‘Religión del colgado’ por Sebastián León

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Tómas miraba a los feligreses congregados casi sin pensar en los detalles de su sermón (algo sobre el amor y el perdón). Era gente que asistía a su iglesia, su congregación, y que no debían ser más de veinte personas, una más, una menos. Y eso que él era un ministro joven y bien parecido. Otros más viejos no lograban congregar la mitad de personas que él. Y parado ahí, detrás del estrado, Tómas los miraba, estudiando cada rostro, la mayor parte de los cuáles había llegado a conocer íntimamente.
Arngrimur esperaba a que el sacerdote saliera del templo. Había hecho su ofrenda y tenía la esperanza de que las entrañas del uro le dieran un oráculo favorable.
“Reverendo Tómas, gracias por darme un momento,” dijo Jónina Aaronson, una de sus congregadas más viejas, la infaltable. Domingo tras domingo, ahí estaba, mirando hacia el altar con ojos brillantes, atenta a todas y cada uno de sus palabras.
“Oh no, no se preocupe Jónina, dime, ¿de qué deseabas hablar?”
“Es mi nieto, Baltasar, reverendo, ha estado actuando muy extraño últimamente.”
“¿Extraño?”
“Sí.”
La voz del sacerdote era dura y siniestra, como las cumbres heladas de las montañas.
“Tu hijo está enfermo. No sobrevivirá al invierno,” continuó.
Arngrimur apretó la mandíbula y asintió a las palabras del hombre que tenía al frente.
“¿Qué hay sobre los extraños?”
“Tendrás que tomar una decisión. Tu familia ha guardado este templo durante generaciones, hijo de Halldór, pero ellos han venido a profanarlo. Traen consigo la fe del hombre colgado, pero es una simbología engañosa.”
“Odín colgando de las ramas del Árbol del Mundo,” murmuró Arngrimur.
“Es un reflejo engañoso. Un lago tan limpio que refleja como si fuera de plata. Pero al sumergirte, te baña la sangre.”
“Son solo bandas de rock, Jónina, no hay de qué preocuparse. Estoy seguro de que sus padres han reaccionado como se debe.”
La expresión de la anciana se hizo desaprobatoria.
“¡Pero reverendo! ¡Seguramente tal cosa está prohibida en el cielo! ¡Ciertamente, no puede ser lo que quiere Dios!”
“¿Y qué es lo que quiere Dios, Jónina?” inquirió Tómas con un suspiro. “¿Es lo mismo que tú quieres, necesariamente?”
“¡Reverendo Tómas!” exclamó Jónina, una sonrisa abriéndose paso en su rostro. “Iré a decirle eso a mi nieto. Es usted un ángel, le estoy sumamente agradecida.”
Tómas correspondió a la sonrisa de la mujer con una sonrisa más bien tímida, mientras esta aferraba sus manos y las sacudía. Luego la acompañó a la salida de la iglesia y se quedó solo, pensando.
Los invasores habían llegado del sur, con cabellos oscuros y largas letanías. Habían profanado los altares, quemado los templos, movido a la gente contra la vieja casta sacerdotal. Y el invierno había llegado y Arngrimur había visto a su hijo partir hacia Hél. Le había preguntado una vez más por los viejos salones del Padre-de-Todo, esos que nunca podría ver, y le había preguntado por su madre, que permanecía en el cuarto de al lado, le preguntó qué es lo que hacía y por qué no estaba con él. Al final de la noche, con el viento helado rugiendo sobre ellos, Arngrimur posó una mano sobre el rostro de su hijo y le cerró los párpados. Luego llamó a su mujer.
Sentado junto al altar, Tómas meditaba sobre su labor. En los últimos meses, se había convertido en una parte esencial del ritual de los domingos. Decirse a sí mismo que estaba perdiendo la fe era una ingenuidad. Estaba perdiendo más que eso. Trató de prestarle atención al detalle, como una chispa sobre una piedra que desaparece casi inmediatamente. Lo buscó dentro de sí, pero fue inútil. Terminó por darse cuenta de que simplemente, estaba sentado junto al altar, perdiendo el tiempo, solo.
