¿Qué dirían los burgueses? Nada. Absolutamente nada. Los burgueses habían dejado de existir en la mixtura que ahora consumía al mundo, bajo el término de ‘globalización’ que tanto acuñaban los pragmatistas y amantes de lo occidental. Sin embargo, seguía siendo el tema favorito –junto al amor y la lujuria- de las olas de escritores que aparecían, como por generación espontánea, a lo largo del Nuevo Mundo, como si fuese, acaso, una fuerza latente.
El tema de la ardua crítica a las jerarquías sociales de aquella época de oprimidos y opresores hacía aparición en verso, prosa y en teatros y seguía fascinando a las gentes, que, se sentían indignados por las crueldades contra el proletariado, animándose mas de uno a leer El Capital, del buen Carlos Marx, solo para darse con la sorpresa de que no entendían nada acerca del asunto.
Y entre ellos estaba él, igualmente hipnotizado con estos males que habían aquejado hace poco menos de un siglo a las potencias europeas y que habían igualmente vertido, cual cáncer, sus muy graves injusticias en las colonias. Raúl Baldía y su elegante prosa eran portadores del mismo quehacer que tantos otros: escribir sobre el errante pasado de la humanidad.
– Es que el tema aun persiste, G. –me decía, con sus ojos que brillaban, y que parecían querer empezar un nuevo relato –Los personajes han variado, el contexto también. Pero el tema sigue intacto.
Yo lo miraba, le sonreía y asentía con la cabeza, poco convencido. Él era ingenuo, pese a ser mayor que yo por más de media década. Sabía poco del mundo, producto de haber vivido encerrado con su acomodada familia, cual los burgueses que tanto criticaba en sus obras. Yo, admirado y algo escéptico, no me explicaba como un sujeto así podía escribir sobre las inequidades sociales de tiempos pasados.
¿No era acaso más normal escribirle al amor o a la tristísima condición humana que nos aquejaba, ya no en forma de diferencias sociales, sino de las graves inquietudes en el psique del hombre contemporáneo y el creciente existencialismo? Quizá si. Pero eso no parecía moverle un pelo a las pretensiones artísticas de Raulillo.
No había publicado obra alguna, pero me había mostrado con fascinación los muchos proyectos en que trabajaba, a los que yo no había prestado demasiada atención. Había publicado en las columnas de El Mensajero y Las Nuevas, y sus escritos no habían sido ni elogiados, ni criticados. Simplemente como si nunca se hubiesen dado.
– ¡Ha sido un triunfo, G.! –me contaba, soñador, al día siguiente de que su pequeño cuento criticando a esa burguesía ya desaparecida fue publicado -¿Sabes? A los novatos como yo los vapulean, los humillan y los consideran inservibles. De mí no han dicho nada malo. Ha sido un gran triunfo.
Pues, si. No habían dicho nada malo, pero tampoco nada bueno. El buen Raulillo no parecía consciente de eso. O al menos se engañaba a sí mismo de manera elogiable.
A su familia, opulenta y embarcada correctamente en los asuntos económicos, no parecía afectarle este pequeño ‘hobbie’ de su engreído. Me dí cuenta de esto, cuando Raúl, animoso, me invitó a un almuerzo en su casa, con padres y tíos. Yo rebusqué en mi almacén de excusas, pero no atiné con ninguna y terminé por fingir ir de muy buena voluntad, ante las imperantes súplicas de Raulillo.
– Nos espera un periodo de prosperidad –decía de muy buena gana el padre de Raúl, en la cabeza de la mesa, sonriente y bonachón –Estamos pensando en un viaje. O en varios, si es que acaso el tiempo nos lo permite. Raulillo tomará nuestro puesto en las oficinas y el papeleo. Ya es todo un joven emprendedor.
Quizá me había equivocado. La burguesía aun tenía sus últimos estragos.
