Archivo por meses: noviembre 2009

‘Una cita de a tres’ por Williams Toscaino

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Estaba sentado en el mueble viejo y polvoriento que se hallaba en su cuarto. Roberto Mendiola era un ingeniero de mucha experiencia y esto era destacado por el resto de sus compañeros de trabajo. Sin embargo, hace un mes lo despidieron, ya que el dueño de la empresa argumentaba que su sueldo era muy oneroso con respecto al que pretendían cobrar algunos postulantes al mismo puesto que el ocupaba él; además – en tono irónico- le dijo que eran mucho mas jóvenes, además de que su actitud parecía la de un muerto. Decepcionado de esto, Mendiola se refugio en su incontrastable habitación, a la cual, valgan verdades, no entraba nadie. Siendo mas exactos, la última persona que ingresó a esa habitación fue su señora esposa, quien falleció hace casi un año. En su mundo interno, que era su cuarto, su vida transcurría normalmente hasta que luego de un mes de “internamiento” se dio cuenta que en general su casa necesitaba una limpieza total, por lo que era obligatorio llamar a alguien para que limpie la casa.
¿A quién? –fue su primera interrogante. Al no saber a quien llamar, no se le ocurrió mejor idea que consultar en la guía telefónica para solicitar a personas que puedan realizar este trabajo. Volteando y volteando las páginas encontró a una empresa que abastecía con personal capaz de limpiar casas. Su rostro esbozo inmediatamente una leve sonrisa. Llamó al número que se consignaba en dicha página y escuchó una voz de respuesta del otro lado de la línea
-¿Aló?
-Si, aló, diga
-Disculpe, deseo que me puedan enviar a alguna persona que pueda encargarse de la limpieza de mi hogar.
-A ver, señor, ¿dónde queda su casa?
-Vivo en el distrito de La Molina
-¿En la Molina Vieja?
-No sé a qué se refiere
-No, señor, lo que pasa es que yo llamo así a la zona de La Molina que se encuentra aledaña a la laguna, que no me acuerdo ahora como se llama.
-A bueno, siendo así, sí yo vivo ahí, cerca a la laguna.
-¿Cuántas personas desea que le envíe? ¿Su casa es grande?
-Mi casa es grande, pero yo creo que con solo una persona es suficiente.
-Ah, bueno, esa es su decisión. Por cierto ¿cómo se llama?
-Roberto Mendiola
-Señor Mendiola, entonces le enviamos a la chica en una hora.
-Si, claro no hay ningún problema.
-Hasta la próxima.
-Cuídese.
Mientras esperaba a la chica de la limpieza, el señor Mendiola se dispuso a cometer acciones malévolas, siendo la peor; ensuciar más su casa. En tono irónico mencionaba que nunca antes se le ocurrió ensuciar tanto su casa, ya que no era lo justo para su mujer, pero en esta situación, sin mujer, podía hacer eso y mucho más. Desde la cocina hasta su sala, el desorden era tal que el mismo pretendía salir de la casa mientras se iba a limpiar, pero le ganó mas el miedo a volver a salir a ese mundo de donde lo expulsaron hace un mes.
Habían pasado hora y media, cuando el timbre sonó. Se dirigió a paso raudo hacia la puerta principal con la intención de abrir esa puerta. La abrió. Lo primero que pensó cuando vio a la chica de la limpieza era que había vuelto a nacer, pero rápidamente se dio cuenta que no era así. No obstante, se quedó pasmado observando sus ojos, su rostro, su cabello, y se deleitó cuando escucho su voz, porque le recordaba sus amores de joven, aquellos que hoy parecen más lejanos que cuando habló por primera vez.
Ella lo saludó y lo llamó por su apellido y de señor. Eso a él no le sorprendió del todo, ya que estaba acostumbrado a que todos hagan eso. Rápidamente le preguntó si deseaba tomar alguna bebida. Ella le respondió que sí –con la mayor cortesía posible-, con lo cual él se dirigió a la cocina- totalmente desordenada- a traer una botella de pisco y un par de copas. Le sirvió un vaso y también se sirvió el suyo. Ella se sentó en el mueble y el tuvo que traer otro que se encontraba como a diez metros de ese lugar. La chica se rió y el se avergonzaba dentro de sí. Le preguntó cuantos años tenía, ella le respondió que tenía 22 años, por lo que Mendiola casi se atraganta con su bebida. Le preguntó también por qué trabaja de eso. Ella le empezó a contar una parte de su vida, la cual abarcaba desde que sus padres fallecieron hasta el maltrato que sufrió de parte de sus tíos. Mendiola interrumpía la narración de la historia porque de la nada se le ocurrían unas cuantas preguntas que hacían que la conversación dure más y mas. Habrían pasado cuatro horas desde que la chica llegó – por cierto en medio del trágico relato, ella le dijo que se llamaba Ana – y desde su llegada no había limpiado nada. A Roberto eso no le molestó en absoluto, pero a ella debía de incomodarle un poco, ya que así ella la pasara bien con el señor, eso no significaba que iba a cobrar por hacer nada, por lo que mientras le contaba su vida se dispuso a ordenar la sala.
Él, increíblemente, se prestó a ayudarla, tratando que la conversación no se pierda. Mientras discutían temas como la violencia familiar, la muerte de las parejas, y otros temas de importancia, Mendiola sintió que, por primera vez, después de la muerte de su señora esposa, sentía esa sensación inenarrable de gusto y placer al estar con alguien; ese hecho de compartir un momento con otra persona que a él tanto le hacia falta. Se dirigieron a la sala, porque ya habían terminado de limpiar la sala; allí le toco el turno de contra su vida a él, lo que no le gustaba mucho, por lo trágico que había sido y, sobre todo, por lo íntimo. Sin embargo, visto lo bien que se llevaba con Ana, decidió contarla. Pasaron dos horas, en donde ocurrieron muchas cosas, por ejemplo, él estuvo a punto de llorar con una canción que sonó en la radio. Eso causó extrañeza y apego hacia él por parte de la chica. Luego, le contó las locuras que hacia de joven y lo triste que era recordarlo ahora.
Ella, en plena conversación, terminó de trabajar; él se dio cuenta que era el momento en que debía irse. Se iba a despedir, pero en ese entonces, ella le dice que si es posible que puedan salir a la calle, quizá al cine. Además, agregó que él debía salir un poco más porque la vida aun no se ha acabado. Tras escuchar esta vaga argumentación, le dijo que de inmediato que sí – casi impulsivamente-, aunque le pidió que lo esperara mientras se cambiaba. Ana aceptó y se sentó en el sofá y se dispuso a ver la televisión. Mendiola corrió prácticamente a su habitación, en ella se desvistió rápidamente, e ingresó a la ducha. Pensó que su vida volvía a renacer del lóbrego sitial en donde se encontraba. Se bañó. Salió de la ducha y se dirigió a vestirse como hace tiempo no lo hacía. Mientras se vestía, observó la mesa de noche en la que se encontraba la foto de su esposa. Ese lugar era un altar realizado para ella y donde él rezaba diariamente y a la vez lloraba por la desagraciada suerte que les tocó vivir. Mientras se amarraba los pasadores de los zapatos, recordó cómo iban seguidamente a las discotecas –en su juventud-, las salidas a los cines –conocían prácticamente todos-, las fiestas que se hacían en el trabajo- donde lo condecoraban como el mejor empleado y mejor persona aún-. Recordó también la vez en que su mujer falleció, recordó también como vio aterrado el incendio que se produjo en esta casa, hacía casi ya un año; pensó en sus remordimiento por pensar que pudo evitar que su mujer muera calcinada y cómo se atribuyó responsabilidad de todo. Por eso no quería vivir como antes. Sentíase responsable, quería quedarse en esa casa, donde nunca antes pasó tanto tiempo, y donde ahora deseaba quedarse junto al lado de Marjorie , la única mujer de su vida.
Al bajar las escaleras, encontró a Ana lista para salir, pero él, por el contrario, sacó su billetera y le dio un billete de cien soles, con el cual cancelaba el trabajo que ella hizo. La chica se sorprendió de la negativa a salir con ella. No entendía por qué se negaba, no comprendía ese rechazo a seguir viviendo, ese gusto por concentrarse en un desperdicio de vida. Tampoco entendía como había cambiado tan rápido de opinión. Ninguna de estas interrogantes consultó con Mendiola. Por el contrario solo atinó a retirarse de su casa. En medio de la retirada observó un carro perteneciente a una funeraria. Entre sonrisas y penas pensó que el muerto estaba aquí, allá –dirigiendo su mano- en esa casa, de donde por la ventana se podía observar a Mendiola recostado sobre el sofá, en medio del calor que irradiaba la chimenea y disfrutando de la compañía de su señora esposa, Marjorie. Lamentablemente, a esta solo la disfrutaba él, porque Ana no la vio ni tampoco nadie cuerdo en vida.
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‘Caperucita y el lobo’ por Myriam Gómez

