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Cuentos presentados para el examen parcial del taller

‘El secreto’ por Jonatan Gonzales

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Era una tarde bastante soleada. Estábamos reunidos en el comedor del instituto de contabilidad. Habíamos salido de clases. Yo no tenía ganas de estudiar pues faltaba una semana y media para las evaluaciones finales. Siempre tenía la costumbre de estudiar un par de días antes, y casi siempre me iba bien. Ahora, estábamos conversando sobre nada importante, cosas que a uno se le ocurren para matar el tiempo, cuando en eso, mientras converso con una amiga, me doy cuenta que murmuraban algo entre ellos. Me siento un poco incómodo al saber que estoy en una conversación de la que no participo. Luego, Ángel, un amigo, compañero de clases con gesto de sorpresa, terminado sus murmuros, me mira fijamente.
-¡No sabes lo que pasó! ¡No sabes lo que me dijo Jhomayra!
-¡Qué pasó! – respondo con cara de indeferencia.
-No, mejor no. Ya te vas a enterar después.
Intento no hacerle caso. Pero me deja con la sensación de que algo no tan importante tiene en mente. Reflexiono después y siento una curiosidad que me embarga. Supuse que debía ser algo relacionado a mí. Pero, bien, ya es hora de entrar a clases, intento olvidarlo y no le tomo más importancia.
Después de clases, me reúno con Julio, gran amigo desde la academia. Me presta algunos apuntes de clases, que por cierto son mucho más desordenados que los míos, pero se los presto por ser el único que copia las clases. Copia hasta el estornudo del profesor. Vamos hacia las fotocopiadoras.
-¿Tanto han avanzado en clases?
-No, algunas cosas son apuntes propios. Por cierto ¿ya te han dicho sobre Brenda?
-¿Qué hay que saber de ella?
-¿Ángel no te ha dicho nada?
-No, ¿De qué hablas?
-Ah no, entonces yo tampoco puedo decírtelo.
-Bueno, si es así.
Empiezo a sentir que algún tipo de chisme se está corriendo entre ellos y no me lo quieren decir. Eso hace que sienta más curiosidad. Sobre todo porque ahora sé que se trata de Brenda, una chica que conocía cuando ingresé al instituto. En realidad no la conocí. Pero sabía quién era. Tenía una extraña sensación cuando estaba cerca de ella. Sentía algo indescriptible por ella. Nunca pude conocerla; talvez por miedo. Era una chica bastante dulce. Con una mirada bastaba para derretirme. Todos sabían eso excepto ella, creo yo. Ahora ya no esperaba mucho por ella. Sabía que todo era una ilusión. Pero si podía conocerla podría revivir aquella ilusión.
Después de un largo día, al anochecer me encuentro con Jesús, amigo que conocí en mi barrio, pero por circunstancias de la vida lo encontré en el mismo instituto y en la misma clase que yo. Le saludé pues no lo veía desde hace tiempos.
-Hola, ¿Qué tal?
-Ahí bien. Y ¿ya te contaron sobre Brenda?
-¿Sobre ella?, no. ¿Qué es aquello que todos saben menos yo? ¿Es algo trascendental? ¿Algo malo?
-No, mejor no te lo cuento. Si no te lo han dicho no tengo porqué ser yo quien te lo diga.
-No me dejes con la inquietud de saberlo.
-Mejor quédatela.
Hay algo muy escondido que tienen en secreto. Pensé en averiguarlo cueste lo que me cueste, sin exagerar por supuesto. No podía concebir la idea de un secreto que yo no supiese. Al día siguiente voy a clases en mi día totalmente rutinal. Entro a clases, lo mismo de siempre. El profesor se para frente a la pizarra a hablar como un loco mientras todo el mundo está haciendo otras cosas. Algunos traen laptops para distraerse. Otros escuchan música con los audífonos puestos disimuladamente. Yo llenado mi crucigrama. Leyendo algunas noticias en el periódico, como siempre todo es vedettes, escándalos o sangre. De pronto, de la nada, me pongo a pensar en el secreto que todos saben menos el supuesto protagonista de éste. A la salida me propongo a esperar a Jesús. Llegan las doce del mediodía, el sol ha salido un poquito. Y pensar que hacía calor ayer. Mientras espero atentamente me quedo distraído al ver pasar a Brenda. No sé que es lo que tiene esa chica. Solo sé que cada vez que la veo tengo esa misma extraña sensación. Siento que la he visto en algún lugar. Posiblemente ya la conocí anteriormente. No me atrevería a preguntarle. No tendría suficiente valor. Cuando despierto de ese trance veo llegar a Jesús. Le detengo y le propongo ir a almorzar en grupo. Esperamos a otros compañeros mientras le conversamos sobre el tema inquietante para mí.
-Dime todo lo que sabes de Brenda. ¿Qué es ese secreto tan importante que no me lo quieren decir?
-Mira, es algo que no te lo voy decir yo. Te lo tiene que decir Ángel. ¿Por qué no se lo preguntas a él?
-Pero si no sé ni siquiera que preguntarle. Además no lo voy a encontrar sino hasta la próxima semana.
-¡Que pena! Te tendrás que esperar.
-Dime que es lo que quieres. Te invito el menú de hoy.
-No quiero. No te voy a aceptar así me ofrezcas cien menús del día.
-Entonces, qué puede ser aquello tan trágico.
-No es nada importante. No te preocupes.
Ahora, cada vez que dejo de pensar en ella recuerdo aquel supuesto secreto que esconden. Ha sido un día cansado también. Llego a mi casa por la noche. Hay que estudiar las clases. Si tan solo pudiera pasar el curso sin estudiar. Pero que fastidio, sobre todo cuando uno llega sin ganas de hacer nada. Veo la televisión por un rato, ceno junto a mi familia. Subo a mi cuarto a escuchar un poco de música. Tengo planeado abrir los libros después de todo. Pero, antes de eso enciendo la computadora y entro al Facebook. Cuántos comentarios me han dejado. Los empiezo leyendo uno a uno. Hay varios amigos que han hecho fan de “El Secreto” aquel libro de Rhonda Byrne. Como haciendo alusión a mi. Empiezo a sentirme que estoy siendo burlado. Tan secreto no debe existir. Quizá es ficticio. Lo inventaron. Cerca de la medianoche. Ángel se conecta al Facebook. No pierdo la oportunidad de preguntarle acerca de aquel secreto que yo llamo chisme.
-Ángel, ¿has ido a clases?
-Las dos últimas clases, no.
-¿Me puedes decir qué es ese secreto que todos murmuran? ¿Es sobre Brenda cierto? Nunca me dijiste que se trataba sobre ella.
-No, no es nada.
-Ah ya, así estamos.
-Me han dicho que la información proviene de ti.
-¿Qué información? Ya se que tal te lo digo el sábado después de que pases tus exámenes. No quiero perjudicarte.
-Bueno.
Por lo menos ahora, él me había dicho que lo sabía y que lo iba a decir. Sólo me quedaba esperar. Pero esta situación para mí se volvía cada vez más desesperante. Tenía que seguir preguntando. Ese día dormí pensando en ese día. A mí realmente me gustaba esa chica. Tenía un porte diferente a las demás.
Al día siguiente, el mismo trajín. Pero esta vez iba a hacer algo nuevo. Iba a intentar preguntar a Jhomayra, cuál es aquel secreto; pero, el problema era cómo se lo preguntaba. Más aún sabiendo que ella es amiga de Brenda y que no se puede enterar lo que siento por ella. Aunque realmente no siento mucho por ella por que no la conozco. Siento que si la conociera sentiría algo más grande. Entonces prefiero no hacerlo. Por lo menos no ahora. Voy a esperar a Jhomayra. Pronto ella sale del instituto, la saludo y le pregunto por los demás. Amablemente me contesta que no los ha visto en todo el día. Eso que apenas son las diez de la mañana. Es hora de preguntarle por ella, por el gran chisme recorrido por todos. No sé cómo. No me atrevo a hacerlo. Ella es mujer y no le puedo estar preguntando chismes. Así que mi intento queda frustrado por mi escasa valentía. Mejor espero a la siguiente víctima que me ha de contar el secreto.
En la tarde, después de almorzar con algunas amigas me encuentro con Julio y Jesús. Les propongo ir a jugar. De inmediato Jesús respondo que no. Pues ya sabía que el respondería negativamente. Ese el modo en que me dejara para conversar con Julio. Luego, de regreso al paradero cada uno a su casa, le pregunto nuevamente acerca de Brenda.
-Ahora sí, cuéntame todo.
-No te lo puedo decir.
-No me digas el mismo rollo que me ha estado repitiendo toda la gente.
-Pero si todavía no sabes nada.
-Pues ahora dímelo.
-Bien ¿Todavía te sigue gustando Brenda?
-Pero si no la conozco cómo esperes que me guste o que sienta algo por ella.
-Por eso te pregunto.
-Dime qué es lo que quieres a cambio.
-Yo te lo voy a decir, pero… no mejor no. No te lo puedo decir. Sería traicionar a un amigo.
-Piensa que me estás traicionando a mí como amigo. Cómo es que saben algo relacionado ami que yo no sé.
-Es que no es relacionado a ti. No de tal forma.
-Entonces qué es.
-Ya esta bien. Te lo voy a decir. Pero con una condición.
-¿Cuál?
-No se lo digas a nadie. Mira, lo que pasa es que…
-¡Que!
-Lo que pasa es que Brenda es lesbiana.
-¿Qué?
-Mentira una broma. Lo que pasa es que a Brenda le gusta un amigo de ella por supuesto, y a ese amigo suyo le gusta ella. Pero ambos no se animan. Ambos lo saben.
-¡Eso es todo? ¿Nada más? ¿Por eso es que he estado tan angustiado? No puede ser. Tiene que haber algo más.
-No hay nada más. Eso es todo. Eso es lo que no querían contarte. ¿Te sientes mejor?
-Gracias
Y pensar que eso era todo el bendito rollo por el que me tenían así. Jamás intenté buscar a Brenda. Me sentiría como un idiota estando detrás de ella. Fuera de todo esto, nunca pensé que algo tan pequeño pudiera moverme de esa manera. Ahora, todo tiene sentido, Jhomayra se lo dijo a Ángel, Ángel a los demás. Y así se fue regando. Por último convencí a Julio para que me lo dijera. Y aun así estoy descreído. Por fortuna el tipo ese no están con Brenda aún. Pero ahora me queda otra interrogante. De qué manera Ángel pudo haber obtenido ese tipo de información de Jhomayra. Ese tema es lo siguiente que tengo que averiguar. Por lo pronto estoy tranquilo de que la noticia esa no haya sido tan grave como pensaba.
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‘El diablo y las cosas’ por Manuel Gonzalo Rivas

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Debo decir aquí (y sin intención de que alguien lo lea) uno de los secretos que ha rodeado mi vida y posiblemente rodee mi muerte. Si lo escribo es por ruin, para burlarme al imaginar la cara de asombro de un posible lector, y repito: no es que quiero que lo lean, pero sé que será leído y entonces reiré. Empiezo a contar, pues.