– La Bolsa no está en sus mejores condiciones, pero nosotros no somos accionistas ¿verdad? –rió el señor Baldía, enérgico y burlón –Los Baldía sabemos movernos en los desastres financieros que, en cambio, azotan al resto de la ciudad.
Ciertamente, mis pronósticos habían sido apresurados. La burguesía estaba latente y Raulillo Baldía y su familia eran representantes de ello en el pintoresco mundo de hoy.
– Dinos, Raulito…-se apresuró a decir, el patriarca, dando un gran sorbo del insípido vino que flotaba en su copa -¿Qué harás en nuestro ausencia? No es por desconfianza, pero la curiosidad me aqueja.
Raúl pareció despertar de un profundo sueño. Había estado contemplando el fondo de su plato de sopa durante todo el monólogo de su padre. Alzó la cabeza y se topó con la mirada de todos los comensales. Todo esto pareció espantarle.
– Haré lo que deba, padre. Me has instruido bien y has puesto tu confianza en mí –dijo con una solemnidad que no le había visto antes –Gracias por depositar tu confianza en mí, padre querido.
Todos los presentes esbozaron una sonrisa y siguieron engullendo la comida con total normalidad. El señor Baldía sonrío y dio otro sorbo de su vino.
– ¡Un brindis por el buen Raulillo! –profirió un notorio grito –Y por los Baldía y su eterna prosperidad.
Todos atendieron al brindis con devoción y continuaron sus pequeños diálogos en la inmensidad del tablero. Raúl se había sumido otra vez en el fondo de su plato vacío.
¿Era la banalidad de esos parientes próximos lo que le impulsaban a su tímida carrera de literato, que denunciaba arduamente a las inequidades, injusticias y disparates sociales? Todo parecía indicar que esa era la razón y no lo culpaba. Pero ¿para qué me había traído él ahí? A duras penas contenía las ganas de pararme y retirarme, con alguna improvisada excusa, en vez de quedarme contemplando los diálogos familiares de los que, por razones obvias, era excluido, y ver a Raúl absorto y ensimismado, jugando con sus ojos en el reflejo de la fina porcelana. Se me cruzó por la cabeza la idea de que seguramente había solicitado mi presencia en ese almuerzo, para que fuese yo testigo de su condición, de ese pesar que cargaba a cuestas y que procuraba derramar en su prosa, ya que en la vida real era sodomizado por su figura paterna y por sus parientes que lo veían como la promesa familiar; el que mantendría el apellido Baldía muy en alto.
Raulillo dejaría de escribir los próximos meses. Dejamos de frecuentarnos. Se encerró en el despacho de su padre y se dedicó a la labor que éste le había encargado, mientras realizaba un largo viaje por el exotismo del mundo.
Pronto supe noticias de él y de sus grandes logros. El muchacho, tímido y de pretensiones artísticas, se había hecho de un prominente lugar en el mundo de las finanzas. Dejaba embobados a los accionistas, inversionistas y todos aquellos relacionados al creciente capitalismo. Hacía espléndidos movimientos monetarios de esos que yo no entiendo muy bien. Dejaba en jaque mate a lastimeros deudores a los que luego extraería cada centavo de sus míseras vidas.
Nos reunimos, en una ocasión en un café. Había atendido a mi pedido de verlo luego de varias semanas, en los que alegaba estar totalmente absorbido por el trabajo.
– ¿Cómo van las cosas, G.? –me preguntó apenas me senté en la mesita del café –He leído algunas de tus publicaciones en Noticias y Cultura. Espléndidos relatos.
– Todo marcha en sus cuatro ruedas, Raúl –le contesté -¿Y a ti cómo te va en tus asuntos primordiales?
– Magnífico. Las cuentas andan in crescendo y papá me ha encargado varios asuntos más. Se ha soltado, el muy sabueso. Pensaba en algún momento que mi ineptitud lo llevaría a la ruina, pero míralo ahora, rogándome para que administre el resto de su fortuna, con mi buen ojo y criterio.