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La muchacha estaba sentada en la banca de madera, con su vestidito de terciopelo negro y sus zapatillas de ballet de paño oscuro. Cruzaba las piernas y ronroneaba como un gato mientras se mecía de atrás hacia adelante con lentitud, moviendo con ella sus rizos cafés. Desde la puerta que estaba a su izquierda llegó una voz.
—Liliana, puedes entrar.
La niña entró erguida por la puerta de su izquierda y llegó de inmediato a una sala muy pequeña, cubierta casi completamente por un escritorio de caoba. En él, un hombre escribía en un papel apergaminado.
—Hola —dijo el hombre—. ¿Eres Liliana, no? —. Ella asintió con rapidez—. ¿Ya leíste el contrato?
—Sí —respondió ella. Le brillaban los ojos—. Eh… rápido, ¿de acuerdo? Supongo que firmo y ya está. Ah, pero… Ismael, ¿dónde está?
—Ismael firmó hace un rato. Ahora debes firmar tú. Y me dijo que te dijera que no debes llamarlo por su nombre.
Liliana sonrió.
—¿Qué se supone que le debo decir? ¿Señor?
—Supongo que sí —respondió el hombre.
La muchacha frunció el ceño. De todos modos, firmó el acta matrimonial antes de las siete de la noche. Después, le indicaron que subiera al coche que la esperaba en la calle.

El anciano estaba mirando las estrellas y fumándose una pipa cuando le llevaron a la niña envuelta en abrigos de piel. El viejo la miró sin inmutarse, pidió que la dejaran por ahí, como si fuera un mueble, y se terminó la pipa. Después, suspiró con fuerza.
—Mi nombre es Ismael —dijo el viejo. Liliana, aferrándose a los abrigos, murmuró que ya lo sabía—. Habrás leído el contrato. Estarás contenta. Puse tus condiciones. Ah —el viejo sonrió, y le faltaban dos dientes—, espero que hayas leído las mías.
—Claro —respondió ella con simplicidad, intentando ignorar que el viejo no apartara la vista de su rostro—. Y son cosas sencillas. Le aseguró que no tendrá problemas, Ismael.
Y entonces el viejo levantó una mano y apretó el puño con fuerza. Frunció la boca con verdadera ira y, lentamente, se fue calmando.
—Creí… —respiró— haberle dicho al tipo ése que te dijera que no me llames por mi nombre. Y esas cosas tienen que ser obedecidas.
Liliana lo miró ofendida, interpretando el gesto del puño como un insulto.
—Disculpe, señor —dijo con intención—, creo que puedo hacer lo que me dé la gana. En el contrato no decía nada de eso.
—Somos un matrimonio —susurró el viejo, casi para sí. Luego cambió de inmediato el tema, diciendo—: Y ya tienes el anillo.
—Sí, señor. Me lo puse antes de venirme, para que usted lo vea. —Tosió un poco—. Tengo sueño. Hablaremos mañana. Dígame dónde voy a dormir.
Él le señaló el pasillo principal con el dedo índice, carraspeando con ligero disgusto.
—Tercera puerta de la derecha. Te va a gustar. Y, por favor, no te quites el anillo para dormir. Me gusta cómo te queda.
Ella volteó a verlo al rostro, sin un rastro de dulzura en los ojos.
—¿Va a venir a verme, señor, a mi cuarto? Prefiero estar sola. Y… bueno, sí, eso, si no es mucha molestia. Ah, ¿señor?
El viejo sonrió.
—No sabes hablar —respondió—. No tienes idea de lo que acabas de decir. Ve a dormir.
Liliana se tragó un par de insultos y corrió hacia su cuarto, sabiéndose cuidadosamente observada por el viejo. Apenas llegó, echó los cerrojos y suspiró con algo de temor. Después de un rato, se echó en la cama. Debían de ser las once de la noche. Estaba metida, sin duda, en un enorme problema. Había leído el contrato cien millones de veces antes de decidirse de ir ante el hombre del municipio a firmar el acta. Lo había leído tanto que se lo había memorizado y pensó esa noche, que su único consuelo era que ese hombre no la podía tocar. Sin embargo, había muchas otras cosas que podían salir mal. Esparció sus rizos sobre el colchón y empezó a morder ansiosamente una almohada con sus pequeños dientes, pensando, sin poder evitarlo, en lo que decía el contrato en el apartado sobre el divorcio.
—Esto es una locura —pensó en voz baja—. El matrimonio a las justas nos va a durar veinticuatro horas.
—No creo —dijo una voz.
Al lado de la cabecera de la cama, mirándola a través de una ventana pequeña, el viejo sonreía. Liliana se limitó a morder la almohada con más fuerza.
—Señor, ha de saber usted que no puedo dormir… si me… eh, si me vigilan.
—En el contrato no decía nada de eso. Y yo puedo hacer lo que me dé la gana. —La miró de nuevo. Sus ojos eran groseramente grandes—. Duerme, querida. Me gusta verte. Eres… rara. Una buena adquisición. Una… excelente adquisición. Me has salido tan cara… Pero vales la pena. Vales la pena. —Amplió su sonrisa—. Mañana vamos a ir a pasear y no quiero verte tensa. Vamos a ir al centro, a los almacenes. O de repente hasta a las tiendas de mascotas.
Y Liliana sólo pudo apretar los labios y cerrar los ojos. El viejo se quedó mirándola durante más de dos horas, casi sin pestañear, absorto, hasta que también tuvo sueño y se fue a dormir.