Habían quemado su templo, y por poco no lo habían quemado a él. No era un viking, nunca había dejado atrás esas tierras ni puesto un pie sobre la cubierta de un barco, pero sí era un guerrero. Había tratado de enfrentarse a la turba, ¿pero cómo? Se había enfrentado a bandidos, a enemigos de la fe, pero nunca a una multitud descontrolada, con antorchas, guiadas por un ánimo fervoroso, incendiario. No estaba preparado para eso. Fue apartado, golpeado por rocas, pudo matar a unos cuantos, pero finalmente, las llamas abrasaron la construcción de madera y junto a los gritos del viejo sacerdote alumbraron la noche.
Arngrimur corrió. Corrió como nunca había corrido, pero pronto se encontró con un nuevo incendio, una gran pira funeraria para su mujer y su hijo, en nombre de aquél dios furibundo que había llegado del sur para barrer con todos sus oponentes.
Había tenido que esperar. Fue una decisión difícil de tomar, principalmente por lo peligroso. Había sobrevivido en el bosque, comiendo lo que llegaba a él. Bichos debajo de las rocas, aves de presa, y venados. Solo tenía un hacha y algunas antorchas.
Vodka. Se habían hecho íntimos, se dijo.
Poco a poco, comenzó a aventurarse fuera del bosque. De vez en cuando observaba las largas y efervescentes prédicas de uno de aquellos hombres oscuros, con aquél acento que hacía descifrar muchas de sus palabras una ardua tarea, aún más en el estado en que se encontraba. Tan débil, se pronosticaba poco tiempo. Pronto ardería en fiebre, y no podía perder más tiempo.
Beber en la casa de Dios. Ya ni siquiera le turbaba la idea. Los católicos bebían vino, el reverendo Tómas Jónsson bebía vodka. Abuelas acosando a sus nietos, maldiciendo sus bandas de heavy metal. Cucufatos listos para mirar la paja en el ojo ajeno, rostros de miradas hipócritas. Höfnville era una comunidad pequeña, donde todos sabían todo sobre todo. Seguro ahora estarían hablando de la vergüenza de aquél joven ministro alcohólico. Miró hacia la cruz en la pared. ¿Era realmente aquél recinto la casa de Dios? Trato de incorporarse, pero perdió el equilibrio. La botella de vodka cayó a los pies del altar, y se hizo mil pedazos.
“¡Pagano!” gritaba el predicador. “¡Pagano!” Arngrimur ignoraba sus gritos mientras daba muerte con su hacha a uno y otro hombre. Recibió la estocada de una herramienta de arado en el costado. Le destajó el rostro a su agresor clavó su hacha en el pecho del predicador. “¡Pagano!” le gritaba la multitud. “¡El reino de los cielos es de los pobres de espíritu!” Otro hombre se lanzó sobre él y le empujó, haciéndole perder el equilibrio. Estaba tan cerca del templo, ese que habían erigido sobre las cenizas del que su familia había jurado proteger hacía más de un siglo. No tendré otra oportunidad, pensó, y lanzó su antorcha hacia la construcción, con toda la fuerza que quedaba en su cuerpo. No fue suficiente: la antorcha cayó a varios metros del lugar, y los cristianos no tardaron en apagar ese fuego tan pequeño, tan miserable como su vida.
Estaba condenado. Tómas lo sabía. Ahí, en esa construcción de madera, no había un dios. Solo estaba un borracho, esperando la congregación de un montón de ovejas cada siete días. Debía terminar con ello. Nunca fue lo que quiso de su vida, si es que aún podía llamársele así. Cogió el vaso que había dejado junto al altar y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la cruz en la pared. Tomó el encendedor en su bolsillo y una pequeña llama iluminó su mirada. Lo dejó caer sobre el líquido y la madera comenzó a arder.

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