-Te apago la luz.
-¡No!
-¿Y por qué no?
-Porque hay un monstruo debajo de la cama.
-No, anoche revise y no había nada.
-Es que se escondió en el armario para que no lo veas.
-¿Pensé que estaba debajo de la cama y no en el armario?
-Es que volvió a debajo de la cama porque le gusta masticar las patas de madera.
-¿Quieres que revise si esta?
-Yo sé que está.
-¿Quieres que lo espante?
-No. Quiero que papá lo espante.
-Papá esta trabajando en su escritorio y no puede subir pero yo lo puedo espantar si quieres.
-Papá lo tiene que espantar porque es el único al que el monstruo le tiene miedo. Además papi no esta abajo esta en el armario esperando que la gallina morada ponga huevos en mis pantuflas.
-Mi amor, papá esta abajo.
-¡Esta en el armario!
-Ya es hora de irse a dormir, te digo que no hay nadie aquí dentro. ¡Ves! ¿Jaime?
-Gordita hola ¡Shhhh! No espantes a la gallina que creo que esta a punto de poner su primer huevo.
-¿Jaime? ¿Qué haces ahí adentro?
-Un momento deja que salga. Esta bien ahora si, estaba tomando un descanso chiquito. Los registros financieros no son tan entretenidos como la mayoría piensa. Gaby me contó que una gallina morada se había mudado a su armario y quería ver si ponía algunos huevos para hacer un omelet. Estoy que espero y espero pero la gallina parece estar media pasmada. Será el olor de los zapatos de la enana que la marean un poco.
-¿Pero…?
-¡Papi!
-¿Qué le pasa a mi princesa con su boca de fresa?
-¡El monstruo ha regresado! Esta debajo de la cama y casi se ha comido toda una pata de mi cama.
-Oh no, bueno habrá que comprar una nueva cama, pero antes a espantar al ente peludo. Tú ya sabes que hacer princesa, debajo de las sábanas sin sacar la cabeza ¿Dónde está la canasta con ropa sucia? ¿Gorda? Te acabó de preguntar algo.
-¿Qué? Ah, en el baño, pero no entiendo un momento. ¿Para qué? ¿De qué hablas? ¿Por qué estabas en el armario?
-Ya te dije. hay una gallina morada, un momento gordita. que tengo que ir con las medias sucias de la bebe.
-Un momento, Jaime
-No te preocupes mami que papi es un experto.
-Gaby, sal de debajo de las sábanas. ¿A que están jugando ustedes dos?
-Regresé. Tendremos que agregar medias nuevas a la lista de compras.
-¿Qué haces?
-¡Shhhh! ¿Qué parece? Dejo un camino de medias desde la cama hasta la ventana. Baja la voz, no queremos que se de cuenta.
-¿Pero para qué?
-¡Shhhh! Baja la voz. Para botar al monstruo claro. Voy a abrir, ¡aja! Aquí esta el problema, alguien ha dejado la ventana abierta.
-¿Qué? ¿Y? No entiendo ¿Qué?
-No pues gorda, así es como se meten estas cosas. Si la gallina entró solita por la ventanilla del baño, ¿cómo vas a dejar una ventana grande abierta? Ya, bueno, no importa, guerra avisada no mata gente. Ahora apagamos las luces y…
-Jaime detén esto. ¡Ahhhhh. Algo me acaba de rozar la pierna!
-Mnnn, mnn, mnnn, grawls.
-¡Jaime que es ese ruido!
-Cállate gorda que lo vas a asustar.
-¡Rgrawlls! ¡Gaaaaaaaaaaahhhhhh!
[SPLAT]
-¿Qué mierda fue eso?
-Nada. Carmen por favor no digas lisuras, Gaby esta ahí no más.
-¿Ya se fue papi?
-Si, enana. Puedo ver desde la ventana que ya no se mueve. Ahora sí a dormir.
-¿Jaime?, creo que algo ha caído algo sobre el auto. Jaime, mira hay un… un oso o un perro sobre el Nissan.
-No te preocupes, gorda; apenas ha rayado el carro. Ahorita bajo y lo entierro en el jardín. Buenas noches, princesa.
-Buenas noches, papi. Buenas noches, mami.
-No entiendo, ¿qué es eso encima de mi carro, Jaime?
-Gorda vamos que la bebe ya se esta quedando dormida. Hey, mira. Ya puso huevos la gallina, el ruido del monstruo cayendo la debió ayudar. Supuestamente, solo ponen huevos cuando están tensas; por eso cuando espero a que pongan huevos las gallinas moradas siempre me siento y ladro. Las paltea a las pobres. Bueno, ya tenemos para el desayuno mañana.
-¿Jaime, de qué hablas?
– Nada vamos. Uy, casi me voy sin cerrar la ventana. Hay que mantenerla cerrada en las noches para que esto no vuelva a pasar. No te preocupes, gordita, no es tu culpa, no sabias. Eso y capas también poner un poco de Ratimin al borde de las paredes. Con eso bastará, creo yo. Es por el calor del verano que entran. También me he dado cuenta de que están entrando los mosquitos. Habrá que comprar también un vape.
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Archivo del Autor: Alexis Vladimir Iparraguirre Castro
S/T por José Málaga
– Ya casi. Ahora sólo basta un pequeño esfuerzo y…
– No no no ten cuidado me aprieta mucho.
– Bueno, lo intentare de nuevo; toma un poco de aire y cuando te diga lo botas ¿ok?
– Está bien pero hazlo con cuidado (toma aire).
– ¿Así está bien?
– Sí sí, sigue sigue.
– Tan solo un poco más y…Ahora sopla.
– Ufff(sopla).
– Ya está ¿cómo te sientes?
– Apretada.
– Descuida, así es el modelo del vestido, pero te queda muy bien.
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S/T por Camilo Clavijo
– Ayer tuve un sueño rarísimo.
– Siempre tienes sueños así, no me extraña.
– Esta vez fue muy real, pero, a la vez, extraño.
– Cuéntame, aún nos queda tiempo y ya pagaste.
– Lo sé, es por eso que trato de apurarme en lo demás.
– Y eso que no te demoras mucho, en fin, cuéntame.
– Soñé que estábamos sentados, frente a frente, y que…
– ¿Como ahora?, está bien, no interrumpo.
– Nos quedábamos en silencio y mirándonos fijamente y…
– El silencio bienvenido nunca es incómodo, ¡ya! No me mires así.
– De pronto, sonaba tu celular y era un paciente insatisfecho y demente pidiendo una cita urgente contigo y tú le decías que no podías, aunque en el fondo no querías verlo porque temías que te hiciera algo.
– Gonzalito seguro, es tan joven y ya viene recurre a nosotras. Y, sí, nunca se va satisfecho y no es mi culpa, es él que no sabe bien quién es o qué quiere.
-Sí, ese era el nombre, y me decías lo que acabas de decir.
– ¿Ahora eres adivino? Pero, es solo una bromita ¡Qué mal humor el tuyo!