Durante la semana siguiente no sólo fueron a los grandes almacenes del centro y a las tiendas de mascotas. La casa se llenó de adornos y el cuarto de Liliana de cosméticos y esencias aromáticas. Compraron un piano, un conejo angora con un lazo rosa en el cuello, una alfombra persa para la sala de estar y trece vestidos cortos de terciopelo, entre otras cosas. Las arcas del viejo no parecían tener fondo, de modo que Liliana se quedaba sin excusas las tardes de sol en las que el viejo le pedía que fuera al columpio del patio y se balanceara en él.
—Me gusta verte —le decía siempre.
No era necesario que lo dijera. Sus ojos inquisidores perseguían a Liliana hasta en sueños. Le encantaba verla, especialmente mientras peinaba al conejo angora o mientras tocaba alguna canción triste en el piano nuevo. Le gustaba verla siempre, sin importar lo que estuviera haciendo, siempre fijamente, de cerca o de lejos, aun de espaldas. Ella no tardó en descubrir que la casa estaba llena de agujeros, y se estremeció al sospechar que el viejo los había hecho todos con el propósito de espiarla. Sin embargo, con el tiempo lo agradeció: prefería ser observada sin advertirlo a tener que ver siempre los horribles ojos del viejo escrutándola.
Pero tenía una vida buena. Una vida preciosa. La cuarta semana de matrimonio, Liliana tocó un vals en el piano y el viejo le pidió, como un favor especial, que le permitiera bailar con ella. Liliana aceptó torciendo la boca. Afuera, la hierba estaba verde, y el sol estaba alto, y el viejo estaba feliz y ella estaba triste. Encima del piano, un florero con rosas se regocijaba aun inerte.
—Qué justa que es la vida —dijo ella. Contuvo la respiración. El viejo, bailando cerca a ella, sin música, le cogió una mano y le dio una vuelta—. Qué justa que es —murmuró ella de nuevo. A lo lejos se escuchaban algunos trinos. El viejo, con sus manos ásperas, de pronto, le cogió el rostro. —Qué justa —repitió ella, antes de añadir con desgano—: Señor, no me puede tocar. Se suponía que no me podía tocar.
—Te compro algo —respondió él—. Lo que quieras. Otro piano, si quieres. O un elefante. Una nueva alfombra para tu cuarto.
—Claro —dijo ella, con la vista fija en la ventana. Ya no oponía resistencia. El viejo le estrechaba las manos con una de las suyas, y con la otra le tocaba el rostro. ¿Por qué el florero de las rosas se veía tan feliz?—. Supongo que ya no me importa esto. Además… un día de estos lo voy a engañar —se dijo en silencio—, y eso va a ser mejor para todos.
—No puedes —sonrió él, tragándose cantidades extraordinarias de ira. Ella se horrorizó al saberse descubierta—. Está en el contrato. No me puedes engañar.
—Y usted no me podía tocar.
El viejo la miró con cara de risa, apretando los puños con fuerza.
—Lo estás interpretando mal. Tocar, tocar… no te he tocado. No… mira, no en ese sentido. No te estoy haciendo nada. Nada malo. —Empezó a mecerla al ritmo de un vals imaginario.
Dieron una vuelta con bastante gracia. No era difícil bailar. Ambos eran del mismo tamaño, pues Liliana era demasiado joven y el viejo era demasiado viejo. Se acercaron al piano. Las rosas, hermosas, distrajeron a Liliana por unos segundos. Pero algo atroz la sacó de su ensimismamiento.
Ese día, Liliana descubrió que el viejo tenía fuerzas. Chilló tan fuerte que el viejo trastabilló. Respirando despacio, ella recuperó la calma y pudo defenderse. Dos segundos después, el viejo estaba en el suelo.
—Es usted… ¡Es…! ¡Me voy! —gritó ella.
—No puedes —dijo él—. No quieres irte. Te gusta todo esto.
Era, después de todo, sólo un anciano. Liliana lo miró, todavía algo impresionada. Era sólo eso. Y tenía mucho dinero. El dinero.
—¿Dónde guardas el dinero? —gritó ella, envalentonada al darse cuenta de que el viejo no se podía parar.
Ismael sonrió como siempre.
—Vamos. Ayúdame a pararme.
Pero Liliana estaba harta. Le preguntó de nuevo dónde lo guardaba, una y otra vez, hasta cansarse, mientras el viejo se aburría en el suelo.
—Soy tu esposo —dijo él de pronto—. Y no voy a tolerar esto.
El viejo empezó a dar manotazos en el suelo, como si se estuviera ahogándose, parándose poco a poco. Liliana lo miraba aterrada, pensando velozmente. Y, por último, miró las rosas.
El viejo recibió el impacto del florero de las rosas en plena frente. Cayó en un sueño pesado de duración indeterminada. Liliana, envalentonada al verlo medio muerto en el suelo, salió corriendo, decidida a hacer algo que valiera la pena. Saqueó la casa en media hora, alistó su equipaje y desapareció por la puerta.
En el tren al que se subió veinte minutos después, al mirar por la ventana, se preguntó si el viejo estaría solamente medio muerto.
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‘Si tú me dices ven’ por Maralí Lazo

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Pablo estaba como siempre en su combi de turno, pasaba por la avenida Tacna y su ruta era de 4 horas. Ahora que la primavera estaba terminando, ya se acostumbraba a que el sol de mediodía llegara a su oscura retina, a terminar empapado de sudor en pleno Centro de Lima por más que él solo manejara y en teoría, no se movía casi en absoluto. Cuando manejaba, a diferencia de la mayoría de los típicos choferes de combi, él ponía su CD con música de Los Panchos y pensaba en cómo es que su vida había cambiado tanto, ya tenía más de sesenta, y en su natal Huanuco, había escuchado y había sufrido escuchando cada una de sus canciones. Pasaba por frente de las Nazarenas y aprovechando el semáforo, manipuló la radio para elegir su canción favorita. Pablo manejaba por inercia y hacía la misma ruta hace veinte años, acostumbrado al tráfico y a los pasajeros, pero ahora se aseguraba de cumplir algunas reglas más que antes.
Ya estaba por la avenida Uruguay y ‘Si tú me dices ven’ empezó a sonar por la usadísima radio. El punteo inigualable de Chucho Navarro en esa guitarra, le recordaba a Anita, su primer amor en Huanuco, y la canción empezaba con una frase que le había cambiado la vida: Si tú me dices ven, lo dejo todo, él pensaba en eso, ‘lo dejo todo’, así pasó, ¿no? Le bastó que su amor de juventud le diga eso para que él, sin pensarlo, llegase a Lima. Si tú me dices ven, será todo para ti, ja, pero eso último realmente nunca sucedió. El carro doblaba por la avenida Venezuela, llegaba a otro paradero. Mis momentos más ocultos también te los daré. Mis secretos que son pocos serán tuyos también. Qué cólera sentía, tanta cólera y pena por él, que lo dio todo sin pensarlo, en esos años era dificilísimo contactar a la familia y él huyó de su casa, donde no le faltaba nada y durante los primeros años en Lima sufrió con Anita, hasta que ella lo dejó.
Si tú me dices ven, todo cambiará. Si tú me dices ven, habrá felicidad. No es verdad, al inicio, cuando la aventura empezó sí fue felicidad y es cierto que todo cambió, pero a largo plazo todo empeoró. Semáforo, el carro se detuvo de nuevo. Si tú me dices ven, si tu me dices ven, él pensaba, tan enamorado había estado de esa chica, y ella solo lo usó hasta que terminó por darse cuenta de que no tenía plata. Ella realmente le rompió el corazón.
Si tú me dices ven, habrá felicidad, eso le resonaba y no podía dejar de verse, sudando, cansado por estar sentado todo el día y sintiendo el calor de noviembre. Ya estaban en Breña, y el carro se abarrotó de los escolares del colegio Guadalupe que salían extasiados de la jornada diaria, pero qué fácil era ser niño. Reír contigo ante cualquier dolor. Llorar contigo, llorar contigo será mi salvación. Pero reír había sido tan fácil esos primeros meses en Lima, con toda la plata que gastaban, hasta que la felicidad terminó cuando juntos no podían llorar sin dinero y viviendo en miseria, y el que terminó llorando al final solo fue Pablo sin dinero y sin Anita.
Si tú me dices ven. Lo dejo todo, ¡carajo!, ¿por qué lo dejé todo?, se gritó al final muy desconcertado, dejando atónitos a todos lo que lo acompañaban en el carro. Nadie le preguntó nada, solo lo miraron. Faltaban 2 horas para terminar el recorrido, seguían en la Venezuela.
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‘Gonzalo’ por Natalia Cornejo

