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S/T de Martín Palomino

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La veo, logro verla. Es hermosa, como nunca antes la había visto. No estoy seguro de qué animal se trate, algo como ella es imposible en este mundo aunque me parece que le llaman mariposa. La veo acercarse aleteando hacia mí, un par de antenas adornan su mollera, sus colores me atraen, no puedo evitarlo. Siempre me han gustado los colores brillantes, como los de las flores, y los suyos resaltan sobre la negrura del espacio en el que estamos. Es hermosa, no puedo dejar de decirlo. Los celos me invaden. Soy feo, soy feo. Me lo han dicho muchas veces. Siento que me miran con desdén al pasar, e incluso he llegado a creer que, de poder acabar conmigo de un pisotón, lo harían. Aún la veo, sigue viniendo hacia mí. Es hermosa, me golpea, se mete en mi cuerpo. Cierro los ojos, siento calor, calor. Sus antenas cosquillean.

Despierto.

Hay mucho sol, demasiado para ser primavera. Mi cuerpo está entumecido, no puedo moverlo bien, deberé acostumbrarme a este cambio. Aún la recuerdo, majestuosa. Olvidarla será imposible. Debo buscarla, está decidido, encontraré a aquella bella criatura. Necesito admirarla, tal vez así logre entender lo que es la belleza. Tal vez así logre deshacerme de este horrible cuerpo. Quiero ser hermoso, quiero que me observen admirados.

El Sol brilla hoy también. Es el día en que iniciaré mi búsqueda. Estoy emocionado. doy vueltas por todos lados. Aún no sé por donde iniciar. Hay muchos lugares en los que podría encontrarse algo igual de bello. Estoy seguro de que muchas personas querrían tenerlo en su poder. Dejaré que el viento me lleve, que sus corrientes de aire me guíen por donde Eolo crea conveniente. Me encomiendo a los dioses, tengo miedo. La gente me mira al pasar, seguramente me toman como un bicho raro, pues he decidido detenerme a contemplar una flor. Fue inevitable, algo en mi me obligaba a hacerlo. Sigo siendo llevado por el viento, paso frente a una vitrina que me seduce a verme en su reflejo. Esta búsqueda me está haciendo feliz. Tal vez aquella felicidad se refleje en mí, tal vez ahora sea hermoso. No, no puedo hacerlo, no me atrevo, mi fealdad es demasiada como para verla reflejada. No puedo seguir con la búsqueda hoy, me doy por vencido.

Lloro, lloro. No puedo entender por qué existen seres tan bellos como aquel de mi sueño y seres como yo, despreciables. Lloro, lloro sin poder contenerme.

Ya he descansado lo suficiente. Me siento capaz de manejar a comodidad mi cuerpo, es hora de retomar la búsqueda. Hoy he decidido preguntar a la gente. Estoy seguro de que si alguien ve un ser tan bello no lo olvidará nunca. Me ignoran, me acerco a ellos. Hablo, grito pero parecieran no escucharme. Siguen caminando como si nada hubiera ocurrido, luego de voltear a verme, claro está. Es claro: voltean a verme y, al verificar que se trata de un ser repugnante, deciden ignorarlo. La sociedad se basa en aspectos superficiales.

Me siento mareado, no puedo mantener un camino recto. Estoy cansado. Siento que no podré más. Mi búsqueda ha fracasado. Estoy a punto de colapsar, mi vida está llegando a su fin. He decidido verme. Quiero recordar cuan feo fui, quiero recordar la razón de todas mis desgracias. Tras un último esfuerzo logro llegar a una luna capaz de reflejas mi imagen.

La he encontrado, por fin lo he hecho. La veo tan hermosa como la recuerdo. Sus colores brillan como ninguno. La veo, lo veo, me veo. Mi vida se esfuma, se va con el viento. He caído, no podré volver a levantarme, mi búsqueda ha finalizado. Por fin lo entiendo todo.
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S/T por Diego Cebreros

