Martincito nació una madrugada lluviosa, pero conoció a su madre con los primeros rayos de sol que alumbraron la hacienda aquel día. Su padre, donde quiera que se encuentre, seguramente habría estado orgulloso. Juana lo quiso siempre, aunque nunca lo trató con mayor o menor cariño que al resto de sus hermanos. Martincito creció en la hacienda, entre naranjas y guavas, paseando y jugando por donde podía. La tarde en que conoció a Donna, se encontraba ensimismado sobre la verdura del pasto, cuando se percató de una sombra que terminó por oscurecerlo todo; Martincito levantó la mirada pero no pudo ver más que una silueta a contraluz que le extendía su brazo: ¿Me acompañas a recoger naranjas?; aquella dulce voz lo cautivó y en medio de la sombra pudo distinguir su rostro, tomó su mano y le sonrió sólo como un niño maravillado sabe hacerlo. Desde ese día, Martincito paseaba todas las tardes junto a Donna, siguiéndola por donde sea: “te ayuyo, madina; ¿madina me das pátano?; gacias madina”; siempre fue así, hasta la despedida. El día que se marchaban a Lima, mientras el bus esperaba por el último pasajero, Juana y sus cuatro hijos se pararon en la puerta de la estación y, con gritos y quejumbros, reclamaron al sexto miembro de su familia. Entre lágrimas, sin despedirse, Martincito bajó lentamente del bus para encallar en los brazos de su madre, quien lo abrazó fuertemente, casi sollozando. Siete años después, mientras Juana peleaba con la esposa de su amante, Martincito moría de un fuerte golpe en la nuca, justo en el momento que intentaba defender a su madre.
“Martincito” por Juan Cárdenas
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