Archivo de la categoría: 2009-1

S/T por José Antonio Perezwicht

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Ay Meche, tú siempre me haces divagar entre recuerdos, cómo te gusta esto de volver al pasado, y tú sabes que por mi todo re lindo, pero la cosa se pone fea cuando volvemos a ese día, pero qué se le va a hacer querida, hay cosas que nos persiguen, a ti, a mí y a todas las demás.
Que cosa tan terrible esta de remontarnos 30 años atrás, que vieja me siento. Sí querida, sí, el botox ayuda, pero ni con todo el botox del mundo te volverá a entrar esa faldita, esa misma, la que usaste ese día. Cómo les gustaba a las monjas esas del colegio mandarnos a esos lugarcitos perdidos en la punta del cerro. Tu madre, la devotísima Carmelita de Forga pensó que sería buena idea mandarte a Cusco con las monjas para que, según ella, aprendieras un poco sobre la realidad del Perú. Lo peor fue que habló con mi madre y me arrastraste contigo hasta… ¿Cómo se llamaba? Ah sí, cierto, Urubamba. Fuimos diez villamarianas acompañadas de tres monjas a ese lugar para aprender sobre la paupérrima realidad peruana. Ay Meche, ni siquiera fuimos a Machu Picchu a conocer gringos guapísimos. A Urubamba nos llevaron estas monjas pesadas. Pero eso a ti no te importaba, ¿no es cierto, querida?, tú seguías pensando en Juan Carlos Miró Quesada y, en lo personal, yo ya escuchaba las campanas del matrimonio al igual que tu madre, qué pena que no duró mucho, pero aún recuerdo la primera vez que te invitó a salir. Me llamaste emocionadísima a contarme de tu paseo por el malecón de Miraflores, él te había llevado a caminar y a ver el sunset, sí, muy romántico Mechita, pero no caíste a sus pies hasta que fueron a jugar tenis al club y te dejó ganar, ay Meche para qué te dejó ganar… Fue ahí cuando te enamoraste, y déjame decirte que de un partidazo. Como dije, qué pena que duró poco, por lo menos no la primera vez, creo que fuiste muy fácil y él se aburrió. Perdonarás la honestidad querida, pero tú sabes que es la verdad, y que yo no tengo pelos en la lengua, ni siquiera para estos dramas.
Bueno, al business querida. La cosa es que en el viaje tú llorabas por él, que luego de dejarte había empezado a salir con Eloísa Standford. Y en verdad, qué regia que era, una muñequita de porcelana, una Nicole Kidman de la época, y no es que nosotras no tengamos lo nuestro, Mechita, porque también somos descendientes de inmigrantes extranjeros y nuestras facciones definitivamente no son de este país, pero lamentablemente por un lado o por el otro, y aunque lo neguemos a diestra y siniestra, ya tenemos el gen alpaca corriendo por las venas. Eloísa, en cambio, segunda generación de inmigrantes ingleses, no tenía nada de eso. Te daba rabia que ella también viajara y que encima de eso la hubieran colocado en nuestra misma habitación, pero luego de varias lágrimas y de decirte que de tanto llorar te arrugarías, me acuerdo clarísimo Mechita que tu me dijiste: “Ay Clari, yo voy a mantener la fiesta en paz con la beauty esta, tu relax”. Así que yo me relajé pues querida, tal como me lo pediste, y tú manejaste la situación como toda una lady, como toda una Forga, por lo menos al principio.
¿Te acuerdas de los primeros días, Meche? Hay que fastidio eso de caminar con las monjas por ese pueblucho entre puro indi. Ay, Mechita, no te hagas la que no me entiendes, indígenas e indigentes pues querida, qué más va a ser. Bueno, tú caminabas con todo el optimismo del mundo pensando que aunque sea así adelgazarías un poquito, mientras charlabas de lo lindo con Eloísa. ¿De qué? Qué voy a saber yo, Mechita, si tú no te acuerdas, menos yo, solo recuerdo que andabas preocupada por tus medidas porque en esos tiempos no había Herbalife, y que fue después de esa caminata horrorosa que viniste con la idea de escaparnos del hotel al atardecer para irnos a bañar al río. Ay, Meche, si yo hubiera sabido de la desgracia que nos esperaba, y de la cruz que dicha aventura nos obligaría a cargar por el resto de nuestras vidas… Y eso que al principio yo puse mi cara de “No way”, no había forma de que yo me bañara en el río, que hubiera dicho tu padre si se enteraba que una Forga se estuvo bañando en el río Urubamba, te desheredaba querida, te lo aseguro. Aunque después del suceso igual se enteró, pero fue el desenlace lo que acaparó mucho más su atención. No negarás que ustedes me presionaron, ay Meche, no me hago la víctima pero es cierto, yo estaba deseosa de un hotel cinco estrellas, no de una tarde en el río asqueroso ese, pero su insistencia me convenció. Cómo te gustaba eso de ser aventurera, siempre me dijiste que por ser comodona y floja me perdería de grandes cosas en la vida. Pero créeme Meche, me hubiera gustado perderme de esa experiencia.
Yo me quede dormida porque estaba agotada después de una de esas pesadísimas caminatas que tú tanto disfrutabas, mientras Eloisa y tú planeaban el escape. Me despertaste cuando las monjas se metieron a su cuarto y salimos del hotel cuando aún el día estaba claro. Por suerte, el hotel estaba cerca del río, y pudimos llegar antes de que oscureciera. Meche, tonta, tu misma dijiste que el clima estaba helado, que te recordaba a esos días que pasaste en Aspen con tus padres y que de ninguna manera te meterías al agua con ese frío. Sí Mechita, sí, ya me has contado que a Eloísa le preocupaba más la agresividad del río que el clima, pero de ese comentario no doy fe, porque sinceramente querida, no me acuerdo. Lo que si recuerdo es que unos alpachinos, mezcla de alpaca con chino, que abundan en este país, nos empezaron a silbar. Yo no soporté y me fui a sentar a unos veinte pasos, a la sombra de un árbol y las dejé al lado del río conversando. No se que habrán estado hablando con Eloísa, porque nunca has querido contármelo querida, y cómo habrán llegado al tema de Juan Carlos que empezaron a discutir. Yo no me acerqué porque en pelea de blondas una no se debe meter, esas son las peores. Y fue entonces, Mechita, al son de la primera lágrima que resbaló por tu mejilla que la empujaste. Sí querida, empujaste a Eloísa Stanford al río.
El arrepentimiento te agarró rápido porque empezaste a gritar para que te ayudara, pero el río era tan fuerte que ya se la había llevado. Ay, Meche, los alpachinos esos la buscaron por todas partes pero no la encontraron. Tú me abrazaste llorando y me susurraste entre mocos un por favor al oído, ese por favor escondía un pacto de silencio, que yo te juro Meche, no he roto. Aunque confieso que al comienzo me costó guardar silencio en los días inmediatos a la tragedia y seguir hablando del resbalón que nunca ocurrió. Pero, a pesar de todo, ni creas querida que para mi ha sido tan difícil. En esta ciudad hay que aprender a callar muchas cosas. Pero sinceramente, yo no se como tú puedes dormir todas las noches, porque aunque sea yo callo lo que vi, pero tú callas lo que hiciste. Será por eso que te gusta llevarme a esos tiempos y que te cuente la historia tantas veces, lo tomarás como tu sentencia supongo, o te servirá de alivio poder hablar con alguien del tema, qué se yo. Sólo no te olvides Mechita, que aunque a veces me digas lo contrario, esta es tu historia, no la mía. Esta es tu historia y la de la pobre Eloísa Standford tragada por el río. Bueno querida, ya, tranquila, ya pasó, no llores. Toma este clínex y límpiate las lágrimas, que Juan Carlos está por pasarte a recoger.
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‘Discusiones familiares’ por Martín Palomino