– Por eso te digo que es muy extraño y escúchame que para eso te pago, no para que abras la boca, salvo ciertas excepciones. Apagabas tu celular y volvíamos a mirarnos en silencio, eran unas miradas decepcionadas e inexpresivas, como si supiéramos que todo está perdido, que todo está por acabarse y no hay nada que se pueda hacer. De pronto, la puerta se abría con fuerza y entraba ese joven insatisfecho que te llamaba y…
– Gonzalito, ¡qué haces aquí!
– Y tu empezabas a gritar, desesperada, porque sabías lo que iba a suceder y de pronto tu mirada se aferraba a la mía y yo te sonreía y…
– ¡No! Gonzalito, escúchame, ¡no hagas esto!
– Bajábamos la mirada (se escuchan dos disparos) y una luz blanca muy intensa acaparaba todo, nos envolvía, cálidamente, y el silencio era impuesto, pero agradable, y te callabas por fin.
S/T por Diego Alva
– Veo que me cambiaron por ti, ahora yo ya no le intereso mucho, incluso está escribiendo un cuento sin mi ayuda, algo parecido a Star Wars, pero no lo logrará sin mí.
– Para que veas pues. Las personas deciden por un rumbo que nunca han probado, y por ese rumbo estoy yo. Ahora yo soy partícipe de su atención.
– Pero conmigo aprendió a dibujar bien, conmigo sus palabras eran dibujos sacados de obras de arte, pero contigo…
– ¿Conmigo qué?
– Contigo su vida cambió para mal, todo le sale horroroso, de las muestras de arte que antes ella dibujaba ahora solo son espantosos caracteres, fregaste su vida.
– Pues ella ya tomó una decisión y ahora me eligió a mí, con el tiempo ella sacará lo más bello que llevo dentro aunque ahora no parezca.
– Se aburrirá de ti, ya lo verás. Probablemente haga el esfuerzo por soportarte pero se cansará y volverá conmigo. He andado con ella toda su vida y tú solo eras un adorno para que no se viera desigual.
– Quizás en su momento, pero a ella ya la domina otro impulso, otra fuerza.
– ¿Otra fuerza?
– Sí, otra fuerza. La domina el otro lado, el lado oscuro de la fuerza.- dijo la mano izquierda.
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S/T por Sergio Anchiraico
-Joaquín, se acerca el camión. Saca la basura de la cocina.
-¿Y por qué no la sacas tú?
-Porque estoy ocupada llevando esta caja de vajillas, si dejaras de ver la televisión te darías cuenta. Además, te lo estoy ordenando a ti.
-No molestes…
-¡Oye, respeta a tu madre!
-Está bien, querida madre; te respeto.
-¿Y qué esperas para sacar la basura?
-Dije que te respetaba, no que la sacaría.
-¿Me estás tomando el pelo?
-No, estoy viendo tele y esperando que mi querida madre pida amablemente las cosas.
-No tengo tiempo para tonterías Joaquín, esto pesa ¿sabes? ¡Así que saca la basura!
-Saca la basura… ¿qué?
– ¡Ay! Mierda… – gritó la madre al caérsele la caja y escuchar quebrarse toda la vajilla.
-¿La del baño también quieres que la saque?
‘Las plantas crecen con agua’ por Jackeline Velarde
-Mamá, ¿Por qué papá se ha ido?
-Porque tenía que ir a recoger frutas.
-¿A dónde?
-Muy lejos, amor.
-¿Cuándo vuelve?
-Cuando termine de recoger todas.
-Mami, las frutas salen de las plantas, ¿no?
-Sí, mi amor.
-Entonces papá vendrá cuando se acaben las plantas, ¿no?
-Claro.
-Y las plantas crecen con agua.
-Sí.
-¿En dónde?
-En la tierra, hija.
-¿El agua de dónde viene?
-Del mar.
…
-Mami, ¿Cuándo vendrá papá?
-Cuando se acabe la tierra y se seque el mar.
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‘Un buen día para el pez plátano’ por J D Salinger
[…]
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y-ya era la cuarta o quinta llamada-levantó el auricular del teléfono.
-Diga-dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora Glass-dijo la operadora.
-Gracias-contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás?-dijo.
-He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…
-¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
-Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…
-¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…
-Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegasteis?
-No sé… el miércoles, de madrugada.
-¿Quién condujo?
-Él-dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…
[…]
En “Un día perfecto para el pez plátano”, J.D. Salinger (Nueva York, 1919) compone sobre la base de diálogos, en dos escenas contrapuestas, una aproximación proteica a su universo de seres sensibles condenados a la vulgaridad del mundo. Teniendo a vista la fuerza expresiva que adquiere una escena en este relato, los talleristas se sometieron a la prueba de delinear un cuento breve en el mero intercambio de palabras entre personajes que se construyen en su propio lenguaje. Aquí aparecen los mejores trabajos Sigue leyendo
‘A.A. Asesinos anónimos’ por Guillermo Nevado
profundo de nuestro ser , que éramos alcohólicos. Este es el
primer paso hacia la recuperación. Hay que acabar con la
Ilusión de que somos como la demás gente o de que pronto lo seremos.
Alcohólicos Anónimos, Página 28
El taxi se detuvo frente al 322 de Miró Quesada. El ex ministro de Pesca, Don Rafael Fernández de la Fuente sacó un billete de veinte soles del bolsillo de su chaqueta de casimir crema, se lo entregó al conductor, le agradeció amablemente y bajó del automóvil. De la faltriquera posterior del pantalón sacó el trozo de periódico, que horas antes había arrancado de los anuncios clasificados, para verificar la dirección. A pesar de la poca luz, proveniente del único poste de ese lado de la calle, y de que no traía puestos sus anteojos, comprobó que, efectivamente, la angosta y desvencijada puerta de cedro frente a él correspondía al 322 de la calle Miró Quesada. Examinó el umbral. Detectó rápidamente el agujero al que hacía referencia el anuncio del diario. Introdujo la mano, palpó el interior y tomó la llave. Después de abrir la puerta, volvió a colocar la llave en su lugar y entró al recinto. Siempre un lugar diferente, siempre de la misma manera, esa era la consigna. El interior estaba aún más oscuro que la calle. Unas empinadas escaleras de madera daban a un segundo piso del cual provenía un imperceptible haz de luz. Subió lentamente, con el andar pesado y silencioso de sus sesenta y tantos años, con los mismos pasos cuidadosos con los que había andado desde aquella vez que se fracturó la rodilla derecha. Llegó a un diminuto vestíbulo que terminaba en una puerta idéntica a la de la entrada. Del otro lado, oyó una voz contenida, casi un murmullo, casi un sollozo. Se colocó el antifaz y empujó la puerta sin llamar. La reunión ya había empezado.La habitación era grande, comparada con la puerta, la escalera y el vestíbulo; estaba pintada toda de color blanco humo. Había una ventana cerrada con las persianas corridas en la pared de al frente; en la de la izquierda, la foto de un ex presidente y bajo ella un perchero común; y en la de la derecha un reloj cuadrado que anunciaba las 8:34pm. En trece sillas de madera dispuestas en forma de círculo, diez personas sentadas escuchaban a una onceaba que hablaba con voz angustiada e intermitente. Iban vestidas de distinta manera, aunque todos con estilo y corrección, y llevaban puestos sendos antifaces negros. Por sus portes, siluetas y cabelleras, la mayoría de ellos parecía estar bordeando los cuarenta años. Don Rafael Fernández de la Fuente era sin duda el mayor de los concurrentes. Su cabello entrecano y su gris barba eran prueba suficiente de ello, aunque su cuerpo erguido y su postura elegante lo hacían ver, más bien, como alguien de menos edad.