He vivido con el Diablo toda mi vida y no es que me cause alguna molestia. Es un espléndido inquilino, si es que acaso me preguntan, muy cordial y de pocas palabras, de utilidad para muchas faenas, servicial y nada entrometido.
No se me culpe por darle cabida en mi hogar, él estaba ya instalado antes que yo naciese o siquiera antes de que fuese yo proyecto de mis padres (si es que acaso lo fui). Nunca pregunté por su procedencia, ni mucho menos causaba interés en mi; siempre he sido desinteresado de todo asunto, eso han de saberlo.
Se hospedaba en nuestra vivienda, en la habitación de huéspedes, en la tercera planta. Jamás pude ver el interior de dicha habitación durante su estadía: mi madre me advirtió no lo molestase cuando él se encerraba en esta, y yo hacía caso, por temor mas que por obediencia. Es simple de explicar y no he de gastar mucha tinta en ello: cuando uno es pequeño e inexperto suele atribuirle al Diablo una figura de maldad, hasta se lo imagina en llamas y con tridente en mano, con risa macabra y las peores intenciones; nada mas falso que todo ello. Si he tenido ese temor es por la forzosa educación católica que se me ha brindado. He de decir que, inocentemente, creía pues al Diablo como la raíz de todo mal, de toda vileza, de todo defecto o deformación en el porvenir del hombre. Craso error, aquel: el de creer que el mundo está dividido en lo bueno y en lo malo, en el cielo y en el infierno; me explicó él: «no es que la posibilidad oscile entre lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer, sino mas bien entre lo que se quiere hacer y lo que no se quiere hacer». Incomprensibles palabras para alguien cuyos sesos aun estaban infestados por el germen católico. Pero eso cesó llegada mi juventud y he de hablar de eso luego.
Mi padre era un hombre de negocios y no frecuentaba mucho la casa; era bien sabido entre rumores que tenía una amante a la que dedicaba sin falta todos sus fines de semana y buena parte de su sueldo. Mi madre nunca hizo alboroto al respecto, ya que él nunca dejó de traer la mayor parte de sus ganancias a casa y al fin y al cabo ellos dos se llevaban muy mal. Realizaba ocasionalmente largos viajes al extranjero, en aquellos tiempos en que el aire no era un medio muy seguro para viajar, pero mi padre reía de los peligros. Al tener de huésped al Diablo en la casa, se sentía el sujeto más seguro del mundo y, ciertamente, nunca nada le pasó. El Diablo y mi padre fueron amigos hasta el fin de sus días, salían a bares siempre que mi padre volvía de largos viajes, pasaban largos ratos charlando sobre política y arte. Cuando a mi padre le tocó fallecer, el Diablo le prometió un lugar especial allá abajo y mi padre suspiró sonriente antes de dejar de respirar. Muchas veces le pregunté a este inquilino acerca del misterio que me enfriaba los huesos: aquel punto determinante para decidir si es que un alma era llevada al cielo o al infierno. Él rió largo rato y me respondió que no había tal cosa como un alma y que era mas bien la carne la que decidía por si misma que senda quería tomar; hasta el día de hoy no se me ha aclarado el asunto.
Con la juventud, inesperadamente llega el escepticismo y se empieza a negar los dogmas de la infancia, los pilares de todas las creencias. No sólo se deja de creer en el misterio, sino que se le ataca, se le escupe y se reniega de él. Así mismo pasó. Abucheé mi religión, la enterré muy hondo y renegué mucho de ella. Todo esto me llevó al mas terrible conflicto que tuve con el Diablo. Se sabe que todos nosotros, hasta el más diferente y ermitaño, cree en la dualidad del universo, en la separación de las cosas en sus diferentes polos, y en la negación a los términos medios. Así está el hombre y la mujer, el cielo y la tierra, lo bueno y lo malo, un dios y un diablo. Curiosamente es esta dualidad la que me llevó al conflicto: una vez la juventud trajo consigo ese escepticismo que se apoderó de mi mente, empecé a negar todo asunto relacionado con dios, y como inmediata consecuencia se rompía la dualidad del universo, lo cual traía las peores jaquecas, intensos males, terribles dolores; no podía yo negar a dios sin negar al Diablo. Y así fue: tuve que negarlo por mi propio bienestar y empecé a vislumbrar a nuestro huésped como un sujeto sin forma, sin esencia, un espectro andante, sin cuerpo que lo sostuviese; pareciese que se desplomaría en cualquier momento. No tardó mucho en desaparecer para mis ojos. Me topaba con él en pleno corredor, pero me hacía el desatendido; para mi era como chocar con una fuerte ráfaga de viento o simplemente fingía que nada había pasado. Él simplemente no podía existir, asunto resuelto. Si debía negar a dios, debía negar al diablo; aquella era la base del equilibrio en las creencias religiosas. En ese entonces concebí el poder del cuerpo humano como algo supremo y que no debía ser cuestionado: el hombre vivía para su cuerpo y el final del cuerpo era el final del hombre. Y negué el resto de teorías con todas mis fuerzas, hasta tal punto que toda mi juventud pasé sin entender los diálogos solitarios que tenía mi madre con un sillón vacío, o por qué en la mesa se servían tres platos si sólo estábamos sentados a ella mi madre y yo. Así de fuerte era mi negación al Diablo, que no era para nada voluntaria: deben saber que si alguien me hubiese probado la existencia de dios, inmediatamente hubiese recordado al Diablo con todas sus características y lo habría empezado a ver otra vez por todos lados, paseándose en nuestro hogar, con nosotros a la mesa, en el sillón del salón principal charlando con mi madre.
Pero no, durante los periodos escépticos por excelencia que se dan en la juventud de la persona, nunca se me dio prueba coherente de la existencia de dios, por lo tanto me negué rotundamente a concebir al Diablo. Todo esto empeoró cuando mi madre enfermó y pasó sus últimos meses rendida en cama. Por esos tiempos me tocó asistir de manera casi precipitada a la Escuela de Leyes y, con mucho dolor, dejaba a mamá sola en casa. Para mi sorpresa siempre que regresaba yo por las noches parecía muy bien atendida y cómoda. En ese entonces no me lo explicaba, pero por supuesto que hoy entiendo la razón.
Entre Constituciones y Códigos Penales, vi fallecer a mi madre durante tiempos de un adviento. En sus últimos instantes, en los que habló con sorprendente lucidez, me encargo el cuidado de un huésped y sobre la importancia de creer en dios. Para mí no había tal huésped, así que lo tomé como un espasmo de delirio ante mortem y frente a su pedido religioso hice una afirmación con la cabeza, sabiendo para mis adentros que estaba muy consumido por mi postura no teísta como para cumplir su petición. Falleció en vísperas de navidad, por lo cual fue difícil encontrar velatorio. En ese tiempo el agobio del trabajo ayudó a camuflar el dolor del luto, pero hoy en día lamento no haberla llorado más en la época que correspondía.
No había nada que hacer, simplemente me había quedado sólo en casa. Por obra buena del destino ya había conseguido un trabajo de sueldo decente en un estudio de abogados que me quedaba cerca y me permitía pagar algunas deudas pendientes que habían dejado mis padres, además de dejar un restante para mi subsistencia. No había lugar a lujos, pero nunca los había habido en casa, pese a poder alcanzarlos. Pasaba largas hora en dicho estudio y descuidaba el cuidado de casa. Conforme las deudas se fueron apaciguando y permitiéndome hacer mayor uso de mis ingresos, contraté a una muchacha para que cuidase la casa y me tuviese comida lista cuando volviese de trabajar.
Contratada y puesta a la labor, noté inevitablemente una pintoresca manía de poner tres platos en la mesa y arreglar el cuarto de huéspedes que no andaba ocupado. Pero aquello no me importaba, ya que yo pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa y supuse que lo hacía por que le sobraba el tiempo. También me percaté de su ferviente devoción católica; rezaba sin falta todas las noches antes de dormir, me pedía mi consentimiento para bendecir los alimentos antes de que procedamos a comer y, desde la formación de su contrato, pidió explícitamente que los domingos le permitiese yo ir a una Iglesia que quedaba en un pueblo, en las afueras de la ciudad. Esto le tomaba casi todo el día, pero los domingos yo podía encargarme perfectamente de la casa.
Dicha devoción me fue contagiada rápidamente. Algún psicólogo freudiano seguramente hubiese atribuido esto a la necesidad de llenar un vacío o a manera de causar un punto de inflexión en mi vida para encaminarme por nuevos rumbos. Yo simplemente debo aclarar que fue por mero aburrimiento, en conjunción a un muy arraigado insomnio del que siempre he sufrido.
Llegando de mis faenas laborales me sentaba a comer a la mesa con tres platos e inmediatamente me dirigía a mi habitación en un intento siempre fallido de conciliar el sueño. Para eso la muchacha ya había empezado sus rezos de siempre, con una potente voz que atravesaba las paredes de su habitación y me permitía ser participe de sus oraciones. No tardé mucho en, una de esas noches, interrumpir sus plegarias tocando la puerta y preguntarle si sería molestia que la acompañara presencialmente en su rezo. Para mi sorpresa esto pareció entusiasmarle. «La oración entre varios es mejor escuchada» me dijo, entonces. Al comienzo me limité a verla y oírla. Me recordaba mucho a mi madre que, cuando niño, me besaba, luego me decía una breve oración para que conciliase el sueño y se despedía de mi. Esta muchacha insistía todas las noches en que yo también sea participe del rezo, incluso añadió canciones a dos voces para que cantase con ella. En mi seriedad de hombre escéptico no entendía del todo esa ferviente devoción, pero de vez en cuando me sacaba una sonrisa ver a la muchacha entusiasta que parecía encontrar placer en el rezo. Con el pasar del tiempo me fui doblegando y participando mas de estos, hasta llegar al punto de no limitarme a repetir lo que ella me indicaba sino tomar la iniciativa y hacer lo propio.
Entendí, luego, que aquello era la religión. Un fervor ciego sin correspondencia, oraciones sin respuesta, pero que de alguna manera apaciguaban al cuerpo. De repente uno piensa que se le da respuesta, pero eso es sólo un juego de los sentidos, que son la peor debilidad del cuerpo. «El que no anhela respuesta, nunca la tendrá. Aquel que la quiere, la verá en todos lados». Recordé las sabias palabras de un alguien, que me dejó atónito y me hizo presentir que sí, que tenía las respuestas que quería pero que eran mis propias respuestas, transformadas a una voz del cielo, pero con una tonalidad neutra que todo lo que hacía era complacerme. Pero creí. Creí no por que quisiera creer, sino por todo el bien que me hacía creer, por toda la paz que me traía, y por todos los dolores que sanaba. Y allí fue que vislumbre a aquel que me había dicho las palabras que me ayudaron a comprender mi conversión. Era él, el amigo de mis padres, el que se sentaba a la mesa con nosotros, el que charlaba con mi madre en la sala, el que bebía en bares con mi padre, el que deambulaba por los pasillos en sus ratos libres, el que vivía en la siempre arreglada habitación de huéspedes, y me tardé tanto en verlo, pero allí estaba. El tiempo había pasado y yo ya era un hombre viejo y comprendía la dimensión del asunto desde muchas otras perspectivas que un joven escéptico no podía concebir.

Los achaques de la edad me consumen y siento que el fervor se me escapa de los labios y que ya rezo sin sentido. Él me ha dicho que ya ha llegado la hora de finalizar el asunto y que, ahora que puedo verlo, puedo tomar su mano y seguirlo al rincón oscuro de su habitación, donde nadie está permitido de explorar sin su permiso y que ahí tomaré la decisión final, el camino que ha de tomar el cuerpo para dejar de existir acá y seguir existiendo allá. Y yo sigo escribiendo y me digo a mi mismo si es que acaso podré tomar esta decisión en tan poco tiempo, ya que él me ha puesto el plazo determinante. «Mañana nos vamos, entenderás. Yo ya he vivido mucho tiempo en este lugar, es hora de buscar algún otro. Y tú…tú ya has disfrutado del juego del misterio, y has comprendido finalmente la razón de esa dualidad de la que alguna vez dudaste. Esa es, pues, la labor final del hombre».

Este es mi secreto, y lo escribo para que nadie mas lo lea, pero sabiendo que será así, reiré ante el asombro de los que crean y no crean en mi palabra. La decisión final ya no es cosa que le incumba al lector, porque cada uno ha de tomar sus propias decisiones basados en la inexperiencia y en el azar, y acaso arrepintiéndose luego y lamentándose en un eterno llanto. Por todo ello, reiré…

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‘Je me souviens’ por María Claudia Huerta

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Me acuerdo de aquellas seis horas en el auto, camino a Huaraz, con el sol escondiéndose y revelándose entre los cerros a cada curva que dábamos, con las canciones de los Beatles a todo volumen, y contigo, José. Papá manejaba tranquilo, tamboreaba con sus dedos el volante al ritmo de la voz de mamá, quien cantaba Yesterday con John Lennon. Tú y yo jugábamos cartas en el asiento de atrás. De vez en cuando sacabas de tu mochila dos caramelos y te comías uno y me comía el otro yo. Teníamos mucho calor, pero mamá no quería que abramos las ventanas, entonces me dijiste que me sacara la casaca y la colocaste a manera de cortina en la ventana, para que no entraran los rayos del sol. Jugamos un buen rato y, cuando nos dio hambre, papá se estacionó a un lado de la carretera, entre unas casas de adobe y una única tienda, para comprar fruta. Salimos del auto con mamá y contemplamos el paisaje. La carretera iba paralela a un río en medio de dos cadenas de montañas. En las faldas de estas, tan solo un poco más abajo de donde nos encontrábamos, había un pequeño valle. El contraste entre el verdor de la vegetación con las grises montañas que nos rodeaban era hermoso. Recuerdo sentirme muy pequeño en ese instante porque estaba parado a tu lado y te llegaba al codo. Empezaba a hacer frío y me dijiste que de noche se podían ver pequeños bichitos voladores que emitían luz. Entonces no quise subir al auto cuando papá volvió con la fruta. Me senté muy cerca del inicio del valle y dije que me quedaría hasta ver a los bichitos brillantes. Mamá se molestó contigo por decirme esas cosas y a mí me dijo que podría ver a las luciérnagas desde el auto. No le creí hasta que tú me dijiste que sí se podían ver desde ahí. Comimos en el auto las chirimoyas que compró papá y tiramos las semillas por la ventana. Me dijiste que para nuestro viaje de regreso a Lima veríamos los árboles de chirimoyas que iban a crecer. Yo nunca antes había comido chirimoyas y también era la primera vez que viajaba a Huaraz. Tú sí habías ido antes, cuando tenías mi edad. El sol cada vez se revelaba menos y se ocultaba más. Pronto este ya no me molestaba y tuve que deshacer la cortina que hiciste con mi casaca para abrigarme. Nunca llegamos a ver luciérnagas en el camino, pero las recuerdo como si hubiesen viajado con nosotros en el asiento trasero.
—¡Ayúdame con este!
Me hablabas, no recuerdo de qué, pero recuerdo que yo escuchaba atento. Ahora papá también cantaba con mamá y Paul McCartney y yo no sabía qué quería decir Let it be. Mi boca estaba empalagada de tantos caramelos que me dabas, pero igual te los recibía cada vez que abrías tu mochila. Recuerdo que me contaste una historia cuando empezó a caer la noche. Mamá te dijo que no me asustaras o te castigaría. Entonces yo fingí no tener miedo cuando me narraste cómo un viajero había llevado en su moto a una chica fantasma que recogió en el camino. Mamá no te castigó, pero yo no me atreví a mirar por la ventana el resto del viaje. Hey Jude se repetía por tercera vez y comenzaste a cantar con papá y mamá y yo empecé a cantar contigo, sin saber lo que decíamos.
—Lo levantamos a las tres. Uno, dos, ¡tres!
Pasamos por un bache y el carro nos sacudió. Mamá y papá habían dejado de cantar para escucharnos a nosotros dos. Yo te seguía e intentaba reproducir los sonidos que salían de tu boca y de la grabación. Tantas veces las había escuchado desde que salimos de Lima que sentía que conocía las letras de esas canciones tan bien como los compositores, aunque en verdad no podía pronunciar bien ni siquiera el título. Recuerdo que mamá se había volteado para vernos mejor y que papá nos daba un vistazo de cuando en cuando por el espejo retrovisor. Cuando terminó la canción, la oscuridad afuera ya era completa.
—¿No responde?
—No, pero todavía tiene pulso.

