Era una tarde bastante soleada. Estábamos reunidos en el comedor del instituto de contabilidad. Habíamos salido de clases. Yo no tenía ganas de estudiar pues faltaba una semana y media para las evaluaciones finales. Siempre tenía la costumbre de estudiar un par de días antes, y casi siempre me iba bien. Ahora, estábamos conversando sobre nada importante, cosas que a uno se le ocurren para matar el tiempo, cuando en eso, mientras converso con una amiga, me doy cuenta que murmuraban algo entre ellos. Me siento un poco incómodo al saber que estoy en una conversación de la que no participo. Luego, Ángel, un amigo, compañero de clases con gesto de sorpresa, terminado sus murmuros, me mira fijamente.
-¡No sabes lo que pasó! ¡No sabes lo que me dijo Jhomayra!
-¡Qué pasó! – respondo con cara de indeferencia.
-No, mejor no. Ya te vas a enterar después.
Intento no hacerle caso. Pero me deja con la sensación de que algo no tan importante tiene en mente. Reflexiono después y siento una curiosidad que me embarga. Supuse que debía ser algo relacionado a mí. Pero, bien, ya es hora de entrar a clases, intento olvidarlo y no le tomo más importancia.
Después de clases, me reúno con Julio, gran amigo desde la academia. Me presta algunos apuntes de clases, que por cierto son mucho más desordenados que los míos, pero se los presto por ser el único que copia las clases. Copia hasta el estornudo del profesor. Vamos hacia las fotocopiadoras.
-¿Tanto han avanzado en clases?
-No, algunas cosas son apuntes propios. Por cierto ¿ya te han dicho sobre Brenda?
-¿Qué hay que saber de ella?
-¿Ángel no te ha dicho nada?
-No, ¿De qué hablas?
-Ah no, entonces yo tampoco puedo decírtelo.
-Bueno, si es así.
Empiezo a sentir que algún tipo de chisme se está corriendo entre ellos y no me lo quieren decir. Eso hace que sienta más curiosidad. Sobre todo porque ahora sé que se trata de Brenda, una chica que conocía cuando ingresé al instituto. En realidad no la conocí. Pero sabía quién era. Tenía una extraña sensación cuando estaba cerca de ella. Sentía algo indescriptible por ella. Nunca pude conocerla; talvez por miedo. Era una chica bastante dulce. Con una mirada bastaba para derretirme. Todos sabían eso excepto ella, creo yo. Ahora ya no esperaba mucho por ella. Sabía que todo era una ilusión. Pero si podía conocerla podría revivir aquella ilusión.
Después de un largo día, al anochecer me encuentro con Jesús, amigo que conocí en mi barrio, pero por circunstancias de la vida lo encontré en el mismo instituto y en la misma clase que yo. Le saludé pues no lo veía desde hace tiempos.
-Hola, ¿Qué tal?
-Ahí bien. Y ¿ya te contaron sobre Brenda?
-¿Sobre ella?, no. ¿Qué es aquello que todos saben menos yo? ¿Es algo trascendental? ¿Algo malo?
-No, mejor no te lo cuento. Si no te lo han dicho no tengo porqué ser yo quien te lo diga.
-No me dejes con la inquietud de saberlo.
-Mejor quédatela.
Hay algo muy escondido que tienen en secreto. Pensé en averiguarlo cueste lo que me cueste, sin exagerar por supuesto. No podía concebir la idea de un secreto que yo no supiese. Al día siguiente voy a clases en mi día totalmente rutinal. Entro a clases, lo mismo de siempre. El profesor se para frente a la pizarra a hablar como un loco mientras todo el mundo está haciendo otras cosas. Algunos traen laptops para distraerse. Otros escuchan música con los audífonos puestos disimuladamente. Yo llenado mi crucigrama. Leyendo algunas noticias en el periódico, como siempre todo es vedettes, escándalos o sangre. De pronto, de la nada, me pongo a pensar en el secreto que todos saben menos el supuesto protagonista de éste. A la salida me propongo a esperar a Jesús. Llegan las doce del mediodía, el sol ha salido un poquito. Y pensar que hacía calor ayer. Mientras espero atentamente me quedo distraído al ver pasar a Brenda. No sé que es lo que tiene esa chica. Solo sé que cada vez que la veo tengo esa misma extraña sensación. Siento que la he visto en algún lugar. Posiblemente ya la conocí anteriormente. No me atrevería a preguntarle. No tendría suficiente valor. Cuando despierto de ese trance veo llegar a Jesús. Le detengo y le propongo ir a almorzar en grupo. Esperamos a otros compañeros mientras le conversamos sobre el tema inquietante para mí.
-Dime todo lo que sabes de Brenda. ¿Qué es ese secreto tan importante que no me lo quieren decir?
-Mira, es algo que no te lo voy decir yo. Te lo tiene que decir Ángel. ¿Por qué no se lo preguntas a él?
-Pero si no sé ni siquiera que preguntarle. Además no lo voy a encontrar sino hasta la próxima semana.
-¡Que pena! Te tendrás que esperar.
-Dime que es lo que quieres. Te invito el menú de hoy.
-No quiero. No te voy a aceptar así me ofrezcas cien menús del día.
-Entonces, qué puede ser aquello tan trágico.
-No es nada importante. No te preocupes.
Ahora, cada vez que dejo de pensar en ella recuerdo aquel supuesto secreto que esconden. Ha sido un día cansado también. Llego a mi casa por la noche. Hay que estudiar las clases. Si tan solo pudiera pasar el curso sin estudiar. Pero que fastidio, sobre todo cuando uno llega sin ganas de hacer nada. Veo la televisión por un rato, ceno junto a mi familia. Subo a mi cuarto a escuchar un poco de música. Tengo planeado abrir los libros después de todo. Pero, antes de eso enciendo la computadora y entro al Facebook. Cuántos comentarios me han dejado. Los empiezo leyendo uno a uno. Hay varios amigos que han hecho fan de “El Secreto” aquel libro de Rhonda Byrne. Como haciendo alusión a mi. Empiezo a sentirme que estoy siendo burlado. Tan secreto no debe existir. Quizá es ficticio. Lo inventaron. Cerca de la medianoche. Ángel se conecta al Facebook. No pierdo la oportunidad de preguntarle acerca de aquel secreto que yo llamo chisme.
-Ángel, ¿has ido a clases?
-Las dos últimas clases, no.
-¿Me puedes decir qué es ese secreto que todos murmuran? ¿Es sobre Brenda cierto? Nunca me dijiste que se trataba sobre ella.
-No, no es nada.
-Ah ya, así estamos.
-Me han dicho que la información proviene de ti.
-¿Qué información? Ya se que tal te lo digo el sábado después de que pases tus exámenes. No quiero perjudicarte.
-Bueno.
Por lo menos ahora, él me había dicho que lo sabía y que lo iba a decir. Sólo me quedaba esperar. Pero esta situación para mí se volvía cada vez más desesperante. Tenía que seguir preguntando. Ese día dormí pensando en ese día. A mí realmente me gustaba esa chica. Tenía un porte diferente a las demás.
Al día siguiente, el mismo trajín. Pero esta vez iba a hacer algo nuevo. Iba a intentar preguntar a Jhomayra, cuál es aquel secreto; pero, el problema era cómo se lo preguntaba. Más aún sabiendo que ella es amiga de Brenda y que no se puede enterar lo que siento por ella. Aunque realmente no siento mucho por ella por que no la conozco. Siento que si la conociera sentiría algo más grande. Entonces prefiero no hacerlo. Por lo menos no ahora. Voy a esperar a Jhomayra. Pronto ella sale del instituto, la saludo y le pregunto por los demás. Amablemente me contesta que no los ha visto en todo el día. Eso que apenas son las diez de la mañana. Es hora de preguntarle por ella, por el gran chisme recorrido por todos. No sé cómo. No me atrevo a hacerlo. Ella es mujer y no le puedo estar preguntando chismes. Así que mi intento queda frustrado por mi escasa valentía. Mejor espero a la siguiente víctima que me ha de contar el secreto.
En la tarde, después de almorzar con algunas amigas me encuentro con Julio y Jesús. Les propongo ir a jugar. De inmediato Jesús respondo que no. Pues ya sabía que el respondería negativamente. Ese el modo en que me dejara para conversar con Julio. Luego, de regreso al paradero cada uno a su casa, le pregunto nuevamente acerca de Brenda.
-Ahora sí, cuéntame todo.
-No te lo puedo decir.
-No me digas el mismo rollo que me ha estado repitiendo toda la gente.
-Pero si todavía no sabes nada.
-Pues ahora dímelo.
-Bien ¿Todavía te sigue gustando Brenda?
-Pero si no la conozco cómo esperes que me guste o que sienta algo por ella.
-Por eso te pregunto.
