‘El diablo y las cosas’ por Manuel Gonzalo Rivas

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Debo decir aquí (y sin intención de que alguien lo lea) uno de los secretos que ha rodeado mi vida y posiblemente rodee mi muerte. Si lo escribo es por ruin, para burlarme al imaginar la cara de asombro de un posible lector, y repito: no es que quiero que lo lean, pero sé que será leído y entonces reiré. Empiezo a contar, pues.

He vivido con el Diablo toda mi vida y no es que me cause alguna molestia. Es un espléndido inquilino, si es que acaso me preguntan, muy cordial y de pocas palabras, de utilidad para muchas faenas, servicial y nada entrometido.
No se me culpe por darle cabida en mi hogar, él estaba ya instalado antes que yo naciese o siquiera antes de que fuese yo proyecto de mis padres (si es que acaso lo fui). Nunca pregunté por su procedencia, ni mucho menos causaba interés en mi; siempre he sido desinteresado de todo asunto, eso han de saberlo.
Se hospedaba en nuestra vivienda, en la habitación de huéspedes, en la tercera planta. Jamás pude ver el interior de dicha habitación durante su estadía: mi madre me advirtió no lo molestase cuando él se encerraba en esta, y yo hacía caso, por temor mas que por obediencia. Es simple de explicar y no he de gastar mucha tinta en ello: cuando uno es pequeño e inexperto suele atribuirle al Diablo una figura de maldad, hasta se lo imagina en llamas y con tridente en mano, con risa macabra y las peores intenciones; nada mas falso que todo ello. Si he tenido ese temor es por la forzosa educación católica que se me ha brindado. He de decir que, inocentemente, creía pues al Diablo como la raíz de todo mal, de toda vileza, de todo defecto o deformación en el porvenir del hombre. Craso error, aquel: el de creer que el mundo está dividido en lo bueno y en lo malo, en el cielo y en el infierno; me explicó él: «no es que la posibilidad oscile entre lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer, sino mas bien entre lo que se quiere hacer y lo que no se quiere hacer». Incomprensibles palabras para alguien cuyos sesos aun estaban infestados por el germen católico. Pero eso cesó llegada mi juventud y he de hablar de eso luego.
Mi padre era un hombre de negocios y no frecuentaba mucho la casa; era bien sabido entre rumores que tenía una amante a la que dedicaba sin falta todos sus fines de semana y buena parte de su sueldo. Mi madre nunca hizo alboroto al respecto, ya que él nunca dejó de traer la mayor parte de sus ganancias a casa y al fin y al cabo ellos dos se llevaban muy mal. Realizaba ocasionalmente largos viajes al extranjero, en aquellos tiempos en que el aire no era un medio muy seguro para viajar, pero mi padre reía de los peligros. Al tener de huésped al Diablo en la casa, se sentía el sujeto más seguro del mundo y, ciertamente, nunca nada le pasó. El Diablo y mi padre fueron amigos hasta el fin de sus días, salían a bares siempre que mi padre volvía de largos viajes, pasaban largos ratos charlando sobre política y arte. Cuando a mi padre le tocó fallecer, el Diablo le prometió un lugar especial allá abajo y mi padre suspiró sonriente antes de dejar de respirar. Muchas veces le pregunté a este inquilino acerca del misterio que me enfriaba los huesos: aquel punto determinante para decidir si es que un alma era llevada al cielo o al infierno. Él rió largo rato y me respondió que no había tal cosa como un alma y que era mas bien la carne la que decidía por si misma que senda quería tomar; hasta el día de hoy no se me ha aclarado el asunto.
Con la juventud, inesperadamente llega el escepticismo y se empieza a negar los dogmas de la infancia, los pilares de todas las creencias. No sólo se deja de creer en el misterio, sino que se le ataca, se le escupe y se reniega de él. Así mismo pasó. Abucheé mi religión, la enterré muy hondo y renegué mucho de ella. Todo esto me llevó al mas terrible conflicto que tuve con el Diablo. Se sabe que todos nosotros, hasta el más diferente y ermitaño, cree en la dualidad del universo, en la separación de las cosas en sus diferentes polos, y en la negación a los términos medios. Así está el hombre y la mujer, el cielo y la tierra, lo bueno y lo malo, un dios y un diablo. Curiosamente es esta dualidad la que me llevó al conflicto: una vez la juventud trajo consigo ese escepticismo que se apoderó de mi mente, empecé a negar todo asunto relacionado con dios, y como inmediata consecuencia se rompía la dualidad del universo, lo cual traía las peores jaquecas, intensos males, terribles dolores; no podía yo negar a dios sin negar al Diablo. Y así fue: tuve que negarlo por mi propio bienestar y empecé a vislumbrar a nuestro huésped como un sujeto sin forma, sin esencia, un espectro andante, sin cuerpo que lo sostuviese; pareciese que se desplomaría en cualquier momento. No tardó mucho en desaparecer para mis ojos. Me topaba con él en pleno corredor, pero me hacía el desatendido; para mi era como chocar con una fuerte ráfaga de viento o simplemente fingía que nada había pasado. Él simplemente no podía existir, asunto resuelto. Si debía negar a dios, debía negar al diablo; aquella era la base del equilibrio en las creencias religiosas. En ese entonces concebí el poder del cuerpo humano como algo supremo y que no debía ser cuestionado: el hombre vivía para su cuerpo y el final del cuerpo era el final del hombre. Y negué el resto de teorías con todas mis fuerzas, hasta tal punto que toda mi juventud pasé sin entender los diálogos solitarios que tenía mi madre con un sillón vacío, o por qué en la mesa se servían tres platos si sólo estábamos sentados a ella mi madre y yo. Así de fuerte era mi negación al Diablo, que no era para nada voluntaria: deben saber que si alguien me hubiese probado la existencia de dios, inmediatamente hubiese recordado al Diablo con todas sus características y lo habría empezado a ver otra vez por todos lados, paseándose en nuestro hogar, con nosotros a la mesa, en el sillón del salón principal charlando con mi madre.
