‘De madrugada’ de Julio Rospigliosi

[Visto: 2130 veces]

“Dios, no inventes el final.
Es lo único que te pido”
Pedro Suárez-Vértiz


Aún estaba vivo, y no era que le sorprendiera pero sentía esa necesidad de agradecerle a alguien su estado actual (el de la vida). A falta de un Dios, decidió agradecerle a la empleada que lo había ido a socorrer en el momento del accidente. Fue como un aviso de muerte, como si el sueño (que no recordaba cuál era) lo hubiera empujado a ella y de no ser por la cómoda de madera sobre la que cayó, el sueño habría cumplido su objetivo, y no habría sido de mal gusto morir soñando. Pero, tampoco estaba mal vivir.
De todas maneras Rumba se sintió como en una película de Kubrick en cuanto llegó a la clínica de madrugada (porque la caída fue de madrugada y no había quien descartara que estuviera ebrio y que se hubiera peleado con alguien, desestimando y poniendo en tela de juicio la teoría del sueño). Sobre una silla de ruedas lo pasearon entre pasillos oscuros, de salón en salón, revisándolo con distintos artefactos a ver si todo iba bien, mientras él pensaba en sí mismo como el arrepentido cabecilla de los Drugos con el que comenzarían un experimento aterrador. Pero, claro, todo esto a raíz del susto y del paisaje aterrador de lo que es una clínica de madrugada. De todas maneras, sólo había sido un golpe al ojo izquierdo, un corte bajo el párpado, eso era todo. Pero la experiencia de la clínica no la había olvidado, en un momento pensó que era el paso de la vida a la muerte y que toda la realidad había sido un sueño que se aburrió de él hasta empujarlo de su cama. Sin embargo la mesa. Es difícil de explicar lo de la mesa, si hubiera caído al suelo, que estaba a más de metro y medio de su cama, quizá hubiera muerto, pero cayó sobre la mesa. Y, luego, la empleada a socorrerlo y a llamar a los paramédicos que preguntaban por un seguro, como si no tener uno lo condenara.
Había sido una mañana difícil, con la abuela desesperada y asustada que lo recibió casi llorando cuando regresó de la clínica y el abuelo que ni lo miró, porque esa mañana no le habían dado de desayunar, en esos momentos se ponía a dormir y soñaba, pero él era más consciente de sus sueños y ya ninguno de ellos atentaba contra él. Entonces, su abuela le ofreció a Rumba su cama para que reposara, algo de té y unos cuantos panes para el desayuno. Desde la sala hacia el dormitorio se escuchaba al abuelo reclamar su casa y tantas otras cosas que reclamaba cuando soñaba (los sueños del abuelo nunca se resolvían). Tal vez, para Rumba hubiera sido mejor soñar en esas cosas y no en lo otro que todavía era un misterio.
La familia había llamado todo el día a preguntar por su salud y sus padres, que acababan de llegar de viaje, les contaban el asunto con el corazón en la boca, como padres. Luego del susto familiar y de la visita de su tía con una gran torta en la mano para el enfermo (si cabe el término, yo hubiera preferido lisiado o lesionado, pero ya qué más da el cambiarlo), la experiencia se fue llevando al buen humor, a crear hipótesis del sueño. “¿A quién estabas persiguiendo, Rumbita?”, le decían. En ese momento la risa era oportuna, era saludable y nada más.
Esos días de descanso no le habían servido mucho para estar tranquilo y por más que las bromas sobre su caída fueran aceptadas buenamente, Rumba seguía desesperado por averiguar lo del sueño, porque para él la muerte no lo podía haber atacado de esa manera tan cobarde, entre sueños y sin dar la cara, pero también sabía que la muerte estaba cerca, que podía no haberlo buscado a él, sino a otros con menos suerte y menos fuerzas y menos cómodas de madera que resistieran la caída.
Por la ventana del Café Picollo, es sus días de descanso, había visto a esa anciana con un velo negro que cubría su cabeza vendiendo rosas a los transeúntes indiferentes que pasaban y la miraban, y cuando la miraban huían. Entonces, veía a la anciana derrumbarse de rodillas sobre el suelo, sobre las grietas del cemento en las afueras del Café. En ese momento dejó pagada la cuenta, un beso en la mejilla de su novia y salió corriendo tras la anciana que ya se había parado y huía como quien se sabe perseguida, pero no volteaba nunca a ver quién la perseguía como si hubiera perdido todo interés en las calles pasadas, en los ojos del cazador que venía tras ella, en la vida misma.
Cómo corría la vieja, hasta que se detuvo en el filo del malecón, ya en la playa, y se detuvo en seco cuando Rumba no atinó a más que estirar su brazo estrepitoso sobre la espalda de la anciana. De pronto se daba cuenta de las cosas. La había perseguido como buscando en ella la explicación. Y juzgaste mal, de nuevo, Rumba, porque al contacto con su espalda te diste cuenta del estado real del mundo y viste las cosas desde fuera de tu desesperación. Y ya la anciana no era una anciana, el velo no era un velo y las rosas, Rumba, no eran rosas. No eran más que manos sucias, hambrientas de aquel anciano al que no le habían dado de desayunar, de aquel al que nadie le interesaba sus sueños. Fallaste, fue un error, el empujón fue un error. Pero, era tarde, siempre tarde cuando te diste cuenta de que la muerte no era la muerte y tu misterio todavía no se resolvía. Tarde, porque no habías empujado a la muerte y, al contrario, la habías encontrado en ti mismo. Y, lo peor, siempre supiste que estaba por ahí, que te había atacado a ti esa madrugada y que ahora ejercía su condición final manifestándose en el empujón, en tu mano estirada sobre una espalda que creías era la espalda de la muerte (¿Sería tu propia espalda? ¿En ese momento tampoco lo sabías, Rumba? Era otra espalda). Y de pronto, todo el domingo en tu cabeza: los salones de la clínica, la silla de ruedas, tu abuela, la sangre en tu ojo, la cómoda de madera, la empleada, toda la naranja mecánica y el abuelo en el sofá esperando el desayuno. Pero, Rumba, cómo son los sueños: de pronto, tú sobre la cómoda, gritando, pidiendo ayuda con un corte bajo el párpado y el domingo que no se iba, esa madrugada que felizmente no se iba. Y gracias a Dios.

Puntuación: 4.44 / Votos: 9

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *