‘El poema’ por Myriam Gómez

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El 31 de julio, el señor X fue despertado a las siete de la mañana por una horrenda jaqueca y por el ruido que hacía una multitud de oficiales y policías en la puerta de su casa. No había hecho nada malo en toda su vida, excepto matar a un ratón con agua hirviendo y pegarle a una niña cuando tenía cinco años. Tampoco había hecho nada radical: su mayor acto de valentía había sido mandar un poema a un periódico hacía una semana, y todavía podía temblar como una hoja cada vez que lo recordaba. Así que el 31 de julio a las siete de la mañana tomó aire y se dijo a sí mismo que nada malo podía pasar. Sacudió la cabeza de los malos pensamientos y se puso las pantuflas. Demoró dos segundos en salir de su habitación, cuatro en atravesar la cocina, tres en llegar a la puerta principal y abrirla, cinco en levantarse del suelo después de la bofetada que le lanzó el primer oficial y otros tres para buscar un lugar donde esconderse antes de que la multitud entrara en su casa. No lo encontró, de modo que a las diez de la mañana estaba amarrado de pies y manos y colgado de cabeza en el asta de la bandera de la plaza principal. Cerca de cincuenta personas pasaron junto a él durante la mañana, señalándolo con el dedo y chillando “ése es el cerdo capitalista”; quince perros le ladraron y uno levantó la pata al verlo; una mujer lo golpeó con su bolsa de mercado mientras sus dos hijos lloraban de miedo. Solamente un alma caritativa les sugirió a los guardias que si lo seguían manteniendo atado de cabeza se les iba a morir en cualquier momento y el alcalde lo quería vivo.
El señor X fue desatado, bajado, atado a una silla y alimentado antes de las once de la mañana. El carnicero llegó a verlo al mediodía y lo encontró muriéndose de calor.
—Hola —le dijo con una inocente simplicidad, como si no se hubiera dado cuenta de lo que había pasado con él—. Te traje pastel.
Era un pastel de riñones, uno de los platos más detestados por el señor X. Lo traía embutido en una vieja lata de metal. El señor X comprendió inmediatamente que no estaba en circunstancias que le permitieran rechazar comida y le pidió al carnicero que se lo diera a comer.
—Te entiendo —comentó el carnicero. Cogió un pedazo de pastel y lo metió en la boca del señor X—. Tuviste un mal día. A veces a mí también me pasa. —Se le acercó un poco—. Pero mira qué buen amigo soy. Me enteré que eres capitalista y aún así vine a visitarte.
—Qué buena gente —murmuró el señor X.
—No todos lo hubieran hecho —aclaró el carnicero, volviendo a ponerle pastel de carne en la boca—. Carmen me pidió que no te lo dijera, pero… —se acercó un poco más— ayer ella se enteró y se fue a su pueblo.
El señor X cerró los ojos. Masticó con algo de violencia, se mordió la lengua y terminó escupiendo el pastel.
—Tu lata está oxidada —murmuró después de un rato.
