‘La mujer de blanco’ por María Claudia Huerta

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—¡Niña! —llamaste—. Acércate. Necesito que le avises a mi hija que ya no tengo zapatos.
—Camila —te respondió la mujer vestida de blanco—, usted sí tiene zapatos…
—No, no… no tengo. Se perdió uno cuando me cambiaron de cuarto ¿recuerdas? Esos enfermeros ladrones, cómo son capaces de robarle a una mujer anciana como yo…
—Ay, doña Camila —te interrumpió la mujer abriendo las cortinas de tu cuarto—, su zapato se perdió hace meses. Su hija ya le trajo dos pares nuevos, unos para que los use acá y otros para cuando salga a la calle. ¿Recuerda usted?
La mujer se acercó a tu mesa de noche y apagó la lámpara que habías prendido minutos antes. Luego se acercó a ti, cogió tus brazos y te jaló.
—¿Qué haces, niña? ¡¿Qué haces?! —gritaste espantada.
—Le ayudo a levantarse—te respondió la mujer sin inmutarse mientras colocaba almohadas en tu espalda—. Ya le vamos a traer el desayuno, a menos que quiera ir al comedor con los demás…
—Claro que no —respondiste mientras te dejabas sentar por la mujer—. Esos viejos son asquerosos. ¿No has visto cómo comen? Botan la comida por todo sitio… ni los bebés comen así.
—Como usted diga, Camilita. Ahora espéreme un ratito que don Fausto ya debe de estar despierto. Vuelvo con su desayuno…
La mujer sonrió y salió de tu habitación. Estiraste tu brazo para coger los lentes en la mesa de noche, te los pusiste y buscaste con la mirada los portarretratos en la cómoda al lado de la ventana. Tu hija, su esposo y tus dos nietos te sonreían desde la mesa de algún restaurante. Al costado, tu esposo miraba al vacío desde algún estudio fotográfico de pared azul. Lo contemplaste un momento sin concebir un pensamiento específico en tu mente, como todas las mañanas, y, luego, tu mirada se desvió hacia la ventana. Observaste el huachafo edificio ocre de cuatro pisos, el Café Piccolo que tenía toda la fachada decorada con madera y la casa gris que se caía en pedazos. Te preguntaste por qué habían escogido tan mala ubicación para una Casa de Reposo, nadie quería ver edificios al despertarse, tú querías ver parques.
Despacio, moviste tus piernas para bajarlas de la cama, pero, cuando por fin hiciste contacto con el tapete rojo en el suelo, recordaste que no tenías zapatos que ponerte.
—Estos enfermeros ladrones —murmuraste bajo tu aliento antes de gritar—: ¡Niña! ¡NIÑA!
La mujer de blanco demoró un minuto en llegar.
—¿Qué sucede doña Camila? Ya le están subiendo el desayuno…
—No tengo zapatos —interrumpiste furiosa—. Qué me voy a poner hoy, si me robaron un zapato cuando me mudaron de habitación. Tienes que decirle a mi hija…
—Sí, Camilita —dijo la mujer con una sonrisa paciente—. Ya le dije. Aquí están sus zapatos nuevos… —La mujer se agachó y sacó de debajo de la cama un par de zapatos anchos de cuero marrón—. ¿Le ayudo a ponérselos, Camila?
La mujer no esperó tu respuesta para colocarte los zapatos. Observaste cómo calzaban perfectamente en tu pie y te parecieron extrañamente familiares.
—Dale a mi hija las gracias de mi parte, si hablas con ella —dijiste todavía observando tus nuevos zapatos.
—Claro que sí, no se preocupe. Ahora, me tengo que ir porque la casa está patas arriba…
—¿Qué sucede? —Preguntaste de buen humor—. ¿Alguno de esos viejos decrépitos ya estiró la pata?
—Ay, doña Camila —dijo la mujer con pesar—. Me temo que sí.
La mujer de blanco se dio media vuelta y te volvió a dejar sola. Pensaste un rato en lo que te había dicho: uno de los viejos había muerto. ¿Cuál de los viejos? Pensaste en tu vecino que siempre roncaba, en la señora que te daba las galletas de soda que su yerno le llevaba, pensaste en la señora que nunca se quitaba el babero de bobitos, pensaste en el joven con cáncer que había entrado la semana pasada, en la señora del andador… No pudiste evitar sentir cierta pena por cada uno de ellos. Sabías que los días de todos aquellos vejestorios estaban contados, pero nunca habías hecho la cuenta.
Decidiste alistarte de una vez. No te tocaba bañarte ese día, o tal vez sí te tocaba, pero no querías. Cogiste la ropa de la silla y fuiste a sentarte en la cama para cambiarte. Después de muchos jadeos y varias pausas, terminaste de vestirte. Como estabas de buen humor por tus nuevos zapatos, no pediste ayuda para peinarte tampoco. Fue más sencillo que vestirte, pero no estabas segura de si lo hacías bien. Tus cabellos grises se retorcían como si estuviesen chamuscados. Los recogiste todos, o recogiste todos los que pudiste recoger, con el gancho negro que la mujer de blanco te había regalado. Sin embargo, cuando terminaste, reparaste en que ya había pasado mucho tiempo y tu desayuno todavía no había llegado.
