“Fuego cobarde” por Renato Constantino

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Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bomberos
entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos.
“Es en el décimo piso”, dice el teniente.
“Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos”.
Julio Córtazar – Todos los fuegos el fuego

Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber
cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin.
Mi carne puede tener miedo; yo, no.
Jorge Luis Borges – Deutsches Requiem

Mariella sabía de lo pesado de su carrera desde que pensó en ingresar a San Marcos. Sin embargo, mientras se hundía en una depresión sobre las distintas clases de bacilos, se preguntaba si todo esto había valido la pena. El sol brillaba fuerte y ella no quitaba los ojos de sus aburridas páginas. No te preocupes, le dijo Mónica. Falta mucho para el examen, agregó. San Marcos es una tierra triste.
Los libros de Santiago revelaban mucho más de lo que su cabeza comprendía. Trotsky y Trotsky y Trotsky. Y el Che. No te olvides de eso. Una y otra vez repasaba sus líneas, sus apuntes al lado del margen. Casi no quedaba espacio para nada más. Eran su tesoro. Ya casi no se encontraban de esos. Y la tapa roja. ¡Qué dulce es San Marcos! pensó. Cuando los apristas no nos fastidian, complementó rápidamente. ¡Apúrese, camarada! le disparó verbalmente Raúl. Ya tenían que ir a clase.
No sabía mucho de la vida. Todo era insípido. Y los hombres más. En San Marcos quien no era feo era terriblemente ideologizado. A Mariella eso no le gustaba. Prefería seguir como estaba. Santiago se preguntaba si haber ingresado a San Marcos en el profético 1984 significaba algo. Algo debía significar. Quizá era el año en que el trotskismo finalmente venciera sobre su rival estalinista. No lo sabía. Solo tenía como algo seguro que la verdad se ocultaba allí, en alguna parte de esos libros de tapa roja que citaban a Marx una y otra y otra vez. De esa forma repetía Mariella los nombres de los síntomas que debía memorizar. Uno tras otro: fiebre, malestar, erupciones en la piel y erupciones en todo el país. Porque donde se pone el dedo salta la pus. Y Santiago ya había leído a los clásicos. Ya había leído el Discurso en el Politeama y los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. No estaba seguro qué era ser socialista o comunista o trotskista, pero el llamado estaba hecho y él iría obediente.
Los amigos de Mariella eran casi todos aburridos. Mariella solo iba entre mujeres. Cuchicheaban, se reían y se sentían protegidas. Siempre había un profesor mañosón como el que los llevaba a abrir los cuerpos. ¡Y qué asco de cuerpos! Eran enfermos, viejos, mendigos sucios… aunque siempre hubiese un niño que enternecía la mirada. Doloroso. Santiago creía que le dolía el país. De hecho, lo afirmaba abiertamente mientras recitaba a Heraud y juraba que barrería a los miserables “patriotas
explotadores”. Los amigos de Santiago eran cada uno distinto del otro. Provenían de barrios miserables y de barrios opulentos. Eran católicos renegados. Que leían a Marx, ese barbón del que siempre se raja en los colegios de curas. Luego de clases tomaban cervezas heladas en algún hueco frente a la universidad. Allí discutían y creían hacer mucho por el país. Excepto Santiago. El cambio debía ser o él no sería. ¿Qué hacer?
Mariella se moría por alguien. Era Carlos. Era joven, atlético, delegado de su promoción y preocupado. Era voluntario de una compañía de bomberos en ese tiempo de toques de queda. Ella también se metió. Pensaba que esperar el llamado del fuego mientras fumaba un cigarrillo con Carlos era lo más romántico que podía pasar.
Están llegando nuevos a la universidad. Nuevos grupos políticos se entiende. Guevaristas que dicen que la guerrilla es el camino. Pero hay un grupo de gente que no predica una guerra: la está llevando a cabo. Son un grupo que se define maoísta y mariateguista. Eso no le sorprende a Santiago: todos son mariateguistas el día de hoy. Pero le sorprendía la crudeza de la propuesta. La realidad, la materialidad del cambio, cambio de batas. Mariella prefería llevar su bata en la mochila y cambiarse una vez en la universidad. Pasearla por Lima le parecía banal. Y a veces llegaba manchada de sangre y le daba asco. Por eso envidiaba a los que estudiaban para dentistas. Sus batas no solían mancharse. Eran lindas, perfectas.