—No creo. Mi mujer lo metió ahí. Buenas intenciones, seguro. Le caes bien. Pobre. No sabe que eres capitalista. —El señor X soltó un gruñido, pero el carnicero no lo escuchó y continuó—: Además, ella… Ah, pero de repente no lavó bien la lata. Era de café, creo. Pobre mi hijita. Se está volviendo adicta a la nicotina… Nicotina, qué digo. Cafeína, quiero decir. Lo toma todos los días.
A su izquierda, un guardia jugaba con su rifle. Lo tiraba al cielo, lo volvía a coger. “Que le dé en el ojo”, susurró el señor X. “O que le salga un tiro, y le caiga en la cara, que yo…”
—¿No me vas a preguntar más de Carmen? —preguntó el carnicero—. Ya habló con su familia sobre la boda y ellos están de acuerdo con ella en que ya no se case si ya no se quiere casar. —El carnicero hizo una pausa—. Pero… ¡es Carmen! ¿A qué buena mujer le interesa la política? La mía ni siquiera sabe la diferencia entre un capitalista y un comunista. Ah, ¿ya te dije? Ella te hizo el pastel. No entiende por qué te apresaron.
—Yo tampoco —dijo el señor X—. Yo no soy capitalista.
El carnicero se quedó en silencio durante unos segundos.
—No tienes por qué mentir —dijo de pronto—. Igual, ya te atraparon. Pero, mira, yo no creo que haya sido muy estúpido lo que hiciste, ¿ves? Digo —miró a los guardias con miedo en los ojos—, yo sí soy del partido, siempre he sido del partido, pero creo que fuiste valiente. Difundir tu… ideología…
—Yo no soy capitalista —repitió el señor X.
—…fue inteligente. Aunque estúpido. Bueno, tú me entiendes. Ya sabías que te iban a atrapar. Pero fuiste hábil. Si eso te consuela, te lo digo: fuiste hábil. Eso de las letras… conmigo no va. Y lo del mensaje. Estuvo difícil. Yo nunca hubiera podido descifrarlo.
—¿Qué mensaje? ¿Mensaje? —chilló el señor X—. ¿Qué mensaje? ¡¿Qué mensaje?!
—El mensaje, pues. El mensaje. El del poemita ése tuyo. Mira que yo creí que el poema lo habías escrito porque eras gay… Ahora resulta que eres todo un rebelde. —El carnicero lo miró dubitativo—. Oye… Hablas del mensaje como… como si tú… No me digas que no lo escribiste tú.
—¡Yo no escribí nada!
El señor X se retorció en su silla, dando patadas como loco. Gritó las veinticinco groserías que le habían enseñado en toda su vida, y se calló únicamente al sentir dos pistolas apuntándole las sienes.
A la una de la tarde, el carnicero se despidió de él. El señor X, frustrado, resistió la tentación de tirarle la vieja lata de café en la que le había traído el pastel. El carnicero se la había regalado.
—Vamos, estarías bien para una propaganda, ¿no? Un preso político, con una lata de café Piccolo en la mano…
—No lo puedo tener en la mano —gruñó el señor X—. Estoy atado. —Dio un suspiro—. ¿Y cómo dices que se llama el café? He escuchado el nombre en alguna parte.
—Yo también. Televisor, capaz. Ya qué. O mejor me llevo la lata.
Pero no se la llevó. Se fue a la una con diez minutos, con las manos vacías y deseándole buena suerte.

