Archivo por meses: diciembre 2009

‘Je me souviens’ por María Claudia Huerta

[Visto: 2294 veces]

Me acuerdo de aquellas seis horas en el auto, camino a Huaraz, con el sol escondiéndose y revelándose entre los cerros a cada curva que dábamos, con las canciones de los Beatles a todo volumen, y contigo, José. Papá manejaba tranquilo, tamboreaba con sus dedos el volante al ritmo de la voz de mamá, quien cantaba Yesterday con John Lennon. Tú y yo jugábamos cartas en el asiento de atrás. De vez en cuando sacabas de tu mochila dos caramelos y te comías uno y me comía el otro yo. Teníamos mucho calor, pero mamá no quería que abramos las ventanas, entonces me dijiste que me sacara la casaca y la colocaste a manera de cortina en la ventana, para que no entraran los rayos del sol. Jugamos un buen rato y, cuando nos dio hambre, papá se estacionó a un lado de la carretera, entre unas casas de adobe y una única tienda, para comprar fruta. Salimos del auto con mamá y contemplamos el paisaje. La carretera iba paralela a un río en medio de dos cadenas de montañas. En las faldas de estas, tan solo un poco más abajo de donde nos encontrábamos, había un pequeño valle. El contraste entre el verdor de la vegetación con las grises montañas que nos rodeaban era hermoso. Recuerdo sentirme muy pequeño en ese instante porque estaba parado a tu lado y te llegaba al codo. Empezaba a hacer frío y me dijiste que de noche se podían ver pequeños bichitos voladores que emitían luz. Entonces no quise subir al auto cuando papá volvió con la fruta. Me senté muy cerca del inicio del valle y dije que me quedaría hasta ver a los bichitos brillantes. Mamá se molestó contigo por decirme esas cosas y a mí me dijo que podría ver a las luciérnagas desde el auto. No le creí hasta que tú me dijiste que sí se podían ver desde ahí. Comimos en el auto las chirimoyas que compró papá y tiramos las semillas por la ventana. Me dijiste que para nuestro viaje de regreso a Lima veríamos los árboles de chirimoyas que iban a crecer. Yo nunca antes había comido chirimoyas y también era la primera vez que viajaba a Huaraz. Tú sí habías ido antes, cuando tenías mi edad. El sol cada vez se revelaba menos y se ocultaba más. Pronto este ya no me molestaba y tuve que deshacer la cortina que hiciste con mi casaca para abrigarme. Nunca llegamos a ver luciérnagas en el camino, pero las recuerdo como si hubiesen viajado con nosotros en el asiento trasero.
—¡Ayúdame con este!
Me hablabas, no recuerdo de qué, pero recuerdo que yo escuchaba atento. Ahora papá también cantaba con mamá y Paul McCartney y yo no sabía qué quería decir Let it be. Mi boca estaba empalagada de tantos caramelos que me dabas, pero igual te los recibía cada vez que abrías tu mochila. Recuerdo que me contaste una historia cuando empezó a caer la noche. Mamá te dijo que no me asustaras o te castigaría. Entonces yo fingí no tener miedo cuando me narraste cómo un viajero había llevado en su moto a una chica fantasma que recogió en el camino. Mamá no te castigó, pero yo no me atreví a mirar por la ventana el resto del viaje. Hey Jude se repetía por tercera vez y comenzaste a cantar con papá y mamá y yo empecé a cantar contigo, sin saber lo que decíamos.
—Lo levantamos a las tres. Uno, dos, ¡tres!
Pasamos por un bache y el carro nos sacudió. Mamá y papá habían dejado de cantar para escucharnos a nosotros dos. Yo te seguía e intentaba reproducir los sonidos que salían de tu boca y de la grabación. Tantas veces las había escuchado desde que salimos de Lima que sentía que conocía las letras de esas canciones tan bien como los compositores, aunque en verdad no podía pronunciar bien ni siquiera el título. Recuerdo que mamá se había volteado para vernos mejor y que papá nos daba un vistazo de cuando en cuando por el espejo retrovisor. Cuando terminó la canción, la oscuridad afuera ya era completa.
—¿No responde?
—No, pero todavía tiene pulso.