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La maté y la descuarticé. Soy malo, peor que Robert Hansen, ese que cazaba prostitutas, e incluso peor que Jesse Pomeroy que de chiquillo torturaba gatitos. Soy malo, malo y feo aunque mi mamá dice que mi belleza es interna y eso a veces me hace sentir bien. Lastima que ya no pueda hablar con mamá, a menos que su cabeza pueda hablar sin necesidad de un cuerpo. No quería matarla, no, pero fue su culpa, ella me obligó a hacerlo y yo soy malo, no pude evitarlo. Fue todo culpa tuya mamá y ahora cada vez que voy a dormir veo tu cabeza en la caja que guardo al lado de mi cama. Eras fea, seguro lo heredé de ti así que está bien que hayas muerto, además me mentías y nunca me perdonaste que empalara a papá. No quería matarte, mamá, pero todo fue culpa tuya.

De chiquito me contabas esas historias tan feas y cada vez que papá venía a golpearte me metías debajo de la cama para que no viera nada. Igual yo me salía de debajo de la cama y veía todo; papá te golpeaba, te lanzaba contra las paredes, yo sé que a ti no te gustaba porque llorabas, por eso nunca entendí por qué lloraste cuando lo maté. Me acuerdo que le amarré una soga al cuello mientras dormía y luego lo clave en un palo en el patio porque me gustaba cómo se veía su cara. Tenía una mueca algo extraña, parecía como si estuviera durmiendo tranquilamente y al mismo tiempo estuviese preocupado. Me gustaba tanto que decidí que de ahora en adelante ese sería mi nuevo rostro. No quisiste ayudarme mamá, nunca me apoyaste y tuve que sacarle la cara a papá yo solito. Tú no hacías más que llorar cada vez que yo me sentaba en la mesa utilizando mi nueva máscara. Pensé que te gustaría que yo fuese como papá, por eso comencé a fingir la voz y te golpeaba. Fue todo culpa tuya mamá, nada de esto hubiera acabado así de no ser por ti.

Tú sabes que soy feo y que por eso no hay espejos en la casa. También sabes que usaba esa máscara para que nadie me viera, soy muy feo y además podían reconocerme. Nunca me dijiste nada de las primeras personas que lleve a la casa. Te quedabas callada, mirando como las cortaba poco a poco. Seguramente recordabas a mi papá golpeándote mientras me veías. Era rico, y era mucho más rico escucharlas gritar mientras sonaba el viejito ese del disco que encontré en el bolsillo de uno de ellos, Beethoven o como quiera que se llamase. Todo estaba tan bien mientras te mantenías callada mirándome, y el día que intentaste hacer algo tuve que terminar contigo.

Era bonita, a ti también te lo parecía; lo noté cuando me di cuenta que no podías dejar de mirarla. Planeé hacer lo mismo de siempre, recostarla en la mesa y comenzar a deslizar el cuchillo por sus piernas para sacar rebanadas. Olía rico, seguro a ti también te gustó eso, su piel era suave y el cuchillo parecía estar cortando mantequilla. Oírla gritar fue una delicia, sus gritos se mezclaban perfectamente con los de Beethoven. No pude mamá, tenía que hacerlo, uno es hombre y tiene necesidades, iba a hacerla mía. Ya había decidido sacarme la máscara, soy feo pero quería que ella me viese. Fue un error, en ese momento entendí que lo que hacía que no me detuvieras era el recuerdo de papá, ver su rostro te producía una especie de miedo que no te permitía enfrentarme.

Me golpeaste por detrás, forcejeamos durante un tiempo. Mamá, mamá, hubiera sido mejor si no hubieras hecho nada. Tuve que matarte, ya te dije que fue tu culpa, yo no hice más que cerrar los ojos y comenzar a mover de un lado a otro el cuchillo, cuando los volví a abrir ya no tenías cabeza. Mamá, yo te quería a pesar de lo fea que eras, por eso guardo tu cabeza en una caja. Fue todo culpa tuya mamá, nunca debiste contarme esas historias tan feas ni esconderme debajo de la cama. Ahora tendré que salir a buscar a aquella chica para terminar el trabajo, ella ha sido la única en ver mi cara y seguramente la recuerda; corro peligro.
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S/T por Luis Vargas

