Cuatro paisajes

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Un paisaje debe verse. Contémplenlos y opinen:

“McGregor de la night” por Luis Alonso Carrión

Cuando lo vi por primera vez, pensé que el arquitecto se había inspirado en un lego. Cuadrado, grande, gris. Ni siquiera parecía terminado, el gris de su cemento se mimetizaba con el cielo de esta deliciosa cuidad. Pero el McGregor es un animal nocturno. Un predador que atrapa tu mirada. Está protegido bajo un cielo de tono anaranjado y de textura aterciopelada y resguardado por árboles que ofrecen un perfecto contraste pues sus copas desordenadas suavizan las líneas rectas de los legos gigantes y la oscuridad de las hojas deja pasar los rayos de luz blanca resaltando esos pequeños cuadrados rojos y azules que parecen saltar aleator¡amente a la vista. De pronto lo que parecía ser una obra de arte absurdo y monótono se convierte en un juego de formas, luces y colores dignos de una fotografía para la página web. Tienes que partir de la biblioteca central, y tomar el camino que va hacia la salida por la puerta del centro Dinthilac. Faltando unos 20 metros, entras por el pasto y te paras entre 2 dos árboles de entre 5 y 6 metros de altura. Procura estar a unos 7 pasos de cada uno, de manera que tengas al árbol de la izquierda a tu nor-oeste, y el de la derecha a tu nor-este, formando así un triangulo. Levanta la mirada y disfruta la vista. Recuérdalo, el McGregor se vive de noche.

“Mirador del Pabellón Z en noche de agosto” por Renato Constantino

Esta saliva en la boca me sobra. Me asomo al mirador para escupir. La vista no me marea, pero me detiene el escupitajo. Antes de la pista están el estacionamiento y el cerco de la universidad, luego de ella, la oscuridad de un cerrado local azul inverosímilmente llamado Museo de la Imaginación. Bajo con miedo la cabeza. Puedo ver la vereda previa al estacionamiento llena de palmeras y bancas. Todas las palmeras danzan al viento, todas las bancas yacen solitarias: ¿quién las acompañaría en esta noche lluviosa? Pasando la vereda, el reposo de los autos. Hileras de espacios para automóviles llenados, por razones que no logro comprender, aleatoriamente, sin patrón. Todo iluminado por un cuartito de luna y varios centenares de watts irradiados por las lámparas amarillas de los postes. El cerco, aunque del mismo material que cualquier pared, tiene forma de puerta de cárcel. Los espacios son lo suficientemente grandes como para que algunos perros flacos pasen a buscar sobras del almuerzo. Sigue la pista, tenebrosa y lenta, como Frankenstein. La hilera de autos es terrible. El balcón sigue bajo mis manos. Escupo. Cae cerca de la palmera. Imagino que ha caído sobre una arañita que dormía en una hojita caída del arbusto cercano a la palmera.

“S/T” por Rafael Vallejo Bulnes

El espacio en el que ahora me encontraba conformaba parcialmente un círculo: delante de mí había una desgastada banca de cemento y madera me brindaba apoyo para poder escribir. Unos cuantos pasos más allá se encontraba una fuente cuyos armónicos chorros de agua componían una particular sinfonía que serenaba la noche.

Detrás de esta fuente, un camino angosto, ahora resbaloso por la garúa que también mojaba mi cuaderno, un pequeño espacio cubierto por pasto y una gran pared de ladrillos; lo último que alcanzaban a ver mis ojos antes de perderme en el inmenso y lúgubre cielo de Lima.

Y dentro de mí un lugar que no se veía, colmado de nada, ausente, del cual, sin embargo, brotaba el sentido de todo esto.

“Un paisaje más” por Elsa Cairampoma

El brillo húmedo de las pequeñas hojas del gras le da a este lugar la impresión de ser un castillo de cristal. Sin embargo, la imagen es rota por un sin número de hojas marchitas que ha perdido un triste árbol. Él está situado en el medio de este paisaje, su tronco es escueto, tiene muchas ramas y, en cada una, escasas hojas con miedo a caer. Es viejo; está abandonado y olvidado por la gente que constantemente pasa a su alrededor caminando por la inerte alfombra de cemento que lo rodea. En la esquina posterior derecha de la vereda, se puede vislumbrar un alto farol que emite una profunda luz amarilla que penetra la oscuridad hasta llegar al corazón de nuestro viejo y delgado amigo. Además, más atrás, siete grandes árboles circundantes exhiben, como músculos de un atleta, sus frondosas copas rebosantes de verdor y su temible tamaño. Más allá, la multitud de edificios se extiende sin un final. El cielo finaliza esta imagen con su tan poco normal color plateado, a penas iluminando por las luces de la ciudad que tratan de remplazar a las añoradas estrellas.

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