‘A.A. Asesinos anónimos’ por Guillermo Nevado

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Llegamos a comprender que teníamos que admitir, en lo más
profundo de nuestro ser , que éramos alcohólicos. Este es el
primer paso hacia la recuperación. Hay que acabar con la
Ilusión de que somos como la demás gente o de que pronto lo seremos.
Alcohólicos Anónimos, Página 28

El taxi se detuvo frente al 322 de Miró Quesada. El ex ministro de Pesca, Don Rafael Fernández de la Fuente sacó un billete de veinte soles del bolsillo de su chaqueta de casimir crema, se lo entregó al conductor, le agradeció amablemente y bajó del automóvil. De la faltriquera posterior del pantalón sacó el trozo de periódico, que horas antes había arrancado de los anuncios clasificados, para verificar la dirección. A pesar de la poca luz, proveniente del único poste de ese lado de la calle, y de que no traía puestos sus anteojos, comprobó que, efectivamente, la angosta y desvencijada puerta de cedro frente a él correspondía al 322 de la calle Miró Quesada. Examinó el umbral. Detectó rápidamente el agujero al que hacía referencia el anuncio del diario. Introdujo la mano, palpó el interior y tomó la llave. Después de abrir la puerta, volvió a colocar la llave en su lugar y entró al recinto. Siempre un lugar diferente, siempre de la misma manera, esa era la consigna. El interior estaba aún más oscuro que la calle. Unas empinadas escaleras de madera daban a un segundo piso del cual provenía un imperceptible haz de luz. Subió lentamente, con el andar pesado y silencioso de sus sesenta y tantos años, con los mismos pasos cuidadosos con los que había andado desde aquella vez que se fracturó la rodilla derecha. Llegó a un diminuto vestíbulo que terminaba en una puerta idéntica a la de la entrada. Del otro lado, oyó una voz contenida, casi un murmullo, casi un sollozo. Se colocó el antifaz y empujó la puerta sin llamar. La reunión ya había empezado.La habitación era grande, comparada con la puerta, la escalera y el vestíbulo; estaba pintada toda de color blanco humo. Había una ventana cerrada con las persianas corridas en la pared de al frente; en la de la izquierda, la foto de un ex presidente y bajo ella un perchero común; y en la de la derecha un reloj cuadrado que anunciaba las 8:34pm. En trece sillas de madera dispuestas en forma de círculo, diez personas sentadas escuchaban a una onceaba que hablaba con voz angustiada e intermitente. Iban vestidas de distinta manera, aunque todos con estilo y corrección, y llevaban puestos sendos antifaces negros. Por sus portes, siluetas y cabelleras, la mayoría de ellos parecía estar bordeando los cuarenta años. Don Rafael Fernández de la Fuente era sin duda el mayor de los concurrentes. Su cabello entrecano y su gris barba eran prueba suficiente de ello, aunque su cuerpo erguido y su postura elegante lo hacían ver, más bien, como alguien de menos edad.
Sin quitarse el abrigo, como era su costumbre, avanzó hasta una de las dos sillas que estaban desocupadas, la que se encontraba más lejos de la puerta, justo tres sitios a la derecha del hombre de cabellos rizados que hacía uso de la palabra. Quedaba una última silla libre justo frente a él. Y entonces…mientras ella iba al baño a tomar sus píldoras para dormir, saqué….saqué…la…la jeringa con anestesia que … había robado del hospital donde trabajo esa mañana y me paré a lado de la puerta. Y entonces… volvió y antes de que…que pudiera reaccionar, salté sobre ella y le…le clavé la jeringa en el cuello. Y entonces sus pupilas se dilataron, y su corazón se aceleró, pude escucharlo, sí, y sus manos se pusieron tan…tan rígidas y calló sobre la alfombra. Y entonces, la sed se calmó, mi mente se puso en blanco, me sentí tan…tan tranquilo. Pero luego vino la culpa, e hizo estragos en mi pecho, y…y supe que tenía que deshacerme del cuerpo…y …y. El llanto interrumpió su declaración. Se escuchó entonces una serie de voces de consuelo, de exclamaciones de comprensión. Un par asentía tristemente con la cabeza. Los que estaban más próximos al que lloraba le dieron sendas palmadas en el hombro. Frente a Don Rafael Fernández de la Fuente una mujer, que a todas luces era la dirigente del grupo, tomó la palabra. Compañeros, ¿cuáles son nuestros principios? A diferencia del resto de asistentes, que ahora los repetían al unísono, Don Rafael Fernández de la Fuente aún no conocía de memoria los principios. «Admitimos