Archivo del Autor: Alexis Vladimir Iparraguirre Castro

S/T por Vanessa Castro

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Me acuerdo del día que le dijo a nuestra madre que iba a cometer la tremenda estupidez de estudiar filosofía. Mi madre, que había dejado de actuar de manera sensata desde que murió mi papá, no vio problema alguno en que Ana Sofía se tirase la plata de la familia estudiando sandeces.

Desde el día que murió nuestro padre, se dejó de razonar en la casa, eso es seguro. En vez de tener a alguien cuerdo como cabeza había una ridícula y una histérica haciendo lo que querían. Para ese entonces regrese a la casa. Había estado viviendo en mi propio depa cerca de la universidad de Lima. Fue por la misma época que hice un traslado externo y comencé a estudiar ingeniería empresarial en la Cato. Como íbamos al mismo sitio, todos los días comencé a ser chofer de Ana Sofía. Ella quería sacar su brevete pero todos saben que las mujeres no están hechas para manejar; además, si le das un carro a una mujer solo significa más dolores de cabeza para ti. Era tan terca que te aseguro que hubiera ido en micro a la universidad todos los días solo para joderme a mí, pero, como se decidió por ahorrar para tener un carro propio, aceptó que la jalara gratis.

No solo era por eso claro, yo la conocía bien, y sabía que odiaba que la sireen en la combi. Le daba asco y hasta miedo cuando le gritaban piropos u obscenidades los cobradores cuando se bajaba del micro. O como la miraban por el retrovisor los taxistas. Siempre se vestía de machona y con el largo pelo rubio despeinado, pero igual la piropeaban por la calle. No tienes idea como le jodía y cómo me cagaba de risa yo cada vez que irrumpía un silbido por la calle y ella mandaba al pobre energúmeno a volar.

Así pasaron un par de años. Yo, rompiéndome la cabeza con ingeniería, y ella preguntándose por la inmortalidad del mosquito. Siempre leía en el carro, me acuerdo de eso. Siempre me preguntaba cómo hacía para no marearse. Fue entonces, como al segundo ciclo de facultad, que comenzó a hablar tonteras sobre irse a estudiar un máster en sociología a Francia o a España. ¿Crees que yo la iba a dejar? Ósea encima de tirar la plata al agua con filosofía, se quería ir a malgastar el tiempo en Europa. La estúpida de mi mamá la hubiera mandado feliz, pero yo no. Ana Sofía era una ingenua de mierda. Si se iba se metería con el primer imbécil que se le cruzara, yo la conocía demasiado bien como para dejarla ir. Para ese entonces mi mamá ya era mantequilla cuando se trataban de las decisiones serias que se tenían que tomar y Ana Sofía no llegó ni a la esquina.

Tuvo una pataleta que le duró un par de meses, pero para entonces había ahorrado lo suficiente como para un carro y comenzó a independizarse. Paraba en el sur o en la sierra de campamento con su grupo de amigos pretenciosos de la universidad. Lo peor fue cuando comenzó a traer a ese baboso de Sebastián a la casa. ¿Te acuerdas de ese maricón? Era un drogo pelucón de San Isidro que estudiaba filosofía con ella. El altazo, que estiro la pata, ese. Discutían sus huevadas astrales, se fumaban unos bates y acababa tirándosela en los jardines de la universidad.

Dame otro pero puro. ¿Quieres otro trago? Dos más.

Eso me reventaba, que tal puta que termino siendo. Pero así son las mujeres, todas son unas putas. Mi papá siempre me había dicho, nunca te fíes de una mujer, no valen la pena, y así es.

Me acuerdo de una vez cuando fui a los jardines con esta tipa de sociales, o de lingüística. No me acuerdo que estudiaba pero me acuerdo que me la lleve para los jardines detrás de matemáticas y que estaba buena. Nunca te he contado esto, nunca se lo he contado a nadie. Alejandra creo que se llamaba la chica, o Alexia. Uno de los, el punto es que me la lleve al jardín, ya, y estaba a punto de tirármela, y me acuerdo de que era tarde y estaba oscuro, cuando oí algo. Fue alguien susurrando o gimiendo, algo, oí algo. Levanté la cara para poder ver quien estaba por ahí y era ella. Ana Sofía. Estaba con el baboso. Me acuerdo que estaban junto a la pared de la facultad de matemáticas, echada ella sobre el gras y cubiertos ambos por un pareo o una manta, y que había una luz prendida en uno de los salones. Había suficiente luz para iluminar débilmente su cara. Me acuerdo que me quede ahí con la tipa de sociales comoquiera que se llamara, echados entre dos palmera. Te juro que quería ir y romperle la cara al huevon pero no lo hice al final. Hice como si nada.

Un par de meses después salieron con que estaban comprometidos. Yo le advertí que estaba cometiendo un error, que ese drogo no iba a poder mantenerla, que deje de ser terca y que se busque a alguien mejor. Le dije que si se iba con él se lo iba a lamentar por el resto de su vida. Para entonces, yo ya me había graduado como ingeniero y me decidí por estudiar el máster en Australia. Me fui decidido a no volver y por poco me quedo por allá. Loco, ni te cuento como es que te mueres. Trabajaba en una empresa multinacional y ganaba bien. Me pasaba los fines de semana en las playas, tirándome a las que me de la gana y chupando hasta morir.

Tuve que regresar, claro. Cuando al baboso lo mataron y a mi se me acabó la fiesta. La histérica de mi mamá dijo que necesitaba ayuda con Ana Sofía, que lo único que hacia era llorar. Me insistió tanto y ya estaba tan vieja, que no me quedo otra que regresar para ocuparme de las dos.

A ese imbécil de Sebastián lo mataron por cojudo. Él y Ana Sofía acabaron trabajando en una ONG para promover los derechos humanos. Ella siempre tiró más por hacer proyectos contra el friaje o para ayudar a promover la educación, mientras que la joyita de su marido creía que él solito iba a cambiar el mundo. El pata tenía conocidos en Amnistía Internacional; terminó metiéndose en eso. Un verano se quitó para protestar los abusos contra los prisioneros políticos. Era una protesta en Venezuela o Colombia, el punto es que, supuestamente, la vaina era una demostración pacifica, pero supongo qué se pusieron faltosos o se salieron de control y se los bajaron. Terminó con una bala perdida en el pecho por la cual nadie nunca se responsabilizó, y si me preguntas a mí, bien hecho por baboso.
Si alguien lo hubiera desahuevado antes, si le hubieran metido unas buenas cachetadas y le hubieran dicho que plante los pies en la tierra, la cosa hubiera sido distinta, pero a Ana Sofía le gustaba pensar que estaba casada con un santo y lo alentaba, cuando en realidad lo debía de haber bajado del tren. Luego de lo que pasó, ella se murió en vida, era un ente. Regresó a vivir en la casa de mi mamá y se encerró en su cuarto. Pasaron meses antes de que saliera.