-Dime qué es lo que quieres a cambio.
-Yo te lo voy a decir, pero… no mejor no. No te lo puedo decir. Sería traicionar a un amigo.
-Piensa que me estás traicionando a mí como amigo. Cómo es que saben algo relacionado ami que yo no sé.
-Es que no es relacionado a ti. No de tal forma.
-Entonces qué es.
-Ya esta bien. Te lo voy a decir. Pero con una condición.
-¿Cuál?
-No se lo digas a nadie. Mira, lo que pasa es que…
-¡Que!
-Lo que pasa es que Brenda es lesbiana.
-¿Qué?
-Mentira una broma. Lo que pasa es que a Brenda le gusta un amigo de ella por supuesto, y a ese amigo suyo le gusta ella. Pero ambos no se animan. Ambos lo saben.
-¡Eso es todo? ¿Nada más? ¿Por eso es que he estado tan angustiado? No puede ser. Tiene que haber algo más.
-No hay nada más. Eso es todo. Eso es lo que no querían contarte. ¿Te sientes mejor?
-Gracias
Y pensar que eso era todo el bendito rollo por el que me tenían así. Jamás intenté buscar a Brenda. Me sentiría como un idiota estando detrás de ella. Fuera de todo esto, nunca pensé que algo tan pequeño pudiera moverme de esa manera. Ahora, todo tiene sentido, Jhomayra se lo dijo a Ángel, Ángel a los demás. Y así se fue regando. Por último convencí a Julio para que me lo dijera. Y aun así estoy descreído. Por fortuna el tipo ese no están con Brenda aún. Pero ahora me queda otra interrogante. De qué manera Ángel pudo haber obtenido ese tipo de información de Jhomayra. Ese tema es lo siguiente que tengo que averiguar. Por lo pronto estoy tranquilo de que la noticia esa no haya sido tan grave como pensaba.
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Archivo del Autor: Alexis Vladimir Iparraguirre Castro
‘El diablo y las cosas’ por Manuel Gonzalo Rivas
Debo decir aquí (y sin intención de que alguien lo lea) uno de los secretos que ha rodeado mi vida y posiblemente rodee mi muerte. Si lo escribo es por ruin, para burlarme al imaginar la cara de asombro de un posible lector, y repito: no es que quiero que lo lean, pero sé que será leído y entonces reiré. Empiezo a contar, pues.
He vivido con el Diablo toda mi vida y no es que me cause alguna molestia. Es un espléndido inquilino, si es que acaso me preguntan, muy cordial y de pocas palabras, de utilidad para muchas faenas, servicial y nada entrometido.
No se me culpe por darle cabida en mi hogar, él estaba ya instalado antes que yo naciese o siquiera antes de que fuese yo proyecto de mis padres (si es que acaso lo fui). Nunca pregunté por su procedencia, ni mucho menos causaba interés en mi; siempre he sido desinteresado de todo asunto, eso han de saberlo.
Se hospedaba en nuestra vivienda, en la habitación de huéspedes, en la tercera planta. Jamás pude ver el interior de dicha habitación durante su estadía: mi madre me advirtió no lo molestase cuando él se encerraba en esta, y yo hacía caso, por temor mas que por obediencia. Es simple de explicar y no he de gastar mucha tinta en ello: cuando uno es pequeño e inexperto suele atribuirle al Diablo una figura de maldad, hasta se lo imagina en llamas y con tridente en mano, con risa macabra y las peores intenciones; nada mas falso que todo ello. Si he tenido ese temor es por la forzosa educación católica que se me ha brindado. He de decir que, inocentemente, creía pues al Diablo como la raíz de todo mal, de toda vileza, de todo defecto o deformación en el porvenir del hombre. Craso error, aquel: el de creer que el mundo está dividido en lo bueno y en lo malo, en el cielo y en el infierno; me explicó él: «no es que la posibilidad oscile entre lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer, sino mas bien entre lo que se quiere hacer y lo que no se quiere hacer». Incomprensibles palabras para alguien cuyos sesos aun estaban infestados por el germen católico. Pero eso cesó llegada mi juventud y he de hablar de eso luego.
Mi padre era un hombre de negocios y no frecuentaba mucho la casa; era bien sabido entre rumores que tenía una amante a la que dedicaba sin falta todos sus fines de semana y buena parte de su sueldo. Mi madre nunca hizo alboroto al respecto, ya que él nunca dejó de traer la mayor parte de sus ganancias a casa y al fin y al cabo ellos dos se llevaban muy mal. Realizaba ocasionalmente largos viajes al extranjero, en aquellos tiempos en que el aire no era un medio muy seguro para viajar, pero mi padre reía de los peligros. Al tener de huésped al Diablo en la casa, se sentía el sujeto más seguro del mundo y, ciertamente, nunca nada le pasó. El Diablo y mi padre fueron amigos hasta el fin de sus días, salían a bares siempre que mi padre volvía de largos viajes, pasaban largos ratos charlando sobre política y arte. Cuando a mi padre le tocó fallecer, el Diablo le prometió un lugar especial allá abajo y mi padre suspiró sonriente antes de dejar de respirar. Muchas veces le pregunté a este inquilino acerca del misterio que me enfriaba los huesos: aquel punto determinante para decidir si es que un alma era llevada al cielo o al infierno. Él rió largo rato y me respondió que no había tal cosa como un alma y que era mas bien la carne la que decidía por si misma que senda quería tomar; hasta el día de hoy no se me ha aclarado el asunto.
Con la juventud, inesperadamente llega el escepticismo y se empieza a negar los dogmas de la infancia, los pilares de todas las creencias. No sólo se deja de creer en el misterio, sino que se le ataca, se le escupe y se reniega de él. Así mismo pasó. Abucheé mi religión, la enterré muy hondo y renegué mucho de ella. Todo esto me llevó al mas terrible conflicto que tuve con el Diablo. Se sabe que todos nosotros, hasta el más diferente y ermitaño, cree en la dualidad del universo, en la separación de las cosas en sus diferentes polos, y en la negación a los términos medios. Así está el hombre y la mujer, el cielo y la tierra, lo bueno y lo malo, un dios y un diablo. Curiosamente es esta dualidad la que me llevó al conflicto: una vez la juventud trajo consigo ese escepticismo que se apoderó de mi mente, empecé a negar todo asunto relacionado con dios, y como inmediata consecuencia se rompía la dualidad del universo, lo cual traía las peores jaquecas, intensos males, terribles dolores; no podía yo negar a dios sin negar al Diablo. Y así fue: tuve que negarlo por mi propio bienestar y empecé a vislumbrar a nuestro huésped como un sujeto sin forma, sin esencia, un espectro andante, sin cuerpo que lo sostuviese; pareciese que se desplomaría en cualquier momento. No tardó mucho en desaparecer para mis ojos. Me topaba con él en pleno corredor, pero me hacía el desatendido; para mi era como chocar con una fuerte ráfaga de viento o simplemente fingía que nada había pasado. Él simplemente no podía existir, asunto resuelto. Si debía negar a dios, debía negar al diablo; aquella era la base del equilibrio en las creencias religiosas. En ese entonces concebí el poder del cuerpo humano como algo supremo y que no debía ser cuestionado: el hombre vivía para su cuerpo y el final del cuerpo era el final del hombre. Y negué el resto de teorías con todas mis fuerzas, hasta tal punto que toda mi juventud pasé sin entender los diálogos solitarios que tenía mi madre con un sillón vacío, o por qué en la mesa se servían tres platos si sólo estábamos sentados a ella mi madre y yo. Así de fuerte era mi negación al Diablo, que no era para nada voluntaria: deben saber que si alguien me hubiese probado la existencia de dios, inmediatamente hubiese recordado al Diablo con todas sus características y lo habría empezado a ver otra vez por todos lados, paseándose en nuestro hogar, con nosotros a la mesa, en el sillón del salón principal charlando con mi madre.
Pero no, durante los periodos escépticos por excelencia que se dan en la juventud de la persona, nunca se me dio prueba coherente de la existencia de dios, por lo tanto me negué rotundamente a concebir al Diablo. Todo esto empeoró cuando mi madre enfermó y pasó sus últimos meses rendida en cama. Por esos tiempos me tocó asistir de manera casi precipitada a la Escuela de Leyes y, con mucho dolor, dejaba a mamá sola en casa. Para mi sorpresa siempre que regresaba yo por las noches parecía muy bien atendida y cómoda. En ese entonces no me lo explicaba, pero por supuesto que hoy entiendo la razón.