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Parecía ser una sirena que trataba salir del mar. Era una ninfa queriendo jugar. No olvidaré aquel taxi blanco y mucho menos su número de placa haciendo contraste con el hermoso sol. El señor Gonzalo la observaba caminar mirando detalladamente el short que traía puesto, el sol dejaba ver entre luz y sombra como contoneaba de lado a lado su cuerpo con esas piernas tan largas y suaves. La desordenada sábana estaba caliente por la luz que se escurría entre la mampara; mientras ella tarareaba el último disco de Juanes y él no se atrevió a preguntar quién cantaba esa pegajosa melodía. Echado aún en la cama, el señor Gonzalo meditaba, mientras que Andrea se acercaba, y se puso frente de él mostrando la billetera. Quiénes son, no respondió nada, tantos años de terapia familiar, de paseos y campamentos para que esta muchacha así de fácil lo desvíe del camino, simplemente le cogió la mano, la acercó muy delicadamente hacia él. Después de un par de minutos, pero no me has respondido, replicó cogiéndole los cachetes, no es nada te digo que de verás no es nada. El cuarto aún está desordenado, Andrea se levanta del cuerpo de Gonzalo y se comienza a cambiar de ropa Gonzalo, el señor Gonzalo, la contemplaba hasta que se levanta y se pone su pantalón. Qué opinas de esta locura, mientras pasaba la blusa entre su cabeza, no lo sé, mi niña, es todo confuso, todo tan irreal y real tanto placer puede no estar bien. Mientras recogía entre sus manos su largo cabello, acaso no te sientes bien, no, no es eso, es absurdo tú me haces sentir tan bien que no lo puedo explicar. Hasta ahora lo recuerdo.
La discoteca, ese 24 de marzo tú con tu amigas de la universidad y yo sentado en la barra, te miraba reír y bailar, fumando y conversando, coqueta y tierna bailabas de aquí por allá, te acercaste a la barra a pedir tequila, fue ahí en ese momento sabía que no me olvidaría de ti, me miraste y sonreíste, te acercabas más seguido a la barra, charlamos, reímos, bailamos, jugamos copa tras copa, risa tras risa, mirada tras mirada, sentía tu respiración, sabía en qué terminaría aquella noche, aquella noche en que mi pecado comenzó.
Gonzalo, te pareces a mi padre pero no lo digo por el físico es que a veces hablas como él, mi niña te entiendo, ya no puedo seguir así debo confesarte algo mientras miraba por la mampara, y dime Gonzaliño es algo bueno o malo envolviendo la cintura de Gonzalo con su mano, no es tan fácil pero mi niña he tomado la decisión de terminar con mi mentira, y eso qué quiere decir, mi muchachita eso tú bien lo sabes tú bien lo sabes, Andrea miró el cielo entre la mampara, su mundo surrealista se iba apagando con esas últimas cuatro palabras ?tú bien lo sabes? e imaginó su vida sin aquellas aventuras, sin aquel espacio de fantasía, sin ese momento de plena libertad y placer, esos momentos de sin hipocresías, después de seguir pensando creyó que quizás no sería tan malo Gonzalo le había enseñado muchas cosas y entre ellas recordó que le enseño a sobreponerse muy rápidamente y a convencerse a sí de lo que quiera por ejemplo de que no sería malo dejar a Gonzalo por el contrario hasta podría ser bueno.
Andrea lo miró fijamente y lo abrazó, un abrazo de esos que te llenan el alma, lo abrazo fuertemente por un largo tiempo, un hermoso cuadro con unos cuantos puchos tirados en la alfombra. Todo fue sucediendo como de costumbre, sólo que sabían que esta sería la última vez, Andrea después de la conversación comentó que lo mejor para ella sería irse a Europa a seguir estudiando. Bajaron por el ascensor, hablaban el idioma del silencio y manteniendo la mirada Andrea se introdujo en el taxi, en aquel taxi blanco.
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‘Lugar llamado Kindberg’ por Julio Cortázar

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kindberg

[…]Lina al borde de la carretera a la salida del bosque en el crepúsculo, qué lugar para hacer auto-stop y sin embargo ya, otro poco de sopa osita, cómame que necesita salvarse de una angina, el pelo todavía húmedo pero ya chimenea crepitando… tengo una carta para nos hippies de Copenhague, unos dibujos que me dio Cecilia en Santiago, me dijo que son tipos estupendos, el biombo de raso y Lina colgando la ropa mojada, volcando indescritible la mochila… kleenex botones anteojos negros cajas de cartón Pablo Neruda paquetitos higiénicos plano de Alemania, tengo hambre, Marcelo me gusta tu nombre suena bien y tengo hambre, entonces vamos a comer, total para ducha ya tuviste bastante, después acabás de arreglar esa mochila, Lina levantando la cabeza bruscamente, mirándolo: Yo no arreglo nunca nada, para qué, la mochila es como yo y este viaje y la política, todo mezclado y qué importa. Mocosa, pensó Marcelo calambre, casi cosquilla (darle las aspirinas a la altura del café, efecto más rápido) pero a ella le molestaban esas distancias verbales […]

“Lugar llamado Kindberg”, magistral cuento de Julio Cortázar (1914-1984), actualiza como pocos relatos el antiguo tópico de la añoranza de la juventud y lo resuelve en una muy particular versión del “tempus fugit” latino (“el tiempo pasa”). Nuestros talleristas emprenden el mismo viaje por un lugar común para someterlo al matiz de sus distintas inclinaciones estéticas. Último ejercicio del taller. Sigue leyendo

‘Un procedimiento muy simple’ por María Claudia Huerta

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A Donato no le gustaba nada ese lugar. Si no fuera por la urgencia de la operación, Donato hubiera sacado a su madre de esa clínica y la hubiera llevado a algún hospital. El problema era que no sabía adónde. La noche anterior ya le habían denegado la entrada a uno, por ser sólo para asegurados. Esto turbó mucho a Donato, que nunca se había imaginado que los hospitales no eran para todos. En la desesperación del momento, con los constantes quejidos de dolor de su madre, con el guardia en la puerta de Emergencias diciéndole que vaya a ventanilla para que la busquen en el sistema y con el taxista preguntándole si le haría una carrera más, Donato atinó por ir a esa clínica. No le denegaron la entrada y el doctor de turno atendió a su madre al instante, a pesar de que llegó en la madrugada; pero cuando empezaron a pedirle que cancele en caja cada pequeña cosa que el doctor ordenaba, Donato empezó a preocuparse. Le dijeron, después de muchas horas de análisis de sangre, de análisis de orina, de ecografías y de muchos golpes al vientre de su madre, ya casi al medio día, que tenían que extraerle el apéndice. La operación rodeaba los siete mil soles, si es que no había complicaciones, y tenía que realizarse lo antes posible, pues los dolores de su madre habían empezado varios días atrás. A Donato no le gustaba aquel lugar, pero se consoló pensando en que, en un hospital, su madre estaría todavía sentada en la sala de espera. De todas formas, no pudo evitar sentir un placer morboso al ensuciar las centelleantes losetas del pasadizo de la clínica con sus zapatillas sucias. Llegó a la oficina en el penúltimo piso y entró. Un hombre muy sonriente lo recibió y le invitó café. Él aceptó y pidió otra taza más. El hombre le preguntó si es que había conseguido el dinero y Donato sacó seis mil soles de su bolsillo. Firmó varios documentos en los que se comprometía a pagar por el resto de la operación antes de que le dieran de alta a su madre. A Donato no le gustaban los documentos ni la sonrisa hipócrita del hombre, pero por lo menos iban a operar a su mamá apenas salieran los resultados del riesgo quirúrgico.
Todo estaba preparado. La maleta con la ropa, los útiles de aseo y los libros que su esposo le había pedido ya estaba en la puerta. Marcela limpió un poco la casa antes de salir porque no sabía cuánto tiempo estaría fuera. Luego salió y aseguró bien la puerta antes de caminar al paradero para tomar el bus que la llevaría a la clínica. Ernesto ya estaba internado y listo para la operación. Lo habían planificado con un mes de anticipación. Marcela se repitió una vez más que no había nada de qué preocuparse: el doctor le había dicho mil veces que la implantación del marcapasos era un procedimiento muy sencillo. Subió por el ascensor hasta la habitación de Ernesto, en el quinto piso, y le contó con gran minuciosidad todo lo que había hecho en sus dos horas fuera de la clínica. Además, le dijo que había hablado con Jimena y que esta estaba viajando con su nieta para visitarlo. Ernesto pareció animarse ante la perspectiva de ver a su hija y a su nieta. A las diez de la mañana, una enfermera llamó a Marcela y la llevó hasta una oficina. Un hombre muy sonriente la recibió y le invitó café. Marcela no aceptó el café porque no quería ponerse más nerviosa. El hombre le explicó el costo de la cirugía, que Marcela ya conocía, y le dijo que tenía que pagar como mínimo el ochenta por ciento por adelantado. Esto la tomó por sorpresa, pues tenía planeado pagarlo todo después. Sin embargo, no dijo nada ante la amable sonrisa del hombre.
Después de lo que parecieron años, los resultados del riesgo quirúrgico salieron. Un doctor se acercó a Donato y le dijo que ya estaban preparando a su madre para entrar al quirófano. Le explicó en qué consistía el procedimiento que iba a realizar, le dijo que era muy simple y Donato podía ir a comer algo tranquilo. Donato no estuvo tranquilo, pero sí hizo lo otro. Decidió salir de la clínica para comer, pues no había probado bocado desde la noche anterior; pero, como no quiso alejarse mucho de su madre, fue a la cafetería en el último piso. Los precios le parecieron exagerados; sin embargo resolvió que, ya que estaba gastando tanto en ese lugar, gastar un poco más no agravaría su situación. Pidió un plato a la carta, pero la mesera le dijo que sólo servían almuerzos hasta las cuatro de la tarde, entonces pidió un pan con pollo, y luego otro. Apenas terminó de comer, pagó su comida con desagrado y bajó de nuevo a la sala de espera del cuarto piso. No habían pasado ni quince minutos, pero la enfermera le dijo que su madre acababa de entrar al quirófano. Donato asintió y se hundió en un sofá.
Salió después de hablar con el hombre y tomó un taxi. A Marcela no le gustaba andar en taxis, pero tenía que apresurarse para que todo estuviese, ahora sí, listo. Quería que su esposo entrara al quirófano antes de que se hiciera tarde. Llegó al banco y una empleada del lugar la atendió al instante. Marcela y Ernesto habían pensado gastar el dinero ahorrado en un viaje o dos, pero ahora gran parte de este se había destinado a la salud de Ernesto. Marcela retiró ocho mil soles, pues el aproximado de la operación era diez mil, si es que no se presentaban complicaciones. Luego, envolvió el dinero en uno de los pañuelos de Ernesto y con un imperdible lo aseguró al forro interior de su cartera. Salió del banco y caminó una cuadra antes de tomar un taxi, por miedo a subir a algún auto cuyo chofer supiera que acababa de salir del banco. Llegó al hospital y fue de frente a la oficina del hombre para pagar el dinero, pero él no se encontraba ahí. Marcela se dirigió entonces al cuarto de su esposo para contarle que ya había sacado el dinero del banco y contarle cómo es que lo había llevado hasta ahí. Ernesto se veía muy nervioso; Marcela intentó animarlo fútilmente.
Un doctor salió y dijo que todo había salido como esperaban, pero que de todas formas querían que la mamá de Donato se quedara un tiempo en Cuidados Intensivos. Donato preguntó cuándo podría verla y el doctor le respondió que tendría que esperar hasta la mañana del día siguiente, pues no se permitía el ingreso de personas a Cuidados Intensivos esa noche. Donato aceptó de nuevo y descubrió que ya no encontraba la clínica tan desagradable. Se sentó en uno de los sofás de la sala de espera y contó el dinero que le sobraba. Los dos mil soles envueltos en el pañuelo estaban intactos y en su billetera tenía doscientos treinta soles con algunas monedas. Pensó en que eso sería suficiente para cubrir el resto de los gastos y lo guardó todo en su bolsillo. Se recostó en el sofá, que era muy espacioso, y trató de dormir. Recién en ese instante, ahora que su mamá se hallaba fuera de peligro, pensó en la señora de la recepción; pero, cuando el sentimiento de culpabilidad lo quiso invadir, pensó en su madre y se quedó dormido.
Al rato, Marcela se despidió de su esposo y se dirigió de nuevo a la oficina del hombre, para ver si ya había vuelto. Se molestó mucho cuando descubrió no era así. Bajó al primer piso para buscar a alguien con quien hablar, pero la recepcionista estaba hablando con un muchacho. Marcela esperó y, apenas la recepcionista se desocupó, le contó su situación. A ella no le gustaba andar con tanto dinero y quería pagar la operación de su esposo de una vez. La recepcionista le dijo que preguntaría por la persona encargada, pero que seguramente había ido a almorzar temprano. Marcela se sentó en la sala de espera del primer piso y contó los minutos que pasaban. No quería dejar a su esposo sólo, pero tenía que resolver ese percance antes de que se hiciera tarde. Habían planeado esa operación con anticipación para evitar contratiempos como ese. A Marcela le incomodaba esperar y no le hacía gracia que nadie en la clínica hiciera algo para evitarle esa molestia. Molesta, Marcela se levantó de la sala de espera y se acercó a la recepcionista de nuevo, pero mientras esta le decía que seguramente el hombre ya había vuelto, Marcela recordó que había dejado su cartera en el asiento. Volvió apresurada y con alivio descubrió que todavía estaba ahí. La recogió y fue al ascensor para ir de nuevo a la oficina en el penúltimo piso. Tocó la puerta y la sonrisa del hombre la recibió otra vez. A Marcela ya no le parecía una sonrisa amable, sino una hipócrita. El hombre se disculpó por haberla hecho esperar y le preguntó si es que había conseguido el dinero. Marcela se dispuso a sacar los ocho mil soles de su cartera, pero no encontró el pañuelo de su esposo por más que buscó y rebuscó. Mientras la sonrisa del hombre se desmoronaba al ver a Marcela caer de su asiento agitada, esta no pudo evitar preocuparse por el corazón de Ernesto. No podían darle la mala noticia de que su propio corazón le había fallado.

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‘Los años curan heridas, dicen’ por Camilo Clavijo