—¡Mi desayuno! —vociferaste—. ¡Desde hace una hora estoy esperando mi desayuno! ¡Niña! ¡NIÑAAA!
Te detuviste porque un dolor desgarrador atacó a tu garganta. Buscaste la jarrita de agua caliente en la cómoda, pero no estaba porque la traían junto con el desayuno. No te atreviste a gritar de nuevo por miedo al dolor. Felizmente la mujer de blanco llegó a los tres minutos con una bandeja en sus manos.
—Discúlpeme, Camila. Se nos olvidó por completo —dijo—. Abajo hay un alboroto enorme…
—¡Claro! ¡Y mientras yo me muero de hambre! —respondiste furiosa—. ¿Para qué crees que les paga mi hija? Le voy a contar del horrible trato que recibo. ¡Esto no se va a quedar así! ¡Alcánzame el azúcar!
La mujer suspiró exhausta y te pasó la azucarera. Te acercaste a la mesita auxiliar sobre la cual había puesto tu bandeja y te persignaste antes de recibir lo que la mujer te alcanzaba.
—Señora Camila, la dejo. Tengo que bajar para ayudar.
—¿Bajar? ¿Qué hay abajo?
—Ya le dije. Murió una señora y la familia está molesta.
No dijiste nada porque no estabas segura de lo que eso significaba. La familia estaba molesta. ¿No debería acaso de estar triste? Y porqué se iba la mujer de blanco. ¿No tenía ella que quedarse en el segundo piso, contigo?
—Niña —llamaste antes de que la mujer cruzara la puerta—, ¿quién murió?
—La señora Ducelia, no sé si la conoció usted.
—No —respondiste sincera y un sentimiento de alivio te invadió—. ¿Cómo se murió?
—Eso es lo que la familia quiere saber —respondió la mujer y salió de la habitación.
Te molestaste porque la mujer se fue sin preguntarte qué querías hacer. Observaste tu habitación unos instantes y decidiste ir a la salita del segundo piso. Caminaste lentamente hasta entrar en esa habitación bien amueblada y perfectamente iluminada que tenía el defecto de ser compartida. Sólo había dos personas en ese instante: el señor que roncaba estaba viendo televisión y la señora del babero de bobitos estaba sentada en su silla de ruedas con la mirada en ninguna parte. No te molestaste en saludar y fuiste directamente al sillón individual al otro lado de la habitación, pero antes de llegar viste algo que llamó tu atención.
Desde el ventanal de la sala podías observar dos camionetas policiales estacionadas frente al ingreso de la Casa de Reposo. No recordabas haber visto camionetas policiales en ese lugar antes, y no podías pensar en alguna razón para que estén ahí. Observaste un buen rato, pero como la situación no cambió, continuaste tu camino y te sentaste en tu sillón favorito.
Perdiste la noción del tiempo hasta que entró la mujer vestida de blanco.
—¿Por qué me dejaste? —le gritaste apenas la viste—. Me pude haber caído viniendo aquí. Me pude haber roto todos los huesos. Le voy a decir a mi hija… ¡Ella paga para que me traten bien!
—Oh, lo siento tanto señora Camila —se excusó la mujer—. Pero me necesitaban abajo… Señor Fausto —dijo acercándose al otro señor—, tenía que tomar su pastilla a las diez, ya son las once y media.
La mujer le dio al hombre una pastilla y le sirvió un vaso de agua de la jarra en la mesa de centro. El hombre tragó su pastilla y siguió viendo televisión.
—¿Y mis pastillas? ¿A qué hora tengo que tomar mis pastillas? —preguntaste.
—¿Sus pastillas, señora Camila? ¿No son en la tarde? —dijo la mujer dubitativa—. Déjeme ver su ficha y vuelvo para decirle.
—¡No! No me vuelvas a dejar sola… —exclamaste.
—No se preocupe, Camilita —dijo la mujer con dulzura—, voy y vengo. Sólo tengo que bajar un instante.
—¿Bajar? ¿Por qué tendrías que bajar? Tú trabajas en este piso, no abajo.
La mujer sonrió y salió de la sala, pero no volvió al instante. Observaste el cielo afuera, recordaste la foto de tu esposo mirando a la nada en tu cómoda, y te sorprendiste al levantar la cabeza y encontrar la mitad de la sala llena de viejos. Antes de que pudieras preguntar en qué momento habían entrado, dos jóvenes vestidos de blanco cruzaron las puertas con dos mesitas de ruedas llenas de comida.
Llevaron a los viejos de uno en uno a la mesa del comedor al otro lado. Tú te negaste a comer con el grupo y le ordenaste al joven que te llevara el almuerzo a tu sillón individual. Cuando colocó la mesa auxiliar frente a ti, aprovechaste para preguntar aquello que inundó tu cabeza mientras recordabas a tu esposo.
—¿Cómo murió la señora del primer piso?
El muchacho de blanco parecía verdaderamente sorprendido:
—Ah… eh, todavía no lo saben. Para eso está la policía.
—¿La policía?