Sin quitarse el abrigo, como era su costumbre, avanzó hasta una de las dos sillas que estaban desocupadas, la que se encontraba más lejos de la puerta, justo tres sitios a la derecha del hombre de cabellos rizados que hacía uso de la palabra. Quedaba una última silla libre justo frente a él. Y entonces…mientras ella iba al baño a tomar sus píldoras para dormir, saqué….saqué…la…la jeringa con anestesia que … había robado del hospital donde trabajo esa mañana y me paré a lado de la puerta. Y entonces… volvió y antes de que…que pudiera reaccionar, salté sobre ella y le…le clavé la jeringa en el cuello. Y entonces sus pupilas se dilataron, y su corazón se aceleró, pude escucharlo, sí, y sus manos se pusieron tan…tan rígidas y calló sobre la alfombra. Y entonces, la sed se calmó, mi mente se puso en blanco, me sentí tan…tan tranquilo. Pero luego vino la culpa, e hizo estragos en mi pecho, y…y supe que tenía que deshacerme del cuerpo…y …y. El llanto interrumpió su declaración. Se escuchó entonces una serie de voces de consuelo, de exclamaciones de comprensión. Un par asentía tristemente con la cabeza. Los que estaban más próximos al que lloraba le dieron sendas palmadas en el hombro. Frente a Don Rafael Fernández de la Fuente una mujer, que a todas luces era la dirigente del grupo, tomó la palabra. Compañeros, ¿cuáles son nuestros principios? A diferencia del resto de asistentes, que ahora los repetían al unísono, Don Rafael Fernández de la Fuente aún no conocía de memoria los principios. «Admitimos que éramos impotentes ante la sed; que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables». Esta era apenas la tercera vez que acudía a una reunión del grupo; ni siquiera estaba convencido si le sería de alguna ayuda venir a compartir sus experiencias y sentimientos con esta gente. Él nunca fue un hombre de muchas palabras. «Llegamos a creer que un Poder superior a nosotros mismos podría devolvernos el sano juicio». Si no hubiera sido por la insistencia de su hijo mayor, Juan Antonio Fernández de la Fuente, el único con el que aún mantenía contacto, nunca habría buscado ayuda. Sin embargo, aceptaba que algo no andaba bien con él. «Admitimos ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano, la naturaleza exacta de nuestros defectos» Se dio cuenta de ello después del tercer asesinato. El primero, el de aquél viejo jardinero suyo, Gregorio, el que cuidaba el inmenso jardín de su casa en Chorillos, fue un simple accidente mientras limpiaba la colección de espadas coloniales que había heredado de su padre, Don Máximo Fernández de la Fuente, ex ministro de hacienda y héroe nacional. «Sin miedo hicimos un minucioso inventario moral de nosotros mismos» La segunda vez, fue por curiosidad: María del Carmen, la lavandera que recogía semanalmente sus ropas sucias era sumamente supersticiosa, sumamente cristiana y además, sufría del corazón. Este se detuvo para siempre cuando a Don Rafael Fernández de la Fuente se le ocurrió dibujar las manchas de los estigmas en las sábanas con la sangre del difunto jardinero. «Estuvimos enteramente dispuestos a dejar que Dios nos liberase de todos estos defectos de carácter». La tercera vez, que fue la primera en la que realmente sintió placer, fue en su pequeña casa de invierno en Chosica. Había invitado a dos amigos, Don Tomás Abidal, ex ministro de Agricultura, y Don Percy Alatrista, ex ministro de Educación, a escuchar sus discos de la nueva ola, a jugar póker y a tomar unas copas de algunos de sus vinos, los que mandó traer de su colección personal en su casa en Lima. Cuando iban por la décimo quinta mano y por la quinta copa, Don Rafael Fernández de la Fuente tomó el sacacorchos y lo clavó primero en el cuello del ex ministro de Agricultura, y luego en el pecho del ex ministro de Educación, quienes no pudieron reaccionar debido a la sorpresa y al efecto del Graham Vintage Port 1960, el que Juan Antonio trajera a su padre de uno de sus viajes por Europa. Los empleados de la casa, al ver los cuerpos tirados en la sala y a Don Rafael Fernández de la Fuente dormido en uno de los muebles de caoba y satén, el favorito de la ex esposa, Doña Celina del Río, que ya en paz descansa , llamaron desesperadamente al hijo del patrón . Este, que por esos días se encontraba en Lima, habló a su padre sobre el grupo de ayuda y lo obligó a asistir. «Hicimos una lista de todas aquellas personas a quienes habíamos ofendido y estuvimos dispuestos a reparar el daño que les causamos».
Don Rafael Fernández de la Fuente no terminó de oír los doces principios pues en ese momento se abrió la puerta de la habitación. A diferencia de cuándo él entró, ahora todos voltearon a mirar a la despampanante mujer de vestido y tacos rojos, tan fuera de lugar, que acababa de entrar. Su larga y lacia cabellera negra, que por una parte combinaba con el antifaz que ella también usaba, contrastaba con el rojo, rojo sangre, rojo-granate de Bohemia de sus inusuales labios rojos, y con el blanco, blanco marfil, blanco perla de su inusual sonrisa blanca. El cuchicheo generalizado de los compañeros frente a la inesperada aparición fue acallado por la voz de mando de la líder del grupo, quien invitó a sentarse a la recién llegada. La fémina se quitó el negro abrigo y lo colgó en el perchero. La sonrosada piel desnuda de sus hombros y brazos despertó en Don Rafael Fernández de la Fuente, a sus sesenta y tantos años, ese cosquilleo sub abdominal que hace tanto no sentía. Bienvenida. ¿Por qué no nos cuenta porque está aquí? ¡Vaya pregunta! , pensó Don Rafael Fernández de la Fuente, aunque luego se preguntó si la dama de rojo no habría llegado allí por equivocación. ¡No! ¡Demasiada casualidad! Él no creía en la casualidad, lo aprendió de su padre. No lucía como uno de ellos, sin embargo. No parecía ser víctima del vicio. Aunque, en todo caso, él mismo tampoco lo parecía, al menos no en el espejo. Vengo en busca de ayuda. Creo que tengo un problema.