Mamá había vuelto a cantar Don’t let me down y nosotros nos reíamos cada vez que papá tarareaba el acompañamiento, siempre acompañándose él mismo con el tamboreo en el volante. Luego de un rato, yo te pregunté cuánto faltaba para llegar a Huaraz y le pasaste mi pregunta a papá. Él nos dijo que en una hora ya estaríamos llegando a la ciudad y que, apenas dejáramos las maletas en el alojamiento, iríamos a cenar los cuatro. De pronto, una hora me pareció mucho tiempo. Habíamos pasado casi toda la tarde en el carro y ya no quería seguir ahí. Le dije a papá que quería llegar ya y él insistió en que faltaba poco. Mamá te dijo que me distrajeras y tú sacaste de nuevo el mazo de cartas de tu mochila. Yo ya no quería jugar, sólo quería llegar a Huaraz. Recuerdo que me miraste y me dijiste:
—Resiste un poco más.
Yo te hice caso y jugué cartas contigo en silencio. La canción había cambiado y papá y mamá también guardaban silencio. Recuerdo que apenas podía ver mis cartas en la oscuridad. De vez en cuando algún carro venía en la dirección opuesta y sus luces iluminaban el interior de nuestro auto momentáneamente. Me detenía a pensar en las personas que podrían estar en esos carros que se iban a Lima. Tal vez estaban, como nosotros, jugando cartas en las sombras, escuchando a los Beatles una y otra vez. Pasaron por lo menos tres canciones sin que mamá cantara o papá tamboreara el volante. Entonces una nueva canción empezó Twist and Shout y fuiste tú quien de pronto cantó a toda voz. Well, shake it up baby now…
—Ya no respira.
Mamá y papá empezaron a cantar contigo y, al instante, yo los seguí. De nuevo no tenía idea de lo que decíamos, solo procuraba cantar como tú. Movías la cabeza con fuerza de arriba para abajo y pretendías tocar una guitarra con los brazos. Mamá, papá y yo éramos tu coro. Subiste las piernas al asiento y te arrodillaste en él, de manera que podías dar pequeños brinquitos al ritmo de la música. Come on, come on, come, come on baby now…
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

Yo hice lo mismo y empecé a dar brinquitos arrodillado en el asiento. Mamá y papá rieron mucho al ver cómo bailábamos y cantábamos, pero no dejaron de cantar con nosotros. Recuerdo que, incluso en la oscuridad en que nos encontrábamos, podía ver claramente los rostros jubilosos de mamá, de papá y el tuyo. Mamá movía la cabeza en círculos y golpeaba con sus manos su regazo, papá movía los hombros y tamboreaba el volante con más fuerza que antes, los dos desgarrándose las gargantas con la canción. Tú y yo habíamos perdido el juicio totalmente pues cantábamos, gritábamos, saltábamos, tocábamos guitarras imaginarias, bailábamos, todo al mismo tiempo, en el asiento trasero.
—Ya no respira.
—Pero podemos seguir…

Entonces un carro que venía en el sentido contrario iluminó con sus luces el interior del nuestro auto. No tuvimos tiempo siquiera para dejar de cantar, pues en un instante el mundo dio vueltas.
—¡Déjalo!
—Todavía tiene pulso.
—Igual tiene toda la cabeza destrozada, y debe tener hemorragia interna. Aunque logres que respire, no va a llegar a ningún sitio vivo.
—Estamos a una hora de Huaraz.
—¡Pues no va a durar ni una hora! ¡Necesito que me ayudes a sacar a más personas del bus!

Recuerdo que desperté, José, pero recuerdo que tú no.
—Carajo, déjalo y ven a ayudar a los vivos.
—¡Este hombre está vivo!

Recuerdo que mamá y papá lloraron como locos.
—¿Sabes qué, mierda? Pierde tu tiempo como quieras. Yo voy a ayudar a los que sí tienen posibilidades de vivir.
Recuerdo las luciérnagas que nunca vimos y la historia del hombre que recogió a un fantasma en el camino. Recuerdo los caramelos que sacabas de tu mochila y el come on, come on, come, come on baby now que cantábamos los cuatro, yo sin entender nada.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Respira!
Recuerdo que querías que yo conozca Huaraz, como tú.
¡Carajo, respira!
He querido hacerlo por tanto tiempo, José, pero me quedé a una hora, como la última vez.
—No. No.
Pero ya no importa ¿verdad?
<—¡Mierda!
Porque ahora estamos juntos.
—Mierda. Mierda. Mierda.
—¿Por fin se te murió?
—Sí.
—¡Entonces qué carajo esperas para venir a ayudar acá!
—Sí, sí, ya voy.
—Ayúdame a llevar a esta chica a la ambulancia. Creo que tiene una costilla rota. Después tenemos que volver a entrar al bus, porque todavía no hemos revisado si había alguien en el baño cuando se volcó el carro.
—Sí. ¿La levantamos a las tres?
—Claro. Uno, dos, ¡tres!

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‘A.A. Asesinos anónimos’ por Guillermo Nevado

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Llegamos a comprender que teníamos que admitir, en lo más
profundo de nuestro ser , que éramos alcohólicos. Este es el
primer paso hacia la recuperación. Hay que acabar con la
Ilusión de que somos como la demás gente o de que pronto lo seremos.
Alcohólicos Anónimos, Página 28

El taxi se detuvo frente al 322 de Miró Quesada. El ex ministro de Pesca, Don Rafael Fernández de la Fuente sacó un billete de veinte soles del bolsillo de su chaqueta de casimir crema, se lo entregó al conductor, le agradeció amablemente y bajó del automóvil. De la faltriquera posterior del pantalón sacó el trozo de periódico, que horas antes había arrancado de los anuncios clasificados, para verificar la dirección. A pesar de la poca luz, proveniente del único poste de ese lado de la calle, y de que no traía puestos sus anteojos, comprobó que, efectivamente, la angosta y desvencijada puerta de cedro frente a él correspondía al 322 de la calle Miró Quesada. Examinó el umbral. Detectó rápidamente el agujero al que hacía referencia el anuncio del diario. Introdujo la mano, palpó el interior y tomó la llave. Después de abrir la puerta, volvió a colocar la llave en su lugar y entró al recinto. Siempre un lugar diferente, siempre de la misma manera, esa era la consigna. El interior estaba aún más oscuro que la calle. Unas empinadas escaleras de madera daban a un segundo piso del cual provenía un imperceptible haz de luz. Subió lentamente, con el andar pesado y silencioso de sus sesenta y tantos años, con los mismos pasos cuidadosos con los que había andado desde aquella vez que se fracturó la rodilla derecha. Llegó a un diminuto vestíbulo que terminaba en una puerta idéntica a la de la entrada. Del otro lado, oyó una voz contenida, casi un murmullo, casi un sollozo. Se colocó el antifaz y empujó la puerta sin llamar. La reunión ya había empezado.La habitación era grande, comparada con la puerta, la escalera y el vestíbulo; estaba pintada toda de color blanco humo. Había una ventana cerrada con las persianas corridas en la pared de al frente; en la de la izquierda, la foto de un ex presidente y bajo ella un perchero común; y en la de la derecha un reloj cuadrado que anunciaba las 8:34pm. En trece sillas de madera dispuestas en forma de círculo, diez personas sentadas escuchaban a una onceaba que hablaba con voz angustiada e intermitente. Iban vestidas de distinta manera, aunque todos con estilo y corrección, y llevaban puestos sendos antifaces negros. Por sus portes, siluetas y cabelleras, la mayoría de ellos parecía estar bordeando los cuarenta años. Don Rafael Fernández de la Fuente era sin duda el mayor de los concurrentes. Su cabello entrecano y su gris barba eran prueba suficiente de ello, aunque su cuerpo erguido y su postura elegante lo hacían ver, más bien, como alguien de menos edad.
Sin quitarse el abrigo, como era su costumbre, avanzó hasta una de las dos sillas que estaban desocupadas, la que se encontraba más lejos de la puerta, justo tres sitios a la derecha del hombre de cabellos rizados que hacía uso de la palabra. Quedaba una última silla libre justo frente a él. Y entonces…mientras ella iba al baño a tomar sus píldoras para dormir, saqué….saqué…la…la jeringa con anestesia que … había robado del hospital donde trabajo esa mañana y me paré a lado de la puerta. Y entonces… volvió y antes de que…que pudiera reaccionar, salté sobre ella y le…le clavé la jeringa en el cuello. Y entonces sus pupilas se dilataron, y su corazón se aceleró, pude escucharlo, sí, y sus manos se pusieron tan…tan rígidas y calló sobre la alfombra. Y entonces, la sed se calmó, mi mente se puso en blanco, me sentí tan…tan tranquilo. Pero luego vino la culpa, e hizo estragos en mi pecho, y…y supe que tenía que deshacerme del cuerpo…y …y. El llanto interrumpió su declaración. Se escuchó entonces una serie de voces de consuelo, de exclamaciones de comprensión. Un par asentía tristemente con la cabeza. Los que estaban más próximos al que lloraba le dieron sendas palmadas en el hombro. Frente a Don Rafael Fernández de la Fuente una mujer, que a todas luces era la dirigente del grupo, tomó la palabra. Compañeros, ¿cuáles son nuestros principios? A diferencia del resto de asistentes, que ahora los repetían al unísono, Don Rafael Fernández de la Fuente aún no conocía de memoria los principios. «Admitimos que éramos impotentes ante la sed; que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables». Esta era apenas la tercera vez que acudía a una reunión del grupo; ni siquiera estaba convencido si le sería de alguna ayuda venir a compartir sus experiencias y sentimientos con esta gente. Él nunca fue un hombre de muchas palabras. «Llegamos a creer que un Poder superior a nosotros mismos podría devolvernos el sano juicio». Si no hubiera sido por la insistencia de su hijo mayor, Juan Antonio Fernández de la Fuente, el único con el que aún mantenía contacto, nunca habría buscado ayuda. Sin embargo, aceptaba que algo no andaba bien con él. «Admitimos ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano, la naturaleza exacta de nuestros defectos» Se dio cuenta de ello después del tercer asesinato. El primero, el de aquél viejo jardinero suyo, Gregorio, el que cuidaba el inmenso jardín de su casa en Chorillos, fue un simple accidente mientras limpiaba la colección de espadas coloniales que había heredado de su padre, Don Máximo Fernández de la Fuente, ex ministro de hacienda y héroe nacional. «Sin miedo hicimos un minucioso inventario moral de nosotros mismos» La segunda vez, fue por curiosidad: María del Carmen, la lavandera que recogía semanalmente sus ropas sucias era sumamente supersticiosa, sumamente cristiana y además, sufría del corazón. Este se detuvo para siempre cuando a Don Rafael Fernández de la Fuente se le ocurrió dibujar las manchas de los estigmas en las sábanas con la sangre del difunto jardinero. «Estuvimos enteramente dispuestos a dejar que Dios nos liberase de todos estos defectos de carácter». La tercera vez, que fue la primera en la que realmente sintió placer, fue en su pequeña casa de invierno en Chosica. Había invitado a dos amigos, Don Tomás Abidal, ex ministro de Agricultura, y Don Percy Alatrista, ex ministro de Educación, a escuchar sus discos de la nueva ola, a jugar póker y a tomar unas copas de algunos de sus vinos, los que mandó traer de su colección personal en su casa en Lima. Cuando iban por la décimo quinta mano y por la quinta copa, Don Rafael Fernández de la Fuente tomó el sacacorchos y lo clavó primero en el cuello del ex ministro de Agricultura, y luego en el pecho del ex ministro de Educación, quienes no pudieron reaccionar debido a la sorpresa y al efecto del Graham Vintage Port 1960, el que Juan Antonio trajera a su padre de uno de sus viajes por Europa. Los empleados de la casa, al ver los cuerpos tirados en la sala y a Don Rafael Fernández de la Fuente dormido en uno de los muebles de caoba y satén, el favorito de la ex esposa, Doña Celina del Río, que ya en paz descansa , llamaron desesperadamente al hijo del patrón . Este, que por esos días se encontraba en Lima, habló a su padre sobre el grupo de ayuda y lo obligó a asistir. «Hicimos una lista de todas aquellas personas a quienes habíamos ofendido y estuvimos dispuestos a reparar el daño que les causamos».
Don Rafael Fernández de la Fuente no terminó de oír los doces principios pues en ese momento se abrió la puerta de la habitación. A diferencia de cuándo él entró, ahora todos voltearon a mirar a la despampanante mujer de vestido y tacos rojos, tan fuera de lugar, que acababa de entrar. Su larga y lacia cabellera negra, que por una parte combinaba con el antifaz que ella también usaba, contrastaba con el rojo, rojo sangre, rojo-granate de Bohemia de sus inusuales labios rojos, y con el blanco, blanco marfil, blanco perla de su inusual sonrisa blanca. El cuchicheo generalizado de los compañeros frente a la inesperada aparición fue acallado por la voz de mando de la líder del grupo, quien invitó a sentarse a la recién llegada. La fémina se quitó el negro abrigo y lo colgó en el perchero. La sonrosada piel desnuda de sus hombros y brazos despertó en Don Rafael Fernández de la Fuente, a sus sesenta y tantos años, ese cosquilleo sub abdominal que hace tanto no sentía. Bienvenida. ¿Por qué no nos cuenta porque está aquí? ¡Vaya pregunta! , pensó Don Rafael Fernández de la Fuente, aunque luego se preguntó si la dama de rojo no habría llegado allí por equivocación. ¡No! ¡Demasiada casualidad! Él no creía en la casualidad, lo aprendió de su padre. No lucía como uno de ellos, sin embargo. No parecía ser víctima del vicio. Aunque, en todo caso, él mismo tampoco lo parecía, al menos no en el espejo. Vengo en busca de ayuda. Creo que tengo un problema.
Durante los siguientes veinticuatro minutos la recién llegada relató a grandes rasgos cómo había iniciado su adicción, cómo había evolucionado y los crímenes que protagonizó presa de la sed. A diferencia de Don Rafael Fernández de la Fuente, ella había sentido placer desde la primera vez. Contó que su primera víctima había sido un sudoroso gasfitero de ojos saltones que tenía una verruga horrible en la mejilla derecha: unas gotas de amoniaco y un vaso de agua habían bastado para deshacerse de ese desagradable hombre. La segunda fue el panadero regordete de bigote grasoso y grotesco, de acento italiano y tan malos modales de la calle Los Fresnos, la que quedaba a espaldas de su casa; a él lo liquidó rociando una dosis atomizada de benceno sobre su rostro. El décimo y último, un taxista flacucho demasiado hablador, había sufrido una suerte similar esa misma mañana: un pañuelo humedecido en ácido clorhídrico sobre la boca y a nariz lo silenciaron para siempre. Cuándo hubo terminado su narración, los compañeros del grupo emitieron comentarios condescendientes, los dos más cercanos incluso casi le dieron unas palmaditas de consuelo pero se abstuvieron de hacerlo intimidados por la desnudez de sus hombros. Don Rafael Fernández de la Fuente tenía la mirada clavada en los labios rojos de la nueva compañera. La dama de rojo tenía la mirada clavada en los ojos de Don Rafael Fernández de la Fuente. Don Rafael Fernández de la Fuente supo que ese día rompería las primeras dos reglas del AA: perdería el anonimato, invitaría a salir a la dama de rojo.
Al finalizar la reunión, los compañeros se despidieron con la frase de la página 28 del libro guía, con la que siempre daban fin a las sesiones, y empezaron a abandonar la sala a intervalos de dos minutos, como se tenía acostumbrado para proteger la identidad de los miembros y evitar todo tipo de relaciones extracurriculares. Quedaron finalmente, luego de varios minutos, la líder del grupo, Don Rafael Fernández de la Fuente, y la dama de rojo. La líder se despidió de los otros dos con una sonrisa cortés y con un hasta pronto. Tan pronto como oyeron la puerta de cedro cerrarse tras los últimos pasos en la escalera, Don Rafael Fernández de la Fuente y la dama de rojo se quitaron el antifaz. El ex ministro no había esperado ver unos ojos tan negros tras el negro antifaz, se los había imaginado más bien pardos. Se puso de pie, cruzó la habitación con el garbo de sus años mozos, de sus años de Don Juan e inclinóse ligeramente hacia la nueva compañera. Ella, adivinando el ademán, estiró la mano con la delicadeza de fémina de mundo, de viajes, de contactos, y se la dejó besar. Rafael Fernández de la Fuente, ex ministro de pesca, a su servicio. El cosquilleo pélvico se intensificó con la sonrisa blanca de la roja boca y el Mercedes que obtuvo como respuesta. Conozco un bar a pocas cuadras de aquí. El cosquilleo pélvico se intensificó con la sonrisa blanca de la boca roja y el Me encantaría que obtuvo como respuesta.
El Bar Café Piccolo se hallaba exactamente a tres cuadras y media. Como el caballero que era, Don Rafael Fernández de la Fuente abrió la puerta y la mantuvo abierta para que pasara Mercedes, la ayudó, con deleite y constante cosquilleo a quitarse el abrigo, y la llevó del brazo hacia una de las mesas vacías al fondo del casi vacío local. El ex ministro, siguiendo una vieja y paranoica costumbre que heredó de su padre, barrió el lugar con la mirada para identificar posibles amenazas. Sólo vio a una pareja de enamorados que conversaba con sendas y largas sonrisas en una de las mesas al otro extremo del bar, a tres beodos en mangas de camisa murmurando en la barra, a un delgado joven de frac gris tomando un café y leyendo una novela, y a una anciana sentada junto al tocadiscos con los ojos cerrados, como dormida. Un mesero de rasgos orientales se acercó a tomarles la orden. Don Rafael Fernández de la Fuente pidió un whisky en las rocas y ella un Apple Martini. El ex ministro habló de todo: de su vida privada, de su vida pública, de su vida de joven, de su vida de anciano, de su vida familiar, de su vida política, de la pequeña fortuna que había acumulado mientras duró su ministerio, de su casa en Chosica, de su casa en Chorillos, de sus vinos. Ella escuchó con tanta atención, y con tanta sonrisa blanca, y con tanta boca roja, y con tanto cuello desnudo, que el cosquilleo del ex ministro comenzó a extenderse a manos, pies, cabeza y boca. Fue entonces que tocó el tema de las muertes. Le contó sobre el desafortunado encuentro de póker con el ministro de educación y el ex ministro de agricultura, sobre la broma fatal a la jardinera, sobre el descuido con Gregorio el jardinero. Mercedes, que hasta ahora se había limitado a escuchar pacientemente, empezó a inquietarse y a preguntar detalles, sobre las muertes, sobre los instrumentos, sobre las expresiones en los rostros de sus víctimas. Notar su excitación convirtió el cosquilleo constante y extendido de Don Rafael Fernández de la Fuente en un pulso, en una ráfaga intermitente de adrenalina. Cuando ella empezó a hablar de sus propios asesinatos, fue el ex ministro quien pidió detalles, aclaraciones, repeticiones, mientras pies y manos ya no podían estar quietos, mientras el corazón latía más rápido. Cuando ya no pudo más con la ansiedad, se disculpó y fue al baño. Cuando se hubo lavado la cara, sintió que lo empujaban. Cuando vio al más bajito de los beodos en manga de camisa, sintió sed. Cuando devolvió el empujón, la adrenalina ya corría por su cuerpo como corre la lluvia por los techos en los veranos de la sierra. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, sus manos y su cinturón ya habían cortado la respiración de su rival. Cuando el placer del primer sorbo de alcohol tras semanas de sobriedad llenaba su pecho, ya había decidido matar a Mercedes.
Arrastró el cuerpo hacía una de las letrinas y cerró la puerta. Se lavó nuevamente las manos y la cara. A pesar del torrente de adrenalina que recorría sus ancianas venas, se condujo con la calma y la soltura de quien ha descubierto que todo está a su favor. Mercedes, ¿te parece si continuamos esta charla en mi casa? ¡Qué sí tan convencido el de la sonrisa de Mercedes! Don Rafael Fernández de la Fuente dejó un billete en la mesa. Dejaron el bar. El taxi demoró veinticinco minutos hasta la casa de Chorrillos. Los sirvientes ya estaban dormidos a esta hora. Ponte cómoda Merceditas. El ex ministro puso un disco de Frankie Valli y The Four Seasons. Destapó un vino del mini bar sin ver la marca, tomó dos copas de la vitrina, y se reunió con Mercedes, que habiendo hecho caso a las palabras de Don Rafael Fernández de la Fuente, se había sentado en el mueble blanco de caoba y cuero más grande de la sala. Propongo un brindis. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a continuar. Brindemos por nosotros, por nuestra amistad. Bebieron sendos sorbos. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a continuar. Brindemos por AA, y por nuestra pronta recuperación. Bebieron sendos sorbos. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a continuar. Brindemos por la fuerza de voluntad y por la sobriedad. Bebieron el último sorbo. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a acercarse. Cuando se disponía a volver a llenar las copas para seguir brindando, Mercedes lo tomó del brazo y estampó sus labios rojos y su sonrisa blanca sobre los labios sexagenarios de Don Rafael Fernández de la Fuente. El cosquilleo sub abdominal del ex ministro reactivó toda la sensualidad que lo llenase de orgullo en sus años mozos. Besó la boca roja de Mercedes como hace tanto no había besado ninguna boca, y lo entusiasmó su curioso sabor. Saber que dentro de poco la mataría potenció su deseo, apresuró su deseo. La besó y la tocó como hace tanto no besaba y no tocaba. La sed de sexo y la sed de sangre empezaron a competir para ver cuál sería saciada primero.
Mercedes se detuvo, se alejó unos centímetros y preguntó con una sonrisa tan blanca y una boca tan roja ¿Me enseñarías tu colección de vinos? La sed de sangre venció la batalla en la mente del ex ministro. ¿Qué mejor lugar para concretar la muerte de la dama de rojo que la bodega dónde guardaba sus mejores vinos? La condujo hacia una pequeña puerta de madera barnizada en el medio de la sala. Bajaron los escalones guiados por la luz de una decena de candelabros- que los empleados encendían todas las noches por si el ex ministro decidía bajar a ver o a beber- alineados en la pared a lo largo de la escalera. El sótano estaba iluminado, al igual que la escalera, por una serie de candelabros distribuidos en seis pasillos. Cinco filas de anaqueles contenían los cientos de vinos Don Rafael Fernández de la Fuente. El ex ministro supo, por el calor de sus manos, el frio de sus pies y el cosquilleo en la nuca que había llegado la hora. Dejó a Mercedes analizando la sección central del tercer pasillo, en la que reposaban unos vinos especialmente polvorientos. Se dirigió al fondo de la habitación, hacia la esquina más alejada de las escaleras. Tomó una pequeña llave de debajo del quinto anaquel y abrió un pequeño cofre de madera. Allí guardaba dos de sus más grandes posesiones: un Château Cheval Blanc del 47 y una daga de plata heredada de su padre, el ex ministro de hacienda y héroe nacional Don Máximo Fernández de la Fuente. Tomó la daga y cerró el cofre. Se dirigió hacia Mercedes con el andar pesado y silencioso de sus sesenta y tantos años. La dama de rojo seguía observando los viejos vinos polvorientos. Cuando estuvo justo detrás de ella acarició suavemente su hombro desnudo con la mano izquierda mientras la derecha alzaba la daga de plata para penetrarla en el cuello de la nueva compañera. Un segundo después, la daga cayó al piso emitiendo el sonido metálico de los cubiertos sobre la vajilla. Don Rafael Fernández de la Fuente sintió que el infierno se abría en su lengua y se lo tragaba enteró de adentro hacia afuera. El fuego se extendió por su garganta e invadió sus entrañas, subió por la nariz hasta los ojos y finalmente incendió el cerebro. Mientras caía al suelo del tercer pasillo de la bodega de sus mejores vinos, el ex ministro vio a Mercedes volteando para mirarlo. Justo antes de cerrar los ojos para siempre, creyó ver el blanco, blanco marfil, blanco perla de su inusual sonrisa blanca y el rojo, rojo sangre, rojo-granate de Bohemia de sus inusuales labios rojos, y pensó en el curioso sabor de ese beso.

