‘La muñeca’ por Fabiola Pérez

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Su mirada sombría recorría la calle con suma atención y examinaba cada rostro itinerante con detalle médico. La mano izquierda movía los dedos impacientes contra el borde de su pantalón con un deseo inconsciente de quitar toda atención de su hermana metida en el bolsillo del otro lado. Relamía los labios, ansiosos, mientras hacía bocetos mentales de la pequeña falda escocesa que sabía que vería pasar. Esta vez no tan rápido como las demás, definitivamente no.
Un grupo de rostros frescos y enérgicos empieza a atiborrar la avenida como preludio a la entrada de la muchacha en esa calurosa y concurrida calle. Diferentes matices, diferentes texturas pero en el fondo ahí estaba con esa falda escocesa que había sido protagonista de las más retorcidas fantasías de la mente de aquel hombre. Una chispa fosforescente deshizo cada uno de los bocetos de su mente y alertó a su cuerpo en torno a la silueta de la muchacha. No estaba lejos. Su mano derecha se aferró con mayor fuerza dentro del bolsillo y sus piernas cruzaron la calle. Sincronizadamente su cuerpo y el de la muchacha se encuentran a medio paso en un ángulo de 90 grados, el hombre estira el brazo izquierdo y la coge sin miedo por el codo. Jala su delgado cuerpo hacía un callejón y desliza silenciosamente su mano derecha hacia afuera, revelando a lo que esta estaba aferrada: una Colt calibre 45, hermosa y destellante. Pero ella no tenía miedo.
Era demasiado, para ella no había otra palabra. Era más de lo que ella hubiera deseado tener, pero de igual manera lo quería solo para ella. Le hartaba, le molestaba, la envidiaba y la deseaba. La niña no hacía más que mirar esos inexpresivos y plásticos ojos azules, ese puchero tieso que fingía ternura, amándolos con total odio. La dueña de la habitación entró con una sonrisa en los labios presentándole a el señor oso y doña elefante, mejores amigos de su nueva muñeca. Adeline quitó los ojos de esta y dirigió su mirada hacía la niña parlanchina que trataba a ese par de peluches como niños reales. No le importaba. Se levantó de golpe en dirección a la cama de la habitación, cogió la muñeca que estaba en el centro de esta y cuando quiso salir con esta por la puerta, encontró a su dueña atravesada indagando por qué se llevaba su muñeca. Adeline giró sobre su eje y cogió el control remoto que estaba en el suelo, “sal de ahí o te doy con esto en la cabeza” amenazó y la dueña del cuarto estalló en llanto y salió corriendo a la cocina en busca de su madre. Adeline se escurrió por la ventana del cuarto con la muñeca bajo el brazo.
Le dijo que le decían Mimi, pero él no la escuchó. Él hombre volvió a mirar con ansias esa pequeña falda y volteó el cuerpo de la chica mientras movía el arma amenazante. “Solo quiero verte” le dijo y la empujó hacía una puerta muy escondida en ese callejón. Ya adentro ella se dio cuenta que estaba dentro de la casa del hombre ya que la destreza con la que este se movía en ella era única. Se sentó en un gran sillón y dejó el arma en la mesa de al lado, le pidió a la muchacha que continuara con aquel enfermizo ritual y cuando vio desprenderse la falda de sus caderas, se acercó con prisa a Mimi y besó sus piernas con total devoción. La muchacha no le pidió que se detenga y él continuó. Sus manos recorrieron todos sus rincones, hurgando en cada esquina oscura, buscando cada vez más. Ella, quieta, no le pidió que se detenga.
Tiró la muñeca sobre su cama y la miró con detenimiento. Se acercó a ella y desató el lazo que recogía sus rizos rubios, con furia rasgo sus vestido azul y se lo quitó por completo. No valía la pena, pensó. Pero su cuerpo brillaba, el plástico era hermoso. Sus ojos inertes no sentían nada, no decían nada. Adeline fue hacía su escritorio y cogió un par de plumones y unas tijeras. Con el plástico resplandecer, atacó su cuerpo con plumones marrones, azules, negros y verdes. Algunos lentos, otros rápidos. Los plumones recorrían su cuerpo con mínimo detalle dejando una marca imborrable, manchándola, tirando a la basura toda su plástica belleza. Adeline disfrutaba cada marca, cada mancha. Quería ver su sufrimiento, pero la muñeca seguía sin decir nada.
Insensible o fría, no tenía una definición concreta. “parece de plástico” pensó. Después de ultrajar su cuerpo, el hombre la siguió viendo muy tranquila. Mimi creía que él no sería capaz de más. Aquello lo desesperaba, cogió sus hombros y la sacudió buscando alguna reacción. Mimi seguía quieta. La tiró a la cama, de nuevo, sus nervios lo mataban. Se acercó son fuerza a la cama y entrelazó sus manos alrededor del cuello de Mimi, ahora, como último recurso. Sacudió su cabeza con fuerza y vio como sus ojos inertes se abrían con fuerza, se iluminaban. Quiso más, así que no paro. Pero, la luz de sus ojos, derrepente, se apagó.
Adeline dejó caer lágrimas de desesperación, aquel ser perfecto no lloraba como ella, no sentía como ella. Su cuerpo lleno de manchas seguían mostrando unos ojos inexpresivos. Sintió los pasos de su hermano mayor en el pasillo y aquel olor a cigarrillo que tanto detestaba, una resplandor iluminó su mente y sigilosamente se dirigió al cuarto de este. Encontró lo que buscaba en su mesa de noche y lo llevo con mayor sigilo a su habitación. Se lo mostró amenazante a la muñeca, rogando por algún destello de emoción, pero no consiguió nada. Chasqueó el dedo pulgar contra el objeto que hace fuego y lo puso en el cuello de la muñeca. El fuego subía y bajaba por su cuerpo, Adeline lo vio por un segundo. Era el fuego llenar de vida los plásticos ojos azules de una vivacidad que ella nunca antes pensó admirar. Quiso más y quiso encender el aparato con su dedo pulgar, cuando al fin lo logró, vio como aquello ojos azules se habían tornado en un deprimente negro.

El hombre llegó a su casa a las 6 de la tarde en punto, después de tirar el cuerpo de una adolescente en el río más cercano. La niña pequeña corrió a su encuentro con un gran puchero en la boca. Él le preguntó que había pasado y la pequeña respondió: “Adeline robó mi muñeca, papá.”

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