El sueño una vez más venció al gato. Ya que el hambre no ocupaba su cabeza, el sueño se apoderó de él. Con mucha pereza, el animal cruzó la habitación y saltó a la mesa adyacente a la ventana en la que el anciano que lo alimentaba todos los días ya no dibujaba más edificios rectangulares y alargados. Dio algunas vueltas a la mesa tratando de recostarse cómodamente en la pequeña zona del mueble que recibía el sol de la mañana. Cuando finalmente encontró la posición propicia se envolvió y, tras unos momentos en los que observó calladamente al anciano que lo alimentaba levantarse a pasear por el pequeño departamento, quedó placenteramente dormido.
Esta vez soñó algo largamente más complicado que sus sueños normales. Soñó que caminaba por el borde de la ventana de una manera imprudente poco común para su precaución normal y sintió el vértigo de la mortífera caída pues, aunque siempre había acabado con las cuatro patas en el suelo al precipitarse de la refrigeradora o de la alacena, particularmente le aterrorizaba la misma sensación de caer y percibir el vacío continuo debajo de las patas. Esas sensaciones hacían atemorizante e imprudente la caminata que realizaba por el borde de la ventana hasta que, para su alivio, un sonido estrepitoso que, aunque distante, se destacó de los demás sonidos, lo despertó.
Se olvidó de tratar de identificar el origen del estruendoso y lejano sonido pensando en lo enredado que había sido su sueño. Qué complicadas e inusuales sensaciones había experimentado. El anciano que lo alimentaba había encendido también el ruidoso televisor y contemplaba con atención y desconcierto las imágenes que se sucedían y seguidamente volteaba en dirección al gato e incluso, para extrañeza del animal, se paraba y con la rapidez que le permitían sus piernas se acercaba a observar por la ventana estorbando la cómoda posición del minino. Con todo, el gato tomó conciencia otra vez de su propia somnolencia e intentó dormir una vez más; sin embargo, entre el ruido del televisor y el ruido creciente de fuera de la ventana, su sueño no pudo prolongarse mucho más.
Al despertar otra vez, el anciano que lo alimentaba no estaba en la habitación aunque el televisor había quedado prendido. El gato se desperezó lentamente y se dirigió con hambre a la cocina. Para su molestia encontró vacío su plato de comida por lo que empezó a revisar las habitaciones en busca del anciano que lo alimentaba para cruzarse entre sus piernas y recordarle su obligación de darle de comer. Después de asomar su cabeza en todas las habitaciones sin éxito, se dirigió con más molestia aún a la ventana del otro lado del departamento que daba al espacio que transitaban las personas para bajar las escaleras o usar el ascensor, siempre con el ruido del televisor y algún otro ruido estruendoso pero muy lejano que no le llamó la atención. Cuando sentía sed y no tenía agua en su plato, era más fácil dirigirse al baño y beber sigilosamente del inodoro con cuidado de no resbalar y de no ser sorprendido por el anciano que lo alimentaba, pero cuando sentía hambre, no había forma de satisfacerla sin el anciano que lo alimentaba en el departamento, pues no había ratones merodeando, ni siquiera moscas volando. Alguna vez había encontrado entre las gradas que subían hacia la azotea un ratón de los que solían atrapar los otros gatos del edificio, de modo que se dirigió a esas escaleras. En el camino se sorprendió de la cantidad de gente que nunca había visto juntarse por ahí, todos precipitándose bien a sus departamentos o bien a las gradas. Ninguna de las desconcertadas personas se paró ya a rascarle la barbilla y acariciarle la cabeza y la espalda, sino que por el contrario pasaban apresuradamente casi atropellándolo.
Tras retirarse a un extremo de las escaleras, divisó un fanfarrón gato pardo que lo miraba desde muy cerca del borde de la ventana, como desafiándolo a ser tan temerario como él. Sin dudarlo, el gato saltó hasta la ventana como correspondía a su orgullo felino y se sentó al lado del gato pardo y trató de concentrarse en el exterior y no mostrar más que indiferencia al otro animal. En ese momento, al fijarse en ese par de moles monumentales que se elevaban dominando el paisaje exterior reparó en la humeante dolencia con que se retorcían los edificios. Seguidamente, al asomarse para agudizar la vista experimentó ese perturbador sonido conocido que esta vez parecía mil veces intensificado. Desde la altura en que estaba, sintió el omnipresente y espantoso rugido de toda la ciudad rebosante de gritos, bocinas y alarmas; un inquietante animal reclamando con un gruñido atronador y constante que le ponía los pelos de punta. La conjunción de sonidos que provenían de todas partes envolvía al indefenso gato. Atormentado por ese estruendoso sonido, dirigió su mirada al monumental edificio izquierdo y captó el preciso instante en que una persona saltaba desde una altura escalofriante. Vio a esa persona caer por un momento hasta que otro edificio tapó la vista y sintió el espasmo y el vértigo apoderándose de su propio cuerpo.
En ese momento se dio cuenta de que el gato pardo examinaba la atención y el desconcierto que se traducían en su peluda cara. Intentó recomponerse y recuperar el respeto del gato pardo, cuando en ese mismo instante, con un estrépito infinito y una confusión inimaginable vio desplomarse una de las imponentes moles que había estado observando. El rugir constante del dantesco animal se maximizó descomunalmente asustando tanto al gato quien, olvidando su trivial orgullo felino, se alejó cobarde de la ventana en la que permanecía el gato pardo.
Llegó a la cocina de su departamento en un instante y sólo recordó su postergada hambre cuando vio su comida de gato desparramada en abundancia en su plato y en el suelo circundante. Al empezar a comer y disfrutar olvidó completamente todo el extenuante episodio que había experimentado y, mientras volteaba a mirar por la ventana de la cocina, sentía que su pavor se iba disipando de la misma manera que la nube de polvo levantada tras el derrumbe del edificio. Comió hasta saciarse y se dejó envolver por un profundo sopor. A continuación, se enrumbó al escritorio del anciano que lo alimentaba en el que no tuvo que esforzarse mucho en encontrar un lugar cómodo e iluminado para dormir porque el sol bañaba ahora toda la superficie de la mesa.
“Gato de sueño, gato de hambre” por José Carlos Fernández
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