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Tiempos difíciles, violentos e insensibles. Dicen que los años curan heridas, quizás eso se pueda decir en el amor, quizás lo pueda decir Sabina, quizás lo puedan decir las mismas heridas derrotadas si hablaran, pero no lo dirán los labios de Sonia. Para ella lo años pasan y el ardor no se apacigua, se vuelve incandescente, ataca desprevenidamente y es manipulador y las heridas empiezan manifestarse cuando a las 6:30 de la tarde la luz ya no entra a su casa y no hay nada que la salve de la deprimida oscuridad. Salí de mi casa a comprar leche, ustedes saben que en ese tiempo todo estaba muy caro, a la tienda de la esquina y 3 policías empezaron a seguirme, hasta que me cerraron el paso y me dijeron que estaba denunciada y que debía acompañarlos, yo me resistí porque no podía dejar a mi hijo de 2 años solo en la casa, pero, me agarraron fuertemente de los brazos y me metieron a una camioneta negra que estaba más allacito nomás. -Véndale los ojos- dijo uno de los policías y me pusieron una tela negra que no me permitía ver absolutamente nada, luego sentí que arrancó la camioneta y pusieron música bien alta para que no escuche lo que conversaban. Me calmé un poco, pero seguía llorando dentro de mí, de pronto escuché una voz diferente –identificación, el oficial los espera. Ya cayó esa terruca de mierda- sabía que había llegado a la base. Dimos vueltas y vueltas, la camioneta retrocedía y volteaba a la derecha, luego retrocedía de nuevo y volvía a girar a la derecha, todo terminó por desorientarme, eso era lo que buscaban ellos. Me bajaron de la camioneta, abrieron una puerta y me sentaron en el suelo, me quitaron la venda y una luz intensa me cegó. Estaba sola en un cuarto muy sucio, escuchaba chillidos de ratas y todo apestaba muy feo, muy horrible. Lloré nuevamente ahí sentada en el piso, me puse a pensar en mi hijo y cerré los ojos. -Levántate carajo- dijo Raúl – ¡el despertador te lo he comprado por las huevas! Santiago se levantó lentamente y mirando con el seño fruncido a Raúl, lo detestaba, pero qué iba a hacer era su padre y era militar. Vivía solo con él desde que su madre lo abandonó, al menos eso fue lo que siempre le dijo su padre, pero Santiago sabía que eso no era muy cierto y que su padre le ocultaba la verdad. –Así que tu financiabas a esos terrucos ¿no?- me dijo el Mayor Pérez- aquí no te vas a hacer la pobrecita, me vas a dar nombres si no te quieres pudrir en la cárcel. Yo no entendía cómo me podía decir esas cosas de las que yo no estaba ni enterada, no sabía nada, no se de dónde habían sacado que yo financiaba a Sendero ni todas esas tonterías. Le explicaba y le rogaba al Mayor, pero me dejó impresionada su incredulidad y frialdad, ¿cómo podía haber personas tan malas? Diosito las va a castigar, yo lo se. El cuarto estaba muy desordenado y sucio, la ventilación era escasa y la luz natural no existía. Santiago debía ordenar todo si quería ir a jugar pichanga, eso era lo que había dicho, porque en realidad se iría a una conferencia acerca de Derechos Humanos, pero imposible que le dijera a su padre que asistiría a eso, -son cojudeces- solía decir cuando escuchaba alguna noticia o comentario sobre Derechos Humanos- malagradecidos carajo, gracias a nosotros ustedes se salvaron, maricones a ver si ustedes pelean pues, a ver si son tan valientes y encima ¿exigen derechos humanos? ¡no me vengan con huevadas!. -Entonces quieres hacer todo más difícil, por lo que veo- decía el Mayor Pérez -a ver si recapacitas después de escuchar esto. Me puso una grabación en la que se escuchaba a un bebe llorar, llorar desesperado, un sollozo que sólo una madre puede reconocer, un sollozo de hambre, terror y miedo, no, no me haga esto le decía al Mayor, le rogaba, me arrodillé, disculpen es que esto es muy difícil de contar, es muy fuerte volver a recordar todo esto para mí, ustedes ni se imaginan, no lo han vivido, no se imaginan el dolor, la impotencia que uno puede sentir. – ¿Ya carajo? hasta cuando voy a esperar, ¿crees me sobra el tiempo?- decía un exaltado Raúl, las pastillas lo habían vuelto así, sin familia, bueno, un hijo que ya no lo soportaba, se había refugiado en las pastillas quita-sentimientos que al parecer daban resultado. –Es difícil estar aquí ¿no?- dijo Maritza –ya veremos alguna manera de salir de este lugar, yo tampoco tengo ni idea de lo que me acusan, pero, como a muchas, me hicieron firmar un papel en el que me declaraba culpable, ¡me iban a violar qué iba a hacer! – tengo un hijo pequeño y su padre está de viaje, se ha ido a allá donde se están matando todos y encima a mí me acusan de ser la que financia a Sendero, ¡esto no tiene lógica!- se quejaba Sonia. Ahora que recuerdo todo, a veces hasta me da risa de las cosas que me decían, que yo financiaba a Sendero y era la encargada de llevar las cuentas de los gastos que se hacían, que era el cerebro económico de la organización y que así había robado el banco capital, ¿se dan cuenta? Yo ni había acabado el colegio, vendía algunas ropitas que tejía y a lo mucho hacía cuentas, pero nada que ver con lo que me decían esos abusivos. Santiago salió de su casa y era un típico día de quincena de julio, gris y con poco viento. El cielo siempre había sido gris para él. Sonia se encontraba en el pabellón A, donde estaban las reclusas sin condena y tenían 20 minutos semanales para pasearse en el patio, los demás días los pasaban junto a las ratas libres en prisión. Por fin respiro algo de aire puro, ese hueco apestoso ya no lo soporto. Qué iba a hacer, ese era el cuarto en el que viviría hasta que su padre sea tocado por la dama negra, dama negra que Santiago solía invitar e invocar para que se lo llevara, pero todos los intentos sin éxito. A veces así pasa, la muerte se vuelve esquiva, porque es malcriada e irrespetuosa, porque es temida pero bienvenida, porque es una salvaje, una dama, una dama hiriente, sucia pero necesaria para uno, para todos. Me llevaron a juicio y en menos de 20 minutos ya estaba sentenciada a 30 años de prisión, mis ojos y mi boca se quedaron abiertos por horas, las lágrimas se habían acabado así que llorar estaba de más. Y el tiempo pasa, el tiempo corre, corre como una liebre que está siendo cazada por un puma, corre desesperado y uno ni cuenta, ya habían pasado 15 años y de pronto un joven abre la puerta de mi celda, me da mis cosas en una bolsa y me acompaña hasta la puerta de salida del penal, me entrega un sobre cerrado y me empuja. No dijo ni una palabra, sus labios ni se movieron, sólo me miró desconfiado- le dijo Santiago a Claudia- ya estará por empezar la conferencia, ¡vamos!. Salí y todo era muy diferente, fui a una esquina a llamar por ring y la moneda no entraba, -ya no funciona así, qué cavernícola- dijo un juguetón niño que pasaba por ahí –toma- dijo y me dio una moneda de 50 céntimos para que pueda llamar. Marqué todos los números que recordaba, ninguno existía. Estaba desorientada, no sabía a donde ir, no tenía información de nadie, seguro que me creían muerta y aún sigo así. No pude rehacer mi vida, disculpen la palabra, pero me jodieron. Dicen que el tiempo cura las heridas, pero estoy seguro que eso no sucederá, aún me preguntó que habrá pasado con las demás inocentes, si siguen ahí o si ya no están con nosotros. Me quedé sin familia, no tengo noticia de nadie, perdí todo una vida y nada podrá cambiar eso, ninguna indemnización, ningún perdón, nada. -Muchas gracias Sonia por tu testimonio, se que es muy difícil pero es necesario conocer estos casos para encontrar culpables y seguir liberando presos inocentes, ¿alguien tiene alguna pregunta?- dijo Augusto, el moderador de la conferencia –a ver usted, ¿cual es su nombre?- dijo. –Soy Santiago- se escuchó una voz tímida. -Si, diga su pregunta. -Joven estamos esperando. -Joven otros también quieren…- decía Augusto algo inquieto. -¿Mamá?-. Sigue leyendo

‘El´día más caluroso del año’ por Diego Alva

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El día más caluroso del año, el día en que las decisiones y la temperatura están más ardientes que nunca. “Presidente Smith, el mandatario del país africano ha llegado”, dijo casi reverenciándose uno de los asesores del presidente. “OK, muchas gracias, puedes retirarte”, respondió el mandatario americano mientras dejaba caer sobre el piso cenizas del nuevo puro que le había llegado desde La Habana. “Empezó la hora decisiva”, pensó Smith.

El frío que se vivía en una de las ciudades de Kenya era mortal, sentías como la sangre se quedaba inmóvil por tus venas. “Tengo frío”, dijo la vocecita de una niña que a su corta edad ya vivía los estragos del feroz cambio climático que azotaba muchas partes del mundo. “Es extraño como el mundo puede cambiar en tan corto tiempo, ven aquí, abrígate conmigo”, dijo Djafary mientras recorría con sus manos las partes más vulnerables del cuerpo de la niñita. “Uf, mejor no puedo sentirme”, exclamó con satisfacción Connery, el presidente de Uganda, luego de haber sido tratado como todo un rey por la servidumbre de Smith. “Qué bueno que todo sea de sus agrado, Sr. Connery, siéntase parte de mi país”, le dijo Smith extendiendo la mano dando la bienvenida.

Días antes hubo una reunión de muchos gobiernos para analizar la situación de los países devastados por la intromisión del cambio del clima en la vida de la gente del mundo. En esa reunión se habían acordado sendos beneficios para los países víctimas del clima, siendo EE.UU. el país que se iba a beneficiar de forma ilícita, ya que desde dentro de la esfera política se había tejido un manto de corrupción para adueñarse de partes del dinero que era destinado para esos países en crisis. El Presidente Connery no pudo asistir a esa reunión por fallas en su avión antes de despegar, por lo que tuvo que posponer su visita hasta ese instante. “Mi querido y muy estimado Sr. Connery, ¿sabe una cosa?”, preguntó Smith quien estaba sentado al lado de Connery, bebiendo unos de los millonarios tragos de esa sala, “me alegra mucho que no haya llegado el día de las reuniones, ya que ahora podemos conversar de intereses mutuos, a solas”, dijo el americano al africano. “¿Intereses mutuos?”, preguntó Connery con aires de curiosidad. “Intereses de los que hablaremos en una rato, vamos. Tómese esta copa de coñac, verá usted que no querrá dejar de probar”, dijo riéndose Smith mientras le servía una copa llena al africano.

Luego de haber bebido esa incandescente taza de té, Djafary dejó durmiendo a la niña en el sofá en el que él tantas veces había estado con menores de edad satisfaciendo sus impulsos. No pudo permanecer en ese sitio y salió a la calle para que el aire gélido congelara sus impulsos. “No puedo hacer eso”, dijo Djafary mientras descargaba sus deseos con una certera patada a un pedazo de madera que se encontraba tirado en el piso. Djafary era buscado por la policía por actos pedofílicos, pero él se había guarecido en un lugar en el que ni Dios podía encontrarlo. El frío del lugar calmó lo impulsos que tenia Djafary por tener a la niña tan cerca de él, en su misma casa. “No puedo hacerlo, soy incapaz de hacerlo, mierda”, se dijo Djafary a sí mismo. “Claro que puede, Sr. Presidente”, le dijo uno de sus asesores al presidente americano, que había salido de la sala en donde estaba Connery. “Nadie se enterará, todos aquí dentro lo apoyamos”, siguió el asesor. “Esto está mal, no debería hacerlo, ya hemos obtenido muchos beneficios, deberíamos dejar a este pez que siga su curso”, dijo Smith casi sin creer en sus propias palabras. El ambiente que vivía Smith de poca tranquilidad era evidente, todos en su partido lo instigaban para que caiga sobre Connery también.

