A Donato no le gustaba nada ese lugar. Si no fuera por la urgencia de la operación, Donato hubiera sacado a su madre de esa clínica y la hubiera llevado a algún hospital. El problema era que no sabía adónde. La noche anterior ya le habían denegado la entrada a uno, por ser sólo para asegurados. Esto turbó mucho a Donato, que nunca se había imaginado que los hospitales no eran para todos. En la desesperación del momento, con los constantes quejidos de dolor de su madre, con el guardia en la puerta de Emergencias diciéndole que vaya a ventanilla para que la busquen en el sistema y con el taxista preguntándole si le haría una carrera más, Donato atinó por ir a esa clínica. No le denegaron la entrada y el doctor de turno atendió a su madre al instante, a pesar de que llegó en la madrugada; pero cuando empezaron a pedirle que cancele en caja cada pequeña cosa que el doctor ordenaba, Donato empezó a preocuparse. Le dijeron, después de muchas horas de análisis de sangre, de análisis de orina, de ecografías y de muchos golpes al vientre de su madre, ya casi al medio día, que tenían que extraerle el apéndice. La operación rodeaba los siete mil soles, si es que no había complicaciones, y tenía que realizarse lo antes posible, pues los dolores de su madre habían empezado varios días atrás. A Donato no le gustaba aquel lugar, pero se consoló pensando en que, en un hospital, su madre estaría todavía sentada en la sala de espera. De todas formas, no pudo evitar sentir un placer morboso al ensuciar las centelleantes losetas del pasadizo de la clínica con sus zapatillas sucias. Llegó a la oficina en el penúltimo piso y entró. Un hombre muy sonriente lo recibió y le invitó café. Él aceptó y pidió otra taza más. El hombre le preguntó si es que había conseguido el dinero y Donato sacó seis mil soles de su bolsillo. Firmó varios documentos en los que se comprometía a pagar por el resto de la operación antes de que le dieran de alta a su madre. A Donato no le gustaban los documentos ni la sonrisa hipócrita del hombre, pero por lo menos iban a operar a su mamá apenas salieran los resultados del riesgo quirúrgico.
Todo estaba preparado. La maleta con la ropa, los útiles de aseo y los libros que su esposo le había pedido ya estaba en la puerta. Marcela limpió un poco la casa antes de salir porque no sabía cuánto tiempo estaría fuera. Luego salió y aseguró bien la puerta antes de caminar al paradero para tomar el bus que la llevaría a la clínica. Ernesto ya estaba internado y listo para la operación. Lo habían planificado con un mes de anticipación. Marcela se repitió una vez más que no había nada de qué preocuparse: el doctor le había dicho mil veces que la implantación del marcapasos era un procedimiento muy sencillo. Subió por el ascensor hasta la habitación de Ernesto, en el quinto piso, y le contó con gran minuciosidad todo lo que había hecho en sus dos horas fuera de la clínica. Además, le dijo que había hablado con Jimena y que esta estaba viajando con su nieta para visitarlo. Ernesto pareció animarse ante la perspectiva de ver a su hija y a su nieta. A las diez de la mañana, una enfermera llamó a Marcela y la llevó hasta una oficina. Un hombre muy sonriente la recibió y le invitó café. Marcela no aceptó el café porque no quería ponerse más nerviosa. El hombre le explicó el costo de la cirugía, que Marcela ya conocía, y le dijo que tenía que pagar como mínimo el ochenta por ciento por adelantado. Esto la tomó por sorpresa, pues tenía planeado pagarlo todo después. Sin embargo, no dijo nada ante la amable sonrisa del hombre.
Después de lo que parecieron años, los resultados del riesgo quirúrgico salieron. Un doctor se acercó a Donato y le dijo que ya estaban preparando a su madre para entrar al quirófano. Le explicó en qué consistía el procedimiento que iba a realizar, le dijo que era muy simple y Donato podía ir a comer algo tranquilo. Donato no estuvo tranquilo, pero sí hizo lo otro. Decidió salir de la clínica para comer, pues no había probado bocado desde la noche anterior; pero, como no quiso alejarse mucho de su madre, fue a la cafetería en el último piso. Los precios le parecieron exagerados; sin embargo resolvió que, ya que estaba gastando tanto en ese lugar, gastar un poco más no agravaría su situación. Pidió un plato a la carta, pero la mesera le dijo que sólo servían almuerzos hasta las cuatro de la tarde, entonces pidió un pan con pollo, y luego otro. Apenas terminó de comer, pagó su comida con desagrado y bajó de nuevo a la sala de espera del cuarto piso. No habían pasado ni quince minutos, pero la enfermera le dijo que su madre acababa de entrar al quirófano. Donato asintió y se hundió en un sofá.