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Éramos jóvenes y acabábamos de descubrir, emocionados y seguramente un poco tarde, las turbulencias inconstantes del sexo. Este, junto con la marihuana y el alcohol, que ya las gozábamos desde un par de años atrás, nos nublaba de placer, nos sumía en los abismos más deliciosos en los que algún hombre ha podido alguna vez caer. El arte llenaba nuestros pulmones y solo buscábamos crear. La felicidad. El ron, la hierba, el sexo, arte, los bares resinosos y apestosos, los cafés de media luz con azúcar rubia, las pipas de hueso, los culos y libros y malecones, las tetas, el falso tabaco francés del flaco y el olor a sal de mar, que se confunde con toda la mierda que tiran en él, que hoy tanto añoramos. Si existe la felicidad eso debe, tiene, que haber sido lo más cerca que hemos estado a ella. Fue tan bueno que, incluso, llegamos a pensar que tal vez no acabaría nunca, que tal vez la marihuana y la embriaguez mantendría al mundo alejado, incapaz de devorarnos pues nosotros solo pertenecíamos al arte en persecución del hedonismo, y de ella viviríamos puros, auténticos, libres. Por ella era que luchábamos en aquellas interminables noches de malecón contra la política, contra el maldito dinero que siempre era poco, contra el perreo y contra el chino malnacido de la bodega que se hace el cojudo y no quiere vender alcohol después de las once. Pero, sobre todo, luchábamos contra aquellas putitas en minifalda que pasaban apresuradas sobre sus tacos de aguja, muertas de frío, desesperadas por no quedarse afuera de la discoteca que las esperaba, como todos los sábados, inamovible y relampagueante, dos cuadras más abajo. Las odiábamos y despreciábamos. Decíamos que eran unas putas, unas pobres estúpidas que ni siquiera saben en que país viven, que abren la boca para quejarse, pedir ropa, llorar, para todo menos para hacer el oral y nos reíamos, y escondíamos nuestras gigantescas erecciones mientras nos preguntábamos, con resignación, si alguna de esas chicas nos miraría, siquiera, alguna vez. El flaco siempre nos decía que no escupiéramos al cielo, que todas nuestras amigas iban a esas mismas discotecas, nos apostaba a que eran de su mismo colegio o por lo menos las conocían, el hecho de que se vistan raro y fumen con nosotros no quitaba que sean, en parte, como ellas, que, además, a nosotros una chola futura nobel de literatura nos importaba un carajo, y que, y con esto nos daba la estocada final, debíamos aceptar alguna vez que nosotros pertenecíamos, de alguna forma, a ese mundo, que también nos gustaba. Todo se quedaba en silencio y el flaco, al ver nuestras caras aún no convencidas, nos decía que si pues, que nosotros no éramos cholos, menos el cholo, ni feos hasta el culo, ni misios sin un cobre y que si pues, todas nuestras amigas son bonitas y de colegios bien por las cuales nos arrechamos cada vez que las vemos. Siempre he creído que si no fuera por esas putas, nuestra felicidad nunca hubiera terminado. Tal vez y nunca nos hubiéramos dado cuenta de nuestras vidas reales sino fuera por ellas. Era en esos momentos cuando todo lo que habíamos construido para nosotros en aquellas noches, para blindarnos del mundo al que queríamos y no queríamos pertenecer, al cual odiábamos y amábamos, que nos aprisionaba pero a la vez nos drogaba y deleitaba, parecía derrumbarse en un segundo. Nos llenaba de impotencia, nos crecía un agujero inmenso en el estomago que parecía devorar todos nuestros órganos y que acababa con todo el líquido en nuestras gargantas. Nos dolía sin importar cuan ebrios o drogados estuviéramos. Odiábamos al flaco por siempre venir con esas huevadas. A veces se daba cuenta y nos trataba de hacer olvidar sus palabras con bromas estúpidas y nos ofrecía de la maldi. Nosotros ya no queríamos y simplemente nos íbamos a comer un pan por ahí y nada más. A casa, sintiéndonos los animales más sucios y patéticos de esta parte de la ciudad, que ya es decir mucho. Sigue leyendo

‘El camarada Evaristo’ por María Pía Ríos

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Todavía me acuerdo cuando el niño Joaquín venía corriendo patacalata, feliz pues el niño, a decirme que la María le había enseñado a contar en quechua; “Uc, Iskay, Kimsa, Tawa…” Y seguía, pues, hasta el Iskay chunka. O sino cuando caminábamos por el jardín y señalaba al cielo y decía “Anqas” o al pasto y decía “Qomer”.

Travieso era el niño. ¡Cómo hacía gritar a la María y a su mamacita! Siempre lo llevábamos al mercado porque se pegaba a mi pierna y me decía “Don Evaristo, por favorcito, llévame a pasear contigo y la María” y siempre aprovechaba el descuido de la chismosa esa que conversaba con su prima la frutera, su prima carnicera, su primo de los pescados, con todos los primos del mercado, para meterse entre los puestos y reírse de la chola que como loca lo paraba buscando. ¡Ay! Y a su mamita, como le gustaba al niño recoger los ratoncitos del jardín y ponerlos en el baño cuando la señora Catalina se iba a bañarse.

A Don Miguel no le quería mucho el pobrecito, ¡Cuántas veces vino con su potito rojo de tanto pegarle! Al patrón no le gustaba que su hijito pare con los serranos por que se le pegaban sus pulgas decía. Pero qué se quejaba el patrón si el niño Joaquín era más nuestro hijo que el de él y la señora Catalina que se paseaban por todo sitio dejándonos solos con la wawa. Que si aprendió el quechua y nos decía papacho y mamacha a mí y a la María no debía parecerles raro. ¡Chistoso era ver al gringuito chakchando su coca como la Teodora le enseñó! Y ya más grandecito nunca se avergonzó de llevar a sus amigos del colegio lleno de curas a la cocina para que conozcan a su papacho Evaristo porque la María se escondía cuando venían todos esos rubiecitos, se avergonzaba la chola.

No le duraban mucho los amigos al niño, más crecía y menos amigos tenía. Sólo ese cholito que habían becado los curas, su amigo el Julio que nunca fue a la casa porque el niño Joaquín ya estaba grande y entendía que a su pobre mamita, la señora Catalina, le daría un achaque de verlo entrar nomás por la puerta. ¡Ay niño, si yo hubiera visto que el joven Julio tenía al diablo adentro! Tanto que estudiaban, tanto que se reunían a escondidas y yo pensaba que era buenito el joven.

Creo que era el año 82 cuando Don Miguel botó al niño de la casa. El y la señora Catalina querían que el niño vaya a algún lugar lejos para que estudie algo que te haga ganar mucha plata y no me acuerdo qué era. Cuando Don Miguel escuchó San Marcos ya había levantado su mano y cuando el niño dijo “sociología” yo ya pensaba que Don Miguel le iba a meter un manazo pero solo le dijo “lárgate”. Yo escuchaba en la cocina con la María; escuchamos como el niño subió a su cuarto de él sin decir nada y después de poco tiempo bajó con una maletita chiquita, como si ya hubiera sabido todo lo que iba a pasar el niño. Entró a despedirse y hablamos en quechua para que nadie nos entienda por si acaso. Nos dijo que iba a visitarnos y que desde ese momento iba a luchar para acabar con las personas como sus papás. Ni yo ni la chola de la María entendimos que nos decía el niño, solo quedamos que aquisito nomá, en el parque de la esquina nos íbamos a reunir los miércoles.

Así empezaron las visitas pues, todos los miércoles salíamos al parque con la María a escondidas y uno no se da cuenta, ¿no?, que el niño cada vez estaba más flaco y con más pelos en la cara. Nos enseñó a leer y a escribir por esos tiempos y nos explicaba todas esas cosas raras que pasaban en el Perú, porque tú sabes que yo y la María solo sabíamos que teníamos que ir con cuidado en las calles. No nos asustamos porque el niño nos prometió que todo estaría bien. Cada vez nos venía visitar menos y un día se despidió. Nos dijo que tenía una obligación con sus compañeros de la sierra y yo sentía que era malo, veía en sus ojitos que tenía pena de irse.

No supimos más del niño, por un tiempo. Los señores Strauss me botaron de su casa, me decían que yo le había metido ideas raras al Joaquín y no querían que contaminara su casa. Yo estaba caminando para llegar a la empresa donde trabajo como wachiman desde hace como 20 años cuando vi la foto del niño y otras 4 personas en un periódico que ya no recuerdo su nombre. No me importó ver las letras grandes, le di las moneditas al chiquito que me dio el periódico y fui de frente a la página 3; “4 terroristas entre ellos el “Camarada Evaristo”, importante líder senderista aún no identificado, cayeron en una emboscada realizada por el ejército….”
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‘El Ojo Silva’ por Roberto Bolaño

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Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.