Durante los siguientes veinticuatro minutos la recién llegada relató a grandes rasgos cómo había iniciado su adicción, cómo había evolucionado y los crímenes que protagonizó presa de la sed. A diferencia de Don Rafael Fernández de la Fuente, ella había sentido placer desde la primera vez. Contó que su primera víctima había sido un sudoroso gasfitero de ojos saltones que tenía una verruga horrible en la mejilla derecha: unas gotas de amoniaco y un vaso de agua habían bastado para deshacerse de ese desagradable hombre. La segunda fue el panadero regordete de bigote grasoso y grotesco, de acento italiano y tan malos modales de la calle Los Fresnos, la que quedaba a espaldas de su casa; a él lo liquidó rociando una dosis atomizada de benceno sobre su rostro. El décimo y último, un taxista flacucho demasiado hablador, había sufrido una suerte similar esa misma mañana: un pañuelo humedecido en ácido clorhídrico sobre la boca y a nariz lo silenciaron para siempre. Cuándo hubo terminado su narración, los compañeros del grupo emitieron comentarios condescendientes, los dos más cercanos incluso casi le dieron unas palmaditas de consuelo pero se abstuvieron de hacerlo intimidados por la desnudez de sus hombros. Don Rafael Fernández de la Fuente tenía la mirada clavada en los labios rojos de la nueva compañera. La dama de rojo tenía la mirada clavada en los ojos de Don Rafael Fernández de la Fuente. Don Rafael Fernández de la Fuente supo que ese día rompería las primeras dos reglas del AA: perdería el anonimato, invitaría a salir a la dama de rojo.
Al finalizar la reunión, los compañeros se despidieron con la frase de la página 28 del libro guía, con la que siempre daban fin a las sesiones, y empezaron a abandonar la sala a intervalos de dos minutos, como se tenía acostumbrado para proteger la identidad de los miembros y evitar todo tipo de relaciones extracurriculares. Quedaron finalmente, luego de varios minutos, la líder del grupo, Don Rafael Fernández de la Fuente, y la dama de rojo. La líder se despidió de los otros dos con una sonrisa cortés y con un hasta pronto. Tan pronto como oyeron la puerta de cedro cerrarse tras los últimos pasos en la escalera, Don Rafael Fernández de la Fuente y la dama de rojo se quitaron el antifaz. El ex ministro no había esperado ver unos ojos tan negros tras el negro antifaz, se los había imaginado más bien pardos. Se puso de pie, cruzó la habitación con el garbo de sus años mozos, de sus años de Don Juan e inclinóse ligeramente hacia la nueva compañera. Ella, adivinando el ademán, estiró la mano con la delicadeza de fémina de mundo, de viajes, de contactos, y se la dejó besar. Rafael Fernández de la Fuente, ex ministro de pesca, a su servicio. El cosquilleo pélvico se intensificó con la sonrisa blanca de la roja boca y el Mercedes que obtuvo como respuesta. Conozco un bar a pocas cuadras de aquí. El cosquilleo pélvico se intensificó con la sonrisa blanca de la boca roja y el Me encantaría que obtuvo como respuesta.
El Bar Café Piccolo se hallaba exactamente a tres cuadras y media. Como el caballero que era, Don Rafael Fernández de la Fuente abrió la puerta y la mantuvo abierta para que pasara Mercedes, la ayudó, con deleite y constante cosquilleo a quitarse el abrigo, y la llevó del brazo hacia una de las mesas vacías al fondo del casi vacío local. El ex ministro, siguiendo una vieja y paranoica costumbre que heredó de su padre, barrió el lugar con la mirada para identificar posibles amenazas. Sólo vio a una pareja de enamorados que conversaba con sendas y largas sonrisas en una de las mesas al otro extremo del bar, a tres beodos en mangas de camisa murmurando en la barra, a un delgado joven de frac gris tomando un café y leyendo una novela, y a una anciana sentada junto al tocadiscos con los ojos cerrados, como dormida. Un mesero de rasgos orientales se acercó a tomarles la orden. Don Rafael Fernández de la Fuente pidió un whisky en las rocas y ella un Apple Martini. El ex ministro habló de todo: de su vida privada, de su vida pública, de su vida de joven, de su vida de anciano, de su vida familiar, de su vida política, de la pequeña fortuna que había acumulado mientras duró su ministerio, de su casa en Chosica, de su casa en Chorillos, de sus vinos. Ella escuchó con tanta atención, y con tanta sonrisa blanca, y con tanta boca roja, y con tanto cuello desnudo, que el cosquilleo del ex ministro comenzó a extenderse a manos, pies, cabeza y boca. Fue entonces que tocó el tema de las muertes. Le contó sobre el desafortunado encuentro de póker con el ministro de educación y el ex ministro de agricultura, sobre la broma fatal a la jardinera, sobre el descuido con Gregorio el jardinero. Mercedes, que hasta ahora se había limitado a escuchar pacientemente, empezó a inquietarse y a preguntar detalles, sobre las muertes, sobre los instrumentos, sobre las expresiones en los rostros de sus víctimas. Notar su excitación convirtió el cosquilleo constante y extendido de Don Rafael Fernández de la Fuente en un pulso, en una ráfaga intermitente de adrenalina. Cuando ella empezó a hablar de sus propios asesinatos, fue el ex ministro quien pidió detalles, aclaraciones, repeticiones, mientras pies y manos ya no podían estar quietos, mientras el corazón latía más rápido. Cuando ya no pudo más con la ansiedad, se disculpó y fue al baño. Cuando se hubo lavado la cara, sintió que lo empujaban. Cuando vio al más bajito de los beodos en manga de camisa, sintió sed. Cuando devolvió el empujón, la adrenalina ya corría por su cuerpo como corre la lluvia por los techos en los veranos de la sierra. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, sus manos y su cinturón ya habían cortado la respiración de su rival. Cuando el placer del primer sorbo de alcohol tras semanas de sobriedad llenaba su pecho, ya había decidido matar a Mercedes.
Arrastró el cuerpo hacía una de las letrinas y cerró la puerta. Se lavó nuevamente las manos y la cara. A pesar del torrente de adrenalina que recorría sus ancianas venas, se condujo con la calma y la soltura de quien ha descubierto que todo está a su favor. Mercedes, ¿te parece si continuamos esta charla en mi casa? ¡Qué sí tan convencido el de la sonrisa de Mercedes! Don Rafael Fernández de la Fuente dejó un billete en la mesa. Dejaron el bar. El taxi demoró veinticinco minutos hasta la casa de Chorrillos. Los sirvientes ya estaban dormidos a esta hora. Ponte cómoda Merceditas. El ex ministro puso un disco de Frankie Valli y The Four Seasons. Destapó un vino del mini bar sin ver la marca, tomó dos copas de la vitrina, y se reunió con Mercedes, que habiendo hecho caso a las palabras de Don Rafael Fernández de la Fuente, se había sentado en el mueble blanco de caoba y cuero más grande de la sala. Propongo un brindis. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a continuar. Brindemos por nosotros, por nuestra amistad. Bebieron sendos sorbos. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a continuar. Brindemos por AA, y por nuestra pronta recuperación. Bebieron sendos sorbos. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a continuar. Brindemos por la fuerza de voluntad y por la sobriedad. Bebieron el último sorbo. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a acercarse. Cuando se disponía a volver a llenar las copas para seguir brindando, Mercedes lo tomó del brazo y estampó sus labios rojos y su sonrisa blanca sobre los labios sexagenarios de Don Rafael Fernández de la Fuente. El cosquilleo sub abdominal del ex ministro reactivó toda la sensualidad que lo llenase de orgullo en sus años mozos. Besó la boca roja de Mercedes como hace tanto no había besado ninguna boca, y lo entusiasmó su curioso sabor. Saber que dentro de poco la mataría potenció su deseo, apresuró su deseo. La besó y la tocó como hace tanto no besaba y no tocaba. La sed de sexo y la sed de sangre empezaron a competir para ver cuál sería saciada primero.