Entre Constituciones y Códigos Penales, vi fallecer a mi madre durante tiempos de un adviento. En sus últimos instantes, en los que habló con sorprendente lucidez, me encargo el cuidado de un huésped y sobre la importancia de creer en dios. Para mí no había tal huésped, así que lo tomé como un espasmo de delirio ante mortem y frente a su pedido religioso hice una afirmación con la cabeza, sabiendo para mis adentros que estaba muy consumido por mi postura no teísta como para cumplir su petición. Falleció en vísperas de navidad, por lo cual fue difícil encontrar velatorio. En ese tiempo el agobio del trabajo ayudó a camuflar el dolor del luto, pero hoy en día lamento no haberla llorado más en la época que correspondía.
No había nada que hacer, simplemente me había quedado sólo en casa. Por obra buena del destino ya había conseguido un trabajo de sueldo decente en un estudio de abogados que me quedaba cerca y me permitía pagar algunas deudas pendientes que habían dejado mis padres, además de dejar un restante para mi subsistencia. No había lugar a lujos, pero nunca los había habido en casa, pese a poder alcanzarlos. Pasaba largas hora en dicho estudio y descuidaba el cuidado de casa. Conforme las deudas se fueron apaciguando y permitiéndome hacer mayor uso de mis ingresos, contraté a una muchacha para que cuidase la casa y me tuviese comida lista cuando volviese de trabajar.
Contratada y puesta a la labor, noté inevitablemente una pintoresca manía de poner tres platos en la mesa y arreglar el cuarto de huéspedes que no andaba ocupado. Pero aquello no me importaba, ya que yo pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa y supuse que lo hacía por que le sobraba el tiempo. También me percaté de su ferviente devoción católica; rezaba sin falta todas las noches antes de dormir, me pedía mi consentimiento para bendecir los alimentos antes de que procedamos a comer y, desde la formación de su contrato, pidió explícitamente que los domingos le permitiese yo ir a una Iglesia que quedaba en un pueblo, en las afueras de la ciudad. Esto le tomaba casi todo el día, pero los domingos yo podía encargarme perfectamente de la casa.
Dicha devoción me fue contagiada rápidamente. Algún psicólogo freudiano seguramente hubiese atribuido esto a la necesidad de llenar un vacío o a manera de causar un punto de inflexión en mi vida para encaminarme por nuevos rumbos. Yo simplemente debo aclarar que fue por mero aburrimiento, en conjunción a un muy arraigado insomnio del que siempre he sufrido.
Llegando de mis faenas laborales me sentaba a comer a la mesa con tres platos e inmediatamente me dirigía a mi habitación en un intento siempre fallido de conciliar el sueño. Para eso la muchacha ya había empezado sus rezos de siempre, con una potente voz que atravesaba las paredes de su habitación y me permitía ser participe de sus oraciones. No tardé mucho en, una de esas noches, interrumpir sus plegarias tocando la puerta y preguntarle si sería molestia que la acompañara presencialmente en su rezo. Para mi sorpresa esto pareció entusiasmarle. «La oración entre varios es mejor escuchada» me dijo, entonces. Al comienzo me limité a verla y oírla. Me recordaba mucho a mi madre que, cuando niño, me besaba, luego me decía una breve oración para que conciliase el sueño y se despedía de mi. Esta muchacha insistía todas las noches en que yo también sea participe del rezo, incluso añadió canciones a dos voces para que cantase con ella. En mi seriedad de hombre escéptico no entendía del todo esa ferviente devoción, pero de vez en cuando me sacaba una sonrisa ver a la muchacha entusiasta que parecía encontrar placer en el rezo. Con el pasar del tiempo me fui doblegando y participando mas de estos, hasta llegar al punto de no limitarme a repetir lo que ella me indicaba sino tomar la iniciativa y hacer lo propio.
Entendí, luego, que aquello era la religión. Un fervor ciego sin correspondencia, oraciones sin respuesta, pero que de alguna manera apaciguaban al cuerpo. De repente uno piensa que se le da respuesta, pero eso es sólo un juego de los sentidos, que son la peor debilidad del cuerpo. «El que no anhela respuesta, nunca la tendrá. Aquel que la quiere, la verá en todos lados». Recordé las sabias palabras de un alguien, que me dejó atónito y me hizo presentir que sí, que tenía las respuestas que quería pero que eran mis propias respuestas, transformadas a una voz del cielo, pero con una tonalidad neutra que todo lo que hacía era complacerme. Pero creí. Creí no por que quisiera creer, sino por todo el bien que me hacía creer, por toda la paz que me traía, y por todos los dolores que sanaba. Y allí fue que vislumbre a aquel que me había dicho las palabras que me ayudaron a comprender mi conversión. Era él, el amigo de mis padres, el que se sentaba a la mesa con nosotros, el que charlaba con mi madre en la sala, el que bebía en bares con mi padre, el que deambulaba por los pasillos en sus ratos libres, el que vivía en la siempre arreglada habitación de huéspedes, y me tardé tanto en verlo, pero allí estaba. El tiempo había pasado y yo ya era un hombre viejo y comprendía la dimensión del asunto desde muchas otras perspectivas que un joven escéptico no podía concebir.
Los achaques de la edad me consumen y siento que el fervor se me escapa de los labios y que ya rezo sin sentido. Él me ha dicho que ya ha llegado la hora de finalizar el asunto y que, ahora que puedo verlo, puedo tomar su mano y seguirlo al rincón oscuro de su habitación, donde nadie está permitido de explorar sin su permiso y que ahí tomaré la decisión final, el camino que ha de tomar el cuerpo para dejar de existir acá y seguir existiendo allá. Y yo sigo escribiendo y me digo a mi mismo si es que acaso podré tomar esta decisión en tan poco tiempo, ya que él me ha puesto el plazo determinante. «Mañana nos vamos, entenderás. Yo ya he vivido mucho tiempo en este lugar, es hora de buscar algún otro. Y tú…tú ya has disfrutado del juego del misterio, y has comprendido finalmente la razón de esa dualidad de la que alguna vez dudaste. Esa es, pues, la labor final del hombre».
Este es mi secreto, y lo escribo para que nadie mas lo lea, pero sabiendo que será así, reiré ante el asombro de los que crean y no crean en mi palabra. La decisión final ya no es cosa que le incumba al lector, porque cada uno ha de tomar sus propias decisiones basados en la inexperiencia y en el azar, y acaso arrepintiéndose luego y lamentándose en un eterno llanto. Por todo ello, reiré…
‘Je me souviens’ por María Claudia Huerta
Me acuerdo de aquellas seis horas en el auto, camino a Huaraz, con el sol escondiéndose y revelándose entre los cerros a cada curva que dábamos, con las canciones de los Beatles a todo volumen, y contigo, José. Papá manejaba tranquilo, tamboreaba con sus dedos el volante al ritmo de la voz de mamá, quien cantaba Yesterday con John Lennon. Tú y yo jugábamos cartas en el asiento de atrás. De vez en cuando sacabas de tu mochila dos caramelos y te comías uno y me comía el otro yo. Teníamos mucho calor, pero mamá no quería que abramos las ventanas, entonces me dijiste que me sacara la casaca y la colocaste a manera de cortina en la ventana, para que no entraran los rayos del sol. Jugamos un buen rato y, cuando nos dio hambre, papá se estacionó a un lado de la carretera, entre unas casas de adobe y una única tienda, para comprar fruta. Salimos del auto con mamá y contemplamos el paisaje. La carretera iba paralela a un río en medio de dos cadenas de montañas. En las faldas de estas, tan solo un poco más abajo de donde nos encontrábamos, había un pequeño valle. El contraste entre el verdor de la vegetación con las grises montañas que nos rodeaban era hermoso. Recuerdo sentirme muy pequeño en ese instante porque estaba parado a tu lado y te llegaba al codo. Empezaba a hacer frío y me dijiste que de noche se podían ver pequeños bichitos voladores que emitían luz. Entonces no quise subir al auto cuando papá volvió con la fruta. Me senté muy cerca del inicio del valle y dije que me quedaría hasta ver a los bichitos brillantes. Mamá se molestó contigo por decirme esas cosas y a mí me dijo que podría ver a las luciérnagas desde el auto. No le creí hasta que tú me dijiste que sí se podían ver desde ahí. Comimos en el auto las chirimoyas que compró papá y tiramos las semillas por la ventana. Me dijiste que para nuestro viaje de regreso a Lima veríamos los árboles de chirimoyas que iban a crecer. Yo nunca antes había comido chirimoyas y también era la primera vez que viajaba a Huaraz. Tú sí habías ido antes, cuando tenías mi edad. El sol cada vez se revelaba menos y se ocultaba más. Pronto este ya no me molestaba y tuve que deshacer la cortina que hiciste con mi casaca para abrigarme. Nunca llegamos a ver luciérnagas en el camino, pero las recuerdo como si hubiesen viajado con nosotros en el asiento trasero.
—¡Ayúdame con este!