Connery era uno de los presidentes más ingenuos del mundo y esa era una magnífica oportunidad. Uganda era uno de los pocos países africanos que había sabido sacar oro de la crisis reinante. “Mister President, venga conmigo a disfrutar de esta copa de coñac tan buena”, dijo Connery con una sonrisa en los labios y con los ojos adormecidos por el alcohol que había actuado en su organismo de manera súbita. “Sr. Smith, solo necesitamos que firme el africano firme el documento”, dijo uno de los asesores del presidente.

La niña se encontraba muy emocionada porque Djafary le había traído muchos dulces y una muñeca de la tienda. Djafary luchaba contra su monstruo interior, veía a la niña tan inocente, cómo jugaba con su muñeca. La infante no notaba la mirada tan penetrante de Djafary, no notaba cómo sus ojos hacían añicos su pureza. En ese preciso instante, el único mundo de la niña eran su muñeca y sus dulces. “Déjame en paz, no quiero hacerlo”, repetía muchas veces Djafary mirándose al espejo. “No me dominarás esta vez, no lo voy hacer, te voy a vencer, maldito impulso”, se decía Djafary mientras cogió un pedazo de vidrio roto del suelo y se hizo un corte muy profundo en la mano, el dolor había suplantado, por esos momentos, al deseo maligno de su cabeza. “Traigan rápido, mucho alcohol y algodones, está que se desangra”, grito Smith al ver que Connery , por el estado alcohólico en el que estaba, se había cortado con la copa que segundos antes había dejado caer al piso. “No se preocupe Mister President, perderé mucha sangre pero jamás, oígame bien, jamás perderé mi orgullo”, decía sin mucho sentido Connery ocasionando la risa de muchos presentes allí. “Aproveche Sr. Smith, solo necesita su firma y todos salimos ganando”, dijo otro de los asesores con una sonrisa maliciosa en el rostro.

“Sr. Connery, ¿sabe usted por qué ha venido?”, dijo Smith mientras la sala era despejada de todas las personas, menos los mandatarios. “¿Sabe que hoy se tomarán decisiones muy importantes en la que usted y yo estamos involucrados”, continuó Smith. “Mire, Mister President, solo sé que hoy, usted y yo somos hermanos y lo que se decida hoy, será lo mejor”, respondió Connery con la mirada perdida en la habitación. “Déjeme hacerla otra pregunta Sr. Connery”, dijo Smith, “¿la razón o los impulsos?, ¿cuál cree que es más importante?”, dijo Smith a un Sr. Connery que parecía haber caído en uno de esos sueños en el que se despierta por ratos.

“Maldito impulso, no otra vez”, se dijo Djafary mientras se apretaba la herida que se había hecho. La cabeza de Djafary parecía una celda llena de enfermos de locos sexuales queriendo escapar para rociar el mal por el mundo. “¿Qué te pasa?”, dijo la niña que por un segundo en toda la noche había volcado su mirada hacia los ojos de Djafary. “Te noto muy triste, yo te quiero, no te pongas triste”, dijo la niña mientras se acercaba al lado de Djafary para hacerle compañía. “Está bien, es hora de hacerlo”, dijo Connery a Smith dando un abrazo fraternal al presidente americano. “Pero, ¿estás seguro?”, preguntó Smith a Connery. “Yo sé, ciegamente, que usted quiere lo mejor para todos, así que firmaré este acuerdo para que ustedes puedan manejar de la mejor manera nuestro economía”, dijo Connery mientras cogía el lapicero y buscaba el lugar en donde debía firmar. “Sr. Smith, me haría el gran favor de decirme en cuál de estos espacios que flotan entre sí tengo que firmar”, dijo Connery, idiotizado por el alcohol. “No puedo hacerlo, no puedo”, pensó Smith. “Estos impulsos no me pueden vencer en estos momentos, no con él”, reflexionó Smith, quien era uno de los políticos mas corruptos del Estado, cuya grandeza giró gracias a la capacidad que tuvo para ocultar todo y meterse a los bolsillos el dinero de todos.

Se paró y se dirigió al baño, un baño maloliente, con algunos insectos que vivían por ahí; sacó un frasco con calmantes y se lo tomó para calmar su ansiedad, Djafary esperaba que con esas pastillas pudiese controlar los impulsos que lo atormentaban. Subió a su cuarto y se miró al espejo. “Djafary, tú no eres un monstruo”, se dijo. “No lo hagas esta vez”. Una voz muy tierna rompió con la tranquilidad que había encontrado Djafary. “Me quiero bañar”, dijo la niña que se encontraba preparada para la ducha, tapada solo por una toalla. “¿Qué haces vestida así?”, dijo exaltado Djafary mientras sus impulsos se habían activado otra vez, aun más fuerte que antes. “Quiero bañarme”, repitió la niña. “No lo hagas aún, Connery, todavía no firmes”, dijo Smith ahorcando los impulsos de concretar ese acuerdo de un solo beneficiario. “Pero quiero hacerlo, ¿hay algo que me impida hacerlo?”, preguntó Connery, mientras jugaba con el lapicero. “No deberías hacerlo hoy”, dijo Djafary a la niña, que ya se había corrido hacia la ducha. Djafary había casi cedido al impulso una vez que entró al baño para ver a la niña. “Es ahora o nunca. Lo voy a hacer”, dijo Connery. “Yo el presidente de Uganda, estoy aceptando libremente firmar cualquier documento que nos beneficie”. Connery estaba idiotizado por el alcohol otra vez. “Hermanos como nosotros, hermanos de raza, debemos tendernos una mano siempre”, dijo, inundando así la cabeza de Smith de muchos recuerdos. El presidente americano comenzó a recordar su infancia triste y pobre que vivió en su país de origen, un país africano, cómo fue discriminado muchas veces y “basureado”. Un africano que había llegado a nacionalizarse americano y que ahora era el mandamás de EE.UU. no lo lograba cualquiera. Smith no puedo contener su identificación con Connery. “Sr. Connery, no firme por favor, no le conviene esto, lo siento”, dijo resignado Smith, mientras le quitaba el lapicero de las manos.

“¿Te acuerdas cuando mamá, tú y yo jugábamos a las escondidas, papi?”, dijo la niña mientras jugaba con la espuma que había hecho en la tina. Djafary vio una foto que estaba puesta sobre la mesita del cuarto en donde estaba él, su hija y su esposa, quien había muerto hace un año por un fatal ataque cardiaco. “Puto impulso, ya perdí a mi esposa, ahora no perderé a mi hija”, dijo Djafary dirigiéndose otra vez al baño. “Mi amor, quédate aquí nomás, en un rato va a venir la vecina del costado para buscarte, ¿ya?”, dijo Djafary lagrimeando. “Ya, papi, ¿a qué horas vendrás?”, dijo la niña mirando a su padre. “Siempre te visitaré, siempre te cuidaré, no me olvides nunca, te amo”, le dijo Djafary que, instantes después, buscó a la vecina para decirle que se encargue de su hija. En la casa de la vecina, Djafary acabó con su vida con un certero disparo en pleno cerebro.