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El taxi se detuvo frente al 453 del Jirón Cayaltí. La dama de rojo sacó un billete de veinte soles del bolsillo del abrigo negro, se lo entregó al conductor, le agradeció amablemente y bajó del automóvil. De la cartera negra de cuero sacó el trozo de periódico, que horas antes había arrancado de los anuncios clasificados, para verificar la dirección. A pesar de la poca luz, proveniente del único poste de ese lado de la calle comprobó que, efectivamente, ancha puerta de fierro frente a ella correspondía al 453 del Jirón Cayaltí. Examinó el umbral. Detectó rápidamente el agujero al que hacía referencia el anuncio del diario. Introdujo la mano, palpó el interior y tomó la llave. Después de abrir la puerta, volvió a colocar la llave en su lugar y entró al recinto. Siempre un lugar diferente, siempre de la misma manera, esa era la consigna. El interior estaba aún más oscuro que la calle. Unas empinadas escaleras de fierro daban a un segundo piso del cual provenía una intensa luz blanca. Llegó a un diminuto vestíbulo que terminaba en una puerta más angosta que la de la entrada. Del otro lado, oyó una voz contenida, casi un murmullo, casi un sollozo. Se colocó el antifaz y empujó la puerta sin llamar. La reunión ya había empezado.

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‘El poema’ por Myriam Gómez

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El 31 de julio, el señor X fue despertado a las siete de la mañana por una horrenda jaqueca y por el ruido que hacía una multitud de oficiales y policías en la puerta de su casa. No había hecho nada malo en toda su vida, excepto matar a un ratón con agua hirviendo y pegarle a una niña cuando tenía cinco años. Tampoco había hecho nada radical: su mayor acto de valentía había sido mandar un poema a un periódico hacía una semana, y todavía podía temblar como una hoja cada vez que lo recordaba. Así que el 31 de julio a las siete de la mañana tomó aire y se dijo a sí mismo que nada malo podía pasar. Sacudió la cabeza de los malos pensamientos y se puso las pantuflas. Demoró dos segundos en salir de su habitación, cuatro en atravesar la cocina, tres en llegar a la puerta principal y abrirla, cinco en levantarse del suelo después de la bofetada que le lanzó el primer oficial y otros tres para buscar un lugar donde esconderse antes de que la multitud entrara en su casa. No lo encontró, de modo que a las diez de la mañana estaba amarrado de pies y manos y colgado de cabeza en el asta de la bandera de la plaza principal. Cerca de cincuenta personas pasaron junto a él durante la mañana, señalándolo con el dedo y chillando “ése es el cerdo capitalista”; quince perros le ladraron y uno levantó la pata al verlo; una mujer lo golpeó con su bolsa de mercado mientras sus dos hijos lloraban de miedo. Solamente un alma caritativa les sugirió a los guardias que si lo seguían manteniendo atado de cabeza se les iba a morir en cualquier momento y el alcalde lo quería vivo.
El señor X fue desatado, bajado, atado a una silla y alimentado antes de las once de la mañana. El carnicero llegó a verlo al mediodía y lo encontró muriéndose de calor.
—Hola —le dijo con una inocente simplicidad, como si no se hubiera dado cuenta de lo que había pasado con él—. Te traje pastel.
Era un pastel de riñones, uno de los platos más detestados por el señor X. Lo traía embutido en una vieja lata de metal. El señor X comprendió inmediatamente que no estaba en circunstancias que le permitieran rechazar comida y le pidió al carnicero que se lo diera a comer.
—Te entiendo —comentó el carnicero. Cogió un pedazo de pastel y lo metió en la boca del señor X—. Tuviste un mal día. A veces a mí también me pasa. —Se le acercó un poco—. Pero mira qué buen amigo soy. Me enteré que eres capitalista y aún así vine a visitarte.
—Qué buena gente —murmuró el señor X.
—No todos lo hubieran hecho —aclaró el carnicero, volviendo a ponerle pastel de carne en la boca—. Carmen me pidió que no te lo dijera, pero… —se acercó un poco más— ayer ella se enteró y se fue a su pueblo.
El señor X cerró los ojos. Masticó con algo de violencia, se mordió la lengua y terminó escupiendo el pastel.
—Tu lata está oxidada —murmuró después de un rato.
—No creo. Mi mujer lo metió ahí. Buenas intenciones, seguro. Le caes bien. Pobre. No sabe que eres capitalista. —El señor X soltó un gruñido, pero el carnicero no lo escuchó y continuó—: Además, ella… Ah, pero de repente no lavó bien la lata. Era de café, creo. Pobre mi hijita. Se está volviendo adicta a la nicotina… Nicotina, qué digo. Cafeína, quiero decir. Lo toma todos los días.
A su izquierda, un guardia jugaba con su rifle. Lo tiraba al cielo, lo volvía a coger. “Que le dé en el ojo”, susurró el señor X. “O que le salga un tiro, y le caiga en la cara, que yo…”
—¿No me vas a preguntar más de Carmen? —preguntó el carnicero—. Ya habló con su familia sobre la boda y ellos están de acuerdo con ella en que ya no se case si ya no se quiere casar. —El carnicero hizo una pausa—. Pero… ¡es Carmen! ¿A qué buena mujer le interesa la política? La mía ni siquiera sabe la diferencia entre un capitalista y un comunista. Ah, ¿ya te dije? Ella te hizo el pastel. No entiende por qué te apresaron.
—Yo tampoco —dijo el señor X—. Yo no soy capitalista.
El carnicero se quedó en silencio durante unos segundos.
—No tienes por qué mentir —dijo de pronto—. Igual, ya te atraparon. Pero, mira, yo no creo que haya sido muy estúpido lo que hiciste, ¿ves? Digo —miró a los guardias con miedo en los ojos—, yo sí soy del partido, siempre he sido del partido, pero creo que fuiste valiente. Difundir tu… ideología…
—Yo no soy capitalista —repitió el señor X.
—…fue inteligente. Aunque estúpido. Bueno, tú me entiendes. Ya sabías que te iban a atrapar. Pero fuiste hábil. Si eso te consuela, te lo digo: fuiste hábil. Eso de las letras… conmigo no va. Y lo del mensaje. Estuvo difícil. Yo nunca hubiera podido descifrarlo.
—¿Qué mensaje? ¿Mensaje? —chilló el señor X—. ¿Qué mensaje? ¡¿Qué mensaje?!
—El mensaje, pues. El mensaje. El del poemita ése tuyo. Mira que yo creí que el poema lo habías escrito porque eras gay… Ahora resulta que eres todo un rebelde. —El carnicero lo miró dubitativo—. Oye… Hablas del mensaje como… como si tú… No me digas que no lo escribiste tú.
—¡Yo no escribí nada!
El señor X se retorció en su silla, dando patadas como loco. Gritó las veinticinco groserías que le habían enseñado en toda su vida, y se calló únicamente al sentir dos pistolas apuntándole las sienes.
A la una de la tarde, el carnicero se despidió de él. El señor X, frustrado, resistió la tentación de tirarle la vieja lata de café en la que le había traído el pastel. El carnicero se la había regalado.
—Vamos, estarías bien para una propaganda, ¿no? Un preso político, con una lata de café Piccolo en la mano…
—No lo puedo tener en la mano —gruñó el señor X—. Estoy atado. —Dio un suspiro—. ¿Y cómo dices que se llama el café? He escuchado el nombre en alguna parte.
—Yo también. Televisor, capaz. Ya qué. O mejor me llevo la lata.
Pero no se la llevó. Se fue a la una con diez minutos, con las manos vacías y deseándole buena suerte.

