Si intentara recordar la primera vez que escribí, recordaría que sólo lo hacía para imitar a mi papá. Todo empezó sólo como un juego, escribir sólo era un pasatiempo, palabras que formaban oraciones. Pero cuando leía lo que había escrito sentía que le faltaba algo; mis cuentos eran vacíos, me sentía como cuando destapas una gaseosa y en el reverso de la tapa lees: “sigue intentando”.
Pasaron los años y llegué a la adolescencia, la época del colegio. Fue en ese lugar, que por cierto me cuesta olvidar, en el que conocí a Frank; la primera vez que lo miré sentí todas aquellas sensaciones que se experimentan cuando sabes que el rostro que tienes enfrente tuyo va a ser difícil de olvidar. Fue amor a primera vista, amor adolescente que supuestamente se desvanecería en meses, tal vez sólo días.
Me equivoqué, los años pasaron y en todos ellos no podía dejar de pensar en él. Cuando me preguntaban qué era lo que sentía por él no podía decirlo, era demasiado para mí, además de ser amor a primera vista; era la primera vez que me enamoraba.
Los cinco años de tortura en el colegio llegaban a su fin. Días antes del día final empecé a escribir todo aquello que sentía cuando lo veía y cuando no lo veía; todo aquello que no podía decir quedó plasmado en cinco hojas arrancadas de mi cuaderno de Matemática. Cuando terminé, releí lo escrito, pude transmitir todo lo que sentía por él sin escribir explícitamente: “me gustas” o “te quiero”.
Los papeles fueron releídos por una amiga, ella los colocó en un sobre, el destinatario final de “la carta”, entre comillas porque en esas hojas no había escrito nada parecido a una carta. Fue a Frank y, hasta donde sé, él llegó a leerlas.
Han pasado casi dos años desde la última vez que lo miré. Ahora, cuando quiero recordarlo, escribo porque su rostro se desvaneció junto con mis sueños.
Rocío Huatuco
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