“Buenas tardes, queridos compatriotas, les vengo a comunicar que he decidido dejar mi cargo de presidente”, dijo Smith. “Hoy he muerto, hoy el señor presidente no existe más”, dijo Smith en un discurso que dio luego de que el Sr. Connery había tomado el vuelo de retorno a su país. Smith alistó sus maletas y comenzó el viaje de vuelta a su país natal, a su país que lo vio nacer. Olas de frió azotaban al país de Kenya cuando Smith llegó, caminó por las calles empobrecidas de su ciudad natal, se paró frente a un velorio y se persignó, cogió nuevamente sus maletas y siguió su camino mientras la niña de la muñeca lo veía desde la puerta del lugar donde velaban a su padre.
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‘La muñeca’ por Fabiola Pérez

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Su mirada sombría recorría la calle con suma atención y examinaba cada rostro itinerante con detalle médico. La mano izquierda movía los dedos impacientes contra el borde de su pantalón con un deseo inconsciente de quitar toda atención de su hermana metida en el bolsillo del otro lado. Relamía los labios, ansiosos, mientras hacía bocetos mentales de la pequeña falda escocesa que sabía que vería pasar. Esta vez no tan rápido como las demás, definitivamente no.
Un grupo de rostros frescos y enérgicos empieza a atiborrar la avenida como preludio a la entrada de la muchacha en esa calurosa y concurrida calle. Diferentes matices, diferentes texturas pero en el fondo ahí estaba con esa falda escocesa que había sido protagonista de las más retorcidas fantasías de la mente de aquel hombre. Una chispa fosforescente deshizo cada uno de los bocetos de su mente y alertó a su cuerpo en torno a la silueta de la muchacha. No estaba lejos. Su mano derecha se aferró con mayor fuerza dentro del bolsillo y sus piernas cruzaron la calle. Sincronizadamente su cuerpo y el de la muchacha se encuentran a medio paso en un ángulo de 90 grados, el hombre estira el brazo izquierdo y la coge sin miedo por el codo. Jala su delgado cuerpo hacía un callejón y desliza silenciosamente su mano derecha hacia afuera, revelando a lo que esta estaba aferrada: una Colt calibre 45, hermosa y destellante. Pero ella no tenía miedo.
Era demasiado, para ella no había otra palabra. Era más de lo que ella hubiera deseado tener, pero de igual manera lo quería solo para ella. Le hartaba, le molestaba, la envidiaba y la deseaba. La niña no hacía más que mirar esos inexpresivos y plásticos ojos azules, ese puchero tieso que fingía ternura, amándolos con total odio. La dueña de la habitación entró con una sonrisa en los labios presentándole a el señor oso y doña elefante, mejores amigos de su nueva muñeca. Adeline quitó los ojos de esta y dirigió su mirada hacía la niña parlanchina que trataba a ese par de peluches como niños reales. No le importaba. Se levantó de golpe en dirección a la cama de la habitación, cogió la muñeca que estaba en el centro de esta y cuando quiso salir con esta por la puerta, encontró a su dueña atravesada indagando por qué se llevaba su muñeca. Adeline giró sobre su eje y cogió el control remoto que estaba en el suelo, “sal de ahí o te doy con esto en la cabeza” amenazó y la dueña del cuarto estalló en llanto y salió corriendo a la cocina en busca de su madre. Adeline se escurrió por la ventana del cuarto con la muñeca bajo el brazo.
Le dijo que le decían Mimi, pero él no la escuchó. Él hombre volvió a mirar con ansias esa pequeña falda y volteó el cuerpo de la chica mientras movía el arma amenazante. “Solo quiero verte” le dijo y la empujó hacía una puerta muy escondida en ese callejón. Ya adentro ella se dio cuenta que estaba dentro de la casa del hombre ya que la destreza con la que este se movía en ella era única. Se sentó en un gran sillón y dejó el arma en la mesa de al lado, le pidió a la muchacha que continuara con aquel enfermizo ritual y cuando vio desprenderse la falda de sus caderas, se acercó con prisa a Mimi y besó sus piernas con total devoción. La muchacha no le pidió que se detenga y él continuó. Sus manos recorrieron todos sus rincones, hurgando en cada esquina oscura, buscando cada vez más. Ella, quieta, no le pidió que se detenga.
Tiró la muñeca sobre su cama y la miró con detenimiento. Se acercó a ella y desató el lazo que recogía sus rizos rubios, con furia rasgo sus vestido azul y se lo quitó por completo. No valía la pena, pensó. Pero su cuerpo brillaba, el plástico era hermoso. Sus ojos inertes no sentían nada, no decían nada. Adeline fue hacía su escritorio y cogió un par de plumones y unas tijeras. Con el plástico resplandecer, atacó su cuerpo con plumones marrones, azules, negros y verdes. Algunos lentos, otros rápidos. Los plumones recorrían su cuerpo con mínimo detalle dejando una marca imborrable, manchándola, tirando a la basura toda su plástica belleza. Adeline disfrutaba cada marca, cada mancha. Quería ver su sufrimiento, pero la muñeca seguía sin decir nada.
Insensible o fría, no tenía una definición concreta. “parece de plástico” pensó. Después de ultrajar su cuerpo, el hombre la siguió viendo muy tranquila. Mimi creía que él no sería capaz de más. Aquello lo desesperaba, cogió sus hombros y la sacudió buscando alguna reacción. Mimi seguía quieta. La tiró a la cama, de nuevo, sus nervios lo mataban. Se acercó son fuerza a la cama y entrelazó sus manos alrededor del cuello de Mimi, ahora, como último recurso. Sacudió su cabeza con fuerza y vio como sus ojos inertes se abrían con fuerza, se iluminaban. Quiso más, así que no paro. Pero, la luz de sus ojos, derrepente, se apagó.
Adeline dejó caer lágrimas de desesperación, aquel ser perfecto no lloraba como ella, no sentía como ella. Su cuerpo lleno de manchas seguían mostrando unos ojos inexpresivos. Sintió los pasos de su hermano mayor en el pasillo y aquel olor a cigarrillo que tanto detestaba, una resplandor iluminó su mente y sigilosamente se dirigió al cuarto de este. Encontró lo que buscaba en su mesa de noche y lo llevo con mayor sigilo a su habitación. Se lo mostró amenazante a la muñeca, rogando por algún destello de emoción, pero no consiguió nada. Chasqueó el dedo pulgar contra el objeto que hace fuego y lo puso en el cuello de la muñeca. El fuego subía y bajaba por su cuerpo, Adeline lo vio por un segundo. Era el fuego llenar de vida los plásticos ojos azules de una vivacidad que ella nunca antes pensó admirar. Quiso más y quiso encender el aparato con su dedo pulgar, cuando al fin lo logró, vio como aquello ojos azules se habían tornado en un deprimente negro.

El hombre llegó a su casa a las 6 de la tarde en punto, después de tirar el cuerpo de una adolescente en el río más cercano. La niña pequeña corrió a su encuentro con un gran puchero en la boca. Él le preguntó que había pasado y la pequeña respondió: “Adeline robó mi muñeca, papá.”
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S/T por Luis Oliveros

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Marco estaba a punto de cortar el cable rojo cuando advirtió que había uno más escondido en la parte inferior del artefacto. Maldita sea! – pensó. Si no lo hubiera notado, en este momento la tensión habría desaparecido ya sea por haber cumplido la misión o por la muerte instantánea. Cerró los ojos y se obligó a permanecer cuerdo.

Los segundos pasaban, la tensión era cada vez más insoportable pero Samuel no era capaz de apretar el gatillo. Es culpable de la muerte de mi madre! – se dijo. Por qué lo hiciste? – preguntó. No hubo respuesta alguna. Te daré 10 segundos, luego dispararé…

Bang, Bang! – Marco pensó que la bomba había explotado ya pero sólo eran los latidos de su corazón lo que lo atormentaban. Debo cortar alguno de los cables. De cualquier forma sólo tengo 30 segundos más para hacerlo y en ese tiempo es imposible alejarme lo suficiente como para no perecer en la explosión.

Qué hago! – se dijo. 9,8,7 contaba lentamente Samuel.

No quería matarlo, nunca lo había hecho y sabía que aunque pudiera volverse loco si desaprovechaba esa oportunidad, su corazón le decía que lo indicado era perdonarle la vida. Ya veremos – se dijo. Acordó consigo mismo esperar hasta el momento final y que su instinto actuara por él. Si lo mataba o no, lo decidiría cuando el contador que él mismo administraba llegara a cero. 5,4… Marco no podía más. Se imaginaba al contador llegando a los instantes finales. Piensa Marco! – se dijo. Debe haber alguna forma de determinar cuál es el cable correcto. Tomó fuertemente el instrumento con ambas manos y dijo:

Cero… No puedo hacerlo
Boom!

Al día siguiente, Marco Jiménez fue hallado muerto en los escombros de un edificio. A muchos kilómetros de distancia, José Valverde era acusado de homicidio por un tal Samuel.
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