A las dos de la tarde, llegó un señor vestido con traje elegante. Dos policías sonrientes lo traían esposado, y lo lanzaron a los pies del señor X.
—Éste es el tipo del periódico.
—¿También capitalista? —preguntó uno de los guardias que custodiaban al señor X.
—Seguro. Si aceptó el poema…
El poema. El señor X siempre había sido malo para escribir cualquier cosa que tuviera que salir de su cabeza. Sin embargo, en mayo, tras cuarenta días de sufrimiento, había logrado escribir un poema moderno sobre el cielo. Sus metáforas estaban tan bien elaboradas que ni él mismo las entendía, y se había sentido tan orgulloso de haber descrito las cosas tan absurda y abstractamente que no pudo resistir la tentación de mandar su poema a un periódico… y ese día había estado espantado, había temblado como una hoja, etc., etc., etc.
Ahora lo entendía.
—Usted es Eugenio S, ¿no? —preguntaron los guardias.
El señor X negó con la cabeza, pero no era a él a quien preguntaban. El hombre elegante, tirado en el suelo, asintió. Levantó el rostro, y el señor X pudo ver en seguida que el señor S tenía los ojos claros e hinchados.
—Jefe de… ¿redacción? ¿El que se supone que debió haber revisado el poemita?—preguntó un guardia.
—¿A quién le importa eso? Ya lo tenemos, no lo vamos a soltar. Ahora tenemos que conseguir otra silla.
—O podemos ponerlo en el asta, como hicimos con el otro en la mañana. No es necesario que éste llegue vivo a mañana, ¿no?
—Quiero preguntarles algo. —El señor X había alzado la voz y miraba fijamente a los policías. Ya no se veía ni triste, ni abatido, ni violento. Su mirada era acusadora, incisiva. No parpadeaba. Los policías cogieron sus armas, pero no las alzaron—. Quiero saber —pausa— exactamente qué hice.
Nadie le contestó. Los policías lo ignoraron olímpicamente, como si no hubiera dicho nada. Sin embargo, el señor S., que yacía a sus pies, lo miró durante unos segundos y le dijo “Su poema tenía una clave” antes de arrastrarse hacia los policías.
—A mí no me dijeron qué me van a hacer. ¿Cárcel?
—Pena de muerte a los dos. Cárcel por mientras, hasta que se les juzgue. Y no se me hagan los zuecos, que bien que sabían que… Oye, ¿ésa es la silla?
—Esta misma.
Al señor S la silla que le lanzaron le cayó en una pierna, pero no por eso dejó la expresión de perro feliz que había adoptado su cara. Se subió a la silla, respiró hondo y murmuró hacia el señor X:
—Por favor, dígame que no sabía que su poema tenía la maldita clave.
—¿Por qué quiere que le diga eso, si igual ni me va a creer?
—Si lo sabía, tendría que matarlo. Habiendo tantos diarios ilegales, y usted viene a contaminarme el mío… Qué tal. —Acomodado en su silla, se veía más tranquilo. No parecía capaz de matarlo—. No se ofenda, pero tiene cara de ignorante. Capaz eso juega a su favor, y le creen que no sabía qué estaba escribiendo.
Siguió hablando sin parar durante casi media hora, pero el señor X respiraba despacio, con la mente en blanco.
A las doce de la noche, cuando el último policía se hubo quedado dormido, el señor S empezó a intentar romper las ataduras del señor X friccionándolas contra sus esposas. “Dejé a un abogado revisando el caso. Usted no se preocupe”, le decía de rato en rato. “Yo le creo que es inocente. Yo le creo”. A la una de la mañana, el señor X lo apartó con una mirada furiosa, preguntándose si no estaría burlándose de él.
A las nueve de la mañana, cuando el sol estaba ya bien alto, el alcalde llegaba a ver a los presos. El señor S había estado moviendo la cabeza de un lado al otro los últimos quince minutos, lo que seguía haciendo, pero ahora balbuceando de manera enfermiza “Creo que se me ha dormido el cerebro” una y otra vez. El señor X tenía una macabra sonrisa en la cara. El alcalde, empapado en colonia y con la camisa recién planchada, los miró, comprobó que estaban vivos y les dijo: “Serán llevados al penal lo antes posible”.
—¿Cuándo es lo antes posible? —preguntó el señor S, con los ojos muy abiertos. Había dejado de mover la cabeza, pero ahora temblaba violentamente.
—Lo antes posible, pues —respondió el alcalde y se dio la media vuelta.
Eso no era suficiente. Al día siguiente, a la misma hora, seguían ahí.
La situación había mejorado un poco. Habían pasado la segunda noche envueltos en mantas. El sol seguía insoportable, pero al menos les daban agua, y a los presos no les importaba en absoluto de dónde la sacaban los policías.
En la noche, el señor X no pudo dormir. El señor S se quedó completamente dormido a la decimoséptima oveja. Los policías estaban jugando cartas. El señor X miró al cielo y vio la luna llena. Entonces, inspirado súbitamente, se puso a aullar. Aulló durante un buen rato, hasta que uno de los policías le dio en la cabeza un increíble culatazo para que se callara y lo dejó inconsciente. Al día siguiente, frotándose el chichón que tenía en la frente, se dijo a sí mismo que, por lo menos, había descansado unas cuantas horas.
—Compadre, le está saliendo un cuerno —dijo el señor S—. A lo mejor su esposa lo está engañando. ¿Quién sabe, no? Cualquiera diría que las mujeres no saben de política, pero luego se separan de uno apenas lo creen capitalista. Quién lo diría.
—Pero yo no tengo esposa —respondió el señor X—. Tenía prometida, pero… Oiga, ¿su mujer lo dejó? ¿Cómo lo sabe?
—Me lo soñé ayer. Esa bruja. Ya sabía yo que algo así me iba a hacer.
Estuvieron en silencio durante un rato.
—Yo le creo —dijo de pronto el señor S—. Usted es inocente. ¿En qué trabaja, por cierto? ¿Un empleo bueno? ¿Algo decente? Daría una buena impresión en el tribunal, ¿sabe?
—Soy mecanógrafo —murmuró el señor X—. A veces… hago otras cosas. Como pintar casas o… para lo que me llamen. ¡Pero hace poco trabajé haciéndole los discursos a un tipo del ejército! Y soy inocente —añadió súbitamente.
—Sí, y yo le creo. —El señor S lucía ligeramente decepcionado—. Y nos van a soltar porque este es un país justo y bueno, y mi abogado es el mejor que pueda…
—¿S? —preguntó el señor X—. ¿S, está bien?
—¡No! —chilló el señor S—. Nos vamos a morir aquí. No nos van a llevar al penal. No quieren que volvamos capitalistas a todos los presos. ¿Ve? Creen que somos peligrosos para los delincuentes ésos. Qué tal, ¿no? Y… no se me ofenda, digo, pero en la noche vi que estaba hablando usted con su lata de café. No se estará volviendo loco, ¿no?
El señor X canturreó “Un café diferente, un café sin igual”, con la mirada perdida. Ladeó la cabeza y siguió “Que a su familia le va a gustar”, ante la horrorizada mirada del señor S. Después, comentó:
—Pero todo está bien. Va a ver cómo nos sueltan antes del 5.
Sin embargo, el 5 de Agosto seguían ahí. A las cuatro de la mañana con cincuenta y cinco minutos, la silueta de un hombre llegó desde el horizonte. Era un tipo desgreñado, lleno de lápiz labial de mujer y con arañazos de esposa en la cara. Sin embargo, se veía feliz. Dando brincos y aferrando una hoja de papel en la mano izquierda, se les acercó como un huracán.
—¡Los salvé! —gritó—. Los salvé. Los… salvé.
Infinitamente agotado por la emoción, se echó en el suelo y se quedó dormido hasta las seis de la mañana. Despertó, todavía aferrando la hoja de papel, se acercó al señor S y le gritó en la cara que el caso ya estaba ganado.
—Ya verán —les dijo, y desapareció—. Usted es tan… ¿Por qué no le dijo a nadie que había escrito otro mensaje?
—¿Qué mensaje?
—El mensaje, pues, ¡el mensaje! Un mensaje patriota, un excelente mensaje. —Le lanzó una sonrisa—. Y todo dentro del bendito poema ése. Quién lo diría. Usted parece no tener una cabeza tan grande. —Lo miró a los ojos, con su mirada vidriosa de abogado en celebración alcohólica—. Los van a soltar antes del 9.
Pero no los soltaron hasta el 15. Les cortaron las sogas, y el señor S se puso a llorar. “Maldita mujer”, decía entre sollozos. “Mi esposa es una bruja, una maldita bruja, y no digo nada peor para no ofender a su madrecita, pero es una maldita… maldita… ¡Y va a venir a pedirme mi indemnización, seguro! ¡Va a querer que le preste para el colegio de sus hijos! ¡Qué me ruegue, pues, esa bruja maldita!”
El señor X, apenado, intentó arrastrarlo fuera de la plaza.
—No nos van a dar indemnización —murmuró para sí. Era completamente cierto—. Éste está loco —murmuró mirando a S. Eso era sólo un poco cierto. Suspiró.
—Vámonos. Me muero de ganas de vengarme de los guardias. ¿Te acuerdas de sus caras?
El señor S reaccionó.
—Claro que sí.
Y por propia voluntad, se deslizó por la plaza al lado del señor X, como un perro fiel e inocentón, sabiendo a la perfección que ninguno de los dos tendría nunca las agallas para hacer más que regresar a sus casas como si nada hubiera pasado.

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‘Superhéroe’ por Sebastián León

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Una vez conocí a un superhéroe. Se llamaba Antonio Mussoni, pero le decían el Jaguar. Fue un vigilante enmascarado y estuvo activo en Lima durante unos treinta años, entre principios de los 60 y finales de los 80. Era el Happy Hour en un bar cerca del Café Piccolo, allá por el año 97, y Mussoni era un hombre destruido, muy cerca de los sesenta años pero que parecía tener veinte más, flaco y gordo al mismo tiempo, de pelo blanco y ralo en la coronilla, manos arrugadas. Nos sentamos a beber unos tragos. Yo estaba de visita en la ciudad y me había presentado al viejo un amigo que ya por entonces trabajaba en el gremio detectivesco. Estuvimos dándole a las cervezas y le pedí a Mussoni, al Jaguar, que nos contara una historia de superhéroes. Nos contó la siguiente:

En el año 88 Sendero Luminoso secuestró al Senador Carrillo Urteaga en su propia casa, en San Isidro. La policía había estado tratando de negociar un rescate pero ya entonces sabíamos todos más o menos cómo acabaría la cosa. Así que la cosa iba un poco por el asunto de que el Jaguar estuvo involucrado. Yo no lo recordaba pero un tipo sentado cerca a nuestra mesa nos dijo, sí, sí, yo si lo recuerdo, salió en algunos periódicos, pero lo desmintieron. El gobierno no aprobaba el funcionamiento de vigilantes enmascarados.
En fin, Carrillo Urteaga era un tipo muy activo en la política de la época y un probable blanco de Sendero desde mucho tiempo antes del secuestro por lo que Mussoni había vigilado la zona con antelación. Conocía bien los alrededores y sabía de una posible entrada a través de un acueducto cercano. Pero para entrar iba a necesitar una fuerza tremenda, que él, a sus 47 años, ciertamente no tenía. Así que Mussoni, el Jaguar, asaltó la noche del 2 de julio la residencia de un traficante y se colocó con casi 800 gramos de cocaína. Tomó un taxi en la calle de enfrente y se bajó a una cuadra de la casa del senador, por la avenida Salaverry. Estaba duro como una roca.
El local frente al hogar de Carrillo Urteaga estaba conectado con la residencia vía acueducto. Residuos del dinero viejo. El principal problema era que el Jaguar no tenía idea de a donde le llevaría el acueducto, y eso suponiendo que lograra destartalar la vieja rejilla. Pero lo hizo. Es decir, lo logró. Rodeó los muros del local, burló a los agentes de policía en las cercanías e ingresó en el lugar sin mayores problemas. Cayó de espaldas en el jardín pero a penas sí estuvo un segundo en el suelo cuando se puso en pie y caminó con largas zancadas hacia la rejilla, encostrada en la parte más sucia del muro de cemento. Trató de jalar. Le dio de patadas. Jaló de nuevo y estuvo estrellando los puños contra el hierro oxidado hasta haber magullado la reja lo suficiente para arrancarla, pulverizándose de paso los nudillos de la mano izquierda. La derecha le resistió.
En fin, el viejo vigilante se agachó y se introdujo en el acueducto como pudo. Para avanzar fue toda una cuestión. Raspones, cortes, esguince en el pie derecho e incluso un dislocamiento de la cadera. Claro, todo eso no lo sintió hasta unas horas más tarde. En el momento era como una serpiente enroscada, dando un paseo. Sin mayores problemas para moverse entre el óxido y el fango y la mierda. Era todo bien simple. Y casi sin mayor planificación.
La idea original de Mussoni era que la tubería le llevaría a algún viejo sótano o depósito. Al final le llevó al lugar más parecido. Cuando al fin encontró lo que parecía la parte posterior de un wáter, y reventó la mampostería de yeso y loseta a patadas, el Jaguar se encontró en el cuarto de servicio de las empleadas. Junto con las dos mujeres estaba la hija más pequeña del senador. Las tres estaban atadas y amordazadas. Las desató y como pudo les indicó que huyeran por el acueducto, pero la más grande y vieja de las domésticas se vio incapaz de realizarlo. El espacio era demasiado estrecho para ella. Les resultaba asombroso que un hombre como él hubiera podido lograrlo. Él, sin embargo, no se encontraba en estado de asombrarse.
Aún así, tuvo suficiente lucidez para imaginar que el ruido alertaría a los senderistas. Se ocultó detrás de la puerta y esperó con la cabeza como en una fragua debajo del Etna. Cuando dos centinelas armados entraron en la habitación, Mussoni les esperaba con un gran trozo de cañería entre las manos. Los desarmó. Y los golpeó. Los golpeó sin cesar, una y otra vez. Probablemente hasta matarlos. Aún así hubo disparos. Las balas mataron a la empleada doméstica, y a él lo hirieron arriba de la rodilla y en la pantorrilla. Sangraba, pero no demasiado. Tomó el arma de uno de los terroristas. Salió del cuarto de servicios, cruzó por el patio y se movió de la cocina a la sala.
Los demás senderistas pensaron que la policía había ingresado en la residencia. Mataron a Carrillo Urteaga. Trataron de llevarse a la madre y a la hija mayor por el patio. Detrás de ellos, el Jaguar decidió jugársela. Todo o nada. Demasiado drogado para pensar claramente. Mientras corría abrió fuego contra los senderistas. A uno le destruyó el cráneo. Luego golpeó a otro con el arma, como si fuera un garrote. Trataron de dispararle, pero se aferró al cadáver como a un escudo humano. Entonces mataron a la mujer de Carrillo Urteaga, frente a la niña, frente a él, como una advertencia. Le dijeron que se arrojara al piso, que se llevara las manos a la cabeza, que se agachara. Mussoni nos dijo que tuvo la intención de hacerlo, pero que cuando su cerebro dio la orden, su cuerpo no respondió. Tan solo atinó a dar pasos al frente. Hacia el líder de los senderistas, el que tenía a la niña.
Entonces se oyeron más disparos en la residencia. Sirenas. Gritos de advertencia, informando que la policía había entrado en la casa. El Jaguar se lanzó sobre el tipo. Todo su peso como un saco de plomo contra el del hombre que tenía presa a la niñita. Los aplastó a los dos, al terrorista y a la niña, que no dejaba de llorar. Los hombres corrían al interior de la residencia o trataban de huir como podían. Pero el Jaguar no dejó que el líder huyera. Ahí, encima de él y de la niña, le rompió el cuello. No hubiera podido hacerlo sin la droga, nos dijo. No es como en las películas. Así nada más no le puedes romper las vértebras a otro hombre. Pero él lo hizo. Con un fuerte snap. SNAP. Y el hombre empezó a orinarse y a convulsionar, y la niña lloraba. El Jaguar se levantó y la niña corrió donde el cadáver de su mamá. Luego trató de correr hacia la casa, hacia los tiroteos. Mussoni la cogió por el vestido y la sacó de allí, trepando por el muro del jardín. Una vez afuera, la policía los agarró.

Cuando le preguntamos cómo le fue en prisión, nos dijo que no le fue. Tenía tanto hidroclorido en la sangre que abrió a patadas la puerta del auto de policía. Se lanzó a la calle. Corrió. Escapó. Robó un auto. Con todo y esposas. Atendieron sus heridas en un hospital en Oxapampa. Luego huyó a Bolivia, y estuvo allí varios años. Hasta la fecha del autogolpe, más o menos.
Suena como un empleo ingrato, eso de ser superhéroe, le dije. Entonces Mussoni me miró con esos brillantes ojos verdes suyos, verde ajiaco, como los soles de una galaxia distinta (pude entender por qué le decían el Jaguar). Me mira y me dice, sale más a cuenta ser detective. Investigas y te quedas afuera. No te metes en el asunto. No creas lazos. No se hace personal. Es más práctico.
Entonces mi amigo, el que ya era detective, se ríe muchísimo, y pide tragos para los tres. Pero ya se había acabado el Happy Hour. Así que nos tuvimos que ir. Nos paramos y dejamos al viejo vigilante ahí, solo.

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‘L’amour est un oiseau rebelle’ por Manuel Gonzalo Rivas

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«¿Qué sería de París sin Eiffel, monsieur?» Te pregunta y se queda largo rato mirándote, inquisitivo. No le das respuesta, pero se te erizan los pelos, los nervios te traicionan, titubeas y te echas en el diván.
– No lo sé, no lo sé…-le contestas, te tapas los ojos con la mano e intentas soñar –solamente he decidido dejar este lugar. Me agobian tus cuatro paredes, París.
– Pero…Eiffel. ¡Oh, Eiffel de mis amores! Piénsalo todo dos veces, o acaso muchas veces más. Acá lo tienes todo ¿y yo? ¿Acaso no piensas en mí?
Su voz apenas y llega a tus oídos. No distingues su suplicante verbo, pero igualmente todo esto agobia tus sentidos, te estremece el alma. Le mandas callar y pides la soledad en el reposo.

Mírate, pues. Estás hecho un desastre, de los que andan por las calles y apenas tienen la vergüenza suficiente para ir con la cabeza agachada. Compras tus ropas y las de París en Le Fashion, sigues caminando, te tropiezas con tantos transeúntes y crees que el azul clarísimo del cielo no es sino una pizarra para tus antojos, ahí donde has de pintar las tribulaciones que han de cruzarse en tu vida, ya que estás a punto de partir, de decirle a París que has de dejarlo para emprender un nuevo rumbo, abrir tus pequeñas alas e intentar volar lo más lejos posible. Pero lo amas ¿o no, Eiffel?
«Lo amo», te repites en tu cabeza, pero tus tercos pies ya están tomando otro camino. Vas por la rue Legendre y te topas con un par de conocidos. Esquivas miradas, cabizbajo, doblas en Avenue de Clichy. Te matan los pies, te matan los nervios. Nada como pasear por las tumultuosas calles de la ciudad que no amas tanto.
Allí, de tanto caminar, has terminado en la Opera Garnier. Y te quedas contemplando. Piensas en Le Fantôme de l’Opéra. Te sonríes y sigues tu camino por las soleadas calles parisinas, sin rumbo y con dos sacos embolsados. Uno de los cuales has de regalarle a París, si es que acaso piensas ir a verlo ¿Cuál puede ser el otro plan, Eiffel?
Te encaminas, entonces: rumbo al Boulevard de Magenta para dar encuentro a París y darle el bonito saco escarlata que llevas en mano. El otro, el de color negro, es para ti, o al menos así lo has pensado. En tu exquisitez podrías invertir el asunto y darle el negro a París y quedarte con el escarlata; aún considerando que a tu amado París no le gustan los sacos negros, has sido tú el que se ha dado el trabajo de ir a comprarlos, y Le Fashion no es sino uno de los lugares mas caros de la ciudad, así que has de engreírte un poco mas a ti mismo, Eiffel.
Caminas ya, por rue la Fayette y los nervios se te erizan otra vez ¿y si él quiere el saco escarlata, Eiffel? No…pues entonces has de quedarte con el saco negro. Ni modo. Aun así te hubiese gustado tanto el escarlata. En tu momento de brillantez hubieses comprado dos sacos escarlata, pero no tienes muchos de esos momentos; al menos no últimamente.
Y el Boulevard de Magenta te extiende su generoso tramo, lo despliega ante tus ojos. Allí, en el último trecho de la extensa calle, te espera el amor de tu vida, el muchacho por el que te metiste en toda esta aventura a la europea. Aquel que te ha retenido ya casi dos años en esta ciudad que no amas tanto.

Él ya huele todo el asunto. Sabe de tus pretensiones de independencia, de tu afán de emancipación. Ha sospechado todo cuando te has echado a llorar aquella tarde y casi terminas sumergiéndote en las aguas del Sena, pero él te detuvo, justo cuando tus dos pies se apartaban del filo mismo del Pont d’Austerlitz. Te abrazó contra su pecho y te ha besado como a un niño. Te llevó de la mano a casa y no te pidió explicación alguna, pero lo ha guardado todo muy bien ¿no lo crees así, Eiffel?
Pero para ti, un hombre que anhela la libertad, toda esta muestra de amor no es suficiente. O al menos no por ahora. Por el momento, solamente piensas en surcar los cielos en un avión similar al que te trajo por acá.

Por fin, has llegado. Te has parado y has contemplado el alto edificio, ventana por ventana. Y ahí, en el sexto o séptimo piso, asoma su cabeza. París mirando bruscamente al horizonte y quebrando con la mirada el pequeño parque de la acera de enfrente, casi soñador.
-¡París! –le has gritado y has agitado la mano -¡Paris, mírame que ya he llegado!
Ha bajado la mirada, te ha contemplado con rudeza, pero ha ido ablandando el rostro y su ceño fruncido, hasta culminar en una notoria sonrisa.
-¡Oh, Eiffel!¡Si mereces el peor de los castigos!¡He estado esperando las horas necesarias, aquí, contemplando las calles por ti, sólo por ti!
Rápidamente ha dejado la ventana para venir a tu encuentro. Mientras baja has estado mirando el parque de enfrente ¿no es allí donde se conocieron? Pues no. Pero es tan romántico imaginarlo así. Es, acaso, el parque más interesante de esta ciudad, de la ciudad que no amas tanto y de la que quieres huir.
Y de repente, ahí, enfrente tuyo, ya está parado el hombre de tus amores, y que a la vez es tu carcelero. El mismo que no te ha dejado huir y lo odias por ello. El mismo que ha impedido que tu cuerpo flote inerte en las diáfanas aguas del Sena y lo odias por ello. El mismo que te besa y te acaricia todo el cuerpo con una intrépida lujuria y recorre tus tensos músculos para hacerte sentir sensaciones nuevas, y lo amas por ello.
Allí, plantado a menos de un metro tuyo, aquel hombre alto y de esos ojos brillantes y bien formados ¿es razón suficiente para quedarte, Eiffel?
Te ha tomado de la mano, ha hecho una reverencia, te la ha besado y se ha vuelto a poner de pie, sonriéndote con la misma candidez del primer día que se vieron, hacia ya poco mas de dos años. Luego ha mirado las bolsas que cargas.
-¿Qué llevas en las bolsas, Eiffel? –te ha preguntando, como un niño emocionado que aguarda un presente.
Le has sonreído y has alzado una de las bolsas, dejando la otra apoyada contra el empedrado. Has sacado el contenido y le has mostrado el saco, el escarlata.
París se ha quedado embobado un largo rato, ha acariciado el saco, ha sentido la suavidad del tejido. Luego se ha abalanzado contra ti y te ha dado un largo beso en los labios y te ha abrazado con fuerza.
-Pero…si eres terrible, Eiffel –te ha dicho sonriente, tomando en sus manos el saco –Esto debe costar una millonada, querido. ¿Le Fashion, eh? La mala costumbre no te la quita nadie, Eiffel mío.
Se lo ha probado y voilà, le queda tan magnífico como te lo habías imaginado. Sus delicados hombros encajan perfectamente tras la rojiza tela. Su rostro, bastante pálido, resplandece como una luz, y sus suaves bucles contrastan con el saco.
-Está perfecto, París. Más que perfecto…-le has dicho y te has quedado mirando.
Te ha tomando nuevamente de la mano, y esta vez te ha halado consigo. Apenas has podido coger la bolsa con el otro saco y seguirle el paso.
-Pues esto habrá que celebrarlo…-te ha dicho muy alegre, aun halándote –Cómo si pudiésemos darnos estos lujos ¿eh, Eiffel? Pero bah, el gasto ya está hecho y unos gastos más no nos harán daño. O quizá si, pero no ha de matarnos.
Se ha detenido, frente al café Piccolo. Te ha lanzado una sonrisa, y te ha hecho señales para que pases primero.
Has cruzado la puerta, has hecho sonar la campana en el umbral y te has quedado mirando el lugar. Te ha traído tantos recuerdos.
Había sido allí, donde tú, pequeño viajero proveniente de Italia, te habías topado con París por primera vez y habías hecho obvio tu agrado hacia su persona.
‘Piccolo’, pues que nombre tan ridículo para un café situado en Boulevard de Magenta, uno de los lugares mas representativos de la metrópoli parisina. Pero a ti, proveniente entonces de Italia, te pareció el único lugar al que eras digno de entrar, ya que no te sentías para nada un poblador de esa ciudad, entonces nueva para ti.
Las banderas italianas en las paredes te hicieron reír. Esa era la idea de patriotismo que tenían los italianos, llenar de banderas cuanta esquina pudiesen, pintar los tableros de las mesas de verde, blanco y rojo y cantar fuerte Il Canto degli Italiani.

