento helado rugiendo sobre ellos, Arngrimur posó una mano sobre el rostro de su hijo y le cerró los párpados. Luego llamó a su mujer.
Sentado junto al altar, Tómas meditaba sobre su labor. En los últimos meses, se había convertido en una parte esencial del ritual de los domingos. Decirse a sí mismo que estaba perdiendo la fe era una ingenuidad. Estaba perdiendo más que eso. Trató de prestarle atención al detalle, como una chispa sobre una piedra que desaparece casi inmediatamente. Lo buscó dentro de sí, pero fue inútil. Terminó por darse cuenta de que simplemente, estaba sentado junto al altar, perdiendo el tiempo, solo.
Habían quemado su templo, y por poco no lo habían quemado a él. No era un viking, nunca había dejado atrás esas tierras ni puesto un pie sobre la cubierta de un barco, pero sí era un guerrero. Había tratado de enfrentarse a la turba, ¿pero cómo? Se había enfrentado a bandidos, a enemigos de la fe, pero nunca a una multitud descontrolada, con antorchas, guiadas por un ánimo fervoroso, incendiario. No estaba preparado para eso. Fue apartado, golpeado por rocas, pudo matar a unos cuantos, pero finalmente, las llamas abrasaron la construcción de madera y junto a los gritos del viejo sacerdote alumbraron la noche.
Arngrimur corrió. Corrió como nunca había corrido, pero pronto se encontró con un nuevo incendio, una gran pira funeraria para su mujer y su hijo, en nombre de aquél dios furibundo que había llegado del sur para barrer con todos sus oponentes.
Había tenido que esperar. Fue una decisión difícil de tomar, principalmente por lo peligroso. Había sobrevivido en el bosque, comiendo lo que llegaba a él. Bichos debajo de las rocas, aves de presa, y venados. Solo tenía un hacha y algunas antorchas.
Vodka. Se habían hecho íntimos, se dijo.
Poco a poco, comenzó a aventurarse fuera del bosque. De vez en cuando observaba las largas y efervescentes prédicas de uno de aquellos hombres oscuros, con aquél acento que hacía descifrar muchas de sus palabras una ardua tarea, aún más en el estado en que se encontraba. Tan débil, se pronosticaba poco tiempo. Pronto ardería en fiebre, y no podía perder más tiempo.
Beber en la casa de Dios. Ya ni siquiera le turbaba la idea. Los católicos bebían vino, el reverendo Tómas Jónsson bebía vodka. Abuelas acosando a sus nietos, maldiciendo sus bandas de heavy metal. Cucufatos listos para mirar la paja en el ojo ajeno, rostros de miradas hipócritas. Höfnville era una comunidad pequeña, donde todos sabían todo sobre todo. Seguro ahora estarían hablando de la vergüenza de aquél joven ministro alcohólico. Miró hacia la cruz en la pared. ¿Era realmente aquél recinto la casa de Dios? Trato de incorporarse, pero perdió el equilibrio. La botella de vodka cayó a los pies del altar, y se hizo mil pedazos.
“¡Pagano!” gritaba el predicador. “¡Pagano!” Arngrimur ignoraba sus gritos mientras daba muerte con su hacha a uno y otro hombre. Recibió la estocada de una herramienta de arado en el costado. Le destajó el rostro a su agresor clavó su hacha en el pecho del predicador. “¡Pagano!” le gritaba la multitud. “¡El reino de los cielos es de los pobres de espíritu!” Otro hombre se lanzó sobre él y le empujó, haciéndole perder el equilibrio. Estaba tan cerca del templo, ese que habían erigido sobre las cenizas del que su familia había jurado proteger hacía más de un siglo. No tendré otra oportunidad, pensó, y lanzó su antorcha hacia la construcción, con toda la fuerza que quedaba en su cuerpo. No fue suficiente: la antorcha cayó a varios metros del lugar, y los cristianos no tardaron en apagar ese fuego tan pequeño, tan miserable como su vida.
Estaba condenado. Tómas lo sabía. Ahí, en esa construcción de madera, no había un dios. Solo estaba un borracho, esperando la congregación de un montón de ovejas cada siete días. Debía terminar con ello. Nunca fue lo que quiso de su vida, si es que aún podía llamársele así. Cogió el vaso que había dejado junto al altar y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la cruz en la pared. Tomó el encendedor en su bolsillo y una pequeña llama iluminó su mirada. Lo dejó caer sobre el líquido y la madera comenzó a arder.
Sigue leyendo
‘Todos los fuegos el fuego’ de Julio Cortázar
Gritando una orden, el procónsul empuja a Irene siempre de espaldas e inmóvil. “Pronto, antes de que se amontonen en la galería baja”, grita Licas precipitándose delante de su mujer. Irene es la primera que huele el aceite hirviendo, el incendio de los depósitos subterráneos; atrás, el velario cae cobre las espaldas de los que pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena por centenares, buscando otras salidas, pero el humo del aceite borra las imágenes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola con dos dedos, delicadamente. “No podremos salir”, dice, “están amontonados ahí abajo como animales”. Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del brazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bomberos entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos. “Es en el décimo piso”, dice el teniente. “Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos”.
Julio Cortázar (1914-1984), uno de los renovadores de la narrativa argentina de los años sesenta y una de las grandes voces de la narrativa moderna latinoamericana materializa, en “Todos los fuegos el fuego” una de las estrategias típicas de la narrativa contemporánea, sea literaria o cinematográfica: el montaje de secuencias narrativas en paralelo. Los tallerista presentan a continuacíón sus ensayos sobre esta técnica. Sigue leyendo