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Hace un par de años que conocí a Santiago. La primera vez que lo vi fue en Pamer. Tenía el cabello hasta los hombros y siempre usaba una gorra de lana, según decía, cuando no se había peinado. Era flaco y desgarbado, y con una actitud de que poco importaba lo que pasara. No era muy simpático, pero a mí sí me gustaba. Caminaba despreocupado y con las manos en los bolsillos, y siempre apoyaba la cabeza al estar sentado. El se suicidó y no puedo evitar pensar que fue por mi culpa.
En Pamer, era un buen estudiante. Nosotros estábamos en el local de Santa Beatriz, que era donde siempre estaban los estudiantes más destacados. Yo estaba en un salón intermedio, pero Santi estaba en el salón José, que en ese entonces siempre estaba en el primer puesto. Lo máximo que pude llegar fue al salón después que ese, el salón de Jack, y un día lo vi ahí. Santi estaba sentado atrás, escondido bajo su gorra de lana, hasta que Jack lo vio. Unos días después, se quedó en mi salón. Dijo que no se sentía a gusto en el salón José y que prefería estar aquí.
En el salón, Jack siempre se sentaba hasta atrás, con Verónica. Creo que a él le gustaba y que por eso se pasó aquí. Yo no hablaba mucho con él, pero, por lo que veía, ambos se llevaban bien. Siempre reían y se divertían junto con otros dos chicos. Yo me sentaba adelante porque me costaba trabajo mantenerme en ese salón, pero Santi no se hacia problemas. Reía, jugaba, y yo sentía celos de Verónica porque podía sentarse a su lado.
Recuerdo una vez en que lo llamaron al frente del salón para el vocabulario. Él y Verónica salieron y a Santi le preguntaron. Verónica alzo la mano para responder, pero Santi se la bajó, provocando que todos se rieran. Ella lo miró con odio mientras trataba de ocultar su sonrisa; él se reía también, y yo deseaba haber estado ahí.
Recuerdo también las olimpiadas de Pamer. Santi era parte del equipo de comprensión de textos, junto con Verónica y Charlie, otro chico de nuestro salón. Nosotros no ganamos las olimpiadas, pero ellos solos obtuvieron muchos puntos cuando participaron. También lo vi en las olimpiadas de deportes. Tocaba el tambor muy fuerte y usaba el polo de nuestro salón en la cabeza. Yo no hacia mas que morirme por él, pero nunca le hablaba. Tenía que estudiar porque el examen de ingreso ya se acercaba y aún teníamos que resolver los libros especiales que, después de las olimpiadas, nos entregaban para que practicáramos.
Los días pasaron. Nuestro salón se dividió según los cursos que los estudiantes necesitaban reforzar, y apenas si lo vi. Y luego el examen de ingreso. Ese día hizo sol, a diferencia de toda la semana. Yo no me sentía bien, pensaba que no iba a ingresar a pesar de todo el esfuerzo que puse. Una vez le dije eso a Jack, y él me contestó que si aun me sentía así, lo mejor era que no diera el examen, que estuviera otro ciclo en Pamer, y que con esa mentalidad no conseguiría nada. Yo di el examen de todas maneras y luego me reuní con los demás en la reconstrucción de este. Y me quede con ellos hasta la tarde, que era cuando mostraban los resultados en Internet.
Cuando me enteré que había ingresado, Santi no estaba ahí, con nosotros. Tampoco estaba Verónica. Supuse que habrían salido juntos o que simplemente no deseaban estar ahí. Esa noche nos divertimos mucho, pero siempre lamente no haberlo visto a él.
El primer día de clases. Ese día me había decidido a comenzar mi nueva vida universitaria con más ánimos que nunca. Llegué muy temprano y me plante en la puerta de Letras, a ver si me encontraba con alguien. Después de un rato éramos un grupo enorme, todos del mismo salón o de la academia, hablando y conversando sobre el examen o la fiesta de Pamer. Luego de un rato lo vi. Estaba demasiado distinto. Ya no tenía su clásica gorra de lana ni su cabello largo, sino que ahora usaba el cabello corto y un par de lentes con montura negra. Yo lo llamé y el se acercó tímidamente a nuestro grupo, saludando de cuando en cuando a aquellos a quienes conocía. Todavía escondía sus manos en los bolsillos y caminaba de la misma forma despreocupada que siempre.
En el primer ciclo, nos habían puesto en las mismas clases, y yo aproveché para hablar más con Santi. Él todavía se juntaba con Verónica en la clase de Taller de Textos, pero aun así a veces hablábamos. Él tenia la costumbre de ir al baño a mitad de la clase y en una de esas, aproveche para hablar con Verónica. Me senté en el sitio de Santi, que aún estaba algo caliente, y la salude. Ella me saludó tambien, con una sonrisa despreocupada, y luego le pregunté sobre Santi. Ella dijo que por lo general hablaban de todo, pero mas que nada se reia con sus bromas. Tambien dijo que a veces se ponía muy raro. Que no decía nada y a veces hasta lloraba. A mi me pareció eso muy raro. En las veces que lo había visto, él siempre estaba muy feliz y sonriendo. No me imaginaba que algo le pudiese molestar hasta el punto de ponerse así. Verónica dijo que a veces le preguntaba qué le ocurría, pero nunca decía nada, o si lo hacia, que solo se le daba por ser así. Luego le pregunté si es que los dos estaban juntos, pero ella dijo que no. Dijo que a Santi le gustaba otra chica que no era de la universidad. Dijo que no hacia más que pensar en ella y que, a veces, cuando veía una foto suya le daban arcadas de la emoción. Cuando Santi llegó, estaba saltando pausadamente. Según él, saltaba como Mario Bros. Le salude y él hizo un ademán con la mano. Tenía la cara mojada y los lentes en las manos.