Salió después de hablar con el hombre y tomó un taxi. A Marcela no le gustaba andar en taxis, pero tenía que apresurarse para que todo estuviese, ahora sí, listo. Quería que su esposo entrara al quirófano antes de que se hiciera tarde. Llegó al banco y una empleada del lugar la atendió al instante. Marcela y Ernesto habían pensado gastar el dinero ahorrado en un viaje o dos, pero ahora gran parte de este se había destinado a la salud de Ernesto. Marcela retiró ocho mil soles, pues el aproximado de la operación era diez mil, si es que no se presentaban complicaciones. Luego, envolvió el dinero en uno de los pañuelos de Ernesto y con un imperdible lo aseguró al forro interior de su cartera. Salió del banco y caminó una cuadra antes de tomar un taxi, por miedo a subir a algún auto cuyo chofer supiera que acababa de salir del banco. Llegó al hospital y fue de frente a la oficina del hombre para pagar el dinero, pero él no se encontraba ahí. Marcela se dirigió entonces al cuarto de su esposo para contarle que ya había sacado el dinero del banco y contarle cómo es que lo había llevado hasta ahí. Ernesto se veía muy nervioso; Marcela intentó animarlo fútilmente.
Un doctor salió y dijo que todo había salido como esperaban, pero que de todas formas querían que la mamá de Donato se quedara un tiempo en Cuidados Intensivos. Donato preguntó cuándo podría verla y el doctor le respondió que tendría que esperar hasta la mañana del día siguiente, pues no se permitía el ingreso de personas a Cuidados Intensivos esa noche. Donato aceptó de nuevo y descubrió que ya no encontraba la clínica tan desagradable. Se sentó en uno de los sofás de la sala de espera y contó el dinero que le sobraba. Los dos mil soles envueltos en el pañuelo estaban intactos y en su billetera tenía doscientos treinta soles con algunas monedas. Pensó en que eso sería suficiente para cubrir el resto de los gastos y lo guardó todo en su bolsillo. Se recostó en el sofá, que era muy espacioso, y trató de dormir. Recién en ese instante, ahora que su mamá se hallaba fuera de peligro, pensó en la señora de la recepción; pero, cuando el sentimiento de culpabilidad lo quiso invadir, pensó en su madre y se quedó dormido.
Al rato, Marcela se despidió de su esposo y se dirigió de nuevo a la oficina del hombre, para ver si ya había vuelto. Se molestó mucho cuando descubrió no era así. Bajó al primer piso para buscar a alguien con quien hablar, pero la recepcionista estaba hablando con un muchacho. Marcela esperó y, apenas la recepcionista se desocupó, le contó su situación. A ella no le gustaba andar con tanto dinero y quería pagar la operación de su esposo de una vez. La recepcionista le dijo que preguntaría por la persona encargada, pero que seguramente había ido a almorzar temprano. Marcela se sentó en la sala de espera del primer piso y contó los minutos que pasaban. No quería dejar a su esposo sólo, pero tenía que resolver ese percance antes de que se hiciera tarde. Habían planeado esa operación con anticipación para evitar contratiempos como ese. A Marcela le incomodaba esperar y no le hacía gracia que nadie en la clínica hiciera algo para evitarle esa molestia. Molesta, Marcela se levantó de la sala de espera y se acercó a la recepcionista de nuevo, pero mientras esta le decía que seguramente el hombre ya había vuelto, Marcela recordó que había dejado su cartera en el asiento. Volvió apresurada y con alivio descubrió que todavía estaba ahí. La recogió y fue al ascensor para ir de nuevo a la oficina en el penúltimo piso. Tocó la puerta y la sonrisa del hombre la recibió otra vez. A Marcela ya no le parecía una sonrisa amable, sino una hipócrita. El hombre se disculpó por haberla hecho esperar y le preguntó si es que había conseguido el dinero. Marcela se dispuso a sacar los ocho mil soles de su cartera, pero no encontró el pañuelo de su esposo por más que buscó y rebuscó. Mientras la sonrisa del hombre se desmoronaba al ver a Marcela caer de su asiento agitada, esta no pudo evitar preocuparse por el corazón de Ernesto. No podían darle la mala noticia de que su propio corazón le había fallado.