‘Caperucita y el lobo’ por Myriam Gómez

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La muchacha estaba sentada en la banca de madera, con su vestidito de terciopelo negro y sus zapatillas de ballet de paño oscuro. Cruzaba las piernas y ronroneaba como un gato mientras se mecía de atrás hacia adelante con lentitud, moviendo con ella sus rizos cafés. Desde la puerta que estaba a su izquierda llegó una voz.
—Liliana, puedes entrar.
La niña entró erguida por la puerta de su izquierda y llegó de inmediato a una sala muy pequeña, cubierta casi completamente por un escritorio de caoba. En él, un hombre escribía en un papel apergaminado.
—Hola —dijo el hombre—. ¿Eres Liliana, no? —. Ella asintió con rapidez—. ¿Ya leíste el contrato?
—Sí —respondió ella. Le brillaban los ojos—. Eh… rápido, ¿de acuerdo? Supongo que firmo y ya está. Ah, pero… Ismael, ¿dónde está?
—Ismael firmó hace un rato. Ahora debes firmar tú. Y me dijo que te dijera que no debes llamarlo por su nombre.
Liliana sonrió.
—¿Qué se supone que le debo decir? ¿Señor?
—Supongo que sí —respondió el hombre.
La muchacha frunció el ceño. De todos modos, firmó el acta matrimonial antes de las siete de la noche. Después, le indicaron que subiera al coche que la esperaba en la calle.

El anciano estaba mirando las estrellas y fumándose una pipa cuando le llevaron a la niña envuelta en abrigos de piel. El viejo la miró sin inmutarse, pidió que la dejaran por ahí, como si fuera un mueble, y se terminó la pipa. Después, suspiró con fuerza.
—Mi nombre es Ismael —dijo el viejo. Liliana, aferrándose a los abrigos, murmuró que ya lo sabía—. Habrás leído el contrato. Estarás contenta. Puse tus condiciones. Ah —el viejo sonrió, y le faltaban dos dientes—, espero que hayas leído las mías.
—Claro —respondió ella con simplicidad, intentando ignorar que el viejo no apartara la vista de su rostro—. Y son cosas sencillas. Le aseguró que no tendrá problemas, Ismael.
Y entonces el viejo levantó una mano y apretó el puño con fuerza. Frunció la boca con verdadera ira y, lentamente, se fue calmando.
—Creí… —respiró— haberle dicho al tipo ése que te dijera que no me llames por mi nombre. Y esas cosas tienen que ser obedecidas.
Liliana lo miró ofendida, interpretando el gesto del puño como un insulto.
—Disculpe, señor —dijo con intención—, creo que puedo hacer lo que me dé la gana. En el contrato no decía nada de eso.
—Somos un matrimonio —susurró el viejo, casi para sí. Luego cambió de inmediato el tema, diciendo—: Y ya tienes el anillo.
—Sí, señor. Me lo puse antes de venirme, para que usted lo vea. —Tosió un poco—. Tengo sueño. Hablaremos mañana. Dígame dónde voy a dormir.
Él le señaló el pasillo principal con el dedo índice, carraspeando con ligero disgusto.
—Tercera puerta de la derecha. Te va a gustar. Y, por favor, no te quites el anillo para dormir. Me gusta cómo te queda.
Ella volteó a verlo al rostro, sin un rastro de dulzura en los ojos.
—¿Va a venir a verme, señor, a mi cuarto? Prefiero estar sola. Y… bueno, sí, eso, si no es mucha molestia. Ah, ¿señor?
El viejo sonrió.
—No sabes hablar —respondió—. No tienes idea de lo que acabas de decir. Ve a dormir.
Liliana se tragó un par de insultos y corrió hacia su cuarto, sabiéndose cuidadosamente observada por el viejo. Apenas llegó, echó los cerrojos y suspiró con algo de temor. Después de un rato, se echó en la cama. Debían de ser las once de la noche. Estaba metida, sin duda, en un enorme problema. Había leído el contrato cien millones de veces antes de decidirse de ir ante el hombre del municipio a firmar el acta. Lo había leído tanto que se lo había memorizado y pensó esa noche, que su único consuelo era que ese hombre no la podía tocar. Sin embargo, había muchas otras cosas que podían salir mal. Esparció sus rizos sobre el colchón y empezó a morder ansiosamente una almohada con sus pequeños dientes, pensando, sin poder evitarlo, en lo que decía el contrato en el apartado sobre el divorcio.
—Esto es una locura —pensó en voz baja—. El matrimonio a las justas nos va a durar veinticuatro horas.
—No creo —dijo una voz.
Al lado de la cabecera de la cama, mirándola a través de una ventana pequeña, el viejo sonreía. Liliana se limitó a morder la almohada con más fuerza.
—Señor, ha de saber usted que no puedo dormir… si me… eh, si me vigilan.
—En el contrato no decía nada de eso. Y yo puedo hacer lo que me dé la gana. —La miró de nuevo. Sus ojos eran groseramente grandes—. Duerme, querida. Me gusta verte. Eres… rara. Una buena adquisición. Una… excelente adquisición. Me has salido tan cara… Pero vales la pena. Vales la pena. —Amplió su sonrisa—. Mañana vamos a ir a pasear y no quiero verte tensa. Vamos a ir al centro, a los almacenes. O de repente hasta a las tiendas de mascotas.
Y Liliana sólo pudo apretar los labios y cerrar los ojos. El viejo se quedó mirándola durante más de dos horas, casi sin pestañear, absorto, hasta que también tuvo sueño y se fue a dormir.

