“Dos torres, una mujer, un gato” por Julissa Andrade

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Dos torres que se erigen cual uno cada una –dos unos- un 11. El mismo que el onceavo día de setiembre dejaría de ver, como dejaría de ver su opresión.

El paisaje de todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches frente a su ventana; aquellas torres que lo hacían sentir pequeño. Lo era. Lo hacían pensar en sus ojos celestes, sus afiladas garras, su cola y su abundante pelaje blanco como algo minúsculo de un valor casi imperceptible. Era pequeño y débil ¡sí!, eso lo sabía…pero ¿qué era? Un gato ¿y? ¿qué era un gato?..un animal… ¿y eso qué?..Era nada. Nada y ser nada no lo hacía siquiera ser algo, porqué él era gato y nada. Y sí, había que nadar (como se refería a ser nada), para que algo inerte y algo casi inerte, que hubiera sido mejor que lo fuera, tuvieran un tamaño mayor al suyo se decía. Eso, en su apreciación, casi inerte era con quien vivía, una mujer bella, de esbelta figura, pero cuya frivolidad rozaba lo inverosímil; le decían “la gata” y para aseverar tal apodo, tan jalado de los pelos, no se le ocurrió mejor idea, o como pensaba él, la única idea que se le pudo ocurrir fue adquirir un gato. Ahora sí, la gente podría comparar sus alargados ojos celestes con los de él. Amarga explicación para el felino. Aunque se regocijaba pensando que no había elementos para comparar, esa mujer tenía más de perra y hasta de zorra, que de gata. Para rematar la situación, notaba su repulsión por la leche… ¿cómo podía, entonces, alguien atreverse a llamarla gata? La detestaba, como ella odiaba la leche, ¡la detestaba! tanto como a su condición, a su paisaje, a esos edificios y su rutina: abrir los ojos, levantarse e ir por la leche, servida en un diminuto recipiente plateado, donde se veía reflejado por completo y sólo conseguía odiarse más, luego recostarse en el sofá y dormir, despertar y si lo que estaba encima de ese maldito once ya estaba oscuro…dormir una vez más. Si había galletas para la cena ¡qué suerte!; aquella mujer creía que todos, incluyéndolo, compartían su anoréxico régimen alimenticio.
Las horas que no dormía, que eran pocas, pero le parecían eternas, estaba en el sillón, con vista a las torres gemelas. Era como si estuviese obligado a observarlas, ella lo obligaba, era su conclusión. ¡Un motivo más para odiarla! La odiaba como odiaba esos dos mugrosos edificios, acompañados uno del otro, mientras él estaba sólo. La tenía a ella…era igual a estarlo aún peor. Ella lucía ropa elegante, susceptible y tentadora a arañazos, mientras él lucía desnudo…expuesto. Ella estaba rodeada de gente…entraban, salían, siempre regresaban; hasta aquellas torres estaban copadas siempre de gente. Ambos eran importantes, había gente que requería de ellos, muy estúpidos se decía para reconfortarse, pero a él ni esa estúpida mujer lo necesitaba. Eso lo frustraba, mas la cama estaba demasiado calientita como para encresparse los pelos pensando en temas más desagradables que ser sumergido en agua.¡Waj!El era tan innecesario que ella lo dejó sólo –más aun de lo que ya estaba- cuatro días. El seis llegaron unos señores elegantes, de porte francés. Halagos van, halagos vienen y ya está: era lo suficientemente bella para lucir en la portada de una revista, ¡qué equivocados! se decía, una revista lo suficientemente adinerada como para costearle un viaje a Europa, lo suficientemente mezquina para no incluirlo. La mujer partió el 7 – si al menos se hubieran ido también esos edificios- dejando regados por todos los lugares del departamento donde pudo platitos con leche, para los días que estuviera fuera. “Suficiente, solo tendrás que administrarlo” le dijo y rió sarcásticamente. Él a punto de llorar, solo atinó a burlarse. ¡Qué tonta! Solo ella podía decirle a un gato que “admanestrise”, o lo que fuera, sus raciones. ¡oh sí! como el hacía tantas veces esa palabra, le resultaría fácil, se repetía lleno de ira. ¡Miau!. ¿Y si no alcanzaba el alimento? Preocupadísimo miró hacia arriba y pensó ¡Dios que alcance!, se sintió inútil e imaginó que así se debía sentir ella cada vez que pedía a Dios, sin saber qué era, no haber engordado. Rió para sus adentros.
Pasaron los días, en los cuales había estado contemplando dichas construcciones gemelas, odiándolas más y odiando a la que estaba de viaje, por obligarlo a hacerlo. Se preguntaba por qué ella no pudo poner su sofá en otro lugar, porque su propósito era que él se sintiese como ya se sentía, se respondía. Pasaron los días, si las gatemáticas no le fallaban, ya había oscurecido y amanecido unas cuatro veces. Debía ser once. Era once, el calendario así lo indicaba. De pronto, en su paisaje calmo y aburrido, aparecieron unos…extraños objetos, que no reconocía. Volaban, volaban….recordó que ella había mencionado que volaría de regreso. Entonces dedujo que ella debía estar en uno de esos. Lo extraño es que los objetos irreconocibles por él no solían pasar por ahí. Por un momento se quedó sumido en sus pensamientos: ¿era ella tan estúpida como para subirse a algo así, algo que volaba tan lejos del piso? Lo era. Repentinamente, empezaron a zigzaguear, se preguntó si siempre hacían eso. ¡Qué demonios!, maulló, el hambre lo obligó a ir tras el último sorbo de leche. Más valía que ella volviera, pues ya no había que comer. Regresó y vio que estaban a punto de estrellarse contra sus visuales enemigos: los edificios. ¡Plom!. En aquel fatídico instante metió la cabeza bajo la almohada, igual no hubiese podido ver nada. Había tanto humo en la habitación que alucinó que moría. Pero no fue así quien ahí moría era ella, dijo entre dientes. Rogó por que ella tuviera siete vidas, para alimentarlo, mas no, eso era como buscarle tres pies al gato. “Ella es tan mortal como aquellas absurdas torres que acaban de caer” se dijo y al cabo de unos segundos se dio cuenta de lo dicho. Ronroneó como nunca antes, asombrado por su descubrimiento. Ellos no existían. Fue invadido por una extraña sensación, a la que no alcanzaba a nombrar, pero la innombrable lo arrulló por horas. Se sintió pleno, y descubrió también que podía saquear los almacenes, que ya no le eran prohibidos, el podía lanzarse sobre ellos, aunque estuvieran muy altos. Se alimentó de ellos los días que estuvo en la casa. A penas un vecino abrió la puerta, huyó a esa vida de la calle que tanto había deseado. No pasó hambre, pues era demasiado hermoso para que alguien se negara a alimentarlo. Viajaba sin rumbo, feliz. Jamás estaría solo, se tendría a él. Era feliz, indudablemente, y era algo que ni la mujer, ni las torres gemelas pueden, ahora, decir…no podrían ni haberlo dicho, pensaba.

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