Me hablabas, no recuerdo de qué, pero recuerdo que yo escuchaba atento. Ahora papá también cantaba con mamá y Paul McCartney y yo no sabía qué quería decir Let it be. Mi boca estaba empalagada de tantos caramelos que me dabas, pero igual te los recibía cada vez que abrías tu mochila. Recuerdo que me contaste una historia cuando empezó a caer la noche. Mamá te dijo que no me asustaras o te castigaría. Entonces yo fingí no tener miedo cuando me narraste cómo un viajero había llevado en su moto a una chica fantasma que recogió en el camino. Mamá no te castigó, pero yo no me atreví a mirar por la ventana el resto del viaje. Hey Jude se repetía por tercera vez y comenzaste a cantar con papá y mamá y yo empecé a cantar contigo, sin saber lo que decíamos.
—Lo levantamos a las tres. Uno, dos, ¡tres!
Pasamos por un bache y el carro nos sacudió. Mamá y papá habían dejado de cantar para escucharnos a nosotros dos. Yo te seguía e intentaba reproducir los sonidos que salían de tu boca y de la grabación. Tantas veces las había escuchado desde que salimos de Lima que sentía que conocía las letras de esas canciones tan bien como los compositores, aunque en verdad no podía pronunciar bien ni siquiera el título. Recuerdo que mamá se había volteado para vernos mejor y que papá nos daba un vistazo de cuando en cuando por el espejo retrovisor. Cuando terminó la canción, la oscuridad afuera ya era completa.
—¿No responde?
—No, pero todavía tiene pulso.
Mamá había vuelto a cantar Don’t let me down y nosotros nos reíamos cada vez que papá tarareaba el acompañamiento, siempre acompañándose él mismo con el tamboreo en el volante. Luego de un rato, yo te pregunté cuánto faltaba para llegar a Huaraz y le pasaste mi pregunta a papá. Él nos dijo que en una hora ya estaríamos llegando a la ciudad y que, apenas dejáramos las maletas en el alojamiento, iríamos a cenar los cuatro. De pronto, una hora me pareció mucho tiempo. Habíamos pasado casi toda la tarde en el carro y ya no quería seguir ahí. Le dije a papá que quería llegar ya y él insistió en que faltaba poco. Mamá te dijo que me distrajeras y tú sacaste de nuevo el mazo de cartas de tu mochila. Yo ya no quería jugar, sólo quería llegar a Huaraz. Recuerdo que me miraste y me dijiste:
—Resiste un poco más.
Yo te hice caso y jugué cartas contigo en silencio. La canción había cambiado y papá y mamá también guardaban silencio. Recuerdo que apenas podía ver mis cartas en la oscuridad. De vez en cuando algún carro venía en la dirección opuesta y sus luces iluminaban el interior de nuestro auto momentáneamente. Me detenía a pensar en las personas que podrían estar en esos carros que se iban a Lima. Tal vez estaban, como nosotros, jugando cartas en las sombras, escuchando a los Beatles una y otra vez. Pasaron por lo menos tres canciones sin que mamá cantara o papá tamboreara el volante. Entonces una nueva canción empezó Twist and Shout y fuiste tú quien de pronto cantó a toda voz. Well, shake it up baby now…
—Ya no respira.
Mamá y papá empezaron a cantar contigo y, al instante, yo los seguí. De nuevo no tenía idea de lo que decíamos, solo procuraba cantar como tú. Movías la cabeza con fuerza de arriba para abajo y pretendías tocar una guitarra con los brazos. Mamá, papá y yo éramos tu coro. Subiste las piernas al asiento y te arrodillaste en él, de manera que podías dar pequeños brinquitos al ritmo de la música. Come on, come on, come, come on baby now…
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!
Yo hice lo mismo y empecé a dar brinquitos arrodillado en el asiento. Mamá y papá rieron mucho al ver cómo bailábamos y cantábamos, pero no dejaron de cantar con nosotros. Recuerdo que, incluso en la oscuridad en que nos encontrábamos, podía ver claramente los rostros jubilosos de mamá, de papá y el tuyo. Mamá movía la cabeza en círculos y golpeaba con sus manos su regazo, papá movía los hombros y tamboreaba el volante con más fuerza que antes, los dos desgarrándose las gargantas con la canción. Tú y yo habíamos perdido el juicio totalmente pues cantábamos, gritábamos, saltábamos, tocábamos guitarras imaginarias, bailábamos, todo al mismo tiempo, en el asiento trasero.
—Ya no respira.
—Pero podemos seguir…
Entonces un carro que venía en el sentido contrario iluminó con sus luces el interior del nuestro auto. No tuvimos tiempo siquiera para dejar de cantar, pues en un instante el mundo dio vueltas.
—¡Déjalo!
—Todavía tiene pulso.
—Igual tiene toda la cabeza destrozada, y debe tener hemorragia interna. Aunque logres que respire, no va a llegar a ningún sitio vivo.
—Estamos a una hora de Huaraz.
—¡Pues no va a durar ni una hora! ¡Necesito que me ayudes a sacar a más personas del bus!
Recuerdo que desperté, José, pero recuerdo que tú no.
—Carajo, déjalo y ven a ayudar a los vivos.
—¡Este hombre está vivo!
Recuerdo que mamá y papá lloraron como locos.
—¿Sabes qué, mierda? Pierde tu tiempo como quieras. Yo voy a ayudar a los que sí tienen posibilidades de vivir.
Recuerdo las luciérnagas que nunca vimos y la historia del hombre que recogió a un fantasma en el camino. Recuerdo los caramelos que sacabas de tu mochila y el come on, come on, come, come on baby now que cantábamos los cuatro, yo sin entender nada.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Respira!
Recuerdo que querías que yo conozca Huaraz, como tú.
—¡Carajo, respira!
He querido hacerlo por tanto tiempo, José, pero me quedé a una hora, como la última vez.
—No. No.
Pero ya no importa ¿verdad?
<—¡Mierda!
Porque ahora estamos juntos.
—Mierda. Mierda. Mierda.
—¿Por fin se te murió?
—Sí.
—¡Entonces qué carajo esperas para venir a ayudar acá!
—Sí, sí, ya voy.
—Ayúdame a llevar a esta chica a la ambulancia. Creo que tiene una costilla rota. Después tenemos que volver a entrar al bus, porque todavía no hemos revisado si había alguien en el baño cuando se volcó el carro.
—Sí. ¿La levantamos a las tres?
—Claro. Uno, dos, ¡tres!
Última estación
El ciclo universitario acaba y ello obliga a finalizar el taller. Esta contingencia contrae otra: las notas finales del curso. Cierro el presente curso del blog con los que a mi juicio son los mejores trabajos del curso. Los comentaré un poco en estos días.
Un abrazo y ha sido un placer Sigue leyendo
‘Una cita de a tres’ por Williams Toscaino
Estaba sentado en el mueble viejo y polvoriento que se hallaba en su cuarto. Roberto Mendiola era un ingeniero de mucha experiencia y esto era destacado por el resto de sus compañeros de trabajo. Sin embargo, hace un mes lo despidieron, ya que el dueño de la empresa argumentaba que su sueldo era muy oneroso con respecto al que pretendían cobrar algunos postulantes al mismo puesto que el ocupaba él; además – en tono irónico- le dijo que eran mucho mas jóvenes, además de que su actitud parecía la de un muerto. Decepcionado de esto, Mendiola se refugio en su incontrastable habitación, a la cual, valgan verdades, no entraba nadie. Siendo mas exactos, la última persona que ingresó a esa habitación fue su señora esposa, quien falleció hace casi un año. En su mundo interno, que era su cuarto, su vida transcurría normalmente hasta que luego de un mes de “internamiento” se dio cuenta que en general su casa necesitaba una limpieza total, por lo que era obligatorio llamar a alguien para que limpie la casa.
¿A quién? –fue su primera interrogante. Al no saber a quien llamar, no se le ocurrió mejor idea que consultar en la guía telefónica para solicitar a personas que puedan realizar este trabajo. Volteando y volteando las páginas encontró a una empresa que abastecía con personal capaz de limpiar casas. Su rostro esbozo inmediatamente una leve sonrisa. Llamó al número que se consignaba en dicha página y escuchó una voz de respuesta del otro lado de la línea
-¿Aló?
-Si, aló, diga
-Disculpe, deseo que me puedan enviar a alguna persona que pueda encargarse de la limpieza de mi hogar.
-A ver, señor, ¿dónde queda su casa?
-Vivo en el distrito de La Molina
-¿En la Molina Vieja?
-No sé a qué se refiere
-No, señor, lo que pasa es que yo llamo así a la zona de La Molina que se encuentra aledaña a la laguna, que no me acuerdo ahora como se llama.
-A bueno, siendo así, sí yo vivo ahí, cerca a la laguna.
-¿Cuántas personas desea que le envíe? ¿Su casa es grande?
-Mi casa es grande, pero yo creo que con solo una persona es suficiente.