Fratelli d’Italia
L’Italia s’è desta
Dell’elmo di Scipio
S’è cinta la testa
Dov’è la vittoria?
Le porga la chioma,
Ché schiava di Roma
Iddio la creò

Todo esto te recordaba más a Mussolini y al saludo romano que expresaba Il Duce, antes que a tu queridísima Italia, ya casi extraída de tu memoria, para ser reemplazada por el sinnúmero de monumentos parisinos que apenas y despertaban algún interés en ti.
¿Has despertado, Eiffel? Pues si, has despertado. Te has dado cuenta lo lejos que estás de casa, de los lugares que amas, de la ciudad que anhelas.
Y ahí, el hombre que ha enturbiado tus sentidos, parado frente a la puerta, sonriéndote con toda la bondad (o será acaso malicia).
Pero no, has decidido que todo esto debe terminar. Has cogido la bolsa con el saco y se la has lanzado a la cara, lo has desconcertado. Has aprovechado el pánico para salir huyendo del local, mientras todos los parroquianos te observaban con curiosidad.
Has salido al Boulevard de Magenta y has mirado al cielo, a la pizarra azul donde has de trazar tu destino. Y si, ahora estás dispuesto a trazarlo.
Has corrido, como los mil demonios, dejando tu alma atrás. No has titubeado esta vez cuando has oído sus gritos atrás. «¡Eiffel, amor mío!». No, Eiffel. No debes retroceder. Ya todo esta planeado, ya sabes a donde vas y a donde no vas y sabes además como va acabar todo el asunto. Vaya ingratitud la tuya. Mejor has de voltearte unos segundos, lo ves allí a lo lejos, parado en la puerta del café, apenas y puede mantenerse de pie.
Adieu, París! Je t’aime –le has gritado, te has vuelto a dar vuelta y has seguido corriendo, todo está hecho.
Corres. Boulevard de Magenta, luego Boulevard du temple, luego Boulevard Beaumarchais, luego Boulevard de la Bastille. Y ya, ahí, frente a ti, ya casi llegas: el Pont d’Austerlitz, allí mismo, en el mismo lugar de siempre, el de los fatales recuerdos.
Te acercas, te asomas, miras al cielo una vez más y ves ahí dibujado el triste destino de un extranjero en París. Finalmente has de dejar la ciudad que no amas tanto y has de volver a casa, a donde perteneces, Eiffel; el Sena enfrente de ti y saltas…
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‘Anael’ por Fabiola Pérez

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Anael fue el primero en abrir los ojos aquel día. La mañana, nublada y húmeda, inexplicablemente lo habían puesto de un muy buen humor. Sabía que Luís aún dormía, así que decidió no llamarlo y extender su sueño un poco más. Se cambió con rapidez e ingirió por cumplirle a su cuerpo una taza de café a la volada. Un poco de agua en el cabello, sacudirlo y salir sin apuro del apartamento. Hacía mucho tiempo que Anael no se percataba de su alrededor y se sorprendió muchísimo al ver un edificio que decía Café Piccolo, cruzando la esquina. El apartamento de ella no estaba lejos, una cuadra más y lo vería, unos minutos más temprano y la hubiera visto salir apresurada dentro de aquella minifalda negra que él tanto detestaba. Sin embargo, decidió apoyarse en una baranda, encender un cigarrillo y contemplar analíticamente la insulsa ventana del apartamento de la muchacha. Sin quitarle la vista introduce parsimoniosamente el cigarrillo a su boca, inhala con fuerza y lo retiene por un largo rato para, finalmente, dejar salir el humo por sus fosas nasales. Parece ser que la noche de Lola fue de café y televisión a solas. No hay signo de algo con vida allá adentro y es cuando Anael decide seguir su camino. La casa de Luís no está lejos ni cerca y el madrugar le da tiempo para caminar sin apuros y pensar, en la noche y en Lola.
Sus pensamientos divagan en matices de sentir antagónicos y es en aquel profundo análisis que pierde el sentido cronométrico y llega en, él cree, un santiamén a casa de Luís. Doña Frida le abre la puerta sonriente y le dice que Luís aún duerme, pero que lo espere en la sala que lo despertaría en unos minutos. La empleada se acerca para ofrecerle una taza de té, pero él se niega. Lo quisquilloso que era él con el comer ya se lo sabía de memoria la pobre chica, pero por cortesía le ofrecía algo y rogaba en sus adentros que alguna vez le acepte. Anael se preocupaba mucho por su apariencia y casi nunca lo veías ingiriendo algo, su guardarropa era pobre pero él siempre lucía fantástico y cuidaba sus expresiones así como controlaba sus movimientos. Derecho cómo una señorita, espera que su amigo baje por esas escaleras y se dirijan al porche trasero. Luís demoró más de lo esperado, pero a Anael no le importó.
– ¡Hombre! Disculpa la demora, mi sueño ha sido bastante placentero – se acerca a darle un abrazo y camina delante de él en dirección al porche – Julia, dos copas de vino para acompañar nuestra amena conversación – y guiña un ojo a Anael en complicidad. Se sientan en aquella gran silla de cedro que daba la vista hacia un gran descampado verde y Anael comienza a hablar, como siempre:
– El tiempo es nuestro único competidor, mi amigo. Tenemos que ser más ágiles que él, ir en contra de él – lo mira con sigilo y baja el volumen de su voz – Lola está llegando temprano y ojalá que siga viniendo sola. No nos vaya a dar una sorpresa como hace algunas semanas, que andaba metiendo a cualquier muchachita en su apartamento – dice asqueado.
– Ah… ¡Lola! ¡Qué rica qué esta! – Luís muerde sus labios – ¿Has visto esa minifalda suya?
– Sí, la detesto – le contesta cortante.
– Pero no es justo, hombre. La gente bella no merece tal destino, creo yo – dice Luís, pensativo.
– ¡La belleza no es pretexto para detener lo que con tanto esfuerzo hemos logrado! – Le contesta indignado – No vas a dejar que tus alusiones de belleza celestial hacia esa mujerzuela, detengan TODO esto.
– “Lo que tanto hemos logrado”, ¿no? – acerca su rostro al de él y le contesta en burla – Lo que TÚ has logrado, querrás decir…
– No seas humilde, mi amigo – le contesta sonriendo – Mi obra no sería nada sin tu tan afable contribución.
Luís resopla una sonrisa y, oportunamente, llega Julia con las copas y una botella entera para evitar que la vuelvan a solicitar. Lo pone en la mesa de al lado y sirve el liquido en las copas con rapidez, asiente la cabeza y se dirige a la cocina, pero Luís la detiene cogiéndola por el brazo.
– ¿Por qué tanta demora para traer el vino y por qué tanta prisa para servirlo? – La interroga entre risas coquetas – Pareciese que no nos soportas, Julia, ¿es eso?
La muchacha lo mira con los ojos totalmente abiertos por el miedo y no pronuncia palabra alguna.
– ¿Te comió la lengua el ratón, Julita? – Su sonrisa se vuelve perversa y su mirada la penetra sin temor – ¡Jajaja! No estás de humor – dice entre risas y la suelta, por fin.
La muchacha sale disparada a la cocina en silencio bajo la mirada soberbia de Anael.
– ¡Pobre, niña! No la deberías torturar de esa manera – le dice a Luís mientras saborea el vino con finura – Aunque, para serte sincero, me parece tan insulsa y fea.
– Jajaja… ¿A quién le importa eso? Cuando es obediente en muchas cosas – Sonríe altivamente y levanta su copa – Pero, ¿Por qué hablamos de Julia? ¡Brindemos por Lola! – le dice entusiasmado.
– ¡Por Lola! – contesta Anael con un intento de sonrisa en los labios.
El resto de la mañana pasó entre bromas y copas de vino. Su tolerancia al alcohol no era muy alta, así que decidieron dejar de lado la botella y ponerse a planear la que sería una larga noche con Lola.

“Mujer es encontrada desnuda y muerta en un Parque de Long Views.”
“Cadáver de madre de familia es descubierto en un descampado.”
“Una tercera mujer es encontrada muerta cerca de Long Views.”
“Centro Policial especula que muertes podrían provenir de un mismo autor.”
“¡Racha de asesinatos femeninos no se detiene! La policía ha empezado investigaciones al respecto.

Luís leía detenidamente cada titular con una sonrisa en sus labios. Abajo Julia se movía con rapidez para acabar con su trabajo lo más pronto posible.
– Parece ser que nos volvemos famosos por ac… – El éxtasis invadió su cuerpo como una descarga eléctrica y dejó salir su gloria directo a la cara de Julia. La muchacha cogió un paño con rapidez, se limpió y salió de la habitación.
– ¡Perra! – murmuró Luís y dejó caer su cuerpo adormecido sobre la gran cama.
Anael observa con detenimiento la ventana de Lola y se percata que esta no está sola. Una muchachita la acompaña y parecen disfrutar mucho la una de la otra, comer fresas con crema y escuchar a David Bowie en la radio. Y es cuando su hermosa melena rubia se bate al ritmo de la música que Anael percibe ese inconfundible dolor en el pecho. Aquel dolor que lo seguía cuando recordaba a la antigua Lola y cuando predecía el cercano destino de la actual.
– Se lo merece – pensaba – Se lo merece tanto como las demás, creo que hasta lo merece más.
La angustia invadió su cuerpo y la inseguridad lo llenó por completo. Su respiración se agitó y sus manos empezaron a sudar. Anael giró su cuerpo hacía la siguiente esquina y tomó un taxi presuroso a la casa de Luís. Al llegar a esta, entró sin saludar y se dirigió con desesperación a la habitación de Luís. Abrió la puerta sin tocar y la sorpresa hace saltar al dueño del cuarto.
– ¡¿Qué carajos?! – Salta de la cama y lo mira asustado – ¡Joder hombre! Que acá uno no puede descansar ni en su propia habitación – arregla su camisa y le dice tranquilo – ¿Ahora qué pasó?
– Luís no puedo hacerlo. Mi cabeza se llena de imágenes de aquellos estúpidos buenos tiempos con Lola y mi indómito corazón se llena de dolor – se coge la cabeza con desesperación – ¡Me estoy volviendo débil!
Luís camina por la habitación pensativo y busca una cajetilla de cigarrillos en su mesa de noche. Le pide el encendedor a Anael, enciende un cigarrillo sin prisa y le contesta pesimista:
– Te dije que no podríamos…
Los ojos de Anael se inyectaron de odio y rabia. Su respiración se agitó y le soltó grandes gritos en la cara:
– ¡¿Pero, qué carajo estás hablando?! ¿Acaso te volviste loco? – Anael se acerca con los ojos inyectados de locura a Luís y le habla muy de cerca – ¡Esta es nuestra consagración! Es un reto que debemos superar.
– Joder, Anael, pensé que habías decidido dejarlo – le contesta Luís, decepcionado.
Anael inhala para tranquilizarse y junta las palmas de sus manos sobre su boca para pensar. Luís lo contempla callado mientras termina su cigarrillo y empieza a asimilar la idea de ver a su amor platónico convertido en un cadáver congelado por el frío de la intemperie. La imagen que creo de ella, desnuda y gélida, lo hicieron sonreír y pensar de que tal vez no era tan mala idea.
– Estaba semidesnuda y bailando con una muchachita – murmuró – No sé cuánto tiempo más le tomaría acostarse con ella, pero el solo hecho de pensar en aquello te juro que me revuelve el estomago.
– Tú no eres un pan de Dios – le contestó Luís.
– No he dicho eso, mi amigo. Pero es que lo que ella hace no es correcto. ¿Ves todo lo que hemos logrado? Arrancar de la ciudad a estas mujerzuelas que fornican entre ellas. Yo…
– Anael, pero tú…
– Yo las odio, Luís – le contestó devastado – Tan libres, tan felices y tan dispuesta amar sin ataduras ni prejuicios. Yo no sé, Luís, pero todo eso tiene que acabar de una vez…
– Yo solo pido mi parte y prometo buscar un lugar para el cuerpo, como siempre – le contesta Luís, resignado ya, a la idea.
– Hoy, en mi apartamento – murmura – y ya sabes que traer… – le dice mientras se desliza por la puerta.
Luís llega puntual con todo lo que Anael solicitó. Se pasan la tarde sin hablar y esperan que caiga la noche para actuar. Cuando el ocaso se dejó ver, la ventana de Lola parecía vestir un naranja casi rojo. Luís observó aquello dubitativo y fue una hora después, a las 19:00pm, que preguntó:
– ¿Hombre, crees que su sangre sea tan roja como el rojo que vi en su ventana? – Le preguntó curioso – ¡Demonios! Yo creo que sí.
– Yo no sé – le contestó cortante, Anael – Agarra las cosas, Lola ya está en casa.
Y salieron en silencio del apartamento.

20:30pm
El cuerpo inerte de su hermana tirado en el espacioso departamento le supuso un alivio. Luís le había dicho que luchó bruscamente para evitar sus embistes, pero que una mujer nunca sería más fuerte que un hombre así que no pudo evitar su fatal destino en manos del que se proclamaba admirador suyo. Y no evitaría tampoco el que sufriría en manos de su propio hermano. Lola lo miraba con ojos inertes directamente a los suyos, lo miraba con esos grandes y azules ojos inertes. El frío recorrió su cuerpo en un único escalofrío y ordenó con prisa a Luís que se encargara del cuerpo, como siempre. Las manos de Anael estaban manchadas de la negruzca sangre de su hermana, que él comparó con la brea.
– Debe de ser por el color de sus pecados – sentenció en voz baja y se encaminó al lavadero para quitársela toda.
Luís ya se había ido con el cuerpo y a él solo le quedaba arreglar todo el desbarajuste que allí había y quitar todas las manchas posibles. Luís regresó bastante rápido al apartamento y le comentó lo raro que lo miraban los vecinos de los pisos inferiores al verlo subir las escaleras con prisa.
– No creo que estén acostumbrados a ver entrar y salir HOMBRES del apartamento de Lola – Le contestó Anael. Luís alzó los hombros sin muchas ganas y se sentó en un gran sillón que ahí había.
– ¿Te dije lo mucho que se parecen? – Preguntó Luís – Me refiero, a ti y a Lola.
– Sí, lo habías mencionado – Contestó asqueado.
Salieron del apartamento en silencio al ver terminada su tarea. Estaba cayendo una garúa bastante molesta y se respiraba un aire húmedo en todas las calles. Los brazos de Anael aún estaban adoloridos por toda la fuerza que empleó para destrozar la cabeza de su hermana y su mente aún divagaba en los grandes ojos azules de la muchacha.
– Bueno, creo que esto fue todo, hermano – Le dijo Luís haciendo un ademán de despedida.
– Espera… – Contestó presuroso y cogió su mano con fuerza. Luís lo miró confundido y trató de zafar su mano de la de él. Anael se aferro con más fuerza a pesar de que el dolor aumentaba en sus débiles brazos. La lucha no fue muy larga, ya que Luís logró zafarse en un movimiento ágil. Lo miró con contrariedad y dijo:
– Y es mi amigo, que yo no soy como tú.
– No sé de que hablas – contestó para disimular su humillación.
– Bien lo sabes – le dijo con una sonrisa – Nosotros nos guiamos por cosas distintas y no sé si tú lo puedas entender. Yo lo hago… ¿Puedes tú? – terminó sonriente y le lanzó una última mirada a Anael. Dio media vuelta y desapareció por una esquina.
Anael dejó su cuerpo caer sobre la acera y su mente divagar en los inertes ojos azules de su hermana. ¨

“Policía confirma parentesco de la última víctima encontrada con el joven detenido por sospecha de asesinatos. Especulan la existencia de complicidad en la muerte de mujeres.”
“Anael García se confiesa autor de asesinatos y niega la existencia de un cómplice.”
“Investigaciones confirman que todas las victimas de García eran lesbianas. Psicólogos afirman tendencia homosexual en asesino.”
“Policía detiene investigaciones y esperan resultado de juicio contra García.”
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‘La mujer de blanco’ por María Claudia Huerta