Durante la semana siguiente no sólo fueron a los grandes almacenes del centro y a las tiendas de mascotas. La casa se llenó de adornos y el cuarto de Liliana de cosméticos y esencias aromáticas. Compraron un piano, un conejo angora con un lazo rosa en el cuello, una alfombra persa para la sala de estar y trece vestidos cortos de terciopelo, entre otras cosas. Las arcas del viejo no parecían tener fondo, de modo que Liliana se quedaba sin excusas las tardes de sol en las que el viejo le pedía que fuera al columpio del patio y se balanceara en él.
—Me gusta verte —le decía siempre.
No era necesario que lo dijera. Sus ojos inquisidores perseguían a Liliana hasta en sueños. Le encantaba verla, especialmente mientras peinaba al conejo angora o mientras tocaba alguna canción triste en el piano nuevo. Le gustaba verla siempre, sin importar lo que estuviera haciendo, siempre fijamente, de cerca o de lejos, aun de espaldas. Ella no tardó en descubrir que la casa estaba llena de agujeros, y se estremeció al sospechar que el viejo los había hecho todos con el propósito de espiarla. Sin embargo, con el tiempo lo agradeció: prefería ser observada sin advertirlo a tener que ver siempre los horribles ojos del viejo escrutándola.
Pero tenía una vida buena. Una vida preciosa. La cuarta semana de matrimonio, Liliana tocó un vals en el piano y el viejo le pidió, como un favor especial, que le permitiera bailar con ella. Liliana aceptó torciendo la boca. Afuera, la hierba estaba verde, y el sol estaba alto, y el viejo estaba feliz y ella estaba triste. Encima del piano, un florero con rosas se regocijaba aun inerte.
—Qué justa que es la vida —dijo ella. Contuvo la respiración. El viejo, bailando cerca a ella, sin música, le cogió una mano y le dio una vuelta—. Qué justa que es —murmuró ella de nuevo. A lo lejos se escuchaban algunos trinos. El viejo, con sus manos ásperas, de pronto, le cogió el rostro. —Qué justa —repitió ella, antes de añadir con desgano—: Señor, no me puede tocar. Se suponía que no me podía tocar.
—Te compro algo —respondió él—. Lo que quieras. Otro piano, si quieres. O un elefante. Una nueva alfombra para tu cuarto.
—Claro —dijo ella, con la vista fija en la ventana. Ya no oponía resistencia. El viejo le estrechaba las manos con una de las suyas, y con la otra le tocaba el rostro. ¿Por qué el florero de las rosas se veía tan feliz?—. Supongo que ya no me importa esto. Además… un día de estos lo voy a engañar —se dijo en silencio—, y eso va a ser mejor para todos.
—No puedes —sonrió él, tragándose cantidades extraordinarias de ira. Ella se horrorizó al saberse descubierta—. Está en el contrato. No me puedes engañar.
—Y usted no me podía tocar.
El viejo la miró con cara de risa, apretando los puños con fuerza.
—Lo estás interpretando mal. Tocar, tocar… no te he tocado. No… mira, no en ese sentido. No te estoy haciendo nada. Nada malo. —Empezó a mecerla al ritmo de un vals imaginario.
Dieron una vuelta con bastante gracia. No era difícil bailar. Ambos eran del mismo tamaño, pues Liliana era demasiado joven y el viejo era demasiado viejo. Se acercaron al piano. Las rosas, hermosas, distrajeron a Liliana por unos segundos. Pero algo atroz la sacó de su ensimismamiento.
Ese día, Liliana descubrió que el viejo tenía fuerzas. Chilló tan fuerte que el viejo trastabilló. Respirando despacio, ella recuperó la calma y pudo defenderse. Dos segundos después, el viejo estaba en el suelo.
—Es usted… ¡Es…! ¡Me voy! —gritó ella.
—No puedes —dijo él—. No quieres irte. Te gusta todo esto.
Era, después de todo, sólo un anciano. Liliana lo miró, todavía algo impresionada. Era sólo eso. Y tenía mucho dinero. El dinero.
—¿Dónde guardas el dinero? —gritó ella, envalentonada al darse cuenta de que el viejo no se podía parar.
Ismael sonrió como siempre.
—Vamos. Ayúdame a pararme.
Pero Liliana estaba harta. Le preguntó de nuevo dónde lo guardaba, una y otra vez, hasta cansarse, mientras el viejo se aburría en el suelo.
—Soy tu esposo —dijo él de pronto—. Y no voy a tolerar esto.
El viejo empezó a dar manotazos en el suelo, como si se estuviera ahogándose, parándose poco a poco. Liliana lo miraba aterrada, pensando velozmente. Y, por último, miró las rosas.
El viejo recibió el impacto del florero de las rosas en plena frente. Cayó en un sueño pesado de duración indeterminada. Liliana, envalentonada al verlo medio muerto en el suelo, salió corriendo, decidida a hacer algo que valiera la pena. Saqueó la casa en media hora, alistó su equipaje y desapareció por la puerta.
En el tren al que se subió veinte minutos después, al mirar por la ventana, se preguntó si el viejo estaría solamente medio muerto.

Puntuación: 4.25 / Votos: 8

5 pensamientos en “‘Caperucita y el lobo’ por Myriam Gómez

  1. Anónimo

    Este cuento me gusto mucho.
    El comienzo llama mucho la atención pues es interesante y fuera de lo común y esto anima al lector a continuar leyendolo.
    Asimismo, el título también es atractivo y va acorde con la trama de la historia.

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  2. Anónimo

    "Y Liliana sólo pudo apretar los labios y cerrar los ojos"

    Creo que esa frase resume la situacion de Liliana desde el principio. El titulo llama la atencion y de hecho me ha gustado mucho el final tan abrupto y tan acorde con el titulo

    Bastante bueno

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