-Ah, bueno, esa es su decisión. Por cierto ¿cómo se llama?
-Roberto Mendiola
-Señor Mendiola, entonces le enviamos a la chica en una hora.
-Si, claro no hay ningún problema.
-Hasta la próxima.
-Cuídese.
Mientras esperaba a la chica de la limpieza, el señor Mendiola se dispuso a cometer acciones malévolas, siendo la peor; ensuciar más su casa. En tono irónico mencionaba que nunca antes se le ocurrió ensuciar tanto su casa, ya que no era lo justo para su mujer, pero en esta situación, sin mujer, podía hacer eso y mucho más. Desde la cocina hasta su sala, el desorden era tal que el mismo pretendía salir de la casa mientras se iba a limpiar, pero le ganó mas el miedo a volver a salir a ese mundo de donde lo expulsaron hace un mes.
Habían pasado hora y media, cuando el timbre sonó. Se dirigió a paso raudo hacia la puerta principal con la intención de abrir esa puerta. La abrió. Lo primero que pensó cuando vio a la chica de la limpieza era que había vuelto a nacer, pero rápidamente se dio cuenta que no era así. No obstante, se quedó pasmado observando sus ojos, su rostro, su cabello, y se deleitó cuando escucho su voz, porque le recordaba sus amores de joven, aquellos que hoy parecen más lejanos que cuando habló por primera vez.
Ella lo saludó y lo llamó por su apellido y de señor. Eso a él no le sorprendió del todo, ya que estaba acostumbrado a que todos hagan eso. Rápidamente le preguntó si deseaba tomar alguna bebida. Ella le respondió que sí –con la mayor cortesía posible-, con lo cual él se dirigió a la cocina- totalmente desordenada- a traer una botella de pisco y un par de copas. Le sirvió un vaso y también se sirvió el suyo. Ella se sentó en el mueble y el tuvo que traer otro que se encontraba como a diez metros de ese lugar. La chica se rió y el se avergonzaba dentro de sí. Le preguntó cuantos años tenía, ella le respondió que tenía 22 años, por lo que Mendiola casi se atraganta con su bebida. Le preguntó también por qué trabaja de eso. Ella le empezó a contar una parte de su vida, la cual abarcaba desde que sus padres fallecieron hasta el maltrato que sufrió de parte de sus tíos. Mendiola interrumpía la narración de la historia porque de la nada se le ocurrían unas cuantas preguntas que hacían que la conversación dure más y mas. Habrían pasado cuatro horas desde que la chica llegó – por cierto en medio del trágico relato, ella le dijo que se llamaba Ana – y desde su llegada no había limpiado nada. A Roberto eso no le molestó en absoluto, pero a ella debía de incomodarle un poco, ya que así ella la pasara bien con el señor, eso no significaba que iba a cobrar por hacer nada, por lo que mientras le contaba su vida se dispuso a ordenar la sala.
Él, increíblemente, se prestó a ayudarla, tratando que la conversación no se pierda. Mientras discutían temas como la violencia familiar, la muerte de las parejas, y otros temas de importancia, Mendiola sintió que, por primera vez, después de la muerte de su señora esposa, sentía esa sensación inenarrable de gusto y placer al estar con alguien; ese hecho de compartir un momento con otra persona que a él tanto le hacia falta. Se dirigieron a la sala, porque ya habían terminado de limpiar la sala; allí le toco el turno de contra su vida a él, lo que no le gustaba mucho, por lo trágico que había sido y, sobre todo, por lo íntimo. Sin embargo, visto lo bien que se llevaba con Ana, decidió contarla. Pasaron dos horas, en donde ocurrieron muchas cosas, por ejemplo, él estuvo a punto de llorar con una canción que sonó en la radio. Eso causó extrañeza y apego hacia él por parte de la chica. Luego, le contó las locuras que hacia de joven y lo triste que era recordarlo ahora.
Ella, en plena conversación, terminó de trabajar; él se dio cuenta que era el momento en que debía irse. Se iba a despedir, pero en ese entonces, ella le dice que si es posible que puedan salir a la calle, quizá al cine. Además, agregó que él debía salir un poco más porque la vida aun no se ha acabado. Tras escuchar esta vaga argumentación, le dijo que de inmediato que sí – casi impulsivamente-, aunque le pidió que lo esperara mientras se cambiaba. Ana aceptó y se sentó en el sofá y se dispuso a ver la televisión. Mendiola corrió prácticamente a su habitación, en ella se desvistió rápidamente, e ingresó a la ducha. Pensó que su vida volvía a renacer del lóbrego sitial en donde se encontraba. Se bañó. Salió de la ducha y se dirigió a vestirse como hace tiempo no lo hacía. Mientras se vestía, observó la mesa de noche en la que se encontraba la foto de su esposa. Ese lugar era un altar realizado para ella y donde él rezaba diariamente y a la vez lloraba por la desagraciada suerte que les tocó vivir. Mientras se amarraba los pasadores de los zapatos, recordó cómo iban seguidamente a las discotecas –en su juventud-, las salidas a los cines –conocían prácticamente todos-, las fiestas que se hacían en el trabajo- donde lo condecoraban como el mejor empleado y mejor persona aún-. Recordó también la vez en que su mujer falleció, recordó también como vio aterrado el incendio que se produjo en esta casa, hacía casi ya un año; pensó en sus remordimiento por pensar que pudo evitar que su mujer muera calcinada y cómo se atribuyó responsabilidad de todo. Por eso no quería vivir como antes. Sentíase responsable, quería quedarse en esa casa, donde nunca antes pasó tanto tiempo, y donde ahora deseaba quedarse junto al lado de Marjorie , la única mujer de su vida.
Al bajar las escaleras, encontró a Ana lista para salir, pero él, por el contrario, sacó su billetera y le dio un billete de cien soles, con el cual cancelaba el trabajo que ella hizo. La chica se sorprendió de la negativa a salir con ella. No entendía por qué se negaba, no comprendía ese rechazo a seguir viviendo, ese gusto por concentrarse en un desperdicio de vida. Tampoco entendía como había cambiado tan rápido de opinión. Ninguna de estas interrogantes consultó con Mendiola. Por el contrario solo atinó a retirarse de su casa. En medio de la retirada observó un carro perteneciente a una funeraria. Entre sonrisas y penas pensó que el muerto estaba aquí, allá –dirigiendo su mano- en esa casa, de donde por la ventana se podía observar a Mendiola recostado sobre el sofá, en medio del calor que irradiaba la chimenea y disfrutando de la compañía de su señora esposa, Marjorie. Lamentablemente, a esta solo la disfrutaba él, porque Ana no la vio ni tampoco nadie cuerdo en vida.
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‘Caperucita y el lobo’ por Myriam Gómez
La muchacha estaba sentada en la banca de madera, con su vestidito de terciopelo negro y sus zapatillas de ballet de paño oscuro. Cruzaba las piernas y ronroneaba como un gato mientras se mecía de atrás hacia adelante con lentitud, moviendo con ella sus rizos cafés. Desde la puerta que estaba a su izquierda llegó una voz.
—Liliana, puedes entrar.
La niña entró erguida por la puerta de su izquierda y llegó de inmediato a una sala muy pequeña, cubierta casi completamente por un escritorio de caoba. En él, un hombre escribía en un papel apergaminado.
—Hola —dijo el hombre—. ¿Eres Liliana, no? —. Ella asintió con rapidez—. ¿Ya leíste el contrato?
—Sí —respondió ella. Le brillaban los ojos—. Eh… rápido, ¿de acuerdo? Supongo que firmo y ya está. Ah, pero… Ismael, ¿dónde está?
—Ismael firmó hace un rato. Ahora debes firmar tú. Y me dijo que te dijera que no debes llamarlo por su nombre.
Liliana sonrió.
—¿Qué se supone que le debo decir? ¿Señor?
—Supongo que sí —respondió el hombre.
La muchacha frunció el ceño. De todos modos, firmó el acta matrimonial antes de las siete de la noche. Después, le indicaron que subiera al coche que la esperaba en la calle.
El anciano estaba mirando las estrellas y fumándose una pipa cuando le llevaron a la niña envuelta en abrigos de piel. El viejo la miró sin inmutarse, pidió que la dejaran por ahí, como si fuera un mueble, y se terminó la pipa. Después, suspiró con fuerza.
—Mi nombre es Ismael —dijo el viejo. Liliana, aferrándose a los abrigos, murmuró que ya lo sabía—. Habrás leído el contrato. Estarás contenta. Puse tus condiciones. Ah —el viejo sonrió, y le faltaban dos dientes—, espero que hayas leído las mías.
—Claro —respondió ella con simplicidad, intentando ignorar que el viejo no apartara la vista de su rostro—. Y son cosas sencillas. Le aseguró que no tendrá problemas, Ismael.