que éramos impotentes ante la sed; que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables». Esta era apenas la tercera vez que acudía a una reunión del grupo; ni siquiera estaba convencido si le sería de alguna ayuda venir a compartir sus experiencias y sentimientos con esta gente. Él nunca fue un hombre de muchas palabras. «Llegamos a creer que un Poder superior a nosotros mismos podría devolvernos el sano juicio». Si no hubiera sido por la insistencia de su hijo mayor, Juan Antonio Fernández de la Fuente, el único con el que aún mantenía contacto, nunca habría buscado ayuda. Sin embargo, aceptaba que algo no andaba bien con él. «Admitimos ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano, la naturaleza exacta de nuestros defectos» Se dio cuenta de ello después del tercer asesinato. El primero, el de aquél viejo jardinero suyo, Gregorio, el que cuidaba el inmenso jardín de su casa en Chorillos, fue un simple accidente mientras limpiaba la colección de espadas coloniales que había heredado de su padre, Don Máximo Fernández de la Fuente, ex ministro de hacienda y héroe nacional. «Sin miedo hicimos un minucioso inventario moral de nosotros mismos» La segunda vez, fue por curiosidad: María del Carmen, la lavandera que recogía semanalmente sus ropas sucias era sumamente supersticiosa, sumamente cristiana y además, sufría del corazón. Este se detuvo para siempre cuando a Don Rafael Fernández de la Fuente se le ocurrió dibujar las manchas de los estigmas en las sábanas con la sangre del difunto jardinero. «Estuvimos enteramente dispuestos a dejar que Dios nos liberase de todos estos defectos de carácter». La tercera vez, que fue la primera en la que realmente sintió placer, fue en su pequeña casa de invierno en Chosica. Había invitado a dos amigos, Don Tomás Abidal, ex ministro de Agricultura, y Don Percy Alatrista, ex ministro de Educación, a escuchar sus discos de la nueva ola, a jugar póker y a tomar unas copas de algunos de sus vinos, los que mandó traer de su colección personal en su casa en Lima. Cuando iban por la décimo quinta mano y por la quinta copa, Don Rafael Fernández de la Fuente tomó el sacacorchos y lo clavó primero en el cuello del ex ministro de Agricultura, y luego en el pecho del ex ministro de Educación, quienes no pudieron reaccionar debido a la sorpresa y al efecto del Graham Vintage Port 1960, el que Juan Antonio trajera a su padre de uno de sus viajes por Europa. Los empleados de la casa, al ver los cuerpos tirados en la sala y a Don Rafael Fernández de la Fuente dormido en uno de los muebles de caoba y satén, el favorito de la ex esposa, Doña Celina del Río, que ya en paz descansa , llamaron desesperadamente al hijo del patrón . Este, que por esos días se encontraba en Lima, habló a su padre sobre el grupo de ayuda y lo obligó a asistir. «Hicimos una lista de todas aquellas personas a quienes habíamos ofendido y estuvimos dispuestos a reparar el daño que les causamos».
Don Rafael Fernández de la Fuente no terminó de oír los doces principios pues en ese momento se abrió la puerta de la habitación. A diferencia de cuándo él entró, ahora todos voltearon a mirar a la despampanante mujer de vestido y tacos rojos, tan fuera de lugar, que acababa de entrar. Su larga y lacia cabellera negra, que por una parte combinaba con el antifaz que ella también usaba, contrastaba con el rojo, rojo sangre, rojo-granate de Bohemia de sus inusuales labios rojos, y con el blanco, blanco marfil, blanco perla de su inusual sonrisa blanca. El cuchicheo generalizado de los compañeros frente a la inesperada aparición fue acallado por la voz de mando de la líder del grupo, quien invitó a sentarse a la recién llegada. La fémina se quitó el negro abrigo y lo colgó en el perchero. La sonrosada piel desnuda de sus hombros y brazos despertó en Don Rafael Fernández de la Fuente, a sus sesenta y tantos años, ese cosquilleo sub abdominal que hace tanto no sentía. Bienvenida. ¿Por qué no nos cuenta porque está aquí? ¡Vaya pregunta! , pensó Don Rafael Fernández de la Fuente, aunque luego se preguntó si la dama de rojo no habría llegado allí por equivocación. ¡No! ¡Demasiada casualidad! Él no creía en la casualidad, lo aprendió de su padre. No lucía como uno de ellos, sin embargo. No parecía ser víctima del vicio. Aunque, en todo caso, él mismo tampoco lo parecía, al menos no en el espejo. Vengo en busca de ayuda. Creo que tengo un problema.