Yo también regrese a la casa para poder ocuparme de todo y rápidamente conseguí un puesto en Deloitte. Lentamente, las cosas encontraron su ritmo. Yo retomé la vida que dejé en Australia aquí en Lima, mientras que Ana Sofía parecía hacer actos de penitencia sin parar, se unió a los bomberos como voluntaria donde la tuvieron limpiando baños por un año. Si no era la mierda de los bomberos la que limpiaba era la de los huérfanos del puericultorio donde cambiaba pañales a los recién nacidos tres veces por semana. Siguió afiliada a Amnistía Internacional, ayudando en la sede peruana, pero creo que solo volvía por que Sebastián prácticamente había vivido ahí los últimos meses de su vida. No dormía, no comía y no hablaba con nadie. Por calmar a mi madre, que vivía con miedo de que termine matándose ayudando a los demás se fue de viaje. Se fue a la casa de un tío en Mancora.

Cuando regreso tan pálida como se fue, se había calmado, ya no parecía tan ansiosa como lo había estado pero sí más fría y distante, era como si le diese lo mismo si le caía un rayo y la partía en dos o si la chancaba un caro. Yo le dije siempre que el imbécil la haría sufrir.

Dejó de hacer voluntariado y en vez de eso se unió a una ONG con uno de sus amigos de la universidad. Planeaban construir colegios en las zonas más necesitadas de la sierra con un presupuesto multimillonario que pensaban recibir de alguna organización del primer mundo. Al final, quedaron por ir a mendigar a Alemania, y ella fue personalmente para pedir el dinero que iría a comprar nuevas computadoras y una oficina más grande para la organización y un par de esteras para los cholitos chaposos que quisieran dejar de ser analfabetos.

No sabía cuanto tiempo se iría, ya que habían varias organizaciones que debía visitar. Fue por ese entonces que Deloitte casi me manda a Europa a negociar los términos de unos contratos con unos clientes. Pensaba ir a ver como seguía su cruzada contra todo lo malo en el mundo, si es que me mandaban a Berlín, pero el viaje nunca se dio y pase mas de seis meses sin verla.

Yo me cómpre un departamento y me mude de la casa. A pesar de lo del viaje, conseguí un asenso en la compañía. Fue un buen momento para mí y la verdad es que desde entonces no me he podido quejar.

Vamos a pedirnos otro. Mejor hay que hacerlo una chela esta vez.

La última vez que hable con ella fue por el teléfono. Estaba en la casa de visita y conteste de casualidad. Era ella y pidió hablar con mi madre.

“Pásamela rápido, por favor, que estoy con una tarjeta telefónica y solo tengo unos minutos.”

Se la pasé a mi madre, pero alucina que nunca colgué. Me quede escuchando de lo que hablaban. No se por qué lo hice, pero lo hice.
Hablo del clima, de la comida y de los alemanes. De cómo le gustaba todo y todos y sobre todo uno en especial. De cómo no volvería porque le llegaba vivir aquí sin Sebastián. Que iba a volver en un mes con Hans o Gunther o Claus, o como se llamara el Nazi con el que andaba. Que se conocieron en las oficinas de la UNICEF en Alemania. Que no había conseguido los fondos para la ONG pero que le habían ofrecido un trabajo ahí. Que volvería por sus cosas y se iría. Que ya lo había pensado. Que me cuente a mí las noticias luego de que colgara. Que la quería mucho y que se alegre porque estaba feliz de nuevo.

Solo la vi con el alemán una vez, lo llevó al café por el parque Kennedy como toda buena brichera. Mi madre intentó hacer que hable con ella y me despida antes de que se fuera del Perú, pero me rehusé. Le dije a mi madre que lo que estaba haciendo Ana Sofía era un error impetuoso como los que siempre cometía, que se había encaprichado y que no me iba a parar ahí y desearle una feliz vida si sábia que se iba a arrepentir de quitarse con el alemán. Fue de pura casualidad que los vi en Miraflores.

Andaban de la mano y ella sonreía. Se veía igualita que cuando era chiquilla.

El accidente fue nueve años más tarde, una noche cuando volvía de una reunión de la casa de unos amigos. Estaba nevando y el carro fue. Siempre dije que era una mala idea una mujer detrás del volante.

Hans o Gunther o Claus regresa cada año, para llevarle a mi madre a su nieta. Yo nunca la he visto y tampoco me interesa.

Que tal un ultimo trago, uno para el camino.
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‘El ojo Silva’ por Roberto Bolaño

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Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.

Nunca se termina de destacar la importancia de la voz narrativa en la constitución de un cuento. Esta dota al relato de una determinada amplitud cognitiva y de una idiosincrasia singular, en un rango de amplitud que va desde la omnisciencia hasta el testimonio de carácter meramente conductista. En esta ocasión los talleristas fueron convocados a asumir la narración en primera persona pero fingiendo ser un cualquiera, pero al que conocen al detalle, quizá alguien tan peculiar como quien narra el cuento “El Ojo Silva”, perteneciente al libro Putas asesinas, del nunca suficientemente llorado Roberto Bolaño. El desafío movilizó las interesantes voces narrativas que aparecen a continuación Sigue leyendo

S/T por Sebastián León

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La muerte de Ariel no le había tomado por sorpresa. Hacía meses que Joseph Leon (su partida de nacimiento decía “Yosef León”, pero él prefería utilizar la versión más americanizada de su nombre) no había tenido noticias de su hermano y sabía que cuando uno estaba tan inmerso en el mundo de lo ilícito y lo impredecible como lo había estado Ariel, una ausencia prolongada podía fácilmente convertirse en el más llamativo de los obituarios. Había estado en el funeral, había corrido con los gastos (pese a las protestas de su mujer), y había sentido un chispazo de algo muy similar a la melancolía, especialmente en presencia de tantos viejos conocidos, pero no podía decir que se hubiera sentido realmente afectado. Debía prepararse para la conferencia que habría de dar la semana siguiente en el auditorio de la facultad y aquello se llevaba como por descuido la mayor parte de su atención. Notas, notas y más notas. Joseph era un hombre organizado y presidir una charla de aquella naturaleza sin anotaciones y esquemas previos le resultaba simplemente impensable, por no decir abominable.

El día de la conferencia, no tuvo problemas para hacer un didáctico e impecable despliegue de conocimiento sobre el tema en el cuál se había convertido en una de las principales eminencias en el mundo académico estadounidense: la Cábala.
-La cábala clásica toma su forma definitiva con la aparición del Séfer ha-Zohar, el Libro del Esplendor- dijo mientras a su lado, sobre el gran ecran de plata, corrían las diapositivas -. El libro, publicado por el cabalista castellano Moisés de León, era y aún es atribuido por muchos al legendario místico, Rabí Shimon bar Yochai, quien viviera en el siglo primero, aunque en la actualidad sabemos, por una simple cuestión de estilo y gramática, que el autor fue el propio de León. El Zohar contiene las estructuras que se convirtieron en fundamentos de la cábala.
Joseph sabía que su familia guardaba parentesco con el viejo de León. Contra su desarrollado sentido del pudor y su marcado agnosticismo, que le impedían relacionarse de un modo que no fuera académico y científico con su herencia hebrea, el profesor universitario sentía mucho orgullo de provenir de aquella antigua rama de cabalistas y sabios. Su manera de aproximarse a estos viejos conocimientos, desde la visión lingüística y filosófica de la materia y puramente pragmática, era, a su modo de ver, el paso lógico y correspondiente en la larga serie de eslabones formada por sus ancestros. El viejo Moisés había escrito el Zohar y tanto él como sus descendientes habían estado largamente convencidos de que con el conocimiento ahí registrado y su seguimiento detallado de los mandamientos podrían influenciar el desarrollo del mundo divino. Ahora él, el último de la línea, apreciaba este saber desde una nueva perspectiva racional.