Por ese entonces, nos hicimos más amigos. Íbamos a mi casa y nos reuníamos para hacer las tareas en grupo. A veces éramos como 9 o 10 personas. Yo me ponía a conversar con mis amigas, mientras que Santi resolvía los ejercicios. A veces trataba de preguntarme algo, pero yo seguía conversando. Ahora me arrepiento de eso, pero aun así, Santi no solía conversar con los demás. Otras veces éramos él, una amiga y yo, en mi casa. En una ocasión estuvimos solos, y yo me acerqué a él. Santi también se acercó a mí y estuvimos un rato juntos, abrazados. Pero él no hizo nada. Se alejó y volvió a los ejercicios. Nunca más hizo algo así. Y desde aquel entonces, note algo extraño en él.
Después de un tiempo, yo me cambie de carrera. Me pasé a Ciencias Políticas junto con unos amigos que había hecho con el tiempo, algunos del Club de Debate o de la misma facultad. Era mi cuarto ciclo y, lamentablemente, había jalado unos cursos. Santi seguía en la misma carrera. Estaba adelantando un par de cursos pero, aun así, nos veíamos de vez en cuando. Ya por aquel entonces mostraba signos de estar deprimido. No sonreía ni se juntaba con nadie. Tenía el cabello más largo y usaba lentes en raras ocasiones.
Un día quise hablar con él. Apenas me vio, su rostro neutral cambio a un rostro neutral forzado. Lo salude, y el apenas si me saludó. Sus ojos parecían cansados y viejos, mientras que el tono de su piel había adquirido una tonalidad medio amarillezca. Le pregunte si es que le ocurría algo, pero él no quiso hablar del tema. Yo le insinué que lo extrañaba mucho y que cualquier día de estos se pasara a mi casa. Él me miraba, distante, y dijo que le gustaría mucho.
Y ese día llegó. Un día estaba en mi casa, con una amiga, y Santi se apareció de pronto. Dijo que si estaba bien que viniera y yo lo recibí encantada. Mi casa estaba aun con muchas cajas sin desempacar, pero no creí que a él le importara. Se sentó en la cocina y yo a su lado, impaciente por saber el motivo de su visita. Él no hablaba mucho así que yo empecé. Le dije qué milagro que te apareciste, y él respondió que es que no tenía nada que hacer y nunca había venido a mi casa. Luego hablamos un rato, pero él siempre con su tono sombrío y distante. Yo me preocupaba por él, y se lo decía. Pero nada, no respondía y se quedaba callado y a mi me desesperaba, por mas que lo quisiera me desesperaba que no dijera nada, y le dije pero dime qué cosa te pasa si antes eras tan alegre. Y él se quedo callado de nuevo, mirando el mantel, luego mirando no se que cosa y luego mirando el mantel de nuevo.
Y luego dijo algo como ¿que quieres saber qué me pasa?. Bien. He estado pensando. Sobre ti, sobre mi, sobre algunas cosas. Pensaba que si tu me quieres tanto como dices y como sé que me quieres, entonces ¿por qué yo no habría de quererte? Porque tú me quieres ¿verdad? Y yo le dije que sí, que lo quería con toda el alma. Pero luego guarde silencio y él continuó. Estuve pensando mucho sobre porque es que ocurría esto. Y algo que me ayudo fue el hecho de que yo me encontraba en la misma situación que tú. Yo también he sido alguien patético y desesperado que trataba de conseguir la atención de alguien a quien no le importaba en lo mas mínimo. Y yo no entendía por qué, por qué es que si la quiero tanto como tú me quieres a mí, por que no puedo estar con ella. Entonces, para resolver esa situación, me puse a pensar sobre qué es lo que yo siento por ti, de tal forma que, siendo ambos casos iguales, pudiese comprender mi situación con ella. ¿Y sabes qué descubrí, María? Descubrí que lo que yo siento por ti es desprecio. El más puro y desarraigado desprecio porque, precisamente, no me recuerdas a nadie más que a mi mismo, cuando trataba de conseguir lo que no podía y me comportaba como lo que no era. No sabes cuánto te odio por ser de esa forma. Si pudiese, te mataría en este preciso momento. Pero luego, me di cuenta que todo esto, aun cuando tiene absoluto sentido para mi, no tiene sentido para el resto del mundo. Es decir, ¿cómo puedo odiar yo a alguien que me quiere tanto? Yo lo entiendo perfectamente pero los demás no. Ellos no entienden nada de lo que pudiese sentir, o hacer. Pero yo sí te entiendo, le dije, aun cuando me daba muchísima pena todo lo que me había dicho, le dije eso solo para reconfortarlo. En fin, continuó, eso es lo que me pasa. Y espero no tener que volver a repetirlo. Y yo le dije pero espera, no he entendido muy bien. Y él dijo sí, exacto. Luego se fue. Y esa fue la última vez que lo vi. Después todos nos enteramos de lo del suicido, pero nadie estaba muy seguro de por qué se mato. Yo creo que fue porque se sentía solo, pero al mismo tiempo no podía aceptar la compañía de cualquier persona. Y siendo así, se convertiría en un hipócrita más, igual a todos nosotros, según le escuché una vez. Nunca había conocido a alguien como el. Y hasta ahora no he visto nada de él en otra persona. Sin embargo, la hipocresía de la que hablaba le he visto en todos. Como cuando se enteraron de lo del suicidio y casi a nadie le importó tanto como a mí. Tal vez algo de él se quedó en mí, y espero que al escribir estas líneas, ese algo se quede aquí conmigo.
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‘La historia del Come Mote’ por Fernando Padilla