Durante los siguientes veinticuatro minutos la recién llegada relató a grandes rasgos cómo había iniciado su adicción, cómo había evolucionado y los crímenes que protagonizó presa de la sed. A diferencia de Don Rafael Fernández de la Fuente, ella había sentido placer desde la primera vez. Contó que su primera víctima había sido un sudoroso gasfitero de ojos saltones que tenía una verruga horrible en la mejilla derecha: unas gotas de amoniaco y un vaso de agua habían bastado para deshacerse de ese desagradable hombre. La segunda fue el panadero regordete de bigote grasoso y grotesco, de acento italiano y tan malos modales de la calle Los Fresnos, la que quedaba a espaldas de su casa; a él lo liquidó rociando una dosis atomizada de benceno sobre su rostro. El décimo y último, un taxista flacucho demasiado hablador, había sufrido una suerte similar esa misma mañana: un pañuelo humedecido en ácido clorhídrico sobre la boca y a nariz lo silenciaron para siempre. Cuándo hubo terminado su narración, los compañeros del grupo emitieron comentarios condescendientes, los dos más cercanos incluso casi le dieron unas palmaditas de consuelo pero se abstuvieron de hacerlo intimidados por la desnudez de sus hombros. Don Rafael Fernández de la Fuente tenía la mirada clavada en los labios rojos de la nueva compañera. La dama de rojo tenía la mirada clavada en los ojos de Don Rafael Fernández de la Fuente. Don Rafael Fernández de la Fuente supo que ese día rompería las primeras dos reglas del AA: perdería el anonimato, invitaría a salir a la dama de rojo.
Al finalizar la reunión, los compañeros se despidieron con la frase de la página 28 del libro guía, con la que siempre daban fin a las sesiones, y empezaron a abandonar la sala a intervalos de dos minutos, como se tenía acostumbrado para proteger la identidad de los miembros y evitar todo tipo de relaciones extracurriculares. Quedaron finalmente, luego de varios minutos, la líder del grupo, Don Rafael Fernández de la Fuente, y la dama de rojo. La líder se despidió de los otros dos con una sonrisa cortés y con un hasta pronto. Tan pronto como oyeron la puerta de cedro cerrarse tras los últimos pasos en la escalera, Don Rafael Fernández de la Fuente y la dama de rojo se quitaron el antifaz. El ex ministro no había esperado ver unos ojos tan negros tras el negro antifaz, se los había imaginado más bien pardos. Se puso de pie, cruzó la habitación con el garbo de sus años mozos, de sus años de Don Juan e inclinóse ligeramente hacia la nueva compañera. Ella, adivinando el ademán, estiró la mano con la delicadeza de fémina de mundo, de viajes, de contactos, y se la dejó besar. Rafael Fernández de la Fuente, ex ministro de pesca, a su servicio. El cosquilleo pélvico se intensificó con la sonrisa blanca de la roja boca y el Mercedes que obtuvo como respuesta. Conozco un bar a pocas cuadras de aquí. El cosquilleo pélvico se intensificó con la sonrisa blanca de la boca roja y el Me encantaría que obtuvo como respuesta.