Fue mientras estaba sumergido en estas cavilaciones (que no le impedían dirigir la charla sin mayores dificultades) cuando vio al extraño. Un hombre alto, que entró por la puerta del auditorio y se sentó en una de las filas ulteriores, y que sin embargo, no le pasó en absoluto desapercibido. En el momento, Joseph no supo por qué. Era un hombre pálido y de cabello rojo y ensortijado. Nada en sus rasgos era anodino, pero tampoco hubiera podido considerarle llamativo. Decidió dejar de distraerse con asuntos que eventualmente podrían llegar a afectar el desarrollo de su cátedra y prosiguió con la misma hasta que llegó la hora de atender a las preguntas de los asistentes. Para cuando llegó este momento, el profesor Leon no pudo evitar percatarse de que el extraño había desaparecido.

Pasaron los días sin que ocurrieran mayores acontecimientos que pudieran clasificarse como extraordinarios. Joseph siguió dando clase en la facultad de teología, siguió trabajando en cierto artículo sobre la obra de Gershom Scholem que debía publicarse a fin de año, siguió trabajando frente a su escritorio, bebiendo taza de café tras taza de café, tomando notas, mientras escuchaba un oscuro disco de Tom Waits.
Por las mañanas, preparaba huevos revueltos para él y su mujer, que a esa hora estaría llevando a los niños a la escuela y que luego se sentaría con él para charlar y desayunar antes de que cada uno partiera a sus respectivos trabajos. Mientras la esperaba, si no había nada que debiera leer, se dedicaba a ojear el periódico. Fue, pues, en una de esas mañanas mientras esperaba a su mujer con el periódico enfrente cuando se encontró con lo que pronto sería una serie de asesinatos. Es mañana fue encontrado la primera víctima: un mafioso judío sefardí, llamado Mal’akhi Sanchez, cuyo cadáver estrangulado había sido hallado en Manhattan, en el punto entre la Séptima Avenida oeste y la 56. El nombre le resultaba familiar, y no tardó en recordar que se trataba de un tipo que Ariel solía frecuentar. Lo había conocido en la secundaria y si no se equivocaba, habían seguido frecuentándose hasta hacía relativamente poco. Dio un sorbo a su café y pasó a pensar en asuntos particulares más importantes que en la muerte de un criminal de poca monta que había contribuido a traerle tantas penas a su vieja madre.

Y sin embargo, a los pocos días, se dieron nuevas muertes. Leon no les dio mayor importancia hasta que empezaron los sueños. Sueños sobre el extraño de cabello rojo que había aparecido en la conferencia y que estaban relacionados (por lo que podía recordar de las difusas imágenes) con muertes violentas y oscuras calles de la gran manzana. Manos tan fuertes como una máquina, triturando huesos y cortando el aire de sus víctimas hasta la asfixia y la emancipación de los esfínteres, todo observado por unos ojos de mirada tan inexpresiva como melancólica.
Para entonces, ya habían habido siete muertes, todos relacionados de alguna forma con el resurgimiento del hampa judía. A causa de sus sueños, Joseph había estado revisando los periódicos de todo el mes, leyendo sobre las muertes. No se había detenido a preguntarse por qué lo hacía: solo lo hacía, en sus ratos libres, como quien resuelve un crucigrama o arma un rompecabezas. Tres de los nombres de los muertos le sonaban conocidos y habían guardado en alguna época alguna relación con su hermano, pero a los otros nunca los había oído nombrar. El caso era que, sin tener que ser demasiado astuto, Leon había logrado hallar un esquema en las actividades del misterioso asesino que, contrariamente a su naturaleza pragmática, a causa de sus sueños, cada vez estaba más convencido de que se trataba del extraño de la conferencia. Las seis muertes formaban la secuencia inversa de las emanaciones de las últimas siete sefirot de la cábala judía. El primer asesinato se había dado en Maljut (la última sefirá), que había emanado de la sefirá Yesod, que a su vez fluía de las sefirot Hod y Netsaj (arriba de Yesod, una a la izquierda y la otra a la derecha), que a su vez emanaban de Tiféret y esta de Hésed y Din. Cada una de esas siete últimas sefirot, representaciones de distintos aspectos de la divinidad de Dios en la cábala clásica, cuadraba con un área circular en el mapa de Manhattan, justo en cada punto formando lo que empezaba a verse como el llamado “árbol de la vida” cabalístico. La secuencia de los crímenes había sido la siguiente (los puntos azul marcan los asesinatos llevados a cabo hasta ese punto, con su debida secuencia numérica en amarillo. Los puntos rojos eran los asesinatos que Joseph Leon suponía que aún debían darse.):

Así que, por lo que sabía, y si su teoría era la correcta, el próximo crimen debía darse en la Décimo Sexta oeste con la 48, se dijo una mañana mientras bebía café y comía huevos con queso y jamón. Y en efecto, no estaba equivocado. Su sorpresa no fue tan grande como su remordimiento, sin embargo. Había podido hacer algo para evitar la muerte de un hombre, y sin embargo, había aguardado pacientemente, a ver si las cosas se desarrollaban como él lo sospechaba. Una voz dentro de él le decía que el mundo estaba mejor con un criminal de menos, ¿pero quién era él para emitir esa clase de juicios? El asesino nunca se tomaba más de siete días en perpetrar su siguiente acción, por lo que perfectamente hubiera podido esperarlo allí… pero, ¿esperarlo? Solo pensarlo resultaba idiótico. Lo que él hubiera tenido que hacer (lo que él realmente tenía que hacer) era avisar a la policía, desde el momento en que tuvo sus primeras sospechas sobre el desarrollo de los crímenes. Y sin embargo, algo dentro de él le instaba a no proceder de aquella forma. No había logrado identificar el qué, solo sabía que era un algo que estaba fuertemente arraigado en su interior y sus sentidos se encontraban con él como con un muro de concreto cuando sus pensamientos se dirigían hacia la posibilidad de reportar lo que sabía a las autoridades. Entonces, pensó Leon, ¿debía esperar al asesino en el escenario de su próxima acción?

Fue, en efecto, lo que hizo Joseph. Una noche, procurando no despertar a su mujer, salió de la cama, se vistió y encendió el motor de su viejo Chrysler. Cuando llegó al lugar de los hechos, se dio con que allí no había ningún asesino ni un cadáver solitario, sino que había todo un destacamento de la policía. Sudando frío, intentó dar la vuelta en el auto y salir de allí, pero uno de los uniformados le detuvo cuando pasaba junto a la larga cinta amarilla que aislaba la escena del crimen del resto de la perspicaz comunidad neoyorkina. Se le pidió un breve informe y la muestra de su identificación.
– Profesor Joseph Leon, ¿eh?
– Así es, oficial- contestó él.
– ¿Es usted latino?
Joseph se esforzó por mostrar una sonrisa que debió verse más bien enfermiza.
– Soy judío, oficial.
– Ah, sí, como el muerto.
El profesor intentó ocultar su incomodidad y nerviosismo.
– Creo que tengo derecho a irme ahora, ¿verdad?- inquirió.
El hombre, un afroamericano de poblada barba y cuello como el de un toro le miraba con nada disimulada suspicacia.
– Sí, profesor Leon. Puede irse por ahí. Sabremos donde encontrarlo sí puede ayudarnos con algo… no lo olvide.
Joseph sacó su auto de ahí, maldiciendo a su hermano en silencio y apretando con tanta fuerza el volante que sus nudillos se habían puesto blancos.