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Habíamos comenzado la segunda semana de clases del segundo año, y había llegado un nuevo chico al colegio: alto, moreno, con sus dos chapitas, directo de la fría Juliaca. Por motivos que nunca nos contó toda su familia se había mudado de Puno a Lima.

Lo primero que nos llamó la atención de él fue cuando abrió la boca para decir “Hola, muchachos” con ese dejo marcadísimo de las personas de la sierra. Desde aquel momento no se le ocurrió mejor chapa al más travieso de la clase que llamarlo “El come mote”.

El Come Mote era muy simpático y se ganaba muy rápidamente a la gente, contaba sus historias, jugaba con todos; a pesar de ser un par de años mayor que el resto, se llevaba bien con todos. Unos días después, en clase de lenguaje, el profesor nos agarró de improvisto en la última hora, diciéndonos: “Chicos, van a escribir una composición sobre lo que han hecho en sus vacaciones, alguna anécdota o algo que les haya sucedido,;luego voy a elegir a uno de ustedes para que nos lea su relato”.

Todo cansados, pues era la última hora de clase, comenzamos de mala gana a escribir nuestros relatos. Algunos contaban sus vacaciones útiles, otros la pichanguita de barrio que ganaron, otros sobre el nuevo integrante de la familia, pero el Come Mote tenía algo más interesante que contar.

Mientras escribíamos los cuentos pude notar que el Come Mote era el único concentrado. Sudaba y borraba y volvía a escribir línea por línea, para finalmente arrancar la página del cuaderno Loro de cien hojas y, nuevamente, comenzar a escribir. Parecía que esta vez ya no era un borrador.