Y entonces el viejo levantó una mano y apretó el puño con fuerza. Frunció la boca con verdadera ira y, lentamente, se fue calmando.
—Creí… —respiró— haberle dicho al tipo ése que te dijera que no me llames por mi nombre. Y esas cosas tienen que ser obedecidas.
Liliana lo miró ofendida, interpretando el gesto del puño como un insulto.
—Disculpe, señor —dijo con intención—, creo que puedo hacer lo que me dé la gana. En el contrato no decía nada de eso.
—Somos un matrimonio —susurró el viejo, casi para sí. Luego cambió de inmediato el tema, diciendo—: Y ya tienes el anillo.
—Sí, señor. Me lo puse antes de venirme, para que usted lo vea. —Tosió un poco—. Tengo sueño. Hablaremos mañana. Dígame dónde voy a dormir.
Él le señaló el pasillo principal con el dedo índice, carraspeando con ligero disgusto.
—Tercera puerta de la derecha. Te va a gustar. Y, por favor, no te quites el anillo para dormir. Me gusta cómo te queda.
Ella volteó a verlo al rostro, sin un rastro de dulzura en los ojos.
—¿Va a venir a verme, señor, a mi cuarto? Prefiero estar sola. Y… bueno, sí, eso, si no es mucha molestia. Ah, ¿señor?
El viejo sonrió.
—No sabes hablar —respondió—. No tienes idea de lo que acabas de decir. Ve a dormir.
Liliana se tragó un par de insultos y corrió hacia su cuarto, sabiéndose cuidadosamente observada por el viejo. Apenas llegó, echó los cerrojos y suspiró con algo de temor. Después de un rato, se echó en la cama. Debían de ser las once de la noche. Estaba metida, sin duda, en un enorme problema. Había leído el contrato cien millones de veces antes de decidirse de ir ante el hombre del municipio a firmar el acta. Lo había leído tanto que se lo había memorizado y pensó esa noche, que su único consuelo era que ese hombre no la podía tocar. Sin embargo, había muchas otras cosas que podían salir mal. Esparció sus rizos sobre el colchón y empezó a morder ansiosamente una almohada con sus pequeños dientes, pensando, sin poder evitarlo, en lo que decía el contrato en el apartado sobre el divorcio.
—Esto es una locura —pensó en voz baja—. El matrimonio a las justas nos va a durar veinticuatro horas.
—No creo —dijo una voz.
Al lado de la cabecera de la cama, mirándola a través de una ventana pequeña, el viejo sonreía. Liliana se limitó a morder la almohada con más fuerza.
—Señor, ha de saber usted que no puedo dormir… si me… eh, si me vigilan.
—En el contrato no decía nada de eso. Y yo puedo hacer lo que me dé la gana. —La miró de nuevo. Sus ojos eran groseramente grandes—. Duerme, querida. Me gusta verte. Eres… rara. Una buena adquisición. Una… excelente adquisición. Me has salido tan cara… Pero vales la pena. Vales la pena. —Amplió su sonrisa—. Mañana vamos a ir a pasear y no quiero verte tensa. Vamos a ir al centro, a los almacenes. O de repente hasta a las tiendas de mascotas.
Y Liliana sólo pudo apretar los labios y cerrar los ojos. El viejo se quedó mirándola durante más de dos horas, casi sin pestañear, absorto, hasta que también tuvo sueño y se fue a dormir.
Durante la semana siguiente no sólo fueron a los grandes almacenes del centro y a las tiendas de mascotas. La casa se llenó de adornos y el cuarto de Liliana de cosméticos y esencias aromáticas. Compraron un piano, un conejo angora con un lazo rosa en el cuello, una alfombra persa para la sala de estar y trece vestidos cortos de terciopelo, entre otras cosas. Las arcas del viejo no parecían tener fondo, de modo que Liliana se quedaba sin excusas las tardes de sol en las que el viejo le pedía que fuera al columpio del patio y se balanceara en él.
—Me gusta verte —le decía siempre.
No era necesario que lo dijera. Sus ojos inquisidores perseguían a Liliana hasta en sueños. Le encantaba verla, especialmente mientras peinaba al conejo angora o mientras tocaba alguna canción triste en el piano nuevo. Le gustaba verla siempre, sin importar lo que estuviera haciendo, siempre fijamente, de cerca o de lejos, aun de espaldas. Ella no tardó en descubrir que la casa estaba llena de agujeros, y se estremeció al sospechar que el viejo los había hecho todos con el propósito de espiarla. Sin embargo, con el tiempo lo agradeció: prefería ser observada sin advertirlo a tener que ver siempre los horribles ojos del viejo escrutándola.
Pero tenía una vida buena. Una vida preciosa. La cuarta semana de matrimonio, Liliana tocó un vals en el piano y el viejo le pidió, como un favor especial, que le permitiera bailar con ella. Liliana aceptó torciendo la boca. Afuera, la hierba estaba verde, y el sol estaba alto, y el viejo estaba feliz y ella estaba triste. Encima del piano, un florero con rosas se regocijaba aun inerte.
—Qué justa que es la vida —dijo ella. Contuvo la respiración. El viejo, bailando cerca a ella, sin música, le cogió una mano y le dio una vuelta—. Qué justa que es —murmuró ella de nuevo. A lo lejos se escuchaban algunos trinos. El viejo, con sus manos ásperas, de pronto, le cogió el rostro. —Qué justa —repitió ella, antes de añadir con desgano—: Señor, no me puede tocar. Se suponía que no me podía tocar.
—Te compro algo —respondió él—. Lo que quieras. Otro piano, si quieres. O un elefante. Una nueva alfombra para tu cuarto.
—Claro —dijo ella, con la vista fija en la ventana. Ya no oponía resistencia. El viejo le estrechaba las manos con una de las suyas, y con la otra le tocaba el rostro. ¿Por qué el florero de las rosas se veía tan feliz?—. Supongo que ya no me importa esto. Además… un día de estos lo voy a engañar —se dijo en silencio—, y eso va a ser mejor para todos.
—No puedes —sonrió él, tragándose cantidades extraordinarias de ira. Ella se horrorizó al saberse descubierta—. Está en el contrato. No me puedes engañar.
—Y usted no me podía tocar.
El viejo la miró con cara de risa, apretando los puños con fuerza.
—Lo estás interpretando mal. Tocar, tocar… no te he tocado. No… mira, no en ese sentido. No te estoy haciendo nada. Nada malo. —Empezó a mecerla al ritmo de un vals imaginario.
Dieron una vuelta con bastante gracia. No era difícil bailar. Ambos eran del mismo tamaño, pues Liliana era demasiado joven y el viejo era demasiado viejo. Se acercaron al piano. Las rosas, hermosas, distrajeron a Liliana por unos segundos. Pero algo atroz la sacó de su ensimismamiento.
Ese día, Liliana descubrió que el viejo tenía fuerzas. Chilló tan fuerte que el viejo trastabilló. Respirando despacio, ella recuperó la calma y pudo defenderse. Dos segundos después, el viejo estaba en el suelo.
—Es usted… ¡Es…! ¡Me voy! —gritó ella.
—No puedes —dijo él—. No quieres irte. Te gusta todo esto.
Era, después de todo, sólo un anciano. Liliana lo miró, todavía algo impresionada. Era sólo eso. Y tenía mucho dinero. El dinero.
—¿Dónde guardas el dinero? —gritó ella, envalentonada al darse cuenta de que el viejo no se podía parar.
Ismael sonrió como siempre.
—Vamos. Ayúdame a pararme.
Pero Liliana estaba harta. Le preguntó de nuevo dónde lo guardaba, una y otra vez, hasta cansarse, mientras el viejo se aburría en el suelo.
—Soy tu esposo —dijo él de pronto—. Y no voy a tolerar esto.
El viejo empezó a dar manotazos en el suelo, como si se estuviera ahogándose, parándose poco a poco. Liliana lo miraba aterrada, pensando velozmente. Y, por último, miró las rosas.
El viejo recibió el impacto del florero de las rosas en plena frente. Cayó en un sueño pesado de duración indeterminada. Liliana, envalentonada al verlo medio muerto en el suelo, salió corriendo, decidida a hacer algo que valiera la pena. Saqueó la casa en media hora, alistó su equipaje y desapareció por la puerta.
En el tren al que se subió veinte minutos después, al mirar por la ventana, se preguntó si el viejo estaría solamente medio muerto.