Nunca se termina de destacar la importancia de la voz narrativa en la constitución de un cuento. Esta dota al relato de una determinada amplitud cognitiva y de una idiosincrasia singular, en un rango de amplitud que va desde la omnisciencia hasta el testimonio de carácter meramente conductista. En esta ocasión los talleristas fueron convocados a asumir la narración en primera persona pero fingiendo ser un cualquiera, pero al que conocen al detalle, quizá alguien tan peculiar como quien narra el cuento “El Ojo Silva”, perteneciente al libro Putas asesinas, del nunca suficientemente llorado Roberto Bolaño. El desafío movilizó las interesantes voces narrativas que aparecen a continuación Sigue leyendo

S/T por Martín Palomino

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“[…] la muerte, que es celosa y es mujer,
se encaprichó con él
y lo llevó a dormir siempre con ella.”
Fito Páez – Flores en su entierro.

13 de Octubre de 1998

El piso es frío, la poca luz que dejan pasar los barrotes me permite ver la blancura de mi piel, no me he bronceado en meses. No soy más que un fantasma de lo que alguna vez fui, no me reconocerías en lo absoluto. ¿Quién diría que el haberte conocido me llevaría a esto? No sabes cómo se vive aquí, es una jungla, una lucha por la supervivencia y el honor, y el mío ya fue vulnerado. Aún recuerdo cuando me llamaste para decirme que te había matado; fue un error no comprenderlo antes.

Eras hermosa y yo tenía problemas con mi esposa, mala combinación. Tus piernas bien encajadas en aquella diminuta minifalda, tu cintura que podría rodear tres veces con mi brazo si quisiera; tenías que ser mía. No sentía nada especial por ti, nunca lo sentí; era tan sólo que tu cuerpo parecía combinar tan bien con las sábanas de un hotel. Me acerqué a ti con un montón de libros y tú inmediatamente notaste los de Nietzsche, pensé que eras culta, luego caí en cuenta de que no era más que un espejismo; tu ignorancia era grande, pero no me importaría mientras tus caderas lo fueran más; me sonreíste, te sonreí y lo siguiente que recuerdo es tu cuerpo chocando contra el mío en una habitación extraña para ambos. No sé como ocurrió, no puedo llamarlo amor a primera vista, nunca te amé y te lo quiero dejar bien claro ahora que estás muerta. No hubiera podido enamorarme de una chiquilla como tú y mucho menos amarla.

Ana, Anita, yo te lo advertí: “Soy un coleccionista de polvos, un aventajado adicto al viagra” hasta te dije que era el Cuco en persona. Tú decidiste seguir adelante, tal vez porque fui tu primer hombre, craso error. Mi error, quizá el más grave, consistió en permitir que ocurriera más de una vez. Aquel viaje de negocios por una semana a Bávaro nunca debió existir, pero así soy yo, un monstruo devorador de mujeres que había encontrado a una que quería ser devorada. Aún no sé cómo mi esposa pudo creer aquello del viaje de negocios; es tan ingenua. A pesar de que los años han hecho efecto en ella me atrevería a llamarla linda; aunque sus piernas, sus piernas ya no son lo que eran. Ni punto de comparación con las tuyas, ¿ya te dije que me gustaban tus piernas? “Abre el Arco del Triunfo que aquí viene Napoleón,” me gustaba decirte. Eran tonterías sin sentido, pero te excitaban. No, nunca te amé y ya sal de mi cabeza y deja de preguntármelo. Todos los muertos son buenos, dicen. Te tengo una noticia, tú no. Tú, además de meterte en mi cabeza y preguntarme día y noche si te amé, me metiste aquí.

Ya vienen por mí de nuevo, aún no puedo sentarme desde la última vez; Me gustaría tener mi pistola, creo que la perdí en nuestro viaje a Bávaro. Bueno, eso ya no importa, creo que está empezando a gustarme.

***

Carta encontrada durante algún momento en Marzo de 2002

Arturito, Arturito, nunca debiste intentar cortar conmigo. Me gustaste desde que te vi entrar ese día a la biblioteca con un montón de libros que sólo me hicieron sonreír por sus nombres raros. Tú si que no andabas con rodeos, nos fuimos directo a la cama. Yo sé que pensaste que era virgen, pero lamento informarte que no lo era. Aquel día estaba cerca la visita de Andrés, el del mes, y las cosas simplemente ocurrieron. Mi mamá siempre me dijo que una chica decente pierde la virginidad con su enamorado, E-N-A-M-O-R-A-D-O y no pues, tú no lo eras y otro ya lo había sido antes, además, yo soy sobre todo una chica decente Arturito. Aún así no creo que llegues a enterarte hasta que alguien encuentre esta carta entre mis libros de la Universidad y para entonces ya tendrás tus buenos años en la cárcel.

Arturito, Arturito, te creías el muy buen amante y no eras nada sin la pastillita esa. Encima te gustaba gritar tonterías, te creías Napoleón, por lo chiquito seguro porque de Emperador no tenías nadita; me hacías reír y creo que confundías eso con excitación. Pero eras guapo, ¿para qué negarlo?, ibas al gimnasio, te teñías el cabello y sobre todo tenías plata. ¿Acaso me habrían podido llevar a Bávaro los muertos de hambre de Juan y Manuel?, par de mocosos que me flirteaban en la Universidad, por eso nunca les di bola y siempre te insistía en que dejaras a tu esposa; aj, tu esposa, es bien feita la pobre. Bueno, no puedo negar que de joven debe haber sido simpática y me cayó súper súper bien cuando hablé con ella por teléfono. Uy, si, nunca te lo dije, la llamé para contarle todo sobre nosotros, te llamó de todo, no creo que ella te vaya a ser de mucha ayuda en el juicio.

Vayamos al grano Arturo. ¿Recuerdas cuantas veces me dijiste que creías haber perdido tu pistola en el viaje a Bávaro? Pues, ¡Surprise! La tengo yo. En realidad, para cuando leas esto ya no porque voy a estar bien muerta. No es nada personal, en serio querido, es sólo que me rompiste el corazón y que según mi psicólogo desarrolle una especie de trastorno obsesivo compulsivo hacia ti. Creo que puede traducirse a un “Eres mío o no eres de nadie”. Bueno, al grano. Me voy a matar, o me vas a matar. Ya te llamé para contártelo, pero creo que no lo entendiste. Te lo explico para sentirme profesora de Colegio (tú sabes como me gustaba eso), es simple, tu arma dispara, mis sesos vuelan y tú terminas en la cárcel pagando el cortar conmigo y dejarme sola. Soy toda una villana sexy ¿no? Como esa de le película que vimos ¿Cómo se llamaba? La que cruza las piernas pues, Bajos Instintos creo, ya ya, no importa. No creo tener nada más que decirte Arturito, así que me voy despidiendo.