Mercedes se detuvo, se alejó unos centímetros y preguntó con una sonrisa tan blanca y una boca tan roja ¿Me enseñarías tu colección de vinos? La sed de sangre venció la batalla en la mente del ex ministro. ¿Qué mejor lugar para concretar la muerte de la dama de rojo que la bodega dónde guardaba sus mejores vinos? La condujo hacia una pequeña puerta de madera barnizada en el medio de la sala. Bajaron los escalones guiados por la luz de una decena de candelabros- que los empleados encendían todas las noches por si el ex ministro decidía bajar a ver o a beber- alineados en la pared a lo largo de la escalera. El sótano estaba iluminado, al igual que la escalera, por una serie de candelabros distribuidos en seis pasillos. Cinco filas de anaqueles contenían los cientos de vinos Don Rafael Fernández de la Fuente. El ex ministro supo, por el calor de sus manos, el frio de sus pies y el cosquilleo en la nuca que había llegado la hora. Dejó a Mercedes analizando la sección central del tercer pasillo, en la que reposaban unos vinos especialmente polvorientos. Se dirigió al fondo de la habitación, hacia la esquina más alejada de las escaleras. Tomó una pequeña llave de debajo del quinto anaquel y abrió un pequeño cofre de madera. Allí guardaba dos de sus más grandes posesiones: un Château Cheval Blanc del 47 y una daga de plata heredada de su padre, el ex ministro de hacienda y héroe nacional Don Máximo Fernández de la Fuente. Tomó la daga y cerró el cofre. Se dirigió hacia Mercedes con el andar pesado y silencioso de sus sesenta y tantos años. La dama de rojo seguía observando los viejos vinos polvorientos. Cuando estuvo justo detrás de ella acarició suavemente su hombro desnudo con la mano izquierda mientras la derecha alzaba la daga de plata para penetrarla en el cuello de la nueva compañera. Un segundo después, la daga cayó al piso emitiendo el sonido metálico de los cubiertos sobre la vajilla. Don Rafael Fernández de la Fuente sintió que el infierno se abría en su lengua y se lo tragaba enteró de adentro hacia afuera. El fuego se extendió por su garganta e invadió sus entrañas, subió por la nariz hasta los ojos y finalmente incendió el cerebro. Mientras caía al suelo del tercer pasillo de la bodega de sus mejores vinos, el ex ministro vio a Mercedes volteando para mirarlo. Justo antes de cerrar los ojos para siempre, creyó ver el blanco, blanco marfil, blanco perla de su inusual sonrisa blanca y el rojo, rojo sangre, rojo-granate de Bohemia de sus inusuales labios rojos, y pensó en el curioso sabor de ese beso.
El taxi se detuvo frente al 453 del Jirón Cayaltí. La dama de rojo sacó un billete de veinte soles del bolsillo del abrigo negro, se lo entregó al conductor, le agradeció amablemente y bajó del automóvil. De la cartera negra de cuero sacó el trozo de periódico, que horas antes había arrancado de los anuncios clasificados, para verificar la dirección. A pesar de la poca luz, proveniente del único poste de ese lado de la calle comprobó que, efectivamente, ancha puerta de fierro frente a ella correspondía al 453 del Jirón Cayaltí. Examinó el umbral. Detectó rápidamente el agujero al que hacía referencia el anuncio del diario. Introdujo la mano, palpó el interior y tomó la llave. Después de abrir la puerta, volvió a colocar la llave en su lugar y entró al recinto. Siempre un lugar diferente, siempre de la misma manera, esa era la consigna. El interior estaba aún más oscuro que la calle. Unas empinadas escaleras de fierro daban a un segundo piso del cual provenía una intensa luz blanca. Llegó a un diminuto vestíbulo que terminaba en una puerta más angosta que la de la entrada. Del otro lado, oyó una voz contenida, casi un murmullo, casi un sollozo. Se colocó el antifaz y empujó la puerta sin llamar. La reunión ya había empezado.
‘El poema’ por Myriam Gómez
El 31 de julio, el señor X fue despertado a las siete de la mañana por una horrenda jaqueca y por el ruido que hacía una multitud de oficiales y policías en la puerta de su casa. No había hecho nada malo en toda su vida, excepto matar a un ratón con agua hirviendo y pegarle a una niña cuando tenía cinco años. Tampoco había hecho nada radical: su mayor acto de valentía había sido mandar un poema a un periódico hacía una semana, y todavía podía temblar como una hoja cada vez que lo recordaba. Así que el 31 de julio a las siete de la mañana tomó aire y se dijo a sí mismo que nada malo podía pasar. Sacudió la cabeza de los malos pensamientos y se puso las pantuflas. Demoró dos segundos en salir de su habitación, cuatro en atravesar la cocina, tres en llegar a la puerta principal y abrirla, cinco en levantarse del suelo después de la bofetada que le lanzó el primer oficial y otros tres para buscar un lugar donde esconderse antes de que la multitud entrara en su casa. No lo encontró, de modo que a las diez de la mañana estaba amarrado de pies y manos y colgado de cabeza en el asta de la bandera de la plaza principal. Cerca de cincuenta personas pasaron junto a él durante la mañana, señalándolo con el dedo y chillando “ése es el cerdo capitalista”; quince perros le ladraron y uno levantó la pata al verlo; una mujer lo golpeó con su bolsa de mercado mientras sus dos hijos lloraban de miedo. Solamente un alma caritativa les sugirió a los guardias que si lo seguían manteniendo atado de cabeza se les iba a morir en cualquier momento y el alcalde lo quería vivo.
El señor X fue desatado, bajado, atado a una silla y alimentado antes de las once de la mañana. El carnicero llegó a verlo al mediodía y lo encontró muriéndose de calor.
—Hola —le dijo con una inocente simplicidad, como si no se hubiera dado cuenta de lo que había pasado con él—. Te traje pastel.
Era un pastel de riñones, uno de los platos más detestados por el señor X. Lo traía embutido en una vieja lata de metal. El señor X comprendió inmediatamente que no estaba en circunstancias que le permitieran rechazar comida y le pidió al carnicero que se lo diera a comer.
—Te entiendo —comentó el carnicero. Cogió un pedazo de pastel y lo metió en la boca del señor X—. Tuviste un mal día. A veces a mí también me pasa. —Se le acercó un poco—. Pero mira qué buen amigo soy. Me enteré que eres capitalista y aún así vine a visitarte.
—Qué buena gente —murmuró el señor X.
—No todos lo hubieran hecho —aclaró el carnicero, volviendo a ponerle pastel de carne en la boca—. Carmen me pidió que no te lo dijera, pero… —se acercó un poco más— ayer ella se enteró y se fue a su pueblo.