Su rostro cambiaba a medida que iba escribiendo. En ese momento el profesor dijo: “Listo, el tiempo se cumplió. Uno de ustedes, no… mejor que sean dos. La lista, por favor…”.
Adriana Vega. Ella salió y contó la historia de cómo sus papitos le habían comprado su nueva bicicleta. Sin duda alguna, fue lo más aburrido que mis oídos han tenido que escuchar.
Cuando terminó, el profesor dijo: “Carhuapoma al frente”. El Come Mote salió al frente, cuchicheó con el profesor diciéndole que no podía leer, porque había escrito cosas privadas. Y es ahí cuando la muchachada nos salió, comenzamos a corear: “Que lo lea, que lo lea, que lo lea…”.

El profe le quito el cuaderno muy hábilmente, y leyó el título e inmediatamente se sonrió y dijo: “La historia de mi primer beso”. La clase estalló en risa diciendo: “¿Tuvo sabor a cancha?, ¿le pasaste tu mote?”

El Come Mote inmediatamente se armó de valor y empezó a leer tartamudeando, mirándonos con unos ojos entre rencor, odio y miedo. Nunca olvidaré ese momento, pues fue tan gracioso… “La historia de mi primeeeeeeeeeer beeeeeeeso…”. En ese preciso instante el chato me pasó la voz: “Mira su pantalón…”- una mancha creciente se observaba en aquel. El chato no aguantó las ganas de decir: ¡se ha orinaoooo!!! Toda la clase enmudeció y al instante comenzaron las carcajeadas. Fue un momento de espanto, pues el Come Mote se había orinado. El profesor no le quedó más que decir: “Siéntate, amigo”.

El Come Mote desde ese día no fue el mismo. Creo que nos empezó a odia. A los pocos años, luego de que me cambiara de colegio, me enteré que él se suicidó, tal vez porque no aguantó la crudeza de su chapa en su adolescencia o quizás porque no pudo sobre llevar lo que le había pasado. Asistí a su funeral, y hoy escribo este cuento en recuerdo a su memoria
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‘Al despertar’ por Bruno Doig