XOXO

Ana

PS: ¿Me amas?

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‘Síndrome de Stendhal’ por Diego Cebreros

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-No importa- dije, mientras dejaba el vaso en la mesa- Cualquier cosa nos vamos. Supongo que ella podrá cuidarse sola.
-Si, de hecho. Pero el Pokemon no me llama. Vamos a tener que esperar.
Yo no quería esperar al Pokemon. Quería irme de una vez sin tener que soportar la música, la gente, o el hecho de que Claudia me hubiese traído aquí. Ella conversaba con quienquiera a su alrededor, mientras nosotros dos estábamos sentados. No la culpaba. Cualquier cosa era mejor que estar aquí, aburrido, tomando cerveza sin decir nada.
En fin. Supongo que en el colegio las cosas no eran distintas. Tal vez tendría el cabello más corto. Si, de hecho tendría el cabello más corto. Recuerdo que solía peinarme con raya al medio y trataba de ocultar el cabello detrás de las orejas, con tal de que no me lo corten. Al final me lo corté, para la fiesta de promoción. Sugerencia de mi madre.
-¿Qué fue?-dijo Héctor, sonriendo-¿No te llaman?
-No-dije, mientras guardaba el celular-Si quieren me llaman…
En el colegio, por ese entonces, estaba con Patty. Ahora casi no recuerdo mucho (tal vez por el alcohol) pero lo que sí recuerdo es que me quería mucho. Era como una niña pequeña a la que debía cuidar, o al menos me daba esa impresión. Tal vez aun éramos niños, los dos. Era gordita y tenía una forma muy particular para reír. Debí estar enamorado o algo. Pero yo le gustaba y, por ese entonces, no había estado con nadie. Creo que eso es lo que pasa cuando estas en un colegio de varones. Además, tampoco era un tipo simpático. Al menos ahora tengo el cabello como yo quiero. No sé qué es lo que habrá visto en mí, pero el punto es que vio algo. Y a mí me gustó que hubiese visto algo cuando suponía que no había nada.
Aunque también podía hacerme enojar. No soportaba cuando se enojaba y trataba de hacerle entender mi punto de vista mientras le daba la mirada más amenazadora que podía. Me sentía en control con ella. Sentía que podía hacer cualquier cosa si me lo proponía. Ahora me arrepiento de eso pero, en ese entonces, se sentía bien.
De todas formas, no era la persona más madura del mundo. Tampoco ella. Pero por ese entonces, parecía que Lilith sí. Al menos lo suficiente como para darme arcadas.
-Habla, ponte otra más pues…
-Que la ponga Pokemon pues…
-Jajaja. ¿No?
Recuerdo que conocí a Lilith por Internet. En el hi5 para ser más precisos. ¿Qué mensaje le mande? Algo así como “Hola. Tengo que conocerte” o “debo conocerte”. Y algo como que “era muy parecida a mi”. Estupideces. No lo recuerdo. En fin. Comenzamos a hablar. Me dio su msn. Le habré dado el mío o me habrá agregado luego. Qué se yo. Hable con ella. Hablo conmigo. Nos hicimos amigos. Eso creo. Por ese entonces todavía no guardaba nuestras conversaciones, mas porque no sabía que porque no podía. Veía sus fotos. La veía a ella. Lilith en su casa, Lilith en la computadora. Y aprendía. Aprendía todo lo que podía de ella. Como cuando escribía, lo hacia de tal forma que solo respondía a lo mas mínimo que la pregunta exigía. Por ese entonces, para mí, resultaba algo sin precedentes. Pero eran sus fotos lo que más me llamaba la atención. Ahora creo que se debe a que la disposición de la luz era tal que no dejaba ver las imperfecciones de su piel. Pero por ese entonces yo no sabia nada de eso, y lo único que veía era el cabello lacio que caía perfectamente sobre su rostro limpio y sin marcas. Si, era bonita. Más que bonita, era bonita en tanto que no era bonita para los demás, sino para mí. Y eso ya es decir bastante.
-Oe, ¿y esa chica?-dijo Héctor.
Una chica acababa de llegar. Era rubia y tenía una camiseta blanca con un pantalón holgado y rosado. Era la primera vez que veía a alguien así de drogada, al menos como para repetir su nombre cada vez que saludaba. Pero… ¿Qué rayos? Era bonita. Yo tomé un trago amargo por inercia y seguí medio picado-medio aburrido.
La primera vez que la vi no me dieron arcadas, pero tampoco estaba del todo tranquilo. Yo estaba en casa y hablaba con ella por el msn. Parecía que estaba mal por algo o por alguien. Luego dijo que quería verme. Le dije que en media hora y ella dijo está bien. Esa fue la primera y única vez que hizo algo así. No recuerdo cómo me sentí en ese momento, pero debí sentirme muy feliz, o muy nervioso. Salí de mi casa. Estaba en la Bolívar y pasó un micro. Dentro de él, una chica con un polo a rayas. Supuse que era ella, y supuse bien, porque más adelante ella se bajó del micro. Yo estaba detrás de ella, y ella caminaba en dirección hacia donde nos íbamos a encontrar. Cuando llego, se volteó y me vio. Me parecía gran cosa haber hecho eso, como si hubiese aparecido de la nada, como si tuviera el control de la situación. Ella sonrió o algo. Yo me di cuenta que, en persona, ella no era tan bonita como en sus fotos. Una lastima, pensé, al menos no me pondré nervioso. O eso creí.
Caminamos, hablamos, reímos, seguimos caminando, paseamos, fuimos a galeras, vimos ropa, vimos CD’s, vimos más ropa, salimos, paseamos, caminamos y ella me dijo que había terminado con su enamorado. Yo trate de ser comprensivo. De entenderla en su…dolor, supongo. Pero ella no parecía triste. Siempre aparentaba estar calmada, serena, inexpresiva. Más adelante le dije que parecía una muñeca de Dresde, como en ese libro de V.C.Andrews. Pero ahí, junto a ella, viendo sus jeans, sus zapatillas, su polo a rayas, su cabello, su rostro no tan simpático como en sus fotos, pero bonito para mí y para nadie más, no importaba el silencio incómodo o el hecho de que ella no dijera nada o el hecho de que yo no dijera nada porque estaba muy ocupado viendo sus jeans, sus zapatillas, etc.
Cuando llegaron todos los que se supone debían de llegar, empezó la música. Es decir, la música que se supone que debían de tocar. Música experimental, o así dijo Claudia. Todo el jardín estaba lleno de gente que no conocía, gente invitada, gente que había venido con la gente invitada, gente que solo quería pasarla bien, tomando cerveza, hablando, riendo, conversando, fumando. Jaja, la chica drogada casi se cae, pero no importa, es bonita. Yo me pare porque ya no quería estar sentado, igual que Héctor.
