Su quietud al nacer parecía expresar que no le importaba continuar cómodo en el vientre de su madre. John Deacon nunca disfrutó demasiado de los juguetes como sus primos, pues aunque no le faltaban los mejores, prefería siempre sentarse al televisor indiferente a los demás. Si bien acusaba siempre pereza para jugar al fútbol con sus compañeros, acababa celebrando muchos goles para su equipo. No esperaba enamorarse alguna vez, sin embargo, finalmente temió incluso escuchar un no al comprometerse. Nunca fue un fanático de Hendrix como sus amigos, pero finalmente rió en todas las colas y gritó en las noches de todos los conciertos del guitarrista en su ciudad. Comenzó con la guitarra en la pequeña banda de su hermano, sin embargo, su monótono estilo lo llevó a limitarse a las cuatro cuerdas del bajo que aunque menos deslumbrante, se le daba naturalmente. Su ambición musical se reducía a cubrir bien las desentonadas notas de su hermano y continuar en su aficionada banda, hasta que una casualidad le permitió conocer ese aún novato pero talentoso grupo de rockeros, que apreció su habilidad con el bajo por encima de su reservado carácter. Se hubiera conformado con trabajar en alguna oficina estatal y tomar el café con un periódico los domingos, pero Queen lo inmortalizó. Aunque no se molestaba en componer, cada canción que aporto a petición del grupo fue un éxito rotundo, mas su fundamental participación en el grupo era el equilibrio que significaba para el desenfreno de las baquetas de Roger, los chillidos de la guitarra de Brian y las interminables notas de la voz de Freddie. Su silencio lo resalto, su sobriedad lo hizo indispensable y cuando en ese penoso accidente falleció muy joven, su no pretendida fama se catapultó; una vez más sin haberlo deseado de antemano.
“John Deacon” por José Carlos Fernández
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