Pero no, durante los periodos escépticos por excelencia que se dan en la juventud de la persona, nunca se me dio prueba coherente de la existencia de dios, por lo tanto me negué rotundamente a concebir al Diablo. Todo esto empeoró cuando mi madre enfermó y pasó sus últimos meses rendida en cama. Por esos tiempos me tocó asistir de manera casi precipitada a la Escuela de Leyes y, con mucho dolor, dejaba a mamá sola en casa. Para mi sorpresa siempre que regresaba yo por las noches parecía muy bien atendida y cómoda. En ese entonces no me lo explicaba, pero por supuesto que hoy entiendo la razón.
Entre Constituciones y Códigos Penales, vi fallecer a mi madre durante tiempos de un adviento. En sus últimos instantes, en los que habló con sorprendente lucidez, me encargo el cuidado de un huésped y sobre la importancia de creer en dios. Para mí no había tal huésped, así que lo tomé como un espasmo de delirio ante mortem y frente a su pedido religioso hice una afirmación con la cabeza, sabiendo para mis adentros que estaba muy consumido por mi postura no teísta como para cumplir su petición. Falleció en vísperas de navidad, por lo cual fue difícil encontrar velatorio. En ese tiempo el agobio del trabajo ayudó a camuflar el dolor del luto, pero hoy en día lamento no haberla llorado más en la época que correspondía.
No había nada que hacer, simplemente me había quedado sólo en casa. Por obra buena del destino ya había conseguido un trabajo de sueldo decente en un estudio de abogados que me quedaba cerca y me permitía pagar algunas deudas pendientes que habían dejado mis padres, además de dejar un restante para mi subsistencia. No había lugar a lujos, pero nunca los había habido en casa, pese a poder alcanzarlos. Pasaba largas hora en dicho estudio y descuidaba el cuidado de casa. Conforme las deudas se fueron apaciguando y permitiéndome hacer mayor uso de mis ingresos, contraté a una muchacha para que cuidase la casa y me tuviese comida lista cuando volviese de trabajar.
Contratada y puesta a la labor, noté inevitablemente una pintoresca manía de poner tres platos en la mesa y arreglar el cuarto de huéspedes que no andaba ocupado. Pero aquello no me importaba, ya que yo pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa y supuse que lo hacía por que le sobraba el tiempo. También me percaté de su ferviente devoción católica; rezaba sin falta todas las noches antes de dormir, me pedía mi consentimiento para bendecir los alimentos antes de que procedamos a comer y, desde la formación de su contrato, pidió explícitamente que los domingos le permitiese yo ir a una Iglesia que quedaba en un pueblo, en las afueras de la ciudad. Esto le tomaba casi todo el día, pero los domingos yo podía encargarme perfectamente de la casa.
Dicha devoción me fue contagiada rápidamente. Algún psicólogo freudiano seguramente hubiese atribuido esto a la necesidad de llenar un vacío o a manera de causar un punto de inflexión en mi vida para encaminarme por nuevos rumbos. Yo simplemente debo aclarar que fue por mero aburrimiento, en conjunción a un muy arraigado insomnio del que siempre he sufrido.
Llegando de mis faenas laborales me sentaba a comer a la mesa con tres platos e inmediatamente me dirigía a mi habitación en un intento siempre fallido de conciliar el sueño. Para eso la muchacha ya había empezado sus rezos de siempre, con una potente voz que atravesaba las paredes de su habitación y me permitía ser participe de sus oraciones. No tardé mucho en, una de esas noches, interrumpir sus plegarias tocando la puerta y preguntarle si sería molestia que la acompañara presencialmente en su rezo. Para mi sorpresa esto pareció entusiasmarle. «La oración entre varios es mejor escuchada» me dijo, entonces. Al comienzo me limité a verla y oírla. Me recordaba mucho a mi madre que, cuando niño, me besaba, luego me decía una breve oración para que conciliase el sueño y se despedía de mi. Esta muchacha insistía todas las noches en que yo también sea participe del rezo, incluso añadió canciones a dos voces para que cantase con ella. En mi seriedad de hombre escéptico no entendía del todo esa ferviente devoción, pero de vez en cuando me sacaba una sonrisa ver a la muchacha entusiasta que parecía encontrar placer en el rezo. Con el pasar del tiempo me fui doblegando y participando mas de estos, hasta llegar al punto de no limitarme a repetir lo que ella me indicaba sino tomar la iniciativa y hacer lo propio.
Entendí, luego, que aquello era la religión. Un fervor ciego sin correspondencia, oraciones sin respuesta, pero que de alguna manera apaciguaban al cuerpo. De repente uno piensa que se le da respuesta, pero eso es sólo un juego de los sentidos, que son la peor debilidad del cuerpo. «El que no anhela respuesta, nunca la tendrá. Aquel que la quiere, la verá en todos lados». Recordé las sabias palabras de un alguien, que me dejó atónito y me hizo presentir que sí, que tenía las respuestas que quería pero que eran mis propias respuestas, transformadas a una voz del cielo, pero con una tonalidad neutra que todo lo que hacía era complacerme. Pero creí. Creí no por que quisiera creer, sino por todo el bien que me hacía creer, por toda la paz que me traía, y por todos los dolores que sanaba. Y allí fue que vislumbre a aquel que me había dicho las palabras que me ayudaron a comprender mi conversión. Era él, el amigo de mis padres, el que se sentaba a la mesa con nosotros, el que charlaba con mi madre en la sala, el que bebía en bares con mi padre, el que deambulaba por los pasillos en sus ratos libres, el que vivía en la siempre arreglada habitación de huéspedes, y me tardé tanto en verlo, pero allí estaba. El tiempo había pasado y yo ya era un hombre viejo y comprendía la dimensión del asunto desde muchas otras perspectivas que un joven escéptico no podía concebir.

