“Día festivo” por Luis Carrión

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-Llegó tu gran día, miserable – dijo el carcelero
-Sí que llegó, y si que es grande, infeliz – respondió el prisionero
-Oye bien – indicó el que tenía las llaves, señalando a través de la pared.
-Día festivo es aquel que mi muerte honra, día en que los niños satisfacen su morbosa curiosidad, en que los perros deleitan sus lenguas en charcos de sangre mía. La bulla, los gritos, las risas de las mujeres, burlonas, el olor del pan que penetra en la roca de mi celda fría. Es un paraíso lleno de paz y júbilo.
-La muerte es una fiesta – asintió el guardián – un carnaval de mortales que se reúne a rendir culto al apogeo de la vida humana: su final.
-La culminación de tan larga espera es la mas digna entre las dignas de un ritual tan espectacular y puro como el que oyes, carcelero mío –
-Y tan necesario, cautivo de mi alma. – agrego el carcelero, mientras una lágrima rodaba por su mejilla
-Y ¿por qué llorar en la antesala de mi peripecia? – preguntó el condenado
-Quiero morir –
-No te es permitido celebrar conmigo, Caronte – agregó el cautivo
-Dime si vale la pena morir – dijo a manera de pregunta el centinela
-De eso no hay duda, y vale las penas de toda una vida terrenal el descubrir la gloria del acto en la escena final –
-No oigo nada sino murmullos afuera. Los mismos que escucho cada vez que pierdo un amigo – dijo el guardia, con voz temblorosa.
-Son las trompetas de las puertas de Kiev – añadió el recluso con picardía.
-Quiero morir. Hoy – dijo el carcelero a punto de quebrarse.
-Visita mi tumba, hermano, y yo te contaré las mejores historias de aquel país al que tanto deseas viajar –
-Y yo dejaré flores marchitas sobre tu lecho – dijo el guardián, un poco más calmado.
-No me dejes flores, déjame un pan – indicó el condenado con una sonrisa en el rostro.
-Feliz muerte, mi amor – dijo el carcelero mientras sacaba de su bolsillo un puñal y un segundo después la yugular condenado salpicaba sangre por todo el lugar, pintando los barrotes de un rojo intenso y lubricándolos para que el muerto resbale suavemente por ellos hasta tocar el suelo.
Segundos después, entró el comisario, acompañado por el verdugo y un sacerdote. Al ver la sangre del condenado derramada por el suelo, y al carcelero besando la mano del muerto los hombres se paralizaron por un momento. El sacerdote rompió el silencio:
-El público esta esperando. Alguien debe morir en el estrado –
Y tomándolo por los cabellos, el verdugo arrastró al carcelero hasta la salida.

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