El señor X cerró los ojos. Masticó con algo de violencia, se mordió la lengua y terminó escupiendo el pastel.
—Tu lata está oxidada —murmuró después de un rato.
—No creo. Mi mujer lo metió ahí. Buenas intenciones, seguro. Le caes bien. Pobre. No sabe que eres capitalista. —El señor X soltó un gruñido, pero el carnicero no lo escuchó y continuó—: Además, ella… Ah, pero de repente no lavó bien la lata. Era de café, creo. Pobre mi hijita. Se está volviendo adicta a la nicotina… Nicotina, qué digo. Cafeína, quiero decir. Lo toma todos los días.
A su izquierda, un guardia jugaba con su rifle. Lo tiraba al cielo, lo volvía a coger. “Que le dé en el ojo”, susurró el señor X. “O que le salga un tiro, y le caiga en la cara, que yo…”
—¿No me vas a preguntar más de Carmen? —preguntó el carnicero—. Ya habló con su familia sobre la boda y ellos están de acuerdo con ella en que ya no se case si ya no se quiere casar. —El carnicero hizo una pausa—. Pero… ¡es Carmen! ¿A qué buena mujer le interesa la política? La mía ni siquiera sabe la diferencia entre un capitalista y un comunista. Ah, ¿ya te dije? Ella te hizo el pastel. No entiende por qué te apresaron.
—Yo tampoco —dijo el señor X—. Yo no soy capitalista.
El carnicero se quedó en silencio durante unos segundos.
—No tienes por qué mentir —dijo de pronto—. Igual, ya te atraparon. Pero, mira, yo no creo que haya sido muy estúpido lo que hiciste, ¿ves? Digo —miró a los guardias con miedo en los ojos—, yo sí soy del partido, siempre he sido del partido, pero creo que fuiste valiente. Difundir tu… ideología…
—Yo no soy capitalista —repitió el señor X.
—…fue inteligente. Aunque estúpido. Bueno, tú me entiendes. Ya sabías que te iban a atrapar. Pero fuiste hábil. Si eso te consuela, te lo digo: fuiste hábil. Eso de las letras… conmigo no va. Y lo del mensaje. Estuvo difícil. Yo nunca hubiera podido descifrarlo.
—¿Qué mensaje? ¿Mensaje? —chilló el señor X—. ¿Qué mensaje? ¡¿Qué mensaje?!
—El mensaje, pues. El mensaje. El del poemita ése tuyo. Mira que yo creí que el poema lo habías escrito porque eras gay… Ahora resulta que eres todo un rebelde. —El carnicero lo miró dubitativo—. Oye… Hablas del mensaje como… como si tú… No me digas que no lo escribiste tú.
—¡Yo no escribí nada!
El señor X se retorció en su silla, dando patadas como loco. Gritó las veinticinco groserías que le habían enseñado en toda su vida, y se calló únicamente al sentir dos pistolas apuntándole las sienes.
A la una de la tarde, el carnicero se despidió de él. El señor X, frustrado, resistió la tentación de tirarle la vieja lata de café en la que le había traído el pastel. El carnicero se la había regalado.
—Vamos, estarías bien para una propaganda, ¿no? Un preso político, con una lata de café Piccolo en la mano…
—No lo puedo tener en la mano —gruñó el señor X—. Estoy atado. —Dio un suspiro—. ¿Y cómo dices que se llama el café? He escuchado el nombre en alguna parte.
—Yo también. Televisor, capaz. Ya qué. O mejor me llevo la lata.
Pero no se la llevó. Se fue a la una con diez minutos, con las manos vacías y deseándole buena suerte.
A las dos de la tarde, llegó un señor vestido con traje elegante. Dos policías sonrientes lo traían esposado, y lo lanzaron a los pies del señor X.
—Éste es el tipo del periódico.
—¿También capitalista? —preguntó uno de los guardias que custodiaban al señor X.
—Seguro. Si aceptó el poema…
El poema. El señor X siempre había sido malo para escribir cualquier cosa que tuviera que salir de su cabeza. Sin embargo, en mayo, tras cuarenta días de sufrimiento, había logrado escribir un poema moderno sobre el cielo. Sus metáforas estaban tan bien elaboradas que ni él mismo las entendía, y se había sentido tan orgulloso de haber descrito las cosas tan absurda y abstractamente que no pudo resistir la tentación de mandar su poema a un periódico… y ese día había estado espantado, había temblado como una hoja, etc., etc., etc.
Ahora lo entendía.
—Usted es Eugenio S, ¿no? —preguntaron los guardias.
El señor X negó con la cabeza, pero no era a él a quien preguntaban. El hombre elegante, tirado en el suelo, asintió. Levantó el rostro, y el señor X pudo ver en seguida que el señor S tenía los ojos claros e hinchados.
—Jefe de… ¿redacción? ¿El que se supone que debió haber revisado el poemita?—preguntó un guardia.
—¿A quién le importa eso? Ya lo tenemos, no lo vamos a soltar. Ahora tenemos que conseguir otra silla.
—O podemos ponerlo en el asta, como hicimos con el otro en la mañana. No es necesario que éste llegue vivo a mañana, ¿no?
—Quiero preguntarles algo. —El señor X había alzado la voz y miraba fijamente a los policías. Ya no se veía ni triste, ni abatido, ni violento. Su mirada era acusadora, incisiva. No parpadeaba. Los policías cogieron sus armas, pero no las alzaron—. Quiero saber —pausa— exactamente qué hice.
Nadie le contestó. Los policías lo ignoraron olímpicamente, como si no hubiera dicho nada. Sin embargo, el señor S., que yacía a sus pies, lo miró durante unos segundos y le dijo “Su poema tenía una clave” antes de arrastrarse hacia los policías.
—A mí no me dijeron qué me van a hacer. ¿Cárcel?
—Pena de muerte a los dos. Cárcel por mientras, hasta que se les juzgue. Y no se me hagan los zuecos, que bien que sabían que… Oye, ¿ésa es la silla?
—Esta misma.
Al señor S la silla que le lanzaron le cayó en una pierna, pero no por eso dejó la expresión de perro feliz que había adoptado su cara. Se subió a la silla, respiró hondo y murmuró hacia el señor X:
—Por favor, dígame que no sabía que su poema tenía la maldita clave.
—¿Por qué quiere que le diga eso, si igual ni me va a creer?
—Si lo sabía, tendría que matarlo. Habiendo tantos diarios ilegales, y usted viene a contaminarme el mío… Qué tal. —Acomodado en su silla, se veía más tranquilo. No parecía capaz de matarlo—. No se ofenda, pero tiene cara de ignorante. Capaz eso juega a su favor, y le creen que no sabía qué estaba escribiendo.
Siguió hablando sin parar durante casi media hora, pero el señor X respiraba despacio, con la mente en blanco.
A las doce de la noche, cuando el último policía se hubo quedado dormido, el señor S empezó a intentar romper las ataduras del señor X friccionándolas contra sus esposas. “Dejé a un abogado revisando el caso. Usted no se preocupe”, le decía de rato en rato. “Yo le creo que es inocente. Yo le creo”. A la una de la mañana, el señor X lo apartó con una mirada furiosa, preguntándose si no estaría burlándose de él.