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—¡Niña! —llamaste—. Acércate. Necesito que le avises a mi hija que ya no tengo zapatos.
—Camila —te respondió la mujer vestida de blanco—, usted sí tiene zapatos…
—No, no… no tengo. Se perdió uno cuando me cambiaron de cuarto ¿recuerdas? Esos enfermeros ladrones, cómo son capaces de robarle a una mujer anciana como yo…
—Ay, doña Camila —te interrumpió la mujer abriendo las cortinas de tu cuarto—, su zapato se perdió hace meses. Su hija ya le trajo dos pares nuevos, unos para que los use acá y otros para cuando salga a la calle. ¿Recuerda usted?
La mujer se acercó a tu mesa de noche y apagó la lámpara que habías prendido minutos antes. Luego se acercó a ti, cogió tus brazos y te jaló.
—¿Qué haces, niña? ¡¿Qué haces?! —gritaste espantada.
—Le ayudo a levantarse—te respondió la mujer sin inmutarse mientras colocaba almohadas en tu espalda—. Ya le vamos a traer el desayuno, a menos que quiera ir al comedor con los demás…
—Claro que no —respondiste mientras te dejabas sentar por la mujer—. Esos viejos son asquerosos. ¿No has visto cómo comen? Botan la comida por todo sitio… ni los bebés comen así.
—Como usted diga, Camilita. Ahora espéreme un ratito que don Fausto ya debe de estar despierto. Vuelvo con su desayuno…
La mujer sonrió y salió de tu habitación. Estiraste tu brazo para coger los lentes en la mesa de noche, te los pusiste y buscaste con la mirada los portarretratos en la cómoda al lado de la ventana. Tu hija, su esposo y tus dos nietos te sonreían desde la mesa de algún restaurante. Al costado, tu esposo miraba al vacío desde algún estudio fotográfico de pared azul. Lo contemplaste un momento sin concebir un pensamiento específico en tu mente, como todas las mañanas, y, luego, tu mirada se desvió hacia la ventana. Observaste el huachafo edificio ocre de cuatro pisos, el Café Piccolo que tenía toda la fachada decorada con madera y la casa gris que se caía en pedazos. Te preguntaste por qué habían escogido tan mala ubicación para una Casa de Reposo, nadie quería ver edificios al despertarse, tú querías ver parques.
Despacio, moviste tus piernas para bajarlas de la cama, pero, cuando por fin hiciste contacto con el tapete rojo en el suelo, recordaste que no tenías zapatos que ponerte.
—Estos enfermeros ladrones —murmuraste bajo tu aliento antes de gritar—: ¡Niña! ¡NIÑA!
La mujer de blanco demoró un minuto en llegar.
—¿Qué sucede doña Camila? Ya le están subiendo el desayuno…
—No tengo zapatos —interrumpiste furiosa—. Qué me voy a poner hoy, si me robaron un zapato cuando me mudaron de habitación. Tienes que decirle a mi hija…
—Sí, Camilita —dijo la mujer con una sonrisa paciente—. Ya le dije. Aquí están sus zapatos nuevos… —La mujer se agachó y sacó de debajo de la cama un par de zapatos anchos de cuero marrón—. ¿Le ayudo a ponérselos, Camila?
La mujer no esperó tu respuesta para colocarte los zapatos. Observaste cómo calzaban perfectamente en tu pie y te parecieron extrañamente familiares.
—Dale a mi hija las gracias de mi parte, si hablas con ella —dijiste todavía observando tus nuevos zapatos.
—Claro que sí, no se preocupe. Ahora, me tengo que ir porque la casa está patas arriba…
—¿Qué sucede? —Preguntaste de buen humor—. ¿Alguno de esos viejos decrépitos ya estiró la pata?
—Ay, doña Camila —dijo la mujer con pesar—. Me temo que sí.
La mujer de blanco se dio media vuelta y te volvió a dejar sola. Pensaste un rato en lo que te había dicho: uno de los viejos había muerto. ¿Cuál de los viejos? Pensaste en tu vecino que siempre roncaba, en la señora que te daba las galletas de soda que su yerno le llevaba, pensaste en la señora que nunca se quitaba el babero de bobitos, pensaste en el joven con cáncer que había entrado la semana pasada, en la señora del andador… No pudiste evitar sentir cierta pena por cada uno de ellos. Sabías que los días de todos aquellos vejestorios estaban contados, pero nunca habías hecho la cuenta.
Decidiste alistarte de una vez. No te tocaba bañarte ese día, o tal vez sí te tocaba, pero no querías. Cogiste la ropa de la silla y fuiste a sentarte en la cama para cambiarte. Después de muchos jadeos y varias pausas, terminaste de vestirte. Como estabas de buen humor por tus nuevos zapatos, no pediste ayuda para peinarte tampoco. Fue más sencillo que vestirte, pero no estabas segura de si lo hacías bien. Tus cabellos grises se retorcían como si estuviesen chamuscados. Los recogiste todos, o recogiste todos los que pudiste recoger, con el gancho negro que la mujer de blanco te había regalado. Sin embargo, cuando terminaste, reparaste en que ya había pasado mucho tiempo y tu desayuno todavía no había llegado.
—¡Mi desayuno! —vociferaste—. ¡Desde hace una hora estoy esperando mi desayuno! ¡Niña! ¡NIÑAAA!
Te detuviste porque un dolor desgarrador atacó a tu garganta. Buscaste la jarrita de agua caliente en la cómoda, pero no estaba porque la traían junto con el desayuno. No te atreviste a gritar de nuevo por miedo al dolor. Felizmente la mujer de blanco llegó a los tres minutos con una bandeja en sus manos.
—Discúlpeme, Camila. Se nos olvidó por completo —dijo—. Abajo hay un alboroto enorme…
—¡Claro! ¡Y mientras yo me muero de hambre! —respondiste furiosa—. ¿Para qué crees que les paga mi hija? Le voy a contar del horrible trato que recibo. ¡Esto no se va a quedar así! ¡Alcánzame el azúcar!
La mujer suspiró exhausta y te pasó la azucarera. Te acercaste a la mesita auxiliar sobre la cual había puesto tu bandeja y te persignaste antes de recibir lo que la mujer te alcanzaba.
—Señora Camila, la dejo. Tengo que bajar para ayudar.
—¿Bajar? ¿Qué hay abajo?
—Ya le dije. Murió una señora y la familia está molesta.
No dijiste nada porque no estabas segura de lo que eso significaba. La familia estaba molesta. ¿No debería acaso de estar triste? Y porqué se iba la mujer de blanco. ¿No tenía ella que quedarse en el segundo piso, contigo?
—Niña —llamaste antes de que la mujer cruzara la puerta—, ¿quién murió?
—La señora Ducelia, no sé si la conoció usted.
—No —respondiste sincera y un sentimiento de alivio te invadió—. ¿Cómo se murió?
—Eso es lo que la familia quiere saber —respondió la mujer y salió de la habitación.
Te molestaste porque la mujer se fue sin preguntarte qué querías hacer. Observaste tu habitación unos instantes y decidiste ir a la salita del segundo piso. Caminaste lentamente hasta entrar en esa habitación bien amueblada y perfectamente iluminada que tenía el defecto de ser compartida. Sólo había dos personas en ese instante: el señor que roncaba estaba viendo televisión y la señora del babero de bobitos estaba sentada en su silla de ruedas con la mirada en ninguna parte. No te molestaste en saludar y fuiste directamente al sillón individual al otro lado de la habitación, pero antes de llegar viste algo que llamó tu atención.
Desde el ventanal de la sala podías observar dos camionetas policiales estacionadas frente al ingreso de la Casa de Reposo. No recordabas haber visto camionetas policiales en ese lugar antes, y no podías pensar en alguna razón para que estén ahí. Observaste un buen rato, pero como la situación no cambió, continuaste tu camino y te sentaste en tu sillón favorito.
Perdiste la noción del tiempo hasta que entró la mujer vestida de blanco.
—¿Por qué me dejaste? —le gritaste apenas la viste—. Me pude haber caído viniendo aquí. Me pude haber roto todos los huesos. Le voy a decir a mi hija… ¡Ella paga para que me traten bien!
—Oh, lo siento tanto señora Camila —se excusó la mujer—. Pero me necesitaban abajo… Señor Fausto —dijo acercándose al otro señor—, tenía que tomar su pastilla a las diez, ya son las once y media.
La mujer le dio al hombre una pastilla y le sirvió un vaso de agua de la jarra en la mesa de centro. El hombre tragó su pastilla y siguió viendo televisión.
—¿Y mis pastillas? ¿A qué hora tengo que tomar mis pastillas? —preguntaste.
—¿Sus pastillas, señora Camila? ¿No son en la tarde? —dijo la mujer dubitativa—. Déjeme ver su ficha y vuelvo para decirle.
—¡No! No me vuelvas a dejar sola… —exclamaste.
—No se preocupe, Camilita —dijo la mujer con dulzura—, voy y vengo. Sólo tengo que bajar un instante.
—¿Bajar? ¿Por qué tendrías que bajar? Tú trabajas en este piso, no abajo.
La mujer sonrió y salió de la sala, pero no volvió al instante. Observaste el cielo afuera, recordaste la foto de tu esposo mirando a la nada en tu cómoda, y te sorprendiste al levantar la cabeza y encontrar la mitad de la sala llena de viejos. Antes de que pudieras preguntar en qué momento habían entrado, dos jóvenes vestidos de blanco cruzaron las puertas con dos mesitas de ruedas llenas de comida.
Llevaron a los viejos de uno en uno a la mesa del comedor al otro lado. Tú te negaste a comer con el grupo y le ordenaste al joven que te llevara el almuerzo a tu sillón individual. Cuando colocó la mesa auxiliar frente a ti, aprovechaste para preguntar aquello que inundó tu cabeza mientras recordabas a tu esposo.
—¿Cómo murió la señora del primer piso?
El muchacho de blanco parecía verdaderamente sorprendido:
—Ah… eh, todavía no lo saben. Para eso está la policía.
—¿La policía?
—Sí, usted debe de haber visto sus carros afuera—dijo él.
Lo pensaste un momento pero no estabas segura de lo que quería decir. Tomaste tu sopa y luego le pediste a uno de los jóvenes que llame a la mujer de blanco para que te acompañe a tu habitación.
—Lo siento, señora Camila. Ella no puede subir ahorita. Pero yo la ayudo.
—¡Yo no voy a dejar que uno de ustedes vuelva a entrar en mi habitación! ¡Después de que me robaron, todavía quieren volver! —gritaste indignada.
—Lo siento señora —se excusó el otro rápidamente—. Sólo le estaba sugiriendo que…
—¡Cállate! —ordenaste—. Ahora, sólo ayúdame a pararme.
—Sí, señora —respondió el joven intimidado mientras te jalaba de los brazos para ponerte de pie.
Caminaste lentamente hasta tu habitación, te quitaste los zapatos con dificultad y te recostaste en tu cama, pero antes de conciliar el sueño, un ruido en la calle te inquietó. No quisiste levantarte, pero el ruido no cesaba. Era gente discutiendo a grandes voces. Te pusiste de pie con un enorme esfuerzo y caminaste descalza hasta la ventana.
El alboroto lo armaban un grupo de personas reunidas alrededor de dos camionetas policiales. Te acomodaste los lentes y viste que un grupo de personas, los policías, arrastraban a una mujer vestida de blanco, y otro, los vecinos, interferían en su camino. Pensaste en la mujer de blanco que trabajaba en el segundo piso, pero no comprendiste qué relación podría tener esta con la del alboroto. Finalmente, los policías lograron meter a la mujer a una de las camionetas y, apenas ellos estuvieron dentro también, arrancaron. Los vecinos se dispersaron, volvieron al edificio, a las casas cercanas y algunos entraron al Café Piccolo.
Observaste el panorama exterior y te preguntaste por qué habían escogido tan terrible ubicación para la Casa de Reposo. Volviste a tu cama y te recostaste de nuevo. Estuviste ahí horas, sin saber si estabas dormida o despierta.
Una mujer de blanco te trajo la cena a la habitación, pero no era la mujer de blanco de la mañana ni de las otras veces. Preguntaste por ella y la otra respondió secamente:
—¿Qué? ¿No escuchó, señora? Se la llevaron presa, por su culpa la señora Ducelia se murió.
—¿Quién es la señora Ducelia? —Preguntaste curiosa.
—Es, o era, una señora del primer piso. Yo estaba a cargo de ella, pero como tomé mi descanso la semana pasada, Nina me reemplazó. ¿Ya está cómoda?
La mujer de blanco te había sentado en la cama frente a tu cena.
—Sí, sí… —respondiste sin cuidado—. ¿Y por qué se murió la señora?
—Ah, parece que fue la medicina. Nina le estuvo dando las pastillas que no eran… pobre, las dos. La señora Ducelia, que en paz descanse, y Nina, que ni sabía qué cosa le tenía que dar a la señora… Bueno, aquí la dejo… —la mujer de blanco miró el folder que tenía en el brazo— señora Camila. Vuelvo más tarde a recoger su bandeja. Tengo que ver a todos los otros hijos de Nina.
La mujer salió de tu habitación y tú perdiste el apetito. Te echaste en la cama y te quedaste dormida al instante. Cuando despertaste al día siguiente, nadie había abierto las cortinas.
—¡Niña! ¡NIÑA! —gritaste fastidiada.
Esperaste, pero nadie vino. Furiosa ya, hiciste un esfuerzo y te levantaste sola. Pusiste los pies en el tapete y recordaste que unos enfermeros se habían llevado tu zapato y que necesitaban avisarle a tu hija para que te compre otros.
—¡¡NIÑAAA!! —gritaste con todas tus fuerzas y tu garganta se resintió.
Tosiste un poco y caminaste descalza para abrir tus propias cortinas. Te encontraste con el edificio, el café y la casa, pensaste en la pésima ubicación de la Casa de Reposo, tú querías ver parques al despertar. Tosiste un poco más y volviste a tu cama a sentarte. Al rato llegó una mujer de blanco que te ayudó a vestirte sin decir una palabra. No le gritaste porque tu garganta no te lo permitía, pero mientras abotonaba la blusa lila que usarías ese día, no pudiste evitar sentirte terriblemente mal. La furia te había abandonado, pero el nuevo sentimiento era peor. Cuando viste a la mujer de blanco de cerca no pudiste reconocer a la niña llamada Nina con la que te gustaba conversar. La mujer de blanco era otra.

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