Hablaba como todo un empresario, un hombre de negocios que apenas y tenía tiempo para estar bebiendo ese café en ese momento.
– ¿Y los asuntos primordiales? –le insistí.
Pareció demorar en entender a lo que me refería. Andaba como perdido. Su cara, algo mas demacrada que antes, anunciaba una infelicidad tremenda, pero sus palabras para describir su buen porvenir parecían sinceras ¿era realmente feliz?
– ¿ La prosa, G.? –me miró, como si algo despertase en él. Seguramente tampoco había tenido tiempo para pensar en todo ello –Andaba en un par de proyectos, pero…¡bah! Todo se ha ido al tacho. Todo el asunto se ha puesto muy romántico. Las palabras ya no salen. Veo números por todos lados.
– ¿Serás acaso un burgués? –me reí.
Su cara se transformó rápidamente. Fingió apresuradamente una sonrisa y se apresuró por dar un último sorbo. Se puso un pequeño sombrero, cargó un pesado maletín del suelo, el cual yo no había notado y se puso de pie.
– Me voy, G. –se despidió cordialmente –Tengo tantos asuntos pendientes que siento que un siglo no alcanzaría para acabarlos. Visítame, si te es posible, con previo aviso, claro está.
– Lo haré, Raulillo –le dije, presuroso, mientras el se aproximaba a la puertecita del café, y alcé la mano en señal de despedida –Suerte con los asuntos, ojala no se te olviden otros.
Esto último pareció caerle como un baldazo frío. Se quedó parado en la puerta, pensativo pero siempre manteniendo esa amabilidad, a veces fingida. Me dio una última sonrisa y se despidió con la mano.
– No olvidaré nada. Todo está muy planeado, G. Te seguiré leyendo.
Aquella conversación me había dejado insatisfecho, por su poca duración y por lo esquivo que había sido con los asuntos que realmente me interesaban. Pero –y yo no lo sabía- había tenido un gran efecto en Raúl, sin que yo me diera cuenta.
Varios días después, esperaba yo, con ansias, la llegada a mi patio de entrada de la edición dominical del Noticias y Cultura. Un artículo mío, de crítica a algunos escándalos políticos que se habían suscitado, saldría publicado en dicha edición y quería comprobar si es que acaso la habían modificado a manera de censura –algo muy típico del Noticias y Cultura-.
Recibí el diario de manos del joven repartidor, que me sonrío tendiendo la mano, esperando una propina. Yo, avaro por excelencia, me sentía bastante alegre por la publicación de mi artículo, pese a aun no haberlo visto, y le obsequié poco más de cuatro soles –una millonada para el joven-.
La sonrisa de mi rostro transmutó en algo oscilante entre el agobio, la tristeza y la sorpresa, cuando en primera plana, se anunciaba con imágenes incluidas, la noticia del día. «Gran magnate se quita la vida». Al pie de la noticia se distinguían dos figuras. Una de ellas era la foto del buen Raulillo. Aquella que siempre presentaba en los curriculums en nuestras épocas de recién graduados. Y al lado, ridículamente contrastante, una foto de la oficina de su padre, con Raulillo tendido en el piso y con un hilo de sangre chorreando de su oreja y empapando toda la alfombra.
Se había dado un disparo, el muy infeliz, sin razón aparente, o al menos ninguna que los diarios pudiesen explicar. Se hacía alusión, además, a lo poco coherente de dicho suicidio, «el magnate Baldía estaba entrando en una nueva etapa de afianzamiento económico» relataba el reportaje.
¿Qué dirían los burgueses? Su padre, sus tíos, su cuantiosa clientela. No podían decir nada. Ellos lo habían matado ¿O acaso había sido yo?
Me encantó. Tanto el tema como la manera en que lo desarrollaste, me parecieron geniales. Además, los personajes, Raúl Baldía y el narrador, G., me parecieron muy verosímiles.