A las dos de la tarde, llegó un señor vestido con traje elegante. Dos policías sonrientes lo traían esposado, y lo lanzaron a los pies del señor X.
—Éste es el tipo del periódico.
—¿También capitalista? —preguntó uno de los guardias que custodiaban al señor X.
—Seguro. Si aceptó el poema…
El poema. El señor X siempre había sido malo para escribir cualquier cosa que tuviera que salir de su cabeza. Sin embargo, en mayo, tras cuarenta días de sufrimiento, había logrado escribir un poema moderno sobre el cielo. Sus metáforas estaban tan bien elaboradas que ni él mismo las entendía, y se había sentido tan orgulloso de haber descrito las cosas tan absurda y abstractamente que no pudo resistir la tentación de mandar su poema a un periódico… y ese día había estado espantado, había temblado como una hoja, etc., etc., etc.
Ahora lo entendía.
—Usted es Eugenio S, ¿no? —preguntaron los guardias.
El señor X negó con la cabeza, pero no era a él a quien preguntaban. El hombre elegante, tirado en el suelo, asintió. Levantó el rostro, y el señor X pudo ver en seguida que el señor S tenía los ojos claros e hinchados.
—Jefe de… ¿redacción? ¿El que se supone que debió haber revisado el poemita?—preguntó un guardia.
—¿A quién le importa eso? Ya lo tenemos, no lo vamos a soltar. Ahora tenemos que conseguir otra silla.
—O podemos ponerlo en el asta, como hicimos con el otro en la mañana. No es necesario que éste llegue vivo a mañana, ¿no?
—Quiero preguntarles algo. —El señor X había alzado la voz y miraba fijamente a los policías. Ya no se veía ni triste, ni abatido, ni violento. Su mirada era acusadora, incisiva. No parpadeaba. Los policías cogieron sus armas, pero no las alzaron—. Quiero saber —pausa— exactamente qué hice.
Nadie le contestó. Los policías lo ignoraron olímpicamente, como si no hubiera dicho nada. Sin embargo, el señor S., que yacía a sus pies, lo miró durante unos segundos y le dijo “Su poema tenía una clave” antes de arrastrarse hacia los policías.
—A mí no me dijeron qué me van a hacer. ¿Cárcel?
—Pena de muerte a los dos. Cárcel por mientras, hasta que se les juzgue. Y no se me hagan los zuecos, que bien que sabían que… Oye, ¿ésa es la silla?
—Esta misma.
Al señor S la silla que le lanzaron le cayó en una pierna, pero no por eso dejó la expresión de perro feliz que había adoptado su cara. Se subió a la silla, respiró hondo y murmuró hacia el señor X:
—Por favor, dígame que no sabía que su poema tenía la maldita clave.
—¿Por qué quiere que le diga eso, si igual ni me va a creer?
—Si lo sabía, tendría que matarlo. Habiendo tantos diarios ilegales, y usted viene a contaminarme el mío… Qué tal. —Acomodado en su silla, se veía más tranquilo. No parecía capaz de matarlo—. No se ofenda, pero tiene cara de ignorante. Capaz eso juega a su favor, y le creen que no sabía qué estaba escribiendo.
Siguió hablando sin parar durante casi media hora, pero el señor X respiraba despacio, con la mente en blanco.
A las doce de la noche, cuando el último policía se hubo quedado dormido, el señor S empezó a intentar romper las ataduras del señor X friccionándolas contra sus esposas. “Dejé a un abogado revisando el caso. Usted no se preocupe”, le decía de rato en rato. “Yo le creo que es inocente. Yo le creo”. A la una de la mañana, el señor X lo apartó con una mirada furiosa, preguntándose si no estaría burlándose de él.
A las nueve de la mañana, cuando el sol estaba ya bien alto, el alcalde llegaba a ver a los presos. El señor S había estado moviendo la cabeza de un lado al otro los últimos quince minutos, lo que seguía haciendo, pero ahora balbuceando de manera enfermiza “Creo que se me ha dormido el cerebro” una y otra vez. El señor X tenía una macabra sonrisa en la cara. El alcalde, empapado en colonia y con la camisa recién planchada, los miró, comprobó que estaban vivos y les dijo: “Serán llevados al penal lo antes posible”.
—¿Cuándo es lo antes posible? —preguntó el señor S, con los ojos muy abiertos. Había dejado de mover la cabeza, pero ahora temblaba violentamente.
—Lo antes posible, pues —respondió el alcalde y se dio la media vuelta.
Eso no era suficiente. Al día siguiente, a la misma hora, seguían ahí.
La situación había mejorado un poco. Habían pasado la segunda noche envueltos en mantas. El sol seguía insoportable, pero al menos les daban agua, y a los presos no les importaba en absoluto de dónde la sacaban los policías.