Los días pasaron. Yo fui conociendo a Lilith más y más. Y no me cansaba. Mientras conversaba con ella, iba descubriendo nuevas cosas mientras corroboraba las que ya sabía. Ella vivía con su madre, su hermana y su perro, cerca de mi casa. Tenía un hermano que trabajaba en Canadá al que una vez mencionó cuando nos vimos. Escuchaba Lacrimosa y leía a Anne Rice. Se laceaba el cabello apenas salía de la ducha. Su madre le dijo que debía cambiar sus zapatillas celestes porque habían pasado de moda. Cosas así. Cosas de las que solo me percataría si estuviese obsesionado con ella, intrigado, anonadado. Y supongo que por ese entonces comenzaron las arcadas. No podía verla sin sentir una presión en el estomago que me obligaba a permanecer callado si estaba con ella o a recluirme en mi habitación si es que veía sus fotos. Supuse que se trataría del clásico síntoma de mariposas en el estómago de cuando uno se enamora, pero ya había estado enamorado antes, y esto era diferente.
En una ocasión, quedamos para vernos cierto día que ella no tenia nada que hacer, o nadie con quien salir. Fui a su casa y quise conversar con ella. Pero no pude decir nada. Era ese sentimiento otra vez, que hacía que me encoja por momentos y que, por ratos, me deprimiera ante el hecho de que estaba frente a ella y no podía. Recuerdo ver un gato en esa ocasión. Por su casa había muchos gatos, y a mi me gustaban mucho. Pero ese sentimiento otra vez. Yo la veía a ella, y ella no decía nada. Apenas si decía algo, trataba de recordar, de memorizar que cosa era, tal vez ya lo había dicho antes, tal vez, tal vez fuese la primera vez que lo dijera, tal vez lo decía por algo, tal vez solo lo dijo por decir algo, tal vez solo lo dijo en esa ocasión y no lo decía mas. Pero me gustaba estar con ella. Tal vez hasta me gustaba lo que sentía, pero ¿Cómo? Si es un sentimiento horrible, si hace que me encoja y que mi rostro se desfigure y que llore, pero la sigo viendo, y ella sigue viéndome a mi, por alguna razón.
-Oe, ¿y tú pata?-pregunté
-No se, no llama, cualquier cosa nos vamos cuando terminen de tocar.
En eso vino Claudia, de entre el montón de gente.
-Jaja, pensé que ya se habían ido o algo. Yo estado aquí filmando todo y conversando con quien sea. ¿Les gustó la música?
-La segunda me gusto más
-Pero la primera también estuvo chévere- dijo Héctor- Con los gritos y todo.
No se si alguna vez emprendí una búsqueda por saber por qué es que tenia todo esto. Siempre me he considerado bastante tranquilo como para que me pase algo malo, y no le daba mucha importancia. Después de todo, ¿que hay de malo en interesarse por alguien? Claro, lo malo es cuando te interesas en alguien cuando se supone que ya te interesaba alguien, en especial cuando ese alguien sabe de la existencia de la persona que ahora te interesa. Por supuesto, a Patty no le hacia ninguna gracia que viera a Lilith, o que hablara de ella. Y yo sabía que lo que hacia estaba mal, por eso es que termine con ella. O eso creí. De cuando en cuando me daba cuenta que no debía estar con Patty, y terminaba la relación. Ella se ponía muy triste, y con razón. Pero sabia que era lo mejor, aun si le hacia mucho daño. Mientras tanto, seguía pensando en ese extraño sentimiento que, hasta entonces, solo comparaba, en mi exageración, con alguna experiencia religiosa, con una posesión de algún tipo, o simplemente con un sentimiento extraño. En fin. Mis investigaciones no me llevaron a mucho en tanto que me limitaba a ver sus fotos o a guardar sus conversaciones y leerlas durante la noche, el día, o cuando me diera la gana. ¿Qué era esto? ¿Por qué ocurría? ¿Qué es lo que tenía ella que hacía que me sintiese de este modo y no de otro? ¿Qué hay de distinto con ella? Es bonita, si, para mí, pero no para el resto, comparando su rostro con el del consenso popular, Lilith seria una chica normal. Pero ¿por que no la veía así? No lo sé.
Al fin me decidí a decirle que me gustaba, que era lo que pude rescatar de todas mis acciones hacia ella. No podía verla, por supuesto, así que se lo dije por msn. Le dije que hacia que me sintiera de un modo distinto, que nunca había experimentado. Que sentía un profundo cariño hacia ella y blah blah blah. Yo no le gustaba, para mi desgracia. Le agradaba, si, pero no le gustaba. Ese día fui a ver a Patty, y no regrese hasta la noche.
Más adelante, las cosas se complicaron un poco. El sentimiento extraño, las arcadas, la desesperación de alguna forma placentera que sentía por ella se agravaron. Estaba inquieto. Mis notas bajaron. No podía estar tranquilo. Los latidos de mi corazón hacían que me sacuda ínter pausadamente. Fui a verla. Salimos. Fuimos a unos juegos mecánicos. Caminábamos. El sentimiento extraño estuvo presente la mayor parte del tiempo. Estaba inquieto. Lo que antes hacia que me quedara callado y taciturno ahora me volvía inquieto y desesperado. Le dije todo. No como antes, cuando le dije que me gustaba. Sino lo que sentía. Todo lo que sentía. No se como pero lo hice. Ella escucho. Me miro. Miro al suelo, miro a un lado, al otro, al suelo, al piso, a mí. Escucho. Y dijo que no entendía. Que no comprendía como algo así podía siquiera ser. Yo me desespere. Tome su rostro en mis manos y la empuje hacia una pared. ¿Es que no entiendes? Le dije. No se que me pasa cuando estoy contigo que hace que me sienta enfermo. Hace que quiera vomitar y que llore, pero aun así quiero volver a verte. Y no sé porqué. En ese momento golpeé la pared. Y otra vez. No había nadie. Ella me miraba. Yo respiraba con dificultad. Al final ella tomó mis manos, que aún estaban sobre su rostro, y dijo, esbozando una leve sonrisa:
-Es que eres un niño. Solo quieres ser un adulto, y piensas que yo soy el boleto de ida.
No dije nada. El sentimiento extraño se había ido, aunque supuse que volvería. No dije nada por un momento. Pero pensaba, ¿será verdad? Solté su rostro y la acompañé a casa. No dijimos nada. Yo pensaba. Y pensaba, y pensaba, y pensaba. Y me di cuenta que tenia razón. Que era un niño que quería ser adulto. Que tal vez solo quería utilizarla a ella, del mismo modo en que utilice a Patty, para crecer, para ser adulto, para fumar, tomar, dejarme el cabello largo, conversar, drogarme, bailar, divertirme, volver tarde a casa para hacer lo mismo la noche siguiente, tal vez con una dosis de sexo casual. Eso era todo lo que ella había hecho y supuse que, estando con ella, podría ser igual, podría hacer lo mismo. Ese sentimiento, entonces, ¿qué era? Tal vez solo la desesperación latente de que, quizás, el mismo sentimiento era en vano, de que estar con ella no era la respuesta que tanto anhelaba conseguir de ella. De que, quizás, en realidad nada de eso tenia la menor importancia.
-Ya fue-dije-Vamos al Woodstock. Estoy que me cago de hambre.
-Ya pues- dijo Héctor.
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‘El sapo’ por Bruno Doig