Comenzó a leer de las propuestas de Mao. Eran un círculo. Perfectas y redondas. Desde el inicio de la guerrilla clandestina hasta la planificación detallada de la economía. Del campo a la ciudad. El profesor había dicho “de afuera hacia adentro”. Así había que limpiar las heridas. Encerrarlas. No dejar que ningún microbio pueda ingresar al espacio sobre el que va a trabajar. Hay que ser precisos. Hay pocas balas, camaradas. Cada una vale oro en nombre de la revolución. Y lo sabían. Cauterizar. De eso se trataba. De detener la infección. La infección.
El tiempo corría y ya Mao lo decepcionaba. Se sabía cobarde. Jamás le diría a Carlos que le gustaba, que quería salir con él, pasearse con él de la mano mientras Lima los veía con sus batas blancas o con sus trajes rojos. Ese libro rojo de Mao lo traía estúpido. Renegaba de él. Se sentía débil y tonto. No podía matar perros como sus compañeros. Era un cobarde. Un pequeñoburgués iluso… así le decían y así se sentía. No podía hacer nada por la revolución y no podía ayudar. Y tampoco salirse. Ya se lo habían advertido.
En el puesto de bomberos se sentía inútil, no tenía ninguna experiencia y solo podía ir para dar unos lastimeros primeros auxilios. Carlos no la veía nunca. Ya no le importaba tanto pero… siempre queda la duda. ¿Irse o seguir? Santiago no la tenía clara. Irse o no. Pensaba en irse pero sabía a lo que se enfrentaba. Un asesinato cruel, malévolo. Quizá sin balas, a machetazo limpio. Esa palabra lo descuadraba y lo deprimía. Cada vez que la repetía caía en la cuenta que él no era un gran macho. Era un triste pequeñoburgués iluso. Pero no quería ser cobarde. Se enfrentaría al fuego.
Cauterizar. Esa palabra suele ser premonitoria. Significa que hay que extirpar. La revolución exige una cuota de sangre. No todos pueden ser héroes. Eso de a pocos lo estaba entendiendo Santiago. Su lugar no era la vanguardia revolucionaria. Su lugar era la sangre derramada. La sangre callada, la cuota. Esa cuota. Le contó a una camarada sobre su muchas dudas. Se fue a casa sabiendo su destino. Ya escrito. Ya decidido.
Mariella había decidido enfrentarse al fuego y a Carlos. Y lo iba a hacer cuando sonó la campana. Emergencia. Siempre los llamaban primero a ellos. Santiago sabía que el balazo iba a llegar pronto. Pero hubiese deseado que fuese en la cabeza. Pero Patricia (o cual fuese su verdadero nombre) deseaba hacerlo sufrir por haber siquiera pensado en denunciar al Partido. Pero el dolor lo redimía. La historia recuerda a los vencedores y para esto es necesaria la violencia, partera de la historia. Solo nos queda esperar eso. Violencia y violencia. Mariella se dio cuenta al llegar que se estaban enfrentando a algo nuevo. Era la explosión de un auto frente a una casa de Lince. Le daba miedo enfrentar al fuego pero entró. Y allí encontró tendido a Santiago.
-¡Hay que cauterizar la herida! – gritó pero nadie la oyó, solo Santiago
Una viga acababa de caer. Carlos no podría salvarla. El fuego los consumiría. Cobardía. Soy la herida, cauterizar, Carlos, que venga, soy la herida…

Puntuación: 4.50 / Votos: 4

Un pensamiento en ““Fuego cobarde” por Renato Constantino

  1. Anónimo

    Está perfectamente armado, como si hubieras escrito sobre varias cartas y mágicamente al barajarlas resulta una buena jugada. El uso de oraciones, o en algunos casos solo palabras, para cambiar de una secuencia a otra está muy bien. La que más me gustó fue la del maestro explicando cómo deben limpiarse las heridas "de afuera hacia dentro" así como Mao explica cómo debe llevarse a cabo la revolución "del campo a la ciudad" La constante analogía de "rojos": la sangre con la que Mariella se mancha y los libros rojos de Santiago, llenos de Mao, Trotsky, Che, Marx, G.Prada, de los que finalmente se cansa, está buena. Propuestas de Mao perfectas y redondas? mmm creo que sólo se debió quedar con Heraud y su río hermoso.

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