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‘Si tú me dices ven’ por Maralí Lazo
Pablo estaba como siempre en su combi de turno, pasaba por la avenida Tacna y su ruta era de 4 horas. Ahora que la primavera estaba terminando, ya se acostumbraba a que el sol de mediodía llegara a su oscura retina, a terminar empapado de sudor en pleno Centro de Lima por más que él solo manejara y en teoría, no se movía casi en absoluto. Cuando manejaba, a diferencia de la mayoría de los típicos choferes de combi, él ponía su CD con música de Los Panchos y pensaba en cómo es que su vida había cambiado tanto, ya tenía más de sesenta, y en su natal Huanuco, había escuchado y había sufrido escuchando cada una de sus canciones. Pasaba por frente de las Nazarenas y aprovechando el semáforo, manipuló la radio para elegir su canción favorita. Pablo manejaba por inercia y hacía la misma ruta hace veinte años, acostumbrado al tráfico y a los pasajeros, pero ahora se aseguraba de cumplir algunas reglas más que antes.
Ya estaba por la avenida Uruguay y ‘Si tú me dices ven’ empezó a sonar por la usadísima radio. El punteo inigualable de Chucho Navarro en esa guitarra, le recordaba a Anita, su primer amor en Huanuco, y la canción empezaba con una frase que le había cambiado la vida: Si tú me dices ven, lo dejo todo, él pensaba en eso, ‘lo dejo todo’, así pasó, ¿no? Le bastó que su amor de juventud le diga eso para que él, sin pensarlo, llegase a Lima. Si tú me dices ven, será todo para ti, ja, pero eso último realmente nunca sucedió. El carro doblaba por la avenida Venezuela, llegaba a otro paradero. Mis momentos más ocultos también te los daré. Mis secretos que son pocos serán tuyos también. Qué cólera sentía, tanta cólera y pena por él, que lo dio todo sin pensarlo, en esos años era dificilísimo contactar a la familia y él huyó de su casa, donde no le faltaba nada y durante los primeros años en Lima sufrió con Anita, hasta que ella lo dejó.
Si tú me dices ven, todo cambiará. Si tú me dices ven, habrá felicidad. No es verdad, al inicio, cuando la aventura empezó sí fue felicidad y es cierto que todo cambió, pero a largo plazo todo empeoró. Semáforo, el carro se detuvo de nuevo. Si tú me dices ven, si tu me dices ven, él pensaba, tan enamorado había estado de esa chica, y ella solo lo usó hasta que terminó por darse cuenta de que no tenía plata. Ella realmente le rompió el corazón.
Si tú me dices ven, habrá felicidad, eso le resonaba y no podía dejar de verse, sudando, cansado por estar sentado todo el día y sintiendo el calor de noviembre. Ya estaban en Breña, y el carro se abarrotó de los escolares del colegio Guadalupe que salían extasiados de la jornada diaria, pero qué fácil era ser niño. Reír contigo ante cualquier dolor. Llorar contigo, llorar contigo será mi salvación. Pero reír había sido tan fácil esos primeros meses en Lima, con toda la plata que gastaban, hasta que la felicidad terminó cuando juntos no podían llorar sin dinero y viviendo en miseria, y el que terminó llorando al final solo fue Pablo sin dinero y sin Anita.
Si tú me dices ven. Lo dejo todo, ¡carajo!, ¿por qué lo dejé todo?, se gritó al final muy desconcertado, dejando atónitos a todos lo que lo acompañaban en el carro. Nadie le preguntó nada, solo lo miraron. Faltaban 2 horas para terminar el recorrido, seguían en la Venezuela.
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‘Gonzalo’ por Natalia Cornejo
Parecía ser una sirena que trataba salir del mar. Era una ninfa queriendo jugar. No olvidaré aquel taxi blanco y mucho menos su número de placa haciendo contraste con el hermoso sol. El señor Gonzalo la observaba caminar mirando detalladamente el short que traía puesto, el sol dejaba ver entre luz y sombra como contoneaba de lado a lado su cuerpo con esas piernas tan largas y suaves. La desordenada sábana estaba caliente por la luz que se escurría entre la mampara; mientras ella tarareaba el último disco de Juanes y él no se atrevió a preguntar quién cantaba esa pegajosa melodía. Echado aún en la cama, el señor Gonzalo meditaba, mientras que Andrea se acercaba, y se puso frente de él mostrando la billetera. Quiénes son, no respondió nada, tantos años de terapia familiar, de paseos y campamentos para que esta muchacha así de fácil lo desvíe del camino, simplemente le cogió la mano, la acercó muy delicadamente hacia él. Después de un par de minutos, pero no me has respondido, replicó cogiéndole los cachetes, no es nada te digo que de verás no es nada. El cuarto aún está desordenado, Andrea se levanta del cuerpo de Gonzalo y se comienza a cambiar de ropa Gonzalo, el señor Gonzalo, la contemplaba hasta que se levanta y se pone su pantalón. Qué opinas de esta locura, mientras pasaba la blusa entre su cabeza, no lo sé, mi niña, es todo confuso, todo tan irreal y real tanto placer puede no estar bien. Mientras recogía entre sus manos su largo cabello, acaso no te sientes bien, no, no es eso, es absurdo tú me haces sentir tan bien que no lo puedo explicar. Hasta ahora lo recuerdo.
La discoteca, ese 24 de marzo tú con tu amigas de la universidad y yo sentado en la barra, te miraba reír y bailar, fumando y conversando, coqueta y tierna bailabas de aquí por allá, te acercaste a la barra a pedir tequila, fue ahí en ese momento sabía que no me olvidaría de ti, me miraste y sonreíste, te acercabas más seguido a la barra, charlamos, reímos, bailamos, jugamos copa tras copa, risa tras risa, mirada tras mirada, sentía tu respiración, sabía en qué terminaría aquella noche, aquella noche en que mi pecado comenzó.
Gonzalo, te pareces a mi padre pero no lo digo por el físico es que a veces hablas como él, mi niña te entiendo, ya no puedo seguir así debo confesarte algo mientras miraba por la mampara, y dime Gonzaliño es algo bueno o malo envolviendo la cintura de Gonzalo con su mano, no es tan fácil pero mi niña he tomado la decisión de terminar con mi mentira, y eso qué quiere decir, mi muchachita eso tú bien lo sabes tú bien lo sabes, Andrea miró el cielo entre la mampara, su mundo surrealista se iba apagando con esas últimas cuatro palabras ?tú bien lo sabes? e imaginó su vida sin aquellas aventuras, sin aquel espacio de fantasía, sin ese momento de plena libertad y placer, esos momentos de sin hipocresías, después de seguir pensando creyó que quizás no sería tan malo Gonzalo le había enseñado muchas cosas y entre ellas recordó que le enseño a sobreponerse muy rápidamente y a convencerse a sí de lo que quiera por ejemplo de que no sería malo dejar a Gonzalo por el contrario hasta podría ser bueno.
Andrea lo miró fijamente y lo abrazó, un abrazo de esos que te llenan el alma, lo abrazo fuertemente por un largo tiempo, un hermoso cuadro con unos cuantos puchos tirados en la alfombra. Todo fue sucediendo como de costumbre, sólo que sabían que esta sería la última vez, Andrea después de la conversación comentó que lo mejor para ella sería irse a Europa a seguir estudiando. Bajaron por el ascensor, hablaban el idioma del silencio y manteniendo la mirada Andrea se introdujo en el taxi, en aquel taxi blanco.