A las nueve de la mañana, cuando el sol estaba ya bien alto, el alcalde llegaba a ver a los presos. El señor S había estado moviendo la cabeza de un lado al otro los últimos quince minutos, lo que seguía haciendo, pero ahora balbuceando de manera enfermiza “Creo que se me ha dormido el cerebro” una y otra vez. El señor X tenía una macabra sonrisa en la cara. El alcalde, empapado en colonia y con la camisa recién planchada, los miró, comprobó que estaban vivos y les dijo: “Serán llevados al penal lo antes posible”.
—¿Cuándo es lo antes posible? —preguntó el señor S, con los ojos muy abiertos. Había dejado de mover la cabeza, pero ahora temblaba violentamente.
—Lo antes posible, pues —respondió el alcalde y se dio la media vuelta.
Eso no era suficiente. Al día siguiente, a la misma hora, seguían ahí.
La situación había mejorado un poco. Habían pasado la segunda noche envueltos en mantas. El sol seguía insoportable, pero al menos les daban agua, y a los presos no les importaba en absoluto de dónde la sacaban los policías.
En la noche, el señor X no pudo dormir. El señor S se quedó completamente dormido a la decimoséptima oveja. Los policías estaban jugando cartas. El señor X miró al cielo y vio la luna llena. Entonces, inspirado súbitamente, se puso a aullar. Aulló durante un buen rato, hasta que uno de los policías le dio en la cabeza un increíble culatazo para que se callara y lo dejó inconsciente. Al día siguiente, frotándose el chichón que tenía en la frente, se dijo a sí mismo que, por lo menos, había descansado unas cuantas horas.
—Compadre, le está saliendo un cuerno —dijo el señor S—. A lo mejor su esposa lo está engañando. ¿Quién sabe, no? Cualquiera diría que las mujeres no saben de política, pero luego se separan de uno apenas lo creen capitalista. Quién lo diría.
—Pero yo no tengo esposa —respondió el señor X—. Tenía prometida, pero… Oiga, ¿su mujer lo dejó? ¿Cómo lo sabe?
—Me lo soñé ayer. Esa bruja. Ya sabía yo que algo así me iba a hacer.
Estuvieron en silencio durante un rato.
—Yo le creo —dijo de pronto el señor S—. Usted es inocente. ¿En qué trabaja, por cierto? ¿Un empleo bueno? ¿Algo decente? Daría una buena impresión en el tribunal, ¿sabe?
—Soy mecanógrafo —murmuró el señor X—. A veces… hago otras cosas. Como pintar casas o… para lo que me llamen. ¡Pero hace poco trabajé haciéndole los discursos a un tipo del ejército! Y soy inocente —añadió súbitamente.
—Sí, y yo le creo. —El señor S lucía ligeramente decepcionado—. Y nos van a soltar porque este es un país justo y bueno, y mi abogado es el mejor que pueda…
—¿S? —preguntó el señor X—. ¿S, está bien?
—¡No! —chilló el señor S—. Nos vamos a morir aquí. No nos van a llevar al penal. No quieren que volvamos capitalistas a todos los presos. ¿Ve? Creen que somos peligrosos para los delincuentes ésos. Qué tal, ¿no? Y… no se me ofenda, digo, pero en la noche vi que estaba hablando usted con su lata de café. No se estará volviendo loco, ¿no?
El señor X canturreó “Un café diferente, un café sin igual”, con la mirada perdida. Ladeó la cabeza y siguió “Que a su familia le va a gustar”, ante la horrorizada mirada del señor S. Después, comentó:
—Pero todo está bien. Va a ver cómo nos sueltan antes del 5.
Sin embargo, el 5 de Agosto seguían ahí. A las cuatro de la mañana con cincuenta y cinco minutos, la silueta de un hombre llegó desde el horizonte. Era un tipo desgreñado, lleno de lápiz labial de mujer y con arañazos de esposa en la cara. Sin embargo, se veía feliz. Dando brincos y aferrando una hoja de papel en la mano izquierda, se les acercó como un huracán.
—¡Los salvé! —gritó—. Los salvé. Los… salvé.
Infinitamente agotado por la emoción, se echó en el suelo y se quedó dormido hasta las seis de la mañana. Despertó, todavía aferrando la hoja de papel, se acercó al señor S y le gritó en la cara que el caso ya estaba ganado.
—Ya verán —les dijo, y desapareció—. Usted es tan… ¿Por qué no le dijo a nadie que había escrito otro mensaje?
—¿Qué mensaje?
—El mensaje, pues, ¡el mensaje! Un mensaje patriota, un excelente mensaje. —Le lanzó una sonrisa—. Y todo dentro del bendito poema ése. Quién lo diría. Usted parece no tener una cabeza tan grande. —Lo miró a los ojos, con su mirada vidriosa de abogado en celebración alcohólica—. Los van a soltar antes del 9.
Pero no los soltaron hasta el 15. Les cortaron las sogas, y el señor S se puso a llorar. “Maldita mujer”, decía entre sollozos. “Mi esposa es una bruja, una maldita bruja, y no digo nada peor para no ofender a su madrecita, pero es una maldita… maldita… ¡Y va a venir a pedirme mi indemnización, seguro! ¡Va a querer que le preste para el colegio de sus hijos! ¡Qué me ruegue, pues, esa bruja maldita!”
El señor X, apenado, intentó arrastrarlo fuera de la plaza.
—No nos van a dar indemnización —murmuró para sí. Era completamente cierto—. Éste está loco —murmuró mirando a S. Eso era sólo un poco cierto. Suspiró.
—Vámonos. Me muero de ganas de vengarme de los guardias. ¿Te acuerdas de sus caras?
El señor S reaccionó.
—Claro que sí.
Y por propia voluntad, se deslizó por la plaza al lado del señor X, como un perro fiel e inocentón, sabiendo a la perfección que ninguno de los dos tendría nunca las agallas para hacer más que regresar a sus casas como si nada hubiera pasado.
‘Superhéroe’ por Sebastián León
Una vez conocí a un superhéroe. Se llamaba Antonio Mussoni, pero le decían el Jaguar. Fue un vigilante enmascarado y estuvo activo en Lima durante unos treinta años, entre principios de los 60 y finales de los 80. Era el Happy Hour en un bar cerca del Café Piccolo, allá por el año 97, y Mussoni era un hombre destruido, muy cerca de los sesenta años pero que parecía tener veinte más, flaco y gordo al mismo tiempo, de pelo blanco y ralo en la coronilla, manos arrugadas. Nos sentamos a beber unos tragos. Yo estaba de visita en la ciudad y me había presentado al viejo un amigo que ya por entonces trabajaba en el gremio detectivesco. Estuvimos dándole a las cervezas y le pedí a Mussoni, al Jaguar, que nos contara una historia de superhéroes. Nos contó la siguiente:
En el año 88 Sendero Luminoso secuestró al Senador Carrillo Urteaga en su propia casa, en San Isidro. La policía había estado tratando de negociar un rescate pero ya entonces sabíamos todos más o menos cómo acabaría la cosa. Así que la cosa iba un poco por el asunto de que el Jaguar estuvo involucrado. Yo no lo recordaba pero un tipo sentado cerca a nuestra mesa nos dijo, sí, sí, yo si lo recuerdo, salió en algunos periódicos, pero lo desmintieron. El gobierno no aprobaba el funcionamiento de vigilantes enmascarados.