Su experiencia aquella noche, sin embargo, no evitó que una semana después, esperara al perpetrador en la escena de su próximo crimen, con bastantes horas de antelación y dos cajetillas de Marlboro a mano. Hacía ya un tiempo que había dejado el tabaco, por insistencia de Marcia, pero el estrés de los últimos días le habían llevado a actuar impulsivamente y casi sin pensarlo se había encontrado ahí, afuera de una vieja casa de putas abandonada en la Primera oeste con la 16, fumándose un cigarrillo, esperando a un hombre que, si no estaba volviéndose loco, era capaz de romperle el cuello sin mayor esfuerzo.
Joseph no tuvo que esperar demasiado, sin embargo. Un par de horas después, y ante su sorpresa indisimulable, la puerta del viejo prostíbulo se abrió y una figura familiar descendió las escaleras. Embutido en un amplio abrigo gris y con su rojo cabello por demás alborotado, el extraño que había visto primero en la conferencia y luego en aquellos perturbadores sueños le resultó perfectamente reconocible.
-Perdona por hacerte esperar, Joseph- le dijo el extraño con mucha naturalidad, limpiándose distraídamente las mangas del abrigo.
-¿Me conoces?- inquirió Leon, algo asustado, pero no tanto como lo hubiera pensado -. No, claro, la conferencia…
– Esto no tiene mucho que ver. La conferencia era un anuncio, Joseph.
– ¿Un anuncio?
– Sí. Un anuncio con el objeto de que me recordaras. La naturaleza del mundo me ha dado facultades peculiares. Yo, en cierta forma, provoqué tus sueños y te permití encontrarme llevando a cabo mi labor en aquella desfachatada secuencia.
Joseph no sabía realmente qué decir, por lo que decía lo que, suponía, se esperaba que dijera.
– ¿Quién eres?
– Soy un enviado de tu hermano.
– ¿De Ariel?
– A Ariel le mataron por tratar de desbaratar los planes de este grupo de desaparecidos.
– La mafia…
– Liderada por Solomon Shapiro. Ariel sabía que tratarían de deshacerse de él, por lo que ideó una forma de traer a los líderes abajo. Pero falló. Como sabía que se desquitarían con aquellos cercanos a él, buscó una forma de protegerles de sus enemigos desde más allá de la tumba.
– No lo entiendo…
– Los Leon descienden de una larga línea de cabalistas y místicos muy anterior al viejo Moisés de León y al Zohar, Joseph. Tú no eras el único especialista: Ariel también dominaba las prácticas sagradas. Él conocía la forma de crear a uno de los míos.

El diálogo entre Joseph y el extraño no se extendió mucho más y puede obviarse, realmente. La situación expuesta en esa conversación era la siguiente: aquél hombre tan misterioso era un gólem, un hombre creado por hombres (en este caso, Ariel, el fallecido hermano de Joseph), fruto del barro de la tierra. Los asesinatos los había llevado a cabo para cumplir con su deber: proteger al hermano de su creador de aquellos que pretendían tomar represalias contra su familia como un acto de venganza, y habían sido realizados de cierta manera particular de modo que Joseph, inevitablemente, los descifrara. La conexión existente entre el profesor universitario y la criatura había permitido al primero “ver” en sueños algunas de las acciones del segundo. El gólem ni se explayó demasiado ni le dio a tiempo a Leon para aclarar sus ideas.
– Te estaré vigilando- fue lo último que dijo antes de irse, de modo sumamente convencional: caminó hacia la vereda, detuvo un taxi y se largó.
El caso es que el profesor Joseph Leon ahora trabaja más que nunca. Ya ni siquiera tiene que beber café para mantenerse despierto. Solo saber que la criatura está ahí afuera, protegiéndole (vigilándole) a él y a su familia noche y día de los posibles peligros, es un método mucho más eficiente.
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Philei ergo sum por Ana Lucía Araujo

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“¡Oh de los cielos hueste eterna! ¡Oh tierra! ¿Qué más? ¿Te he de nombrar también, oh infierno? ¡Oh oprobio! ¡Tente corazón!, ¡Oh Tente!“

William Sahkespeare, Hamlet

Fue un 5 de setiembre.

La mañana era gris…o la tarde era gris no lo sé. No sé cómo definir mañana o tarde cuando son las 12, tal vez fue por ignorancia, tal vez fue porque era la primera vez que salía de esa burda caja, tal vez porque era la primera vez que tanta gente me rodeaba…no lo sé. Todo el día había estado allí, quieto, callado, mirando como otros iguales que yo se iban a dimensiones de manos desconocidas y otros más salían para depositarse a mi lado con la misma actitud, quietos, callados, sonámbulos a la expectativa de que alguno de los que nos visitara (aunque tal vez visitaban a aquella rubia extraña que no paraba de hablar) se interesara más en nosotros que en aquel ser de pelo teñido y voz chillona que explicaba cosas que no me acuerdo. Así pasaron los segundos, llenos de ojos de distintos tonos de negro y café con pupilas dilatadas por el bien engañoso que se les presentaba, de narices de todo tipo respirando feromonas verdes emocionadas y manos de todo tipo buscando con ansias un maldito lapicero para escribir su nombre en la lista de espera, yéndose con ellos algunos de mis compañeros y otros como yo que por suerte de chanza no habíamos sido atraídos por nadie.

Y fuiste tú.

Apareciste de la nada, simplemente exististe para mí. Te acercaste con intriga religiosa escudriñando entre las todas que preguntaban para ver que podía conseguir. Y no escuchabas a lo que aquella rubia decía, y no esperabas preguntar ni ser preguntada acerca de trabajo, tú fingías, mentías, aparentabas, lo que ahí decían a ti te llegaba al culo. Y fue ahí cuando nuestras miradas se cruzaron, se cruzaron como dos idiotas que se chocan en la calle y que con una sonrisa, un perdón y un hasta luego empedernido se marchan pensando el uno en el otro sin saberse siquiera los nombres. Pero nuestras miradas no eran idiotas, nuestras miradas no se despidieron, ni se pidieron perdón, nuestras miradas así como nuestros cuerpos se diseñaron para amarnos, para amarnos ….por siempre (bueno, eso fue lo que yo creí). Te acercaste a la mesa donde echadito permanecía, y asentiste a la rubia para que pareciera que caso le hacías….pero tú sólo te concentrabas en mí…eso yo lo sabía. Rápidamente y con mucha profesionalidad (eso es lo bueno de nacer en un distrito tan movido como el tuyo) me tomaste de la cintura y me llevaste contigo, yo claro tan quieto tan callado tan lapicero me acogí a tu mano sin negarme rogando que la rubia fastidiosa no me ultrajara de tu piel.

Te regaló un cuaderno, la rubia muy estúpida no se dio ni cuenta de que me habías tomado (a veces pienso que sólo quería deshacerse de mí y por eso no dijo nada) y aún más estúpida te regalo un cuaderno, y en ese mismo cuaderno plomo caro sería donde más tarde viviríamos todo nuestro amor, nuestra pasión,…y mi abandono, mi puto abandono.