El Bar Café Piccolo se hallaba exactamente a tres cuadras y media. Como el caballero que era, Don Rafael Fernández de la Fuente abrió la puerta y la mantuvo abierta para que pasara Mercedes, la ayudó, con deleite y constante cosquilleo a quitarse el abrigo, y la llevó del brazo hacia una de las mesas vacías al fondo del casi vacío local. El ex ministro, siguiendo una vieja y paranoica costumbre que heredó de su padre, barrió el lugar con la mirada para identificar posibles amenazas. Sólo vio a una pareja de enamorados que conversaba con sendas y largas sonrisas en una de las mesas al otro extremo del bar, a tres beodos en mangas de camisa murmurando en la barra, a un delgado joven de frac gris tomando un café y leyendo una novela, y a una anciana sentada junto al tocadiscos con los ojos cerrados, como dormida. Un mesero de rasgos orientales se acercó a tomarles la orden. Don Rafael Fernández de la Fuente pidió un whisky en las rocas y ella un Apple Martini. El ex ministro habló de todo: de su vida privada, de su vida pública, de su vida de joven, de su vida de anciano, de su vida familiar, de su vida política, de la pequeña fortuna que había acumulado mientras duró su ministerio, de su casa en Chosica, de su casa en Chorillos, de sus vinos. Ella escuchó con tanta atención, y con tanta sonrisa blanca, y con tanta boca roja, y con tanto cuello desnudo, que el cosquilleo del ex ministro comenzó a extenderse a manos, pies, cabeza y boca. Fue entonces que tocó el tema de las muertes. Le contó sobre el desafortunado encuentro de póker con el ministro de educación y el ex ministro de agricultura, sobre la broma fatal a la jardinera, sobre el descuido con Gregorio el jardinero. Mercedes, que hasta ahora se había limitado a escuchar pacientemente, empezó a inquietarse y a preguntar detalles, sobre las muertes, sobre los instrumentos, sobre las expresiones en los rostros de sus víctimas. Notar su excitación convirtió el cosquilleo constante y extendido de Don Rafael Fernández de la Fuente en un pulso, en una ráfaga intermitente de adrenalina. Cuando ella empezó a hablar de sus propios asesinatos, fue el ex ministro quien pidió detalles, aclaraciones, repeticiones, mientras pies y manos ya no podían estar quietos, mientras el corazón latía más rápido. Cuando ya no pudo más con la ansiedad, se disculpó y fue al baño. Cuando se hubo lavado la cara, sintió que lo empujaban. Cuando vio al más bajito de los beodos en manga de camisa, sintió sed. Cuando devolvió el empujón, la adrenalina ya corría por su cuerpo como corre la lluvia por los techos en los veranos de la sierra. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, sus manos y su cinturón ya habían cortado la respiración de su rival. Cuando el placer del primer sorbo de alcohol tras semanas de sobriedad llenaba su pecho, ya había decidido matar a Mercedes.
Arrastró el cuerpo hacía una de las letrinas y cerró la puerta. Se lavó nuevamente las manos y la cara. A pesar del torrente de adrenalina que recorría sus ancianas venas, se condujo con la calma y la soltura de quien ha descubierto que todo está a su favor. Mercedes, ¿te parece si continuamos esta charla en mi casa? ¡Qué sí tan convencido el de la sonrisa de Mercedes! Don Rafael Fernández de la Fuente dejó un billete en la mesa. Dejaron el bar. El taxi demoró veinticinco minutos hasta la casa de Chorrillos. Los sirvientes ya estaban dormidos a esta hora. Ponte cómoda Merceditas. El ex ministro puso un disco de Frankie Valli y The Four Seasons. Destapó un vino del mini bar sin ver la marca, tomó dos copas de la vitrina, y se reunió con Mercedes, que habiendo hecho caso a las palabras de Don Rafael Fernández de la Fuente, se había sentado en el mueble blanco de caoba y cuero más grande de la sala. Propongo un brindis. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a continuar. Brindemos por nosotros, por nuestra amistad. Bebieron sendos sorbos. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a continuar. Brindemos por AA, y por nuestra pronta recuperación. Bebieron sendos sorbos. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a continuar. Brindemos por la fuerza de voluntad y por la sobriedad. Bebieron el último sorbo. La sonrisa blanca de la boca roja de Mercedes lo animó a acercarse. Cuando se disponía a volver a llenar las copas para seguir brindando, Mercedes lo tomó del brazo y estampó sus labios rojos y su sonrisa blanca sobre los labios sexagenarios de Don Rafael Fernández de la Fuente. El cosquilleo sub abdominal del ex ministro reactivó toda la sensualidad que lo llenase de orgullo en sus años mozos. Besó la boca roja de Mercedes como hace tanto no había besado ninguna boca, y lo entusiasmó su curioso sabor. Saber que dentro de poco la mataría potenció su deseo, apresuró su deseo. La besó y la tocó como hace tanto no besaba y no tocaba. La sed de sexo y la sed de sangre empezaron a competir para ver cuál sería saciada primero.