En la noche, el señor X no pudo dormir. El señor S se quedó completamente dormido a la decimoséptima oveja. Los policías estaban jugando cartas. El señor X miró al cielo y vio la luna llena. Entonces, inspirado súbitamente, se puso a aullar. Aulló durante un buen rato, hasta que uno de los policías le dio en la cabeza un increíble culatazo para que se callara y lo dejó inconsciente. Al día siguiente, frotándose el chichón que tenía en la frente, se dijo a sí mismo que, por lo menos, había descansado unas cuantas horas.
—Compadre, le está saliendo un cuerno —dijo el señor S—. A lo mejor su esposa lo está engañando. ¿Quién sabe, no? Cualquiera diría que las mujeres no saben de política, pero luego se separan de uno apenas lo creen capitalista. Quién lo diría.
—Pero yo no tengo esposa —respondió el señor X—. Tenía prometida, pero… Oiga, ¿su mujer lo dejó? ¿Cómo lo sabe?
—Me lo soñé ayer. Esa bruja. Ya sabía yo que algo así me iba a hacer.
Estuvieron en silencio durante un rato.
—Yo le creo —dijo de pronto el señor S—. Usted es inocente. ¿En qué trabaja, por cierto? ¿Un empleo bueno? ¿Algo decente? Daría una buena impresión en el tribunal, ¿sabe?
—Soy mecanógrafo —murmuró el señor X—. A veces… hago otras cosas. Como pintar casas o… para lo que me llamen. ¡Pero hace poco trabajé haciéndole los discursos a un tipo del ejército! Y soy inocente —añadió súbitamente.
—Sí, y yo le creo. —El señor S lucía ligeramente decepcionado—. Y nos van a soltar porque este es un país justo y bueno, y mi abogado es el mejor que pueda…
—¿S? —preguntó el señor X—. ¿S, está bien?
—¡No! —chilló el señor S—. Nos vamos a morir aquí. No nos van a llevar al penal. No quieren que volvamos capitalistas a todos los presos. ¿Ve? Creen que somos peligrosos para los delincuentes ésos. Qué tal, ¿no? Y… no se me ofenda, digo, pero en la noche vi que estaba hablando usted con su lata de café. No se estará volviendo loco, ¿no?
El señor X canturreó “Un café diferente, un café sin igual”, con la mirada perdida. Ladeó la cabeza y siguió “Que a su familia le va a gustar”, ante la horrorizada mirada del señor S. Después, comentó:
—Pero todo está bien. Va a ver cómo nos sueltan antes del 5.
Sin embargo, el 5 de Agosto seguían ahí. A las cuatro de la mañana con cincuenta y cinco minutos, la silueta de un hombre llegó desde el horizonte. Era un tipo desgreñado, lleno de lápiz labial de mujer y con arañazos de esposa en la cara. Sin embargo, se veía feliz. Dando brincos y aferrando una hoja de papel en la mano izquierda, se les acercó como un huracán.
—¡Los salvé! —gritó—. Los salvé. Los… salvé.
Infinitamente agotado por la emoción, se echó en el suelo y se quedó dormido hasta las seis de la mañana. Despertó, todavía aferrando la hoja de papel, se acercó al señor S y le gritó en la cara que el caso ya estaba ganado.
—Ya verán —les dijo, y desapareció—. Usted es tan… ¿Por qué no le dijo a nadie que había escrito otro mensaje?
—¿Qué mensaje?
—El mensaje, pues, ¡el mensaje! Un mensaje patriota, un excelente mensaje. —Le lanzó una sonrisa—. Y todo dentro del bendito poema ése. Quién lo diría. Usted parece no tener una cabeza tan grande. —Lo miró a los ojos, con su mirada vidriosa de abogado en celebración alcohólica—. Los van a soltar antes del 9.
Pero no los soltaron hasta el 15. Les cortaron las sogas, y el señor S se puso a llorar. “Maldita mujer”, decía entre sollozos. “Mi esposa es una bruja, una maldita bruja, y no digo nada peor para no ofender a su madrecita, pero es una maldita… maldita… ¡Y va a venir a pedirme mi indemnización, seguro! ¡Va a querer que le preste para el colegio de sus hijos! ¡Qué me ruegue, pues, esa bruja maldita!”
El señor X, apenado, intentó arrastrarlo fuera de la plaza.
—No nos van a dar indemnización —murmuró para sí. Era completamente cierto—. Éste está loco —murmuró mirando a S. Eso era sólo un poco cierto. Suspiró.
—Vámonos. Me muero de ganas de vengarme de los guardias. ¿Te acuerdas de sus caras?
El señor S reaccionó.
—Claro que sí.
Y por propia voluntad, se deslizó por la plaza al lado del señor X, como un perro fiel e inocentón, sabiendo a la perfección que ninguno de los dos tendría nunca las agallas para hacer más que regresar a sus casas como si nada hubiera pasado.

Puntuación: 3.56 / Votos: 9

Un pensamiento en “‘El poema’ por Myriam Gómez

  1. Anónimo

    Lo que me llamó más la atención fue la "culpabilidad" inicial del señor X, que ni siquiera tenia idea del poema que lo incriminaba y de cómo no podí o no le dejaban explicar que él no tenía nada que ver.Me gusta la facilidad que tienes para narrar hachos, es decir sin tantas complicaciones ni "formalidades".

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