Nueve minutos después de que sonara el segundo timbre, el profesor Edilberto Fuentes Enríquez, se percató de este suceso. Levantó los ojos sutilmente y supo, al ver la luna, que ya había oscurecido. En realidad, habían pasado veintinueve minutos desde que su clase concluyó; es decir, veintinueve minutos desde que los estudiantes – como de costumbre- se sacudieron del letargo de su voz y partieron en una estentórea estampida. El tercer y último timbre retumbó en el edificio y tornó un poco más claro el difuso ambiente. El salón era en ese momento un brumoso océano donde naufragaban carpetas, sillas y papeles, aferrándose a su inútil y servil existencia. Todo vestigio de un orden anterior se encontraba cercenado.
La senilidad ya comenzaba a manifestarse en el profesor Edilberto Fuentes Enríquez, en su cuerpo encorvado, sus piernas y brazos arbóreos, sus exiguas, vetustas y frágiles manos, el arrugado cuello de tortuga milenaria que desovaba esa cabeza, cansada, que en el rostro enmarcaba el desasosiego y el desaliento.
Sus interminables días transcurrían en el trabajo, que desempeñaba como profesor de literatura y sus noches apátridas, vagando en algún recodo de su inmensa nostalgia, pues a la edad que tenía los recuerdos ofrecían un panorama más fértil que el que se le avecinaba. Por ello, terminadas las clases, repetía con parsimonia el mismo ritual. Primero, se levantaba de su asiento, se arreglaba la camisa, cogía el saco que dormitaba en la mesa auxiliar, lo desarrugaba y se lo ponía suntuosamente. Luego, con descarado boato, peinaba el anacrónico tupe que coronaba su cabeza, protagonista principal de las más febriles burlas de la universidad. Por último, y para finalizar el ritual, salía del aula y se dirigía a su inmueble de la calle Belén, en el Centro de Lima – aún más viejo que él- para agitar algún sedimento de su pasado que lo reconforte, haciéndole creer que aún faltaba mucho para el final.
Ahora, gracias al estruendo del timbre, había vuelto en sí. La penumbra bañaba apaciblemente el salón y su oleaje negro pugnaba con los lastres por devorarlos. <
No sabía que sucedía, pero ese férreo deseo de inamovilidad no lo abandonaba. Y, entre sus cavilaciones, pensaba: << Toda mí vida la pasé en esa casa y ahora me moriré en ella, si es que no es en algún pasillo de la universidad >>. A décadas de privaciones, sueños incumplidos, frustrados intentos de ahorro y una eterna espera de cambio se reducía su vida. Se encontraba como tantos otros maestros del Perú, y no solo maestros, sino una fauna de profesionales desahuciados para el éxito.
Recordaba en ese momento su primer sueldo, pagado en soles de oro, que apenas le alcanzó para llevar a su casa una caja vacía, porque la radio que se suponía estaría en su interior nunca fue encontrada.
Recordaba también a su hijo, Ricardo, quién murió un año y medio después de que lo hiciera su madre y a Juana, la madre de su hijo con la que nunca se casó y que seguro en esos momentos estaría durmiendo en su casa de Westlake Avenue en Seattle.
– Tu mediocridad no tiene límites-
Fue lo último que le dijo Juana antes de partir sin despedirse y dejando únicamente, a modo de recuerdo alegórico, la mitad de una fotografía en la que se le veía a él sonriente.
Juana siempre lo había incitado a formar parte del sindicato de maestros, pero el profesor Edilberto Fuentes Enríquez, en actitud estoica le respondía que pronto las cosas se arreglarían y que las recriminaciones de sus colegas carecían de sustento. A él antes no le importaban las marchas multitudinarias y los plantones frente al Congreso y el Ministerio de Educación, ni todo ese panorama hostil, subversivo e indignado. Siempre vivió con esperanza -ese repulsivo mal que prolonga la agonía- que le dibujaba una sonrisa y un futuro quimérico.
Aún ahora no le importaba ser parte de esas extensas catervas, que luego de tanto alboroto no conseguían su objetivo. Pero, en este momento toda reminiscencia de ese hombre optimista había desaparecido, simplemente se sentía cansado, solitario, insignificante, inútil para el mundo, pues su existencia no significaba más que la de esas carpetas regadas por el salón. << ¿Qué me diferencia de estos trastes? >> sé preguntó con angustia.
Cuando estaba por darse una respuesta oyó unos pasos en el corredor. Era el señor Blanco, un negro bastante atlético, que había tenido la desdicha de nacer con ese apellido y que se dedicaba a la limpieza de las aulas de la facultad de letras.
El señor blanco ingresó al aula y no se percató de la presencia del profesor Edilberto Fuentes Enríquez. Salió, cerró la puerta con triple llave y siguió su camino.
<< Esa es mi respuesta… >> sé dijo el profesor Edilberto Fuentes Enríquez y rió irónica y sinceramente mientras ya empezaba a confundirse con las carpetas, sillas y papeles de ese cuarto cerrado.)%>
Buen cuento. Quizá un ambiente más lúgubre, un aula más sanmarquina, más decadente, más vieja y más inútil hubiese hecho más rico el cuento y su nivel de significación.
Gracias por tu comentario lo tendré en cuenta.
Profe, sería bueno que la próxima vez que pegue o transcriba un cuento lo haga sin obviar algunas partes, como sucedio en mi caso, gracias.