Pasaron los días, y ya no segundos, sino días. Cada él te amaba más, cada él te conocía más. Esos secos y carnosos labios que me moría por tener, ese tacto a veces frío a veces caliente que de tus dactilares embriagadores tomaba. Y mierda. Esos zorros chocolates que me engatusaban cuando me mirabas y me enfermabas por no poder hacerte mía, por ser un maldito juguete de tus escrituras incapaz de dominarte. Y mierda, ese cuerpo virgen que nunca llegué a desvestir por completo ni nunca llegare porque ahora no te tengo más junto a mí.

Y ya no sólo pasaban días, sino semanas enteras a tu lado. Siempre a tu lado, en el bolsillo de tu saco o en el marsupio de tu polera, a tus manos cuando de firmas o animes deformes te dedicabas a dibujar. Cuanto tiempo desperdicié a tu lado no me importó, tú me usaste como ninguna, me hiciste el amor como ninguna (aunque sólo en fantasías), y me besabas en la cabeza haciendo mucha veces rozar tus dientes con mi platicoso cráneo. Y yo como puto enamorado me entregaba, iba por donde tu mano me guiará, dormía donde tus dedos me dejaban y tal vez fui feliz, y tal vez fui un puto feliz…pero los putos como yo la felicidad es efímera, se va como la esencia del filtrante del té al sumergirse en las llamas del agua hirviendo de la taza blanca del don de la casa.

Y así fue para mí. Ahora que lo pienso fue por exceso de amor que me pasó eso, fue porque me usaste demasiado en maldito sexo con papel, en malditas orgías donde todo mí líquido vital se iba por nada en palabras griegas mal escritas. Nada. Nada. Yo nunca dije nada, y ahora por eso mi foto ya no está en tu cuarto, porque me gastaste dibujando animes, porque me utilizaste creyendo que la primavera en mí sería eterna, creyendo que la risa nunca se iría del metal de mi sonrisa. Pero no fue así, yo trataba de dar lo mejor de mí pero ya nada era igual, escribías y yo no respondía a tus expectativas, tenías que pasar dos veces por el mismo camino para que mis marcas se notaran y no dejaran que los conocimiento vacíos del hombre se perdieran en ese cuaderno plomo que fue testigo de nuestro amor, de mi abandono. Tú me cansabas, me explotabas, me fatigabas en los días grises, en las tardes hambrientas, en las noches en tu cama cuando me leías a Sócrates desnuda para que según tú los ojos de tu alma pudieran ver lo inteligible. Tú querías ser otro Platón, yo quería ser el tuyo, quería ser aunque sea la pluma de aquel cisne que una tarde o mañana de setiembre soñaste.

Pero no.

Poco a poco me fuiste abandonando, días habían que me olvidabas y me plantabas en tu cuarto dejándome en llanto de tinta líquida negra que poco a poco menos lograba emanar de mi cuerpo. Y era por esa adolescencia mí, esa falta de esa puta tinta por la que más me dejabas, por la que ya no querías que a tu lado estuviera y por la que las raras veces que me volvías a usar en tus orgías de dibujos y rostros sin sentido con la vaga esperanza de una recuperación mía, me miraras con tristeza al darte cuenta que cada vez menos te era útil.

Y te aburriste de mí.

Y a la mañana siguiente me buscaste, me miraste con odio y me tiraste en el tacho de basura de tu cuarto cuando ni una sola gota de mi psique pude darte para escribir en las páginas blancas del cuaderno plomo.

Y en ese mismo tacho me encontré con otras víctimas desenfrenadamente enamoradas de ti al igual que yo lo estaba, gritando en silencio tu vil nombre, amándote aunque secos estuvieran.

Y sólo esa noche llorando como perro con la costilla rota ¡maldita sea! te vi con otro. Con otro desnuda en la cama, con otro hablando de Sócrates, con otro más nuevo y con la tinta líquida llena, con otro que tenía la misma mirada, las mismas ansias por tenerte que yo, otro puto más perdido por tus manos. Mierda. ¡Te perdí! ¡Te perdí! ¡Te perdí! y ahora sólo me queda esperar al camión de la basura para que tu vieja o tu hermano me llevarán sin nostalgia ni remordimientos a la muerte junto con esos otros amantes impíos que aún hoy claman tu nombre esperando que los salves de ese fatídico día en el nombre del amor que alguna vez les profesaste como a mí, y que yo siempre te profesaré mi Lucía de mierda.

Carajo… (suspiro)….a veces es tan duro ser un lapicero.
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Elección por Julio Rospigliosi

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“Hay dos caminos; uno es la vida y otro es la muerte,
y si vives en la muerte, entonces debes estar muerto.
Y si vives en la vida, entonces debes vivir.
El camino que tu corazón decide, hace que vivas.”
Bob Marley.

Los jueves eran así. Uno nunca sabía qué es lo que pasaría si de pronto eliges comenzar a dar pasos con la derecha o con la izquierda, o si comes en ese o tal lugar. De la elección dependía lo que siguiese, como una maldita cadena de eventos que van en círculos, porque al final (por lo menos a mí me pasa) llegas al mismo lugar y se echa de menos a la gringa.
Era de esperarse que si mi mano llegaba al celular y luego mi pulgar derecho marcaba “llamar”, los sucesos no tardarían en desencadenarse uno tras otro. Si me lo preguntan y, sobre todo, si es que tuviera que responder con exactitud por qué lo hice, diría que no lo sé, que la vida es así, un día uno coge un celular, marca el número de la gringa y recibe tal voz de desconcierto y pesadez que se siente destruido (¿ya no le importaba a la gringa?). Eso es lo que me ha pasado hoy y por eso estoy acá pensando en qué elegir.
Pero todo esto, debe comenzar desde antes, desde el momento en que salgo al mundo y elijo llorar. Creo que esa es la elección más evidente y más determinante que la otra elección entre leche o yogurt para el desayuno que tuve que hacer hoy antes de llegar a este lugar. Así que pienso, y por eso estoy acá (repito), y me digo que no hay que maldecir el día a día, o este jueves terrible (como todos los jueves, y ¿por qué los jueves?, se preguntarán, no creo poder responderles tan avezado enigma porque además, y no los subestimo, no creo que lo comprendan); se debe maldecir la vida entera y la elección de llorar.
Estoy acá, luego, me tiro. ¿Y después qué? Estoy casi seguro que quedará la gringa en las rocas, con mi cabeza ahí como descansando. Siempre en círculos, ya saben. Ahora estoy entre tirarme y llorar, y elijo llorar para darme una oportunidad. Aunque en realidad lo hago porque sé que la gringa se sentiría mal si me ve ahí muerto boca abajo, flotando en el mar como la consecuencia de un fallido salto del fraile. Pero, por el momento, he elegido llorar y con esto he elegido la vida.
Una muchacha con un vaso de café en la mano me grita “Rumba, Rumba!!” (Y he aquí mi nombre, si es que no me he presentado). Veo cómo su boca va moviéndose y acercándose su cuerpo regordete hacia mi situación suicida. Veo cómo su cuerpo regordete se va cayendo al tropezar con las grietas de la pista. Veo cómo sus ojos me miran mientras caen al suelo y cómo el jueves va acabando con su vida y con su cabeza desprotegida. Nunca había visto a la gringa así, después de tantos años, decidiendo tan mal los pasos un jueves. Nunca la había visto así… y gorda.
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BIENVENIDOS

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El objetivo de este weblog es perfeccionar la experiencia creativa con una dimensión nueva para quien participa en talleres de narrativa: la publicación inmediata de sus trabajos. El blog no solo permite el acceso a la lectoría creciente de bloggers en Internet, sino que complementa la observación crítica del cuento – ya enjuciado en el taller y, por ello, perfeccionado – con comentarios producto de su relectura: facilita la inspección meticulosa de los textos y un razonamiento más sutil sobre estos, y posibilita el debate de cuestiones opinables, que el taller, sin duda, evaluará. Se trata de una tribuna privilegiada para la visita y el examen detallado de sus creaciones, afin con quienes encuentran un mejor medio expresivo en la palabra escrita.