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‘Lugar llamado Kindberg’ por Julio Cortázar
[…]Lina al borde de la carretera a la salida del bosque en el crepúsculo, qué lugar para hacer auto-stop y sin embargo ya, otro poco de sopa osita, cómame que necesita salvarse de una angina, el pelo todavía húmedo pero ya chimenea crepitando… tengo una carta para nos hippies de Copenhague, unos dibujos que me dio Cecilia en Santiago, me dijo que son tipos estupendos, el biombo de raso y Lina colgando la ropa mojada, volcando indescritible la mochila… kleenex botones anteojos negros cajas de cartón Pablo Neruda paquetitos higiénicos plano de Alemania, tengo hambre, Marcelo me gusta tu nombre suena bien y tengo hambre, entonces vamos a comer, total para ducha ya tuviste bastante, después acabás de arreglar esa mochila, Lina levantando la cabeza bruscamente, mirándolo: Yo no arreglo nunca nada, para qué, la mochila es como yo y este viaje y la política, todo mezclado y qué importa. Mocosa, pensó Marcelo calambre, casi cosquilla (darle las aspirinas a la altura del café, efecto más rápido) pero a ella le molestaban esas distancias verbales […]
“Lugar llamado Kindberg”, magistral cuento de Julio Cortázar (1914-1984), actualiza como pocos relatos el antiguo tópico de la añoranza de la juventud y lo resuelve en una muy particular versión del “tempus fugit” latino (“el tiempo pasa”). Nuestros talleristas emprenden el mismo viaje por un lugar común para someterlo al matiz de sus distintas inclinaciones estéticas. Último ejercicio del taller. Sigue leyendo
‘Un procedimiento muy simple’ por María Claudia Huerta
A Donato no le gustaba nada ese lugar. Si no fuera por la urgencia de la operación, Donato hubiera sacado a su madre de esa clínica y la hubiera llevado a algún hospital. El problema era que no sabía adónde. La noche anterior ya le habían denegado la entrada a uno, por ser sólo para asegurados. Esto turbó mucho a Donato, que nunca se había imaginado que los hospitales no eran para todos. En la desesperación del momento, con los constantes quejidos de dolor de su madre, con el guardia en la puerta de Emergencias diciéndole que vaya a ventanilla para que la busquen en el sistema y con el taxista preguntándole si le haría una carrera más, Donato atinó por ir a esa clínica. No le denegaron la entrada y el doctor de turno atendió a su madre al instante, a pesar de que llegó en la madrugada; pero cuando empezaron a pedirle que cancele en caja cada pequeña cosa que el doctor ordenaba, Donato empezó a preocuparse. Le dijeron, después de muchas horas de análisis de sangre, de análisis de orina, de ecografías y de muchos golpes al vientre de su madre, ya casi al medio día, que tenían que extraerle el apéndice. La operación rodeaba los siete mil soles, si es que no había complicaciones, y tenía que realizarse lo antes posible, pues los dolores de su madre habían empezado varios días atrás. A Donato no le gustaba aquel lugar, pero se consoló pensando en que, en un hospital, su madre estaría todavía sentada en la sala de espera. De todas formas, no pudo evitar sentir un placer morboso al ensuciar las centelleantes losetas del pasadizo de la clínica con sus zapatillas sucias. Llegó a la oficina en el penúltimo piso y entró. Un hombre muy sonriente lo recibió y le invitó café. Él aceptó y pidió otra taza más. El hombre le preguntó si es que había conseguido el dinero y Donato sacó seis mil soles de su bolsillo. Firmó varios documentos en los que se comprometía a pagar por el resto de la operación antes de que le dieran de alta a su madre. A Donato no le gustaban los documentos ni la sonrisa hipócrita del hombre, pero por lo menos iban a operar a su mamá apenas salieran los resultados del riesgo quirúrgico.
Todo estaba preparado. La maleta con la ropa, los útiles de aseo y los libros que su esposo le había pedido ya estaba en la puerta. Marcela limpió un poco la casa antes de salir porque no sabía cuánto tiempo estaría fuera. Luego salió y aseguró bien la puerta antes de caminar al paradero para tomar el bus que la llevaría a la clínica. Ernesto ya estaba internado y listo para la operación. Lo habían planificado con un mes de anticipación. Marcela se repitió una vez más que no había nada de qué preocuparse: el doctor le había dicho mil veces que la implantación del marcapasos era un procedimiento muy sencillo. Subió por el ascensor hasta la habitación de Ernesto, en el quinto piso, y le contó con gran minuciosidad todo lo que había hecho en sus dos horas fuera de la clínica. Además, le dijo que había hablado con Jimena y que esta estaba viajando con su nieta para visitarlo. Ernesto pareció animarse ante la perspectiva de ver a su hija y a su nieta. A las diez de la mañana, una enfermera llamó a Marcela y la llevó hasta una oficina. Un hombre muy sonriente la recibió y le invitó café. Marcela no aceptó el café porque no quería ponerse más nerviosa. El hombre le explicó el costo de la cirugía, que Marcela ya conocía, y le dijo que tenía que pagar como mínimo el ochenta por ciento por adelantado. Esto la tomó por sorpresa, pues tenía planeado pagarlo todo después. Sin embargo, no dijo nada ante la amable sonrisa del hombre.
Después de lo que parecieron años, los resultados del riesgo quirúrgico salieron. Un doctor se acercó a Donato y le dijo que ya estaban preparando a su madre para entrar al quirófano. Le explicó en qué consistía el procedimiento que iba a realizar, le dijo que era muy simple y Donato podía ir a comer algo tranquilo. Donato no estuvo tranquilo, pero sí hizo lo otro. Decidió salir de la clínica para comer, pues no había probado bocado desde la noche anterior; pero, como no quiso alejarse mucho de su madre, fue a la cafetería en el último piso. Los precios le parecieron exagerados; sin embargo resolvió que, ya que estaba gastando tanto en ese lugar, gastar un poco más no agravaría su situación. Pidió un plato a la carta, pero la mesera le dijo que sólo servían almuerzos hasta las cuatro de la tarde, entonces pidió un pan con pollo, y luego otro. Apenas terminó de comer, pagó su comida con desagrado y bajó de nuevo a la sala de espera del cuarto piso. No habían pasado ni quince minutos, pero la enfermera le dijo que su madre acababa de entrar al quirófano. Donato asintió y se hundió en un sofá.
Salió después de hablar con el hombre y tomó un taxi. A Marcela no le gustaba andar en taxis, pero tenía que apresurarse para que todo estuviese, ahora sí, listo. Quería que su esposo entrara al quirófano antes de que se hiciera tarde. Llegó al banco y una empleada del lugar la atendió al instante. Marcela y Ernesto habían pensado gastar el dinero ahorrado en un viaje o dos, pero ahora gran parte de este se había destinado a la salud de Ernesto. Marcela retiró ocho mil soles, pues el aproximado de la operación era diez mil, si es que no se presentaban complicaciones. Luego, envolvió el dinero en uno de los pañuelos de Ernesto y con un imperdible lo aseguró al forro interior de su cartera. Salió del banco y caminó una cuadra antes de tomar un taxi, por miedo a subir a algún auto cuyo chofer supiera que acababa de salir del banco. Llegó al hospital y fue de frente a la oficina del hombre para pagar el dinero, pero él no se encontraba ahí. Marcela se dirigió entonces al cuarto de su esposo para contarle que ya había sacado el dinero del banco y contarle cómo es que lo había llevado hasta ahí. Ernesto se veía muy nervioso; Marcela intentó animarlo fútilmente.
Un doctor salió y dijo que todo había salido como esperaban, pero que de todas formas querían que la mamá de Donato se quedara un tiempo en Cuidados Intensivos. Donato preguntó cuándo podría verla y el doctor le respondió que tendría que esperar hasta la mañana del día siguiente, pues no se permitía el ingreso de personas a Cuidados Intensivos esa noche. Donato aceptó de nuevo y descubrió que ya no encontraba la clínica tan desagradable. Se sentó en uno de los sofás de la sala de espera y contó el dinero que le sobraba. Los dos mil soles envueltos en el pañuelo estaban intactos y en su billetera tenía doscientos treinta soles con algunas monedas. Pensó en que eso sería suficiente para cubrir el resto de los gastos y lo guardó todo en su bolsillo. Se recostó en el sofá, que era muy espacioso, y trató de dormir. Recién en ese instante, ahora que su mamá se hallaba fuera de peligro, pensó en la señora de la recepción; pero, cuando el sentimiento de culpabilidad lo quiso invadir, pensó en su madre y se quedó dormido.
Al rato, Marcela se despidió de su esposo y se dirigió de nuevo a la oficina del hombre, para ver si ya había vuelto. Se molestó mucho cuando descubrió no era así. Bajó al primer piso para buscar a alguien con quien hablar, pero la recepcionista estaba hablando con un muchacho. Marcela esperó y, apenas la recepcionista se desocupó, le contó su situación. A ella no le gustaba andar con tanto dinero y quería pagar la operación de su esposo de una vez. La recepcionista le dijo que preguntaría por la persona encargada, pero que seguramente había ido a almorzar temprano. Marcela se sentó en la sala de espera del primer piso y contó los minutos que pasaban. No quería dejar a su esposo sólo, pero tenía que resolver ese percance antes de que se hiciera tarde. Habían planeado esa operación con anticipación para evitar contratiempos como ese. A Marcela le incomodaba esperar y no le hacía gracia que nadie en la clínica hiciera algo para evitarle esa molestia. Molesta, Marcela se levantó de la sala de espera y se acercó a la recepcionista de nuevo, pero mientras esta le decía que seguramente el hombre ya había vuelto, Marcela recordó que había dejado su cartera en el asiento. Volvió apresurada y con alivio descubrió que todavía estaba ahí. La recogió y fue al ascensor para ir de nuevo a la oficina en el penúltimo piso. Tocó la puerta y la sonrisa del hombre la recibió otra vez. A Marcela ya no le parecía una sonrisa amable, sino una hipócrita. El hombre se disculpó por haberla hecho esperar y le preguntó si es que había conseguido el dinero. Marcela se dispuso a sacar los ocho mil soles de su cartera, pero no encontró el pañuelo de su esposo por más que buscó y rebuscó. Mientras la sonrisa del hombre se desmoronaba al ver a Marcela caer de su asiento agitada, esta no pudo evitar preocuparse por el corazón de Ernesto. No podían darle la mala noticia de que su propio corazón le había fallado.