“No puedo escuchar tu adiós” (por William Dodds)

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padre e hijo

Siendo sordo como era, aquel niño extranjero de nombre impronunciable sabía que nunca entendería al resto del mundo. Sus padres casi lo habían repudiado cuando se dieron cuenta del defecto de nacimiento de su primogénito y no se habían preocupado en buscarle una persona que fuera apta para brindarle el estímulo adecuado para hacerlo crecer como una persona normal. No, en cambio, se dedicaron a todo tipo de cosas excepto a educar a su hijo. No es que el muchachito hubiera crecido sin cariño, no. Su madre, como buena madre, lo adoraba, sin importarle su defecto. Lo que sucedía con ella era que se moría de miedo y trataba de no demostrarle su cariño mientras el padre estuviera presente. Su padre sí lo detestaba, como si fuera un bicho portador de la deshonra. En ese ambiente, el pequeño creció, con muchísimas dudas más de lo normal. Dudas que, dada su situación, nunca conseguiría resolver.

Una mañana como cualquier otra, se levantó al alba. Había tomado la resolución de acostumbrarse a levantarse a esa hora, para evitar el trago amargo de ser despertado por su padre y ver que le gesticulaba algo, visiblemente exaltado. Nunca le había gustado esa experiencia, al igual que cualquier otra en la que estuviera su padre involucrado. Por eso, cuando cruzó el patio y se dio con la sorpresa de que su padre ya estaba levantado, frunció el ceño y se escabulló hacia otra habitación, esperando que su padre no lo hubiera visto. Sin embargo, no había dejado de notar la entrañable expresión de tristeza que surcaba el rostro de su padre. Ya resignado a no saber el motivo de muchas cosas, se adentró en la habitación, observando cada uno de sus detalles, aunque se los supiera de memoria. No dejaba de pensar en lo mucho que le encantaba esa habitación. Se sobresaltó al sentir un par de manos posarse en sus hombros y volteó. Al ver que era su padre, se asustó y lamentó el hecho de haberse dejado ver. Pero se sorprendió aún más cuando vio lágrimas en los ojos de su padre y las gesticulaciones que hacía, que también parecían tristes debido al temblor de sus labios. Después de lo que le pareció una eternidad, su padre lo abrazó por primera vez en su vida y se fue, dejándolo aún más sorprendido, si se podía.

Fuera, en la carretera, el ruido que hacían las tropas era ensordecedor. Marchaban al compás de un tambor que retumbaba en un redoble muy complejo. Mientras se detenían y marcaban el paso, un hombre salió de su casa, los ojos bañados en lágrimas que intentaba secar con la manga de su chaqueta militar, y se presentó ante el general con un saludo muy exagerado y disciplina fingida. Luego entró en la formación y todo el batallón volvió a andar. Poco después, el batallón sólo era una mancha de polvo en el horizonte, y lo único que quedaba en el paisaje era un niño sordo, con cara perpleja, que hizo un gesto de pregunta mientras miraba a su padre irse rumbo a la guerra, sin saber que, probablemente, era la última vez que lo vería.

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