S/T por Luis Vargas

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Éramos jóvenes y acabábamos de descubrir, emocionados y seguramente un poco tarde, las turbulencias inconstantes del sexo. Este, junto con la marihuana y el alcohol, que ya las gozábamos desde un par de años atrás, nos nublaba de placer, nos sumía en los abismos más deliciosos en los que algún hombre ha podido alguna vez caer. El arte llenaba nuestros pulmones y solo buscábamos crear. La felicidad. El ron, la hierba, el sexo, arte, los bares resinosos y apestosos, los cafés de media luz con azúcar rubia, las pipas de hueso, los culos y libros y malecones, las tetas, el falso tabaco francés del flaco y el olor a sal de mar, que se confunde con toda la mierda que tiran en él, que hoy tanto añoramos. Si existe la felicidad eso debe, tiene, que haber sido lo más cerca que hemos estado a ella. Fue tan bueno que, incluso, llegamos a pensar que tal vez no acabaría nunca, que tal vez la marihuana y la embriaguez mantendría al mundo alejado, incapaz de devorarnos pues nosotros solo pertenecíamos al arte en persecución del hedonismo, y de ella viviríamos puros, auténticos, libres. Por ella era que luchábamos en aquellas interminables noches de malecón contra la política, contra el maldito dinero que siempre era poco, contra el perreo y contra el chino malnacido de la bodega que se hace el cojudo y no quiere vender alcohol después de las once. Pero, sobre todo, luchábamos contra aquellas putitas en minifalda que pasaban apresuradas sobre sus tacos de aguja, muertas de frío, desesperadas por no quedarse afuera de la discoteca que las esperaba, como todos los sábados, inamovible y relampagueante, dos cuadras más abajo. Las odiábamos y despreciábamos. Decíamos que eran unas putas, unas pobres estúpidas que ni siquiera saben en que país viven, que abren la boca para quejarse, pedir ropa, llorar, para todo menos para hacer el oral y nos reíamos, y escondíamos nuestras gigantescas erecciones mientras nos preguntábamos, con resignación, si alguna de esas chicas nos miraría, siquiera, alguna vez. El flaco siempre nos decía que no escupiéramos al cielo, que todas nuestras amigas iban a esas mismas discotecas, nos apostaba a que eran de su mismo colegio o por lo menos las conocían, el hecho de que se vistan raro y fumen con nosotros no quitaba que sean, en parte, como ellas, que, además, a nosotros una chola futura nobel de literatura nos importaba un carajo, y que, y con esto nos daba la estocada final, debíamos aceptar alguna vez que nosotros pertenecíamos, de alguna forma, a ese mundo, que también nos gustaba. Todo se quedaba en silencio y el flaco, al ver nuestras caras aún no convencidas, nos decía que si pues, que nosotros no éramos cholos, menos el cholo, ni feos hasta el culo, ni misios sin un cobre y que si pues, todas nuestras amigas son bonitas y de colegios bien por las cuales nos arrechamos cada vez que las vemos. Siempre he creído que si no fuera por esas putas, nuestra felicidad nunca hubiera terminado. Tal vez y nunca nos hubiéramos dado cuenta de nuestras vidas reales sino fuera por ellas. Era en esos momentos cuando todo lo que habíamos construido para nosotros en aquellas noches, para blindarnos del mundo al que queríamos y no queríamos pertenecer, al cual odiábamos y amábamos, que nos aprisionaba pero a la vez nos drogaba y deleitaba, parecía derrumbarse en un segundo. Nos llenaba de impotencia, nos crecía un agujero inmenso en el estomago que parecía devorar todos nuestros órganos y que acababa con todo el líquido en nuestras gargantas. Nos dolía sin importar cuan ebrios o drogados estuviéramos. Odiábamos al flaco por siempre venir con esas huevadas. A veces se daba cuenta y nos trataba de hacer olvidar sus palabras con bromas estúpidas y nos ofrecía de la maldi. Nosotros ya no queríamos y simplemente nos íbamos a comer un pan por ahí y nada más. A casa, sintiéndonos los animales más sucios y patéticos de esta parte de la ciudad, que ya es decir mucho.

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