Mercedes se detuvo, se alejó unos centímetros y preguntó con una sonrisa tan blanca y una boca tan roja ¿Me enseñarías tu colección de vinos? La sed de sangre venció la batalla en la mente del ex ministro. ¿Qué mejor lugar para concretar la muerte de la dama de rojo que la bodega dónde guardaba sus mejores vinos? La condujo hacia una pequeña puerta de madera barnizada en el medio de la sala. Bajaron los escalones guiados por la luz de una decena de candelabros- que los empleados encendían todas las noches por si el ex ministro decidía bajar a ver o a beber- alineados en la pared a lo largo de la escalera. El sótano estaba iluminado, al igual que la escalera, por una serie de candelabros distribuidos en seis pasillos. Cinco filas de anaqueles contenían los cientos de vinos Don Rafael Fernández de la Fuente. El ex ministro supo, por el calor de sus manos, el frio de sus pies y el cosquilleo en la nuca que había llegado la hora. Dejó a Mercedes analizando la sección central del tercer pasillo, en la que reposaban unos vinos especialmente polvorientos. Se dirigió al fondo de la habitación, hacia la esquina más alejada de las escaleras. Tomó una pequeña llave de debajo del quinto anaquel y abrió un pequeño cofre de madera. Allí guardaba dos de sus más grandes posesiones: un Château Cheval Blanc del 47 y una daga de plata heredada de su padre, el ex ministro de hacienda y héroe nacional Don Máximo Fernández de la Fuente. Tomó la daga y cerró el cofre. Se dirigió hacia Mercedes con el andar pesado y silencioso de sus sesenta y tantos años. La dama de rojo seguía observando los viejos vinos polvorientos. Cuando estuvo justo detrás de ella acarició suavemente su hombro desnudo con la mano izquierda mientras la derecha alzaba la daga de plata para penetrarla en el cuello de la nueva compañera. Un segundo después, la daga cayó al piso emitiendo el sonido metálico de los cubiertos sobre la vajilla. Don Rafael Fernández de la Fuente sintió que el infierno se abría en su lengua y se lo tragaba enteró de adentro hacia afuera. El fuego se extendió por su garganta e invadió sus entrañas, subió por la nariz hasta los ojos y finalmente incendió el cerebro. Mientras caía al suelo del tercer pasillo de la bodega de sus mejores vinos, el ex ministro vio a Mercedes volteando para mirarlo. Justo antes de cerrar los ojos para siempre, creyó ver el blanco, blanco marfil, blanco perla de su inusual sonrisa blanca y el rojo, rojo sangre, rojo-granate de Bohemia de sus inusuales labios rojos, y pensó en el curioso sabor de ese beso.

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El taxi se detuvo frente al 453 del Jirón Cayaltí. La dama de rojo sacó un billete de veinte soles del bolsillo del abrigo negro, se lo entregó al conductor, le agradeció amablemente y bajó del automóvil. De la cartera negra de cuero sacó el trozo de periódico, que horas antes había arrancado de los anuncios clasificados, para verificar la dirección. A pesar de la poca luz, proveniente del único poste de ese lado de la calle comprobó que, efectivamente, ancha puerta de fierro frente a ella correspondía al 453 del Jirón Cayaltí. Examinó el umbral. Detectó rápidamente el agujero al que hacía referencia el anuncio del diario. Introdujo la mano, palpó el interior y tomó la llave. Después de abrir la puerta, volvió a colocar la llave en su lugar y entró al recinto. Siempre un lugar diferente, siempre de la misma manera, esa era la consigna. El interior estaba aún más oscuro que la calle. Unas empinadas escaleras de fierro daban a un segundo piso del cual provenía una intensa luz blanca. Llegó a un diminuto vestíbulo que terminaba en una puerta más angosta que la de la entrada. Del otro lado, oyó una voz contenida, casi un murmullo, casi un sollozo. Se colocó el antifaz y empujó la puerta sin llamar. La reunión ya había empezado.

Puntuación: 5.00 / Votos: 3

2 pensamientos en “‘A.A. Asesinos anónimos’ por Guillermo Nevado

  1. Anónimo

    Este lo leyeron en clase. Me pareció muy bueno; Alexis dijo algo del antifaz (que andan con este puesto todo el cuento) pero bueno, cosas más raras se han visto que una pareja con antifaz por ahí. Es bastante original y está muy bien escrito.

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