S/T por Sebastián León

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La muerte de Ariel no le había tomado por sorpresa. Hacía meses que Joseph Leon (su partida de nacimiento decía “Yosef León”, pero él prefería utilizar la versión más americanizada de su nombre) no había tenido noticias de su hermano y sabía que cuando uno estaba tan inmerso en el mundo de lo ilícito y lo impredecible como lo había estado Ariel, una ausencia prolongada podía fácilmente convertirse en el más llamativo de los obituarios. Había estado en el funeral, había corrido con los gastos (pese a las protestas de su mujer), y había sentido un chispazo de algo muy similar a la melancolía, especialmente en presencia de tantos viejos conocidos, pero no podía decir que se hubiera sentido realmente afectado. Debía prepararse para la conferencia que habría de dar la semana siguiente en el auditorio de la facultad y aquello se llevaba como por descuido la mayor parte de su atención. Notas, notas y más notas. Joseph era un hombre organizado y presidir una charla de aquella naturaleza sin anotaciones y esquemas previos le resultaba simplemente impensable, por no decir abominable.

El día de la conferencia, no tuvo problemas para hacer un didáctico e impecable despliegue de conocimiento sobre el tema en el cuál se había convertido en una de las principales eminencias en el mundo académico estadounidense: la Cábala.
-La cábala clásica toma su forma definitiva con la aparición del Séfer ha-Zohar, el Libro del Esplendor- dijo mientras a su lado, sobre el gran ecran de plata, corrían las diapositivas -. El libro, publicado por el cabalista castellano Moisés de León, era y aún es atribuido por muchos al legendario místico, Rabí Shimon bar Yochai, quien viviera en el siglo primero, aunque en la actualidad sabemos, por una simple cuestión de estilo y gramática, que el autor fue el propio de León. El Zohar contiene las estructuras que se convirtieron en fundamentos de la cábala.
Joseph sabía que su familia guardaba parentesco con el viejo de León. Contra su desarrollado sentido del pudor y su marcado agnosticismo, que le impedían relacionarse de un modo que no fuera académico y científico con su herencia hebrea, el profesor universitario sentía mucho orgullo de provenir de aquella antigua rama de cabalistas y sabios. Su manera de aproximarse a estos viejos conocimientos, desde la visión lingüística y filosófica de la materia y puramente pragmática, era, a su modo de ver, el paso lógico y correspondiente en la larga serie de eslabones formada por sus ancestros. El viejo Moisés había escrito el Zohar y tanto él como sus descendientes habían estado largamente convencidos de que con el conocimiento ahí registrado y su seguimiento detallado de los mandamientos podrían influenciar el desarrollo del mundo divino. Ahora él, el último de la línea, apreciaba este saber desde una nueva perspectiva racional.

Fue mientras estaba sumergido en estas cavilaciones (que no le impedían dirigir la charla sin