Mamá había vuelto a cantar Don’t let me down y nosotros nos reíamos cada vez que papá tarareaba el acompañamiento, siempre acompañándose él mismo con el tamboreo en el volante. Luego de un rato, yo te pregunté cuánto faltaba para llegar a Huaraz y le pasaste mi pregunta a papá. Él nos dijo que en una hora ya estaríamos llegando a la ciudad y que, apenas dejáramos las maletas en el alojamiento, iríamos a cenar los cuatro. De pronto, una hora me pareció mucho tiempo. Habíamos pasado casi toda la tarde en el carro y ya no quería seguir ahí. Le dije a papá que quería llegar ya y él insistió en que faltaba poco. Mamá te dijo que me distrajeras y tú sacaste de nuevo el mazo de cartas de tu mochila. Yo ya no quería jugar, sólo quería llegar a Huaraz. Recuerdo que me miraste y me dijiste:
—Resiste un poco más.
Yo te hice caso y jugué cartas contigo en silencio. La canción había cambiado y papá y mamá también guardaban silencio. Recuerdo que apenas podía ver mis cartas en la oscuridad. De vez en cuando algún carro venía en la dirección opuesta y sus luces iluminaban el interior de nuestro auto momentáneamente. Me detenía a pensar en las personas que podrían estar en esos carros que se iban a Lima. Tal vez estaban, como nosotros, jugando cartas en las sombras, escuchando a los Beatles una y otra vez. Pasaron por lo menos tres canciones sin que mamá cantara o papá tamboreara el volante. Entonces una nueva canción empezó Twist and Shout y fuiste tú quien de pronto cantó a toda voz. Well, shake it up baby now…
—Ya no respira.
Mamá y papá empezaron a cantar contigo y, al instante, yo los seguí. De nuevo no tenía idea de lo que decíamos, solo procuraba cantar como tú. Movías la cabeza con fuerza de arriba para abajo y pretendías tocar una guitarra con los brazos. Mamá, papá y yo éramos tu coro. Subiste las piernas al asiento y te arrodillaste en él, de manera que podías dar pequeños brinquitos al ritmo de la música. Come on, come on, come, come on baby now…
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

Yo hice lo mismo y empecé a dar brinquitos arrodillado en el asiento. Mamá y papá rieron mucho al ver cómo bailábamos y cantábamos, pero no dejaron de cantar con nosotros. Recuerdo que, incluso en la oscuridad en que nos encontrábamos, podía ver claramente los rostros jubilosos de mamá, de papá y el tuyo. Mamá movía la cabeza en círculos y golpeaba con sus manos su regazo, papá movía los hombros y tamboreaba el volante con más fuerza que antes, los dos desgarrándose las gargantas con la canción. Tú y yo habíamos perdido el juicio totalmente pues cantábamos, gritábamos, saltábamos, tocábamos guitarras imaginarias, bailábamos, todo al mismo tiempo, en el asiento trasero.
—Ya no respira.
—Pero podemos seguir…

Entonces un carro que venía en el sentido contrario iluminó con sus luces el interior del nuestro auto. No tuvimos tiempo siquiera para dejar de cantar, pues en un instante el mundo dio vueltas.
—¡Déjalo!
—Todavía tiene pulso.
—Igual tiene toda la cabeza destrozada, y debe tener hemorragia interna. Aunque logres que respire, no va a llegar a ningún sitio vivo.
—Estamos a una hora de Huaraz.
—¡Pues no va a durar ni una hora! ¡Necesito que me ayudes a sacar a más personas del bus!

Recuerdo que desperté, José, pero recuerdo que tú no.
—Carajo, déjalo y ven a ayudar a los vivos.
—¡Este hombre está vivo!

Recuerdo que mamá y papá lloraron como locos.
—¿Sabes qué, mierda? Pierde tu tiempo como quieras. Yo voy a ayudar a los que sí tienen posibilidades de vivir.
Recuerdo las luciérnagas que nunca vimos y la historia del hombre que recogió a un fantasma en el camino. Recuerdo los caramelos que sacabas de tu mochila y el come on, come on, come, come on baby now que cantábamos los cuatro, yo sin entender nada.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Respira!
Recuerdo que querías que yo conozca Huaraz, como tú.
¡Carajo, respira!
He querido hacerlo por tanto tiempo, José, pero me quedé a una hora, como la última vez.
—No. No.
Pero ya no importa ¿verdad?
<—¡Mierda!
Porque ahora estamos juntos.
—Mierda. Mierda. Mierda.
—¿Por fin se te murió?
—Sí.
—¡Entonces qué carajo esperas para venir a ayudar acá!
—Sí, sí, ya voy.
—Ayúdame a llevar a esta chica a la ambulancia. Creo que tiene una costilla rota. Después tenemos que volver a entrar al bus, porque todavía no hemos revisado si había alguien en el baño cuando se volcó el carro.
—Sí. ¿La levantamos a las tres?
—Claro. Uno, dos, ¡tres!

Sigue leyendo