Adicionalmente, el weblog les permitirá conocer el intenso quehacer literario y crítico ya existente en la blogósfera. Contamos con enlaces a sitios web y blogs de prestigio y solvencia reconocida. A estos se suman suplementos sobre libros de varios periódicos en línea y podrán añadirse otros, muchos de los cuales serán resultado de sus propias búsquedas en la web.

Espero que esta dimensión nueva del taller de narrativa les agrade y consiga recrear de forma global la experiencia de la escritura en nuestros días.

Bienvenidos!

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‘Die guten zeiten (los buenos tiempos)’ por Diego Cebreros

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Eran unos diez, quince, veinte cuerpos esparcidos entre la nieve, sobre una capa roja de sangre y en medio de un claro de árboles negros y muertos. Y más allá, un soldado cojo y cansado, salpicado de sangre y con la escopeta al hombro. Con el brazo bueno sostenía el brazo herido, y la pierna sana servia de apoyo mientras esperaba encontrar un refugio. Después de un día, una noche, y un día más, vagando por entre el bosque y la nieve y el rastro de sangre que dejaba a su paso, encontró una cabaña. Era pequeña y se encontraba fuera del bosque, y tenía una chimenea y un cerco de madera. El soldado se apresuró en llegar, cojeando, muy malherido, con hambre y con frío. Al llegar, tocó la puerta muchísimas veces, pero no salió nadie. Volvió a tocar, y obtuvo el mismo resultado. Desesperado, recorrió los alrededores y reviso todas las ventanas, pero no vio a nadie. Casi desfalleciendo, intentó romper la puerta con la pierna buena, pero ésta no cedió. Luego, aun más desesperado, tomó la escopeta y rompió las ventanas. Dentro de la casa no había nadie, ni comida, ni agua, nada. Sentía arder sus manos, por los vidrios de la ventana. Luego sintió más hambre, y frío en las manos, que aun ardían. Y después de un momento, cuando ya no se le ocurrió hacer otra cosa más que sentarse en el piso, de espaldas a la pared, dejó el arma a un lado, cerró los ojos, y ahí se quedó.
Y luego despertó. Estaba en una cama muy suave, arropado entre las sabanas. Su uniforme estaba sobre una silla, a su lado, y ahora solo podía ver que tenía puesta una camisa blanca y holgada. Cuando se dio cuenta de su situación, unas lágrimas recorrieron su rostro por la felicidad y, más tranquilo, se acurrucó y volvió a dormir. Soñó con ella, de hace muchísimo tiempo atrás. Antes del ejército, de la muerte, del cansancio, cuando solo había colegio y la nieve era para jugar, no para enterrar cuerpos.

Al salir el sol, me costó mucho trabajo levantarme, por el frío que hacía. Había nevado toda la noche, y la ropa que puse a secar estaba húmeda esparcida. Me pasé toda la mañana recogiéndola y colgándola de nuevo, y más tarde fui al pozo para sacar agua, pero estaba congelada, así que bajé al pueblo para conseguir un poco, y de paso comprar todo lo necesario. Había muy poca gente en la plaza, de seguro muy flojos o muy perezosos para salir, con el frío que hacía. Cuando compré todo lo que pude, me dirigí a mi cabaña, pero luego se escuchó un ruido ensordecedor. En el horizonte, se veía una estela de humo muy alta, así que me asuste y apreté el paso. Mientras caminaba, se escuchaban explosiones y disparos, pero muy lejos. Yo llegué a mi cabaña y rece para que no ocurra nada malo. Cerré todas las puertas y ventanas y me escondí un momento en mi habitación. Tenía miedo de prender la radio y, después de un momento, los disparos y las explosiones cesaron. Luego tomé una siesta, no quería saber nada de lo que ocurría en el exterior, con lo asustada que estaba. A mi lado, vi la foto de mi marido y mi hijo mayor. Me daba lastima pensar en ellos pero no podía evitarlo. Tome la foto entre mis brazos y me cubrí con las sabanas. Me sentía más a gusto estando ahí, en la oscuridad, donde solo había lugar para mí y la foto. Luego me puse a llorar.

No recordaba cuantas veces había dormido y despertado, y tratado de dormir otra vez. Le dolía un costado de la cabeza de tanto estar recostado, y al final se despertó y se puso el uniforme. Antes de abrir la puerta, tomo la escopeta y se la puso al hombro, luego pensó en lo que iría a pasar, en quién estaría del otro lado de la puerta y qué iría a decir. ¿Qué habría hecho si, al abrir la puerta, se hubiese encontrado con ella, ahí, en ese país extranjero, sin ningún motivo aparente? Abrió la puerta y salió. Después de pasar un corredor, vio a una mujer frente a la cocina, preparando sopa o guiso. Él no supo qué decir, y solo atinó a alzar la mano y saludar, con una sonrisa torcida. La mujer también lo saludó y le explicó lo que había pasado. Dijo que lo había encontrado recostado sobre la pared, debajo de una ventana rota, y que se había encargado de tratar sus heridas. También dijo que habían pasado unos 3 días desde eso y que podía quedarse a comer si quería. El soldado aceptó con gusto y se disculpó por todas las molestias que había causado, y dijo que en cuanto se recupere, repararía la ventana por la que había entrado. La mujer aceptó y ambos comieron tranquilamente sobre la mesa, mientras escuchaban la radio y se enteraban de las noticias. Cuando terminaron, la mujer lavó los platos, y le dijo al soldado que podía descansar si lo deseaba. El soldado acepto y durmió un par de horas más. Luego, la mujer se acercó a él y limpio sus heridas de nuevo.

Cuando desperté, salí de la cama y preparé el almuerzo. Aun hacía un poco de frío, pero ya había dormido mucho ese día y no quería desperdiciar el tiempo. Luego prendí la radio para enterarme de lo sucedido, pero no comentaron nada del incidente. El ejercito de nuestro país se había rendido y las tropas del bando enemigo habían atravesado la frontera. Los precios de los alimentos subían y el gobierno consideraba repartir bonos de alimentos. Yo sabía que los bonos no llegarían hasta nuestro pueblo y que solo se concentrarían en la capital. Luego pensé nuevamente en mi esposo y mi hijo mayor, peleando en la guerra. No pude evitar llorar de nuevo. Ni siquiera se enrolaron en el ejército y, de estar muertos, no habría ningún tipo de compensación. Lo mas seguro es que me marche de aquí y me lleve las pocas pertenencias que me quedan. Estaba muy abatida, pensando en ellos, en mi futuro, ya no tenía ganas de vivir. El almuerzo se estaba cocinando en la cacerola, pero yo no estaba pendiente de él. Quería volver a la cama de nuevo, echarme y no despertar. Comí lo poco que había cocinado y regresé a la cama, sin importarme el frío que hacía. Ya no me importaba nada.