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Fue en aquella tórrida noche de verano, mientras el desierto se ahogaba bajo la tormenta, en que vi por primera vez al enemigo acechando tras la puerta y esperando a que abandone el refugio seguro de la casa. La familia estaba reunida en torno al pollo broaster, mirando desganados alguna de las tantas películas sobre Moisés, que por cierto no tenía nada que hacer allí; pues no era semana santa. Yo, el niño de la casa, comía papas fritas de un plato, sentado junto a la puerta de malla; nunca me gustó el pollo broaster.
Era mi primera tormenta de verdad. En toda mi vida a lo mucho había presenciado una ridícula lluvia de media hora. Sin embargo, esta también era un poco decepcionante, ni una sola casa volando, ni una sola persona fulminada por un rayo. Ni siquiera los relámpagos me asustaban, eran simples flashes de cámara. Había sido la culminación de un día desastrosamente aburrido; me daban ganas de llorar de solo pensar que me quedaría un mes entero en ese horrible lugar. Durante el día la casa era un verdadero horno a escala. Cuando salía, me daba la impresión de que me incendiaría bajo ese sol. La cuestión no mejoraba en las canchas deportivas, no aguantaba ni quince minutos de caminata. La única salvación era el bar, donde había mesas de billar. Sin embargo no podía acercarme a menos de cinco metros, porque había un panal de avispas en el techo.
Reflexionaba sobre mis frustraciones cuando sentí movimiento afuera, en el jardín. Dilaté mis pupilas para inspeccionar la oscuridad del césped y lo vi, inflando y desinflando sus mofletes. Sus enormes ojos me miraban fijamente, de solo pensar en su piel rugosa y en la baba que debía recubrir sus patas y su estómago se me erizaba la piel. Llamé a mi hermana mayor para que me dijera lo que era aquello. Ay no, un sapo, dijo. Pude ver como ponía su cara de asco y miedo. Aquel sitio también era un cubil de toda clase de animales rastreros. Mi otra hermana, la exterminadora, nos había salvado de una araña preñada, de un grillo y de tres cucarachas voladoras. Sin embargo, este era diferente. Para vencerlo necesitaríamos más que un pisotón, este era un verdadero enemigo. Decidí que era mejor no mirarlo, así que me senté en el sofá y me concentré en la película. Sin embargo, podía sentir su presencia, sabía que él estaba ahí, acechando en la oscuridad, observándome. No podía soportarlo, fue mejor que me durmiera para olvidarlo. Pero no me abandonó, soñé con el sapo era gigante, y quería tragarme, pero dentro de su boca había miles de cucarachas y otros insectos Prefería morir antes que entrar ahí.
En la mañana supe que debía idear un plan de cómo eliminarlo. Vi mi dosis diaria de Power Rangers y fui en busca de algún arma que me fuera útil. Regresé a la casa con algunas ramas gruesas y con la mochila cargada de piedras grandes. Pasé la semana entera ideando el plan de batalla y recolectando más armas. Debía hacerlo a la luz del día para que él no se diera cuenta. Durante la noche me sentaba cerca de la puerta para que me pudiera ver y para que no sospechara de mi plan. Fue en la mañana del martes de la segunda semana, cuando decidí que eran suficientes armas. También lo decidió mi mamá cuando vio que debajo de mi cama había decenas de rocas y ramas. Me quedé con la rama más filosa y con la piedra más pesada. Si no acertaba al momento de aplastarlo, podría empalarlo con mi lanza.
Esperé hasta que llegue una noche en que no lloviera mucho. Si me enfermaba y tenía que quedarme en cama, preferiría la eutanasia. Me vestí con el impermeable, me armé de roca y rama y me lancé al ataque. Identifiqué al enemigo entre el césped, tomé valor y caminé sigiloso. En ese momento comprendí que él tenía una táctica ofensiva, comenzó a brincar hacia mí. Solté mis armas y corrí gritando hacia la casa. Era un enemigo difícil.
Así fue que mis armas se quedaron algún tiempo más en el jardín, puesto que comprobé que lluvia era lluvia y que mi sistema inmunológico no cambiaba por ser verano ni porque hiciera más calor. Amanecí con fiebre y estuve así por una semana, durante la cual mi hermano aprovechó para comprarse muchos helados diarios y para tomar jarras de jugos de fruta helados frente a mí y, ya que la vida no es muy justa, y en especial para los asmáticos como yo, él nunca se enfermó.
Recuperado, decidí que era tiempo de idear un nuevo plan. Durante el día recuperé mis armas del territorio enemigo y me senté a pensar en la estrategia. Para vencerlo debía aprovechar sus fortalezas, pues se cuidaría de los puntos donde era vulnerable. Basándome en su estrategia ofensiva, necesitaría un señuelo para atraerlo hacia mí y en ese momento atacarlo desprevenido. Imbuido sin saberlo del pensamiento maquiavélico, decidí que tendría que sacrificar a mi hermana mayor.
Fue el viernes de la última semana, en que mis padres y mis hermanos iban al pueblo a comprar comida, cuando se me presentó la oportunidad. Le pedí a mi hermana que se quede conmigo y aceptó. Mientras estaba distraída, cerré todas las ventanas menos la de la cocina, donde me esperaban mis armas. Comprobé que el enemigo acechaba donde siempre y con engaños hice salir a mi hermana, le dije que se me había caído mi muñeo del Caballero de Cáncer afuera. Cuando salió para traérmelo, solo se encontró con que la puerta estaba con seguro. Me miró con odio y le señalé que entre por la ventana de la cocina. El enemigo ya la había identificado; mientras ella corría, se dio cuenta de que el sapo la seguía. Gritó y corrió, sabía la que me esperaba cuando entrase, pero era necesario para acabar con el enemigo. Me subí al repostero a esperar a que llegue el momento preciso. Cuando entró mi hermana la hice a un lado y lancé la piedra. Como supuse, la esquivó de un salto, lo que lo puso a la merced de mi lanza. Preparé la estocada cuando lo vi a los ojos. En verdad, me conmovieron mucho. Era tan solo un animal, una alimaña asquerosa, pero un ser vivo con columna vertebral después de todo. Yo no podría matarlo.
Lancé a un lado mi rama y caminé resignado literalmente a las garras de mi hermana, quien me aplicó sus especialidades, el pellizcón tirabuzón y, haciendo honor a su signo, la aguja escarlata, felizmente en ese momento aún no aprendía Antares, su técnica definitiva. Pasé el día siguiente echado boca abajo en el sofá esperando a que mi trasero y mi brazo se desinflamen. No tan incómodo como debería, pues ese día al fin nos largábamos.
Mientras íbamos en la camioneta, por la calle del campamento, me preguntaba dónde estaría el enemigo. Fue en ese preciso instante en que sentimos un pequeño bache, miré atrás de la luna, cuando vi una mancha roja y verde. Le pedía a mi papá que se detuviera un momento y, a pesar de la tormenta, bajé a ver que fue aquello. Era él, o por lo menos lo fue alguna vez. Ahora era unas tripas ensangrentadas, desparramabas en la pista. Felizmente sus ojos también estaban reventados, no me dio pena.
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S/T por José Antonio Perezwicht