Los achaques de la edad me consumen y siento que el fervor se me escapa de los labios y que ya rezo sin sentido. Él me ha dicho que ya ha llegado la hora de finalizar el asunto y que, ahora que puedo verlo, puedo tomar su mano y seguirlo al rincón oscuro de su habitación, donde nadie está permitido de explorar sin su permiso y que ahí tomaré la decisión final, el camino que ha de tomar el cuerpo para dejar de existir acá y seguir existiendo allá. Y yo sigo escribiendo y me digo a mi mismo si es que acaso podré tomar esta decisión en tan poco tiempo, ya que él me ha puesto el plazo determinante. «Mañana nos vamos, entenderás. Yo ya he vivido mucho tiempo en este lugar, es hora de buscar algún otro. Y tú…tú ya has disfrutado del juego del misterio, y has comprendido finalmente la razón de esa dualidad de la que alguna vez dudaste. Esa es, pues, la labor final del hombre».

Este es mi secreto, y lo escribo para que nadie mas lo lea, pero sabiendo que será así, reiré ante el asombro de los que crean y no crean en mi palabra. La decisión final ya no es cosa que le incumba al lector, porque cada uno ha de tomar sus propias decisiones basados en la inexperiencia y en el azar, y acaso arrepintiéndose luego y lamentándose en un eterno llanto. Por todo ello, reiré…

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