La mujer que cuido del soldado parecía muy triste, y a él le dio mucha lastima. Tenía el cabello oscuro y unos ojos muy bonitos, y parecía que en otras épocas había sido una joven muy atractiva. Ella le contó al soldado que su marido y sus hijos peleaban en la guerra, pero como parte de la resistencia. A él le dio mucha lastima, siendo del bando contrario. Le pregunto por qué es que cuidaba de él, y ella le dijo que estaba muy sola en la cabaña y necesitaba de un hombre que la ayude. El soldado aceptó y le dijo que cuidaría de ella de la misma forma en que ella lo trató a él, y la mujer aceptó.

Ese día tuve un sueño muy extraño. Soñé que estaba en la ciudad del bando enemigo, pero vi que era muy fría y solitaria. No había árboles ni flores ni colores de ningún tipo, sino que solo veía edificios fríos y muy altos, con puertas enormes y personas haciendo fila para entrar. Y las personas se veían tristes y cansadas, y mientras me acercaba, me iba haciendo más y más pequeña, hasta volver a ser una niña, con el cabello ondulado y el cerquillo recogido. Luego empecé a llorar, porque no había nadie que se encargara de mí, y mientras lloraba, todas las puertas temblaban, y mi voz cambiaba y sonaba muy extraño, como si rompiera vidrios con ella. Luego desperté, llorando cómo la niña que había sido. Sentí una corriente de aire en las piernas, pero no le di importancia. Luego salí de la cama y encontré a un hombre, un soldado, recostado sobre la pared, bajo una ventana rota. Estaba muy malherido y tenía cortes en la mano, de la que emanaba un hilo de sangre. Era un hombre alto, con el cabello plateado y ligeramente largo, y una escopeta a su lado. No supe qué hacer en ese momento. Era uno de los soldados del ejercito enemigo, pues tenía ese uniforme gris, como en el sueño que tuve.

Una vez que el soldado se hubo recuperado, se quedó un tiempo con la mujer que lo atendió y la ayudó en todo lo que pudo. Reparó la ventana por la que entró y le entregó algunos objetos para que los vendiera en el pueblo. Le dio dinero de su país, que era más valioso y difícil de conseguir, y con él compraban los víveres que necesitaban. Le dio todo lo que tenía en su mochila, excepto esa carta de hacia tanto tiempo, de ella, de poco antes del ejercito y de los edificios grises y las banderas rojas. El único testimonio de tiempos más alegres y más divertidos, y al mismo tiempo de cosas tan tristes.

Ya ha sido mucho tiempo desde que el soldado vive conmigo. Se levanta temprano y corta leña para la noche. Con el dinero que me entregó, compre muchos alimentos y comimos como nunca antes. Es bueno y muy amable, no como la descripción que dan en la radio. Y también es muy atractivo. El único problema es que a veces no podemos entendernos del todo, pues su lengua es muy diferente de la mía. Pero por lo general no tenemos problemas con eso y todas las tardes, antes de comer, cuenta historias de su país. Una noche, antes de dormir, el soldado dijo que se sentía a gusto conmigo, y que esperaba poder quedarse aquí. Yo no supe qué decirle, pues aun pensaba en mi esposo y mi hijo, y le dijo que lo mejor sería no hablar del tema por el momento.

Al pasar los días, la guerra se encrudecía más, y la ocupación del bando enemigo se extendía por gran parte del continente. Un día, un pelotón del bando enemigo llegó al pueblo y reunió a todos los habitantes. El soldado fue descubierto como desertor y se lo llevaron en una camioneta, junto con la mujer que lo había recogido.
Siento miedo por lo que pueda pasar, por mi, y por esta mujer. La Schutzstaffel llegará en cualquier momento, y me descubrirán, por mi acento o por algún soplón. Deben de haberse enterado del pelotón que asesine. No me importa, pero en verdad lo siento por esta mujer. Ha sido buena conmigo, pero no he hecho más que empeorar su situación. Ojala y algún día pueda perdonarme, pero es que es idéntica a ella, con esos ojos enormes y el cabello negro. Se la van a llevar, como a mi, y la quemaran, igual que a ella. ¿Volveremos a vernos? No lo se, es tan triste todo esto. Quizá la hice feliz, nunca me lo dijo, pero vi esa foto, de su esposo y su hijo. Soy idéntico a ellos. Es extraño, pero parecía que no era ella quien cuidaba de mí, sino a la inversa, como en busca de tiempos mejores, tal vez igual que yo.
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‘Lugar llamado Kindberg’ por Julio Cortázar

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kindberg

[…]Lina al borde de la carretera a la salida del bosque en el crepúsculo, qué lugar para hacer auto-stop y sin embargo ya, otro poco de sopa osita, cómame que necesita salvarse de una angina, el pelo todavía húmedo pero ya chimenea crepitando… tengo una carta para nos hippies de Copenhague, unos dibujos que me dio Cecilia en Santiago, me dijo que son tipos estupendos, el biombo de raso y Lina colgando la ropa mojada, volcando indescritible la mochila… kleenex botones anteojos negros cajas de cartón Pablo Neruda paquetitos higiénicos plano de Alemania, tengo hambre, Marcelo me gusta tu nombre suena bien y tengo hambre, entonces vamos a comer, total para ducha ya tuviste bastante, después acabás de arreglar esa mochila, Lina levantando la cabeza bruscamente, mirándolo: Yo no arreglo nunca nada, para qué, la mochila es como yo y este viaje y la política, todo mezclado y qué importa. Mocosa, pensó Marcelo calambre, casi cosquilla (darle las aspirinas a la altura del café, efecto más rápido) pero a ella le molestaban esas distancias verbales […]

“Lugar llamado Kindberg”, magistral cuento de Julio Cortázar (1914-1984), actualiza como pocos relatos el antiguo tópico de la añoranza de la juventud y lo resuelve en una muy particular versión del “tempus fugit” latino (“el tiempo pasa”). Nuestros talleristas emprenden el mismo viaje por un lugar común para someterlo al matiz de sus distintas inclinaciones estéticas. Algunos, más inclinados por el Cortázar fantástico, aprovechan la oportunidad para probar temple en ese tipo de relatos. Último ejercicio del taller. Sigue leyendo

‘El día se ha acabado’ por Morgana Salvador

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Las siete de la mañana era para opinión de Berton un fastidio mayor en la vida, las personas recién bañadas traspirando cerca de él en el subte y la lentitud odiosa de cada paso por la cantidad de gente deslizándose con indiferencia a sus trabajos. Si tan solo pudiera despertarlos, arruinar su rutina y hacerles notar que pensaba, que era necesario que ellos pensaran. El café que todos tomaban y la cola de quienes esperaban que se vuelva a llenar la máquina, independientes de su droga para mantenerse torpemente activos por haber desperdiciado su vida en días acumulados sin dormir. Se encerraba en la oficina, las persianas, pensaba que toda persiana era símbolo inequívoco del sin sentido del automatismo. Luego pasaban horas antes de darse cuenta de que su turno había acabado, ya decidido a no almorzar hasta regresar a casa en la noche para no tener que ver el ritualismo de la conducta social civilizada de sus compañeros. La cita en los restaurantes ubicados cerca a la oficina, los ternos y actitudes finas que ocultaban el salvajismo que la competencia entre ellos provocaba era más de lo que su atormentado cerebro podía soportar. La transcripción, un resumen exacto de su vida, la metáfora de su existencia, un copiar pegar diario, pasar de los viejos archivos a la base de datos de la computadora nombres de viejos clientes.