—Sí, usted debe de haber visto sus carros afuera—dijo él.
Lo pensaste un momento pero no estabas segura de lo que quería decir. Tomaste tu sopa y luego le pediste a uno de los jóvenes que llame a la mujer de blanco para que te acompañe a tu habitación.
—Lo siento, señora Camila. Ella no puede subir ahorita. Pero yo la ayudo.
—¡Yo no voy a dejar que uno de ustedes vuelva a entrar en mi habitación! ¡Después de que me robaron, todavía quieren volver! —gritaste indignada.
—Lo siento señora —se excusó el otro rápidamente—. Sólo le estaba sugiriendo que…
—¡Cállate! —ordenaste—. Ahora, sólo ayúdame a pararme.
—Sí, señora —respondió el joven intimidado mientras te jalaba de los brazos para ponerte de pie.
Caminaste lentamente hasta tu habitación, te quitaste los zapatos con dificultad y te recostaste en tu cama, pero antes de conciliar el sueño, un ruido en la calle te inquietó. No quisiste levantarte, pero el ruido no cesaba. Era gente discutiendo a grandes voces. Te pusiste de pie con un enorme esfuerzo y caminaste descalza hasta la ventana.
El alboroto lo armaban un grupo de personas reunidas alrededor de dos camionetas policiales. Te acomodaste los lentes y viste que un grupo de personas, los policías, arrastraban a una mujer vestida de blanco, y otro, los vecinos, interferían en su camino. Pensaste en la mujer de blanco que trabajaba en el segundo piso, pero no comprendiste qué relación podría tener esta con la del alboroto. Finalmente, los policías lograron meter a la mujer a una de las camionetas y, apenas ellos estuvieron dentro también, arrancaron. Los vecinos se dispersaron, volvieron al edificio, a las casas cercanas y algunos entraron al Café Piccolo.
Observaste el panorama exterior y te preguntaste por qué habían escogido tan terrible ubicación para la Casa de Reposo. Volviste a tu cama y te recostaste de nuevo. Estuviste ahí horas, sin saber si estabas dormida o despierta.
Una mujer de blanco te trajo la cena a la habitación, pero no era la mujer de blanco de la mañana ni de las otras veces. Preguntaste por ella y la otra respondió secamente:
—¿Qué? ¿No escuchó, señora? Se la llevaron presa, por su culpa la señora Ducelia se murió.
—¿Quién es la señora Ducelia? —Preguntaste curiosa.
—Es, o era, una señora del primer piso. Yo estaba a cargo de ella, pero como tomé mi descanso la semana pasada, Nina me reemplazó. ¿Ya está cómoda?
La mujer de blanco te había sentado en la cama frente a tu cena.
—Sí, sí… —respondiste sin cuidado—. ¿Y por qué se murió la señora?
—Ah, parece que fue la medicina. Nina le estuvo dando las pastillas que no eran… pobre, las dos. La señora Ducelia, que en paz descanse, y Nina, que ni sabía qué cosa le tenía que dar a la señora… Bueno, aquí la dejo… —la mujer de blanco miró el folder que tenía en el brazo— señora Camila. Vuelvo más tarde a recoger su bandeja. Tengo que ver a todos los otros hijos de Nina.
La mujer salió de tu habitación y tú perdiste el apetito. Te echaste en la cama y te quedaste dormida al instante. Cuando despertaste al día siguiente, nadie había abierto las cortinas.
—¡Niña! ¡NIÑA! —gritaste fastidiada.
Esperaste, pero nadie vino. Furiosa ya, hiciste un esfuerzo y te levantaste sola. Pusiste los pies en el tapete y recordaste que unos enfermeros se habían llevado tu zapato y que necesitaban avisarle a tu hija para que te compre otros.
—¡¡NIÑAAA!! —gritaste con todas tus fuerzas y tu garganta se resintió.
Tosiste un poco y caminaste descalza para abrir tus propias cortinas. Te encontraste con el edificio, el café y la casa, pensaste en la pésima ubicación de la Casa de Reposo, tú querías ver parques al despertar. Tosiste un poco más y volviste a tu cama a sentarte. Al rato llegó una mujer de blanco que te ayudó a vestirte sin decir una palabra. No le gritaste porque tu garganta no te lo permitía, pero mientras abotonaba la blusa lila que usarías ese día, no pudiste evitar sentirte terriblemente mal. La furia te había abandonado, pero el nuevo sentimiento era peor. Cuando viste a la mujer de blanco de cerca no pudiste reconocer a la niña llamada Nina con la que te gustaba conversar. La mujer de blanco era otra.

Puntuación: 4.00 / Votos: 4

Un pensamiento en “‘La mujer de blanco’ por María Claudia Huerta

  1. Anónimo

    Me pareció muy interesante, pues a medida que leía, cada vez tenía más curiosidad por descubrir qué era lo que pasaba y eso me mantenía atenta al cuento.Además, pude ver con claridad todos los hechos,las "imágenes mentales"(por así llamarlo) que se producían al momento de la lectura.

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