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En ese momento seguro se debe haber sentido como lo hizo Superman la primera vez que Lex Luthor usó criptonita en su contra, sus brazos ensangrentados demostraban que efectivamente no era un superhéroe como él había pensado.
Siete años son los que tenía Tomás cuando decidió demostrarle a todo el salón que él no era un niño común y corriente como todos los demás, que él era un superhéroe, y uno de verdad. Para Tomás era cosa de todos los días jugar a salvar al mundo en los recreos y, luego, al llegar al salón contarle a Miss Ceci de sus aventuras, porque si Tomás era el héroe, Miss Ceci era la doncella en peligro, su princesa en la torre a rescatar. Cabe destacar que Miss Ceci no era exactamente una de esas mujeres de piernas kilométricas que se ven en las revistas de moda; un niño se puede enamorar de cualquier mujer porque la sociedad aun no le ha metido en la cabeza los estereotipos de belleza y, en realidad, Miss Ceci era todo menos aquel estereotipo. Mediría alrededor de 1.50, era tan regordeta que probablemente un ula-ula le hubiera quedado como un cinturón hecho a medida, tenía la nariz especialmente puntiaguda, los ojos algo desviados y una amplia sonrisa, porque, eso sí, ver a Miss Ceci sonreír era probablemente lo más cercano a ver al mismo Dios sonreír: una sonrisa cálida, casi perfecta, y, por supuesto, fue esa sonrisa la que enamoraba a Tomás, fue esa sonrisa la que lo motivaba a ser un superhéroe y a contar interminables aventuras con tal de asombrar a la redondita pero definitivamente carismática Miss Ceci. Si me preguntan a mi, era de esperarse que aquella fascinación que Miss Ceci despertaba en Tomás terminara en tremendo desastre, con un episodio que quedó grabado en mi mente, en la de mis compañeros, en Miss Ceci, y por supuesto en Tomás.
Fue un miércoles, que ¿cómo me acuerdo?, pues era miércoles de disfraz, a todos nos permitían un miércoles del año ir disfrazados de lo que quisiéramos. Las niñas generalmente de abejitas o princesas, y nosotros, los niños por lo general de piratas o Power Rangers, pero sólo había un Superman; sólo un niño del salón que creía profundamente en sus poderes sobrenaturales era capaz de lucir aquel atuendo con tal convicción y caminar con gran garbo mirándonos a todos de pies a cabeza, calificándonos de simples mortales.

Pero había un niño, al cual le molestaba la delirante imaginación de Tomás Su nombre era Carlitos. Carlitos era de esos niños que, desde mi punto de vista, eran realísticamente aburridos. Nunca se reía de las bromas de Miss Ceci, no le gustaban las siestas y, en vez de soñar con ser Superman o un famoso futbolista, él quería ser contador como su papá. Si algo le gustaba a Carlitos era tirar dardos para reventar la imaginación del resto de niños y Tomás resultaba una víctima apetitosa.
“No eres un superhéroe” le dijo Carlitos a Tomás con aire desafiante, algo que nunca se nos hubiera ocurrido al resto de los niños decir.
“Pues que si lo soy” dijo Tomás defendiendo su olímpica integridad.
“¡A ver pues, pruébalo!” respondió Carlitos. Tomás, al ver que la discusión empezaba a atraer la atención de su amada Miss Ceci, se vio en la imposible obligación de demostrarse como superhéroe. Aún recuerdo con claridad como puso los brazos en posición de ataque, parecido a como se cuadran los luchadores de box y corrió con determinación hacia la delgada ventana de cuerpo entero que daba hacia el jardín. Tomás lo atravesó totalmente haciendo añicos la ventana, y cayó en el pasto al otro lado de la ya destrozada ventana. Recuerdo cómo se paró, puso sus brazos en la cintura y sonrió orgulloso de haber demostrado su valentía, sonrisa que le duró pocos segundos, ya que al bajar la mirada y ver la sangre cubriendo sus brazos rompió en llanto. Aquel llanto sirvió para despertarnos del shock en el cual todo el salón, incluyendo a la ya no sonriente Miss Ceci, había caído. De repente el salón entero comenzó a llorar y a señalar a Tomás como si este fuera a morir o algo cercano a eso. Miss Ceci corrió hacia Tomás, lo cargó embarrando su impecable blusa blanca de rojo y se lo llevó corriendo a la enfermería.
Suerte fue que Tomás saliera del accidente con tan sólo algunos cortes en los brazo. Al parecer la posición de en la que los había puesto, había salvado el rostro y el acolchado disfraz el resto del cuerpo. Esa fue la derrota de Tomás, el día que le tocó crecer, el día que renunció a la lucha por el amor de Miss Ceci, el día que decidió que había que colgar esos disfraces para no volverlos a usar nunca más, porque una supuesta criptonita llamada realidad había vencido a un Superman de siete años.
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‘Je me souviens’ por Juan Bonilla

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Hace años que colecciono ejemplares de Je me souviens, libro que Georges Perec publicó en 1978 y que se ha reeditado en muchas ocasiones desde entonces. Lo componen cuatrocientas ochenta anotaciones que comienzan todas con las tres palabras del título (Yo me acuerdo). Las anotaciones no alcanzan nunca las diez líneas, a la mayoría de ellas les basta un par de líneas. Pondré unos ejemplos: “Me acuerdo de que mi tío tenía un CV11 con matrícula 7070RL”, “me acuerdo de Zatopek”, “me acuerdo de Xavier Cugat”. Es evidente que Je me souviens es un libro donde abundan los nombres propios, y en ese sentido tengo una malsana curiosidad – que se quedará insatisfecha- por ver una futura edición crítica de este título preparada por un minucioso especialista que se proponga anotarla y contar a sus lectores que Zatopek era un atleta, o que Xavier Cugat era un músico.

Juan Bonilla, escritor español contemporáneo, nos recuerda la fuerza expresiva de los Je me souviens de Georges Perec (Paris, 1936-1982). La capacidad sintética de estos ejercicios, con razón, ha sido aprovechada en los talleres de escritura creativa como una poderosa herramienta para conseguir comienzos intensos de donde “jalar” relatos enteros. Bajo la premisa del Je me souviens y con la indicación de buscar un final abierto para sus relatos, los talleristas escribieron un cuento más, y estos llamaron mi atención de forma particular. Sigue leyendo