La lista no incluía ningún juguete suyo o de su madre, o de su abuela, o de la abuela de su abuela, porque así era, la diversión era la chatarra del pasado. El bullicio del aéreocarro le impedía concentrarse en su búsqueda por el jardín. Si ella hubiera notado que los artículos de valor funcionaban a modo de reliquias tal vez no habría sido insistente en encontrar a su muñeca perdida. Los rayos láser impedían que el comprador tocase los productos de la venta de garaje a costo de perder algún miembro si se intentaba algo ilegal, pero ella estaba segura que la antipática Pati, la única niña en el colegio que podía no comer espinacas en el refrigerio, se la había llevado sin pagar solo para disgustarla. Quiso advertir de aquello a sus padres, pero recordó que su supuesta bravura no era más que con ella, con los demás eran simples corderitos. Cruzó el jardín de su casa y en la entrada gritó apurada la contraseña para que el ordenador le permitiese salir por el portón principal. En la calle pudo ver la camioneta plateada doblando en la esquina. No tenia que pensarlo mucho, Pati no se quedaría con su muñeca, tendría que ir a su casa a pedírsela o quitársela según las circunstancias.

Caminó para evitar todas las molestias de los buses, la ciudad tenía un ritmo palpitante que le causaba migraña. Cuando se cruzaba con cualquier persona en la calle hacía pequeños experimentos, acercarse se saludar, mirar fijamente, a nadie le importaba. Nada los despertaba, sumisos todos al sinsentido, nada especial, nadie extraordinario. En casa se preparaba el almuerzo, sin sabor, sin bebidas, el televisor estaba destrozado y en su posición en la sala, un recordatorio permanente de lo que no debería hacer. La computadora, tal vez podría terminar el trabajo para estar libre el fin de semana, libre para afanarse de la ineptitud humana. Aquella tarde era tan diferente, se sentía perdido adormilado, cansado, ya nada tenía razón de ser, quiso hacer algo diferente, no pudo. Se aburrió de transcribir, entró a Internet, buscó el chat, ni luego de dos minutos de conversar lo dejaban colgado en línea. Buscó animales extintos, saltó a casos inexplicables, llegó a mundo misterio, los links unos tras otros. Fue entonces cuando encontró un mensaje conmovedor, el despertar, lo que jamás se atrevió a expresar, aquello que lo elevaría más allá que cualquier hombre, el mundo entero contemplaría idiotizado un nuevo comienzo, él sería el mártir del final. Todo simple expresado en unas pocas palabras: el banquete solo tiene sentido si la víctima está de acuerdo. Debajo del mensaje del blog estaba una dirección de correo.

La niña caminaba por la avenida que años antes era el único medio de acceso hacia la periferia de la ciudad, en una ocasión ya había visitado a Pati cuando todavía amigas, ahora ella se dedicaba a alejar a tantas compañeras como pudiese, no se junten con ella solía decir, la niña estaba sola en el colegio, abandonada en casa, no se quedaría sin su muñeca. Su madre olvidó recordarle lo inoportuno que sería salir en una búsqueda por la ciudad, una ciudad terrible y peligrosa, pero talvez lo que sucedería sería lo más oportuno. La niña recordaba lo mucho que odiaba a Pati, lo molesta que estaba con no tener nada, con vender lo que perteneció a sus abuelas por casi más de un siglo, por que claro, ya nadie podía producir nada, no más ropa, no más juguetes, no más comida, todos los insumos se habían acabado. La frase favorita de su padre, todo escaso querida, era un perpetuo recordatorio de su suerte. Y luego estaba la horrorosa concentración de la gente alrededor de un holograma para escuchar las noticias, la niña estaba aburrida y hostigada de escuchar a las personas murmurar con creciente excitación acerca de la nueva ley. Caminaba con prisa y decidida, pero no estaba atenta ni asustada, pues habría notado lo vacía que estaba la avenida desde que salió de su casa. Mientras pasaba por la zona comercial, notó que los escaparates seguían mostrando la misma serie de informaciones en el holograma. El resultado del referéndum virtual para aprobar la ley y modificar unos cuantos artículos de la Carta Magna, por el que sus padres habían votado a favor, el debate en el parlamento, nada de aquello importaba en la vida de la niña, hasta entonces.

Todo ya estaba acordado. Tuvo que duplicar su velocidad de transcripción para terminar con la base de datos antes del viaje. Ordenó su casa, botó su televisor y borró todos los archivos del ordenador. Compró el boleto de ida en avión, y luego de despedirse sonoramente de sus colegas en la oficina, tuvo un día rutinario muy feliz. Al llegar a su destino buscó a su nuevo compañero de vida, pasearon por la ciudad, conversaron de sus motivaciones y experiencias. En repetidas ocasiones quiso el otro asegurarse de la convicción de Berton, no era necesario. Acordaron una fecha. En el sótano de su perpetrador se besaron y mantuvieron relaciones, perfectas por ser las últimas. La parte más difícil, a parir de ése momento, es tomar todas las pastillas y el alcohol posibles para no sentir dolor pero estar relativamente consciente. Su nuevo compañero está demasiado emocionado para proseguir con tranquilidad y Berton no es un ser pasivo o una simple víctima, él dirige la operación. Ha llegado el momento, se tiende sobre la mesa de madera, puede distinguir a duras penas como su pene penetra la boca de su amante, se funden tras el primer bocado. Le exige que no se lo trague, él merece participar de su destrucción, el caníbal cocina el miembro de Berton, juntos lo comen con un poco de vino, así se ha iniciado la vida del mártir. Jamás ha supuesto pedirle al caníbal que pare, se deja devorar, está muy agotado para imaginar ser otro, ahora es.
Luego de un año el anhelo de Berton se hace realidad, el mundo atónito ante lo macabro de los actos perpetrados aquella noche. Nadie entiende como una persona pudo aceptar semejante invitación. La condena moral a su asesino es absoluta, él, esté donde esté, es feliz, un grupo de dark metal le ha dedicado una canción, la morbosidad de la gente se expresa en Internet, en la web es un individuo conocido y hasta respetado.

Ya estaba oscuro, las luces de los postes encendiéndose a su paso la asustan. La niña se siete perdida, decide regresar, pero encuentra en el camino a unos vagabundos que celebraban alrededor de una fogata. Algo los hace muy felices, demencialmente felices. La ven, se le acercan, cuchichean entre sí. El más anciano da un paso hacia delante, parece reflexionar con sí mismo. Lo siento pequeña, no entiendes, dice. Ella trata de retroceder aterrorizada pero tropieza. Otro individuo toca el hombro del anciano y le dice: que va Karl, no creo que se molesten porque nos adelantemos un poco. El viejo asiente, no pueden esperar a que se promulgue la ley. Los vagabundos la destrozan para devorársela.
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