En fin, Carrillo Urteaga era un tipo muy activo en la política de la época y un probable blanco de Sendero desde mucho tiempo antes del secuestro por lo que Mussoni había vigilado la zona con antelación. Conocía bien los alrededores y sabía de una posible entrada a través de un acueducto cercano. Pero para entrar iba a necesitar una fuerza tremenda, que él, a sus 47 años, ciertamente no tenía. Así que Mussoni, el Jaguar, asaltó la noche del 2 de julio la residencia de un traficante y se colocó con casi 800 gramos de cocaína. Tomó un taxi en la calle de enfrente y se bajó a una cuadra de la casa del senador, por la avenida Salaverry. Estaba duro como una roca.
El local frente al hogar de Carrillo Urteaga estaba conectado con la residencia vía acueducto. Residuos del dinero viejo. El principal problema era que el Jaguar no tenía idea de a donde le llevaría el acueducto, y eso suponiendo que lograra destartalar la vieja rejilla. Pero lo hizo. Es decir, lo logró. Rodeó los muros del local, burló a los agentes de policía en las cercanías e ingresó en el lugar sin mayores problemas. Cayó de espaldas en el jardín pero a penas sí estuvo un segundo en el suelo cuando se puso en pie y caminó con largas zancadas hacia la rejilla, encostrada en la parte más sucia del muro de cemento. Trató de jalar. Le dio de patadas. Jaló de nuevo y estuvo estrellando los puños contra el hierro oxidado hasta haber magullado la reja lo suficiente para arrancarla, pulverizándose de paso los nudillos de la mano izquierda. La derecha le resistió.
En fin, el viejo vigilante se agachó y se introdujo en el acueducto como pudo. Para avanzar fue toda una cuestión. Raspones, cortes, esguince en el pie derecho e incluso un dislocamiento de la cadera. Claro, todo eso no lo sintió hasta unas horas más tarde. En el momento era como una serpiente enroscada, dando un paseo. Sin mayores problemas para moverse entre el óxido y el fango y la mierda. Era todo bien simple. Y casi sin mayor planificación.
La idea original de Mussoni era que la tubería le llevaría a algún viejo sótano o depósito. Al final le llevó al lugar más parecido. Cuando al fin encontró lo que parecía la parte posterior de un wáter, y reventó la mampostería de yeso y loseta a patadas, el Jaguar se encontró en el cuarto de servicio de las empleadas. Junto con las dos mujeres estaba la hija más pequeña del senador. Las tres estaban atadas y amordazadas. Las desató y como pudo les indicó que huyeran por el acueducto, pero la más grande y vieja de las domésticas se vio incapaz de realizarlo. El espacio era demasiado estrecho para ella. Les resultaba asombroso que un hombre como él hubiera podido lograrlo. Él, sin embargo, no se encontraba en estado de asombrarse.
Aún así, tuvo suficiente lucidez para imaginar que el ruido alertaría a los senderistas. Se ocultó detrás de la puerta y esperó con la cabeza como en una fragua debajo del Etna. Cuando dos centinelas armados entraron en la habitación, Mussoni les esperaba con un gran trozo de cañería entre las manos. Los desarmó. Y los golpeó. Los golpeó sin cesar, una y otra vez. Probablemente hasta matarlos. Aún así hubo disparos. Las balas mataron a la empleada doméstica, y a él lo hirieron arriba de la rodilla y en la pantorrilla. Sangraba, pero no demasiado. Tomó el arma de uno de los terroristas. Salió del cuarto de servicios, cruzó por el patio y se movió de la cocina a la sala.
Los demás senderistas pensaron que la policía había ingresado en la residencia. Mataron a Carrillo Urteaga. Trataron de llevarse a la madre y a la hija mayor por el patio. Detrás de ellos, el Jaguar decidió jugársela. Todo o nada. Demasiado drogado para pensar claramente. Mientras corría abrió fuego contra los senderistas. A uno le destruyó el cráneo. Luego golpeó a otro con el arma, como si fuera un garrote. Trataron de dispararle, pero se aferró al cadáver como a un escudo humano. Entonces mataron a la mujer de Carrillo Urteaga, frente a la niña, frente a él, como una advertencia. Le dijeron que se arrojara al piso, que se llevara las manos a la cabeza, que se agachara. Mussoni nos dijo que tuvo la intención de hacerlo, pero que cuando su cerebro dio la orden, su cuerpo no respondió. Tan solo atinó a dar pasos al frente. Hacia el líder de los senderistas, el que tenía a la niña.
Entonces se oyeron más disparos en la residencia. Sirenas. Gritos de advertencia, informando que la policía había entrado en la casa. El Jaguar se lanzó sobre el tipo. Todo su peso como un saco de plomo contra el del hombre que tenía presa a la niñita. Los aplastó a los dos, al terrorista y a la niña, que no dejaba de llorar. Los hombres corrían al interior de la residencia o trataban de huir como podían. Pero el Jaguar no dejó que el líder huyera. Ahí, encima de él y de la niña, le rompió el cuello. No hubiera podido hacerlo sin la droga, nos dijo. No es como en las películas. Así nada más no le puedes romper las vértebras a otro hombre. Pero él lo hizo. Con un fuerte snap. SNAP. Y el hombre empezó a orinarse y a convulsionar, y la niña lloraba. El Jaguar se levantó y la niña corrió donde el cadáver de su mamá. Luego trató de correr hacia la casa, hacia los tiroteos. Mussoni la cogió por el vestido y la sacó de allí, trepando por el muro del jardín. Una vez afuera, la policía los agarró.
Cuando le preguntamos cómo le fue en prisión, nos dijo que no le fue. Tenía tanto hidroclorido en la sangre que abrió a patadas la puerta del auto de policía. Se lanzó a la calle. Corrió. Escapó. Robó un auto. Con todo y esposas. Atendieron sus heridas en un hospital en Oxapampa. Luego huyó a Bolivia, y estuvo allí varios años. Hasta la fecha del autogolpe, más o menos.
Suena como un empleo ingrato, eso de ser superhéroe, le dije. Entonces Mussoni me miró con esos brillantes ojos verdes suyos, verde ajiaco, como los soles de una galaxia distinta (pude entender por qué le decían el Jaguar). Me mira y me dice, sale más a cuenta ser detective. Investigas y te quedas afuera. No te metes en el asunto. No creas lazos. No se hace personal. Es más práctico.
Entonces mi amigo, el que ya era detective, se ríe muchísimo, y pide tragos para los tres. Pero ya se había acabado el Happy Hour. Así que nos tuvimos que ir. Nos paramos y dejamos al viejo vigilante ahí, solo.