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Has tenido una noche pesada, inquieta. Por algún motivo tu espalda te duele; aunque siempre lo hace, ya no debería sorprenderte. Pero no es solo eso lo que te molesta. Sientes que algo es diferente. Tienes un poco de frío, empiezas a sentir tus alergias en la nariz. Abres a medias tu ojo derecho, estás desnudo. No solo eso, estás durmiendo en el suelo. Tratas de hacer memoria, no recuerdas haberte caído en ningún momento; hubieras sentido el golpe. Abres ahora tu ojo izquierdo. Intentas desperezarte, estás verdaderamente cansado, te cuesta hacerlo. Ya estás casi completamente despierto, pero no te levantas, nunca lo haces inmediatamente. Siempre es como si te pesara el mundo. Cada día te cuesta reunir las fuerzas para seguir. Aguardas un rato más en el piso, hasta que decides que no puedes más con la alergia. Con desgano te pones de pie y lo ves. Por un momento, no piensas nada, es impresionante, es raro. Aquel que está echado en tu cama eres tú mismo. Aquel cabello, aquella nariz, aquel rostro, aquella ropa con la que te acostaste ayer; lo ves a diario y, sin embargo, dudas, corres al baño a verte en el espejo. El que te devuelve la mirada también eres tú. Regresas asustado a la habitación, estás muy confundido, te acercas, lo ves detenidamente; realmente eres tú, solo que más pálido. Tocas su mano, está fría, gélida, su rostro, también. Tanteas en el cuello, en la muñeca, no encuentras el pulso. Juntas tu oreja a su pecho, no sientes nada. Está muerto. Finalmente estás asustado, solo hay una explicación posible. El que piensa, el que vive, tú; no eres más que un fantasma viendo su propio cuerpo inerte. Buscas la silla, lo coges y te sientas frente al cadáver. Si eres un fantasma, entonces estar muerto no es muy diferente a estar vivo. Pero cómo fue posible que movieras la silla, cómo es posible que puedas sentirte a ti mismo, vivo, caliente; cómo es posible que respires. Pasas minutos pensando, tú solo no puedes saber si estás vivo, o si eres más que un fantasma. Necesitas hablar con alguien. Pero con quién. Esa es la interrogante. Hace mucho que vives solo. Sin querer; o, más bien, deseándolo mucho, te alejaste de tus amigos, te alejaste de tu familia, de todos. Coges el teléfono, piensas un momento, marcas, esperas a que conteste.
-¿Hola?- tiene la voz ronca, cansada, como si recién se despertara.
– Pedro, necesito que vengas… Es una emergencia, por favor, ven.
-¿Francisco? ¿Qué pasa?
– Por favor, ven pronto – Cuelgas.
Regresas al baño, orinas, otra prueba de que no eres un fantasma. Pedro sabrá qué hacer, es médico, además, alguna vez fue tu mejor amigo. O al menos eso pensaba él, nunca tuviste verdaderos amigos. Inclusive, por momentos llegabas a odiarlo, te cansaba. Al perecer se dio cuenta de ello, terminó por alejarse de ti. La puerta se abre, nunca le echas seguro, no sabes por qué. Es Pedro, mal afeitado, con el polo al revés, ha venido muy apresurado, quizás estuvo de guardia en la noche.
-¿Qué te pasó Paco? – está un poco asustado, recién recuerdas que estás desnudo.
– Ven.
Caminan hacia la habitación. Pedro lo ve. Tú abres el cajón y te pones la ropa interior. Pedro está atónito. Tarda un momento en despertarse, abre su maleta y saca sus instrumentos para revisar el cadáver.
– Está muerto. No comprendo, quién es, qué sucedió. No entiendo nada.
-¿Me puedes ver?… Por favor Pedro, dime que estoy vivo.
Pedro se levanta y te palpa la cara, te ausculta, siente tu pulso.
– Tus signos vitales están correctos… ¿Tú como te sientes?
Te sientes completamente normal de salud. Pero no llamaste a Pedro para eso, ya sabías que el que está echado en la cama está muerto. Quieres saber qué sucedió, quieres saber qué pasará contigo, quieres saber qué harás ahora, quieres saber que estás vivo y no eres un espíritu.
– No eres un fantasma Paco, yo te puedo ver, los instrumentos no fallan, estás vivo. Debe haber una explicación racional para esto.
– Pero y qué tal si los instrumentos no fallaron hasta ahora. Qué tal si solo tú me puedes ver y sentir.
– Entonces llamemos a alguien más, llamaré a Laura.
Hace mucho que no ves a Laura, no sabes que sucederá cuando la veas, Pedro no sabe cómo la hiciste sufrir, con tu indiferencia; nunca la quisiste de verdad, como a todos. La odiaste sabiendo que ella te amaba. No sentiste tristeza cuando terminó. Solo remordimiento, nunca quisiste hacerla sufrir, nunca quisiste ser así. Se abrió la puerta, también se nota que ha venido apresurada, el cabello revuelto, la agitación de quien ha corrido preocupado. Cuando cruzaron miradas después de tanto tiempo, supiste que ella aún te ama, pero perdura el recuerdo de las heridas, del dolor por el amor no correspondido.
– ¿Qué pasó, Paco?
Es la misma expresión de confusión. Pero esta vez es Pedro quién decide mostrarle el cadáver. Ya sabías que gritaría, sin embargo Laura es diferente a Pedro, no pregunta, no quiere pensar nada sino en ti. Solo se acerca y te abraza, hace mucho que no sientes el afecto de alguien, la abrazas y por fin te desahogas, lloras botando toda la preocupación y el miedo que vienes almacenando desde que despertaste. Por un momento olvidas todo.
– ¿Lo ves, Francisco? Estás más vivo que nunca – dice Pedro.
– Pero quién es ese que está muerto en mi cama.
– Pero que tal si… – dice Laura.
– No es un fantasma, no existe eso, solo lo que nosotros podemos ver, lo que sentiste al abrazarlo – dice él.
– Esto es increíble – dice ella – parece un sueño, quizás lo es.
– Entonces yo solo sería una ilusión tuya, sería peor que un fantasma.
Los tres se sientan varios minutos sin decir nada. Quizás no debiste llamarlos, quizás debiste sentarte y esperar que el cuerpo se pudriera. Los vecinos llamarían a la policía, quizás aquello sería más real que estar aquí, con esos dos.
– Llamaré a Fede – dice Pedro.
Quizás Federico era el que más te comprendía, ambos siempre fueron muy parecidos. Quizás por eso que siempre se llevaron tan mal, ambos tenían esa manera especial de alejar a las personas. Ambos estaban solos, pero unidos en la soledad. Los tres se relajan un poco, saben que Federico tardará, nunca le importó mucho la realidad, siempre con sus cavilaciones metafísicas y sus preguntas filosóficas. Quizás él pueda saber qué sucedió.
– Iré a preparar algo para comer – dice Laura.
Se levanta y se va hacia la cocina. Miras a Pedro, ya casi parecen unos desconocidos, se ven y no se reconocen. Es un momento incómodo, ambos tienen tantas cosas que decirse, pero no lo consiguen, guardan silencio. Te levantas y vas hacia la cocina. Laura está preparando unos sandwichs de jamón y queso, ella baja la mirada y se concentra en lo que hace. Te acercas y la besas en el cuello, ella se vuelve hacia ti, intenta separarse, pero no lo consigue. Lo hacen en el piso. Aun después de esto no puedes asegurar nada. Estás más confundido que antes. Qué tal si todo aquello no es más que un sueño, no de ella, sino tuyo. Tu cabeza es un desorden total, te levantas y regresas a la sala. Ella no dice nada, regresa a preparar los sandwichs. Cuando la puerta se abre, también está desaliñado, despeinado y con dos zapatos distintos; así es él, no vino apurado. Esta vez los cuatro van hacia la habitación. La reacción de Fede es apretar fuerte tu brazo, luego hace lo mismo con el de todos.
– ¿Está muerto? – pregunta a Pedro.
– Sí.
– Supongo que no saben y no entienden nada.
– No.
– Yo tampoco, solo puedo pensar que esto es un sueño, todo esto es una mera ilusión creada por mi mente – dice.
– Pero entonces yo no existiría, porque yo también he pensado que todos ustedes son ilusiones.
– Es más bonito que pensar que tú eres una ilusión, o incluso que realmente estás muerto y eres un fantasma. ¿Verdad? – dice Fede.
– Pero yo sé que existo.
– En realidad no lo sabes, por eso estamos todos aquí. Pero supongo que ni el haberme hecho el amor te dice nada – dice Laura.
– Que existas o no existas, eso no depende de ti, Paco, depende de nosotros, seamos reales o no – dice Fede – no puedes saber nada por ti mismo, no puedes vivir si nosotros no estamos aquí.
– Deshagámonos del cuerpo – dice Pedro. Todos lo miramos atónitos – no sabemos qué pasa. Solo sé que el que está echado en la cama es un cadáver, y el que está aquí parado está científicamente vivo. El cuerpo empezará a apestar en algún tiempo. Aunque estés muerto, aunque seas un fantasma, un sueño o una ilusión, solo te queda seguir viviendo así. No ganarás nada descubriendo el porqué de esto.
Viendo salir a Pedro cargando un nuevo material para la facultada de medicina en su maletera, sabiendo que Laura se iba aún enamorada de ti y que Federico llegaría a casa aún más pensativo y fuera de este mundo que ante, supiste que al haber marcado el teléfono para llamar a Pedro, decidiste vivir.
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S/T por Luis Vargas

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Hoy ha muerto el último escritor maldito. No murió de sobredosis. No tenía ni una lata de cerveza en la sangre. Tampoco murió en una gresca en algún boîte de mala muerte. Menos aún se suicidó. Con decir que haber muerto de sida hubiera sido más digno para un maldito como este. Recién se sentaba en un café, en las mesas de la calle, cuando un carro embistió contra su mesa y lo hizo pedazos bajo sus llantas. Se podría decir que murió en un café, que por cuestión de minutos no murió escribiendo, pero no es suficiente. Tal vez, si hubiera muerto en Paris o Nueva York ese razonamiento hubiera podido ser aceptado, pero murió en un café de su natal Luisiana.
Qué difícil pensar en esto como cierto. Uno se pregunta cómo alguien, después de casi haber sido dado a luz en la barra de un antro, en un barrio de clase media baja, entre nueces, resina y filtros de cigarro, puede terminar así. Él lo contó muchas veces. Sus padres eran alcohólicos. El padre lo odiaba. No se sabe por qué, solo se sabe que lo hacía. Naturalmente lo molía a golpes, lo insultaba y como sucede con todo escritor maldito, se burlaba de sus cuentos y de sus poesías. Que su hijo fuera un homosexual que andaba por ahí escribiendo poemitas nublaba sus ojos y endurecía sus golpes. Con el pasar de los años le perdió el miedo a su padre. Hasta que finalmente fue lo suficientemente grande como para intimidarlo con una amenaza. Como era de esperar, se fue de casa al cuartucho más hediondo e infecto de la ciudad. Se dice que pasó su adolescencia metido en ese cuarto escribiendo y escribiendo. Nunca nadie supo cómo se mantenía. Algunos dicen que vendía, de vez en cuando, algunas rolas. Sus allegados siempre han desmentido tal cosa y afirman que hacía traducciones y pequeños artículos para revistas de tiraje muy reducido. No necesitaba más que para cigarros, tacos y alcohol. En el cuarto año de auto-exilio, logró publicar unos poemas y un par de cuentos en un periódico de relativa importancia con relativa frecuencia. Pronto, uno de esos académicos que les gusta etiquetar y decirle a la gente dónde va cada cosa, lo antologó. Como era el escritor más extraño e hijo de puta de los últimos años, su figura resaltó y se erigió como el abanderado de su generación, junto con otros dos o tres más. De ahí la historia es conocida. Fama, mujeres, mucho más alcohol, mucha más droga, idas y venidas al cuarto de emergencia, depresiones de artista maldito. En fin, veinte años de vida heroica. No se casó ni tuvo hijos. Los escritores malditos no suelen dejar descendientes, por suerte.
Todo para venir a morirse como uno más. Como cualquier otro perdedor que ha pasado por este mundo de mierda en donde todos mueren a manos de otros. De maldito, ya no tiene nada.

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S/T por Carlos Mevius

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Luego de una larga ceremonia, nada ostentosa ni célebre ni especial, sino más bien aburrida, por fin los restos del doctor fueron enterrados bajo el frío suelo. Muerto por tuberculosis, nunca llegó a terminar su obra, ni pudo dejar legado alguno que pudiera ser retomado por alguien más. Los únicos papeles que quedaron fueron enterrados con él bajo petición de su segunda madre, Angélica. Tanto ella como su otra madre, Gabriela, serían las únicas en recordarlo brevemente, y poco años después su nombre cayó en el olvido.

Sin embargo, fuera de terminar deshonrosamente, el doctor murió casi como vivió. Desde joven fue curioso sobre su entorno, comenzando por el hecho de que, a diferencia de otros jóvenes de su edad, él tenía dos madres y ningún padre. A Angélica la apodó su “segunda madre”, pero no por razones de preferencia sino por el simple y sencillo hecho de que no la veía tanto como a Gabriela, con quien pasaba cada momento desde que era un infante. Pero, a pesar del cariño que recibía, siempre se sintió vacío y huérfano, y no tenía otra familia más que ellas dos..
A la dulce edad de quince años se enamoró por primera vez, tal vez la única en su vida. El fuego era un fenómeno maravilloso, y le encantaba ver cómo cosas sencillas ardían. Primero papeles, restos de tela o ropa, periódicos, al poco tiempo un gato callejero saldría corriendo y chillando para detenerse pocos metros antes del río. El doctor, sin embargo, no entendió porqué los demás no veían aquello como él lo hacía, y tuvo que pasar hasta tres semanas en un reformatorio, recibiendo sermones y exorcismos por parte del sacerdote. Lo recordaría cuando tenía más de treinta años, justo antes de enfermarse, al ver en su derruido cuerpo las todavía palpables marcas de aquellos golpes y azotes por parte del sacerdote.
Fue, sin embargo, poco antes del accidente cuando empezó su obra. Estaba terminando la carrera de medicina y se quería especializar en el nuevo campo teórico, que involucraba toques incandescentes para rehabilitar miembros tullidos, cuando empezó a escribir. Escribió y escribió casi sin cesar, deteniéndose sólo para sus necesidades básicas y, lo inevitable, para seguir sus estudios. Escribió tanto que cuando se le acabó el papel empezó a escribir en paredes, pisos, muebles y a robarse los apuntes de compañeros para usar las hojas. Un conserje declaró incluso verlo usando papel higiénico, pero tales escritos nunca fueron encontrados. Fue aquello, finalmente, lo que lo llevó al accidente.
Intentando probar sus propias teorías, también a causa de la reputación que ganó por faltar clases, se incendió la mano derecha accidentalmente en un intento de revitalizarla, luego de más de veinte horas ininterrumpidas de escritura. Luego, esparciéndose por todo el empapelado que contenía su obra, toda la habitación y luego todo el edificio se incendió. Impresionantemente, el doctor salió con quemaduras menores, aunque sería poco después, en el hospital, donde contraería la tuberculosis.
Tanto Angélica como Gabriela se sorprendieron, meses después de la muerte del doctor, de que el viejo sacerdote también había muerto durante el incendio, debido a una visita de cortesía que lo tuvo ahí ese día. La segunda no lo tomó tan mal como la primera, quien recordó su encuentro, muchos años atrás, cuando joven: aquel pobre hombre tenía un extraño interés por el poder sanador del fuego, que decía santificaba y purgaba el espíritu del mal. Sin embargo, su discurso no le impidió dejar su semilla en aquella pobre chica que, asustada, regresó donde su prima, ambas huérfanas, para decirle que había sido violada contra su voluntad. Nunca revelando la identidad del padre, cargó con su hijo y mostró, finalmente, una incompetencia que llevó a Gabriela a tomar el cargo de madre. Sigue leyendo

S/T por Diego Cebreros

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Lo primero que recuerdo es que, de niña, solía jugar con el tamborcito den-den de mi madre. Yo tenía 5 años en 1921 y todavía no empezaba la escuela. Por eso, mis padres trataban de educarme siempre que tenían tiempo. Por ejemplo, me enseñaron los números mientras daban el cambio a los clientes de la tienda o, en la noche, me enseñaban las letras, ya sea en español o en japonés. Yo vivía con mis padres y mis dos hermanos en Lince y, cuando entré al colegio, también les enseñaba a ellos. Por ese entonces, las clases eran en el centro y debía ir con mi madre, luego trasladaron el Lima Nikko a Jesús María y podía ir sola. Tenía 10 más o menos.
Era muy traviesa. Solía coger algunos dulces del aparador hasta que mis padres me descubrieron. Yo siempre me los llevaba hasta mi cuarto, en el segundo piso, pero esa vez me quede escondida debajo del mostrador. Cuando mi madre llegó, tuvo que solapar su ira hasta que un cliente terminara de comprar. Cuando se fue, yo quise irme con él.
En el colegio debía ser más tranquila. Todas las clases se impartían en japonés y la mayoría de mis amigos no hablaba español. El programa curricular era el del ministerio japonés, por lo que eran muy estrictos con nosotros. Si no nos comportábamos, había un cuarto oscuro en el que nos encerraban. En casa sí sabíamos español. Mi padre decía que era importante, y que en lo posible lo hablara más que el japonés. Yo lo hacía con mis amigos del barrio, y más adelante con los amigos de mis hermanos. A mi madre no le gustaba que me juntara con ellos, pero mi padre no tenía problemas. Jugábamos canicas en la acera, porque en ese entonces no había pistas; y a veces mis amigos nos defendían porque venían otros y nos las quitaban. Una vez, mi tamborcito den-den se rompió. Uno de mis amigos del barrio lo quiso ver y, sin querer, rompió uno de los cordones. Mi madre se enojo muchísimo, dijo que siempre nos tratarían así.
Después de la escuela, trabaje en la bodega un tiempo. Terminaban los años 20 y tendría unos 13 o 14 años. Todos los días, ayudaba a atender a los clientes, les daba el cambio y, al medio día, iba a recoger a mis hermanos. Ellos estudiaban en el Jishuryo, que estaba en Lince, así que se me hacia más fácil ir por ellos. En ese entonces, recuerdo haber visto en la calle a un mendigo que rebuscaba en la basura. Siempre se aparecía los martes, y se quedaba mirando la tienda. Después de unos minutos se marchaba, y regresaba el siguiente martes. Un día, se apareció cuando debía ir por mis hermanos, así que espere a que se vaya para seguirlo. Detrás de él, vi que anotaba algo en una libreta de apuntes. Después doblo en una esquina y nunca lo volví a ver. Luego me enteraría que se trataba de agentes del FBI de EE.UU.
Unos años después, el negocio había avanzado y mis padres pensaron que sería buena idea manejar un segundo local. Era 1932. Después de la tienda, regresé a la escuela para acabar la secundaria. Fue en ese tiempo que me di cuenta de que la gente nos trataba distinto. Mejor dicho, fue en ese tiempo en que empecé a preguntarme por todas las cosas que había visto, y que veía. Un día, al tomar el tren, me senté frente a un par de señoras. Recuerdo escuchar que una decía: “en Estados Unidos. se sientan de un lado, y los demás del otro”. Cuando me baje, aun debía caminar unas cuadras hasta mi casa. En el camino, veía que un japonés discutía con un hombre alto. Yo seguí caminando hasta mi casa. Ese día no quise atender en el mostrador.
Recuerdo también que, a veces, llegaba el hijo de la señora de al lado. Era muy guapo, tenía el cabello ligeramente más largo que el resto y se peinaba hacia atrás para que no le de en los ojos, pero debajo de este era igual, afeitado y muy limpio. A veces venía con sus amigos a tomar gaseosas, pero otras veces llegaba solo, y siempre trataba de verlo. Un día bajé, con una chompa azul que en ese tiempo era muy llamativa. Cuando lo vi, quise quitármela, pero ya estaba frente a él así que solo lo atendí. A veces se quedaba a conversar pero ese día no quería que me viera con mi chompa. Después se fue. Mis hermanos siempre me molestaban con el chico, pero ese día no estaba de humor para soportarlos. Subí a mi cuarto y guarde la chompa en el armario, sobre un montón de ropa. Al día siguiente, el chico vino en la tarde. Me dio un ganchito para el cabello, del mismo color que mi chompa. Yo me lo puse de inmediato y desde ahí solo me lo sacaba para bañarme. Luego le dije a mi madre que me hiciera otra chompa del mismo color. No le dije por qué, pues se podía enojar, pero igual la hizo y me la puse en mi cumpleaños.
Por ese entonces, circulaba la noticia de que una hija de japoneses se había fugado con su enamorado, que era peruano. Sus padres se habían opuesto porque ya tenían arreglado con un nisei, hijo de panaderos. Por eso, mi madre pensó que ya era tiempo de buscarme un marido. Yo solo me había fijado en el chico de al lado, pero sabía que mi madre nunca lo aprobaría, así que trate de olvidarme de él. Un día, el chico llegó. Dijo que se iría a vivir a la Argentina, porque sus padres no hacían mucho dinero aquí. Yo me puse muy triste y le dije que me daba pena. Luego, llegó mi madre y le pregunto qué quería. Al final el chico se fue, y yo quise irme con él.
Todo eso paso antes de los saqueos. Yo tenía 19 años en 1940. En la tienda solo estábamos mis padres y yo, y mis hermanos estaban en el colegio. Un señor entró a la tienda. Dijo que venía del centro y que había visto cómo atacaban los puestos de los japoneses. Después pidió una gaseosa y se fue, mientras que mi padre se iba a recoger a mis hermanos. Mi madre y yo cerramos la tienda y los esperamos mientras hacíamos el almuerzo. Por ese entonces, solo la gente adinerada tenia radios, así que no había forma de enterarnos de lo que ocurría más que por los gritos en la calle. Yo subí a mi cuarto, a ver si llegaban mientras se hacia el arroz. Me asome por la ventana pero no vi nada, todo estaba tranquilo. Después tocaron fuerte en la puerta. Era mi padre con mis hermanos. Estaba muy agitado y tuvo que recostarse un momento antes de decirnos lo que pasó. En el almuerzo dijo que, mientras caminaba, no sabía como iba a hacer para sacar a mis hermanos, o que iba a ser de los demás alumnos. Cuando llego, se encontró con otros padres que también habían ido a recoger a sus hijos. Cuando salieron, no se encontraron con ningún manifestante, pero al día siguiente nos enteraríamos de que el colegio había sido atacado en la noche.
Y luego vino lo de las deportaciones. Se hizo común escuchar palabras como “listas negras” o “potencialmente peligrosos”. Yo y mis hermanos éramos, legalmente, peruanos. Pero mis padres y, en especial mi madre, continuaban siendo japoneses. De todas formas, a todos nos deportaron, legales o no. A mi padre lo mandaron a Talara, y luego se reuniría con nosotros en el campo de concentración, en Texas. Nosotros fuimos en barco, a Panamá, y luego a Estados Unidos.
En el campo, si bien no podíamos salir, podíamos hacer lo que deseáramos. Cuando llegamos, los demás japoneses nos recibieron cantando. Los americanos no sabían que decían, pero nos daban esperanzas y decían que todo saldría bien. El campo era enorme, cercado con alambre de púas y torres de vigilancia cada 50 metros. Ahí pase cerca de 4 años, hasta que en el 44 lo cerraron. Yo y mis hermanos hicimos muchos amigos, de Hawái o de Estados Unidos. Hasta ahora tenemos contacto y nos reunimos en ocasiones. Gracias a ellos es que vivimos un tiempo en Nevada, porque el gobierno peruano no quería que regresáramos. Felizmente que no teníamos familia en Perú, pero aun así extrañaba a mis antiguos amigos. Fue en Nevada que escuchamos lo de la bomba atómica, del fin de la guerra y, en ocasiones, de lo que ocurría en el Perú. Después de años, en el 57, pudimos regresar. Mis hermanos ya estaban grandes, y tenían sus negocios, aunque fue muy difícil. Yo no me casé. Mi madre había arreglado con muchos japoneses, pero no quise casarme. Ya iba a cumplir 40 años cuando por fin pudimos regresar. De los miles que enviaron, regresaron menos de 100.
Más adelante, el gobierno entregaría el terreno de lo que ahora es la Asociación Estadio La Unión, donde trabajamos un tiempo. Mi padre había muerto de una enfermedad a los pulmones y ahora mis hermanos administraban la tienda, junto con otros negocios. Después de eso, vivimos sin sobresaltos, excepto por el golpe de estado a Belaunde en 1968.
Ahora vivo tranquila con la familia de mis hermanos. Son tiempos difíciles, pero siempre hemos sabido ir hacia adelante. Tengo la seguridad de que todo marchara bien,
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‘MM Hare & Burke, asesinos’ de Marcel Shwob

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burke and hare

El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher: juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo Burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores. […]

Marcel Schwob (1867-1905), escritor francés a quien se deben libros tan imaginativos y singulares como Doble corazón, Mimos y sus memorables Vidas imaginarias, incitó en el joven Jorge Luis Borges el gusto por la escritura, según lo declaró alguna vez el viejo maestro. La biografía imaginaria de “MM Burke & Hare. Asesinos” incita ahora a los talleristas a construir vidas ficticias que revelen la mirada propia de cada cual. Como sucedió en el ejercicio anterior, selecciono los trabajos que me han parecido peculiarmente signficativos. Sigue leyendo

‘La mariposa camaleón’ por Bruno Doig

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La mariposa camaleón es, de todas, la más interesante. Viaja aleteando por todos los parajes posibles, buscando el color más hermoso para copiarlo. Intenta desde el verde de las hojas y el bermellón de las rosas, hasta complicadas combinaciones que toma de los museos de arte. Siempre busca llamar la atención lo más que puede. Solo sabe que ha conseguido su cometido cuando algún pajarillo se da cuenta de ella y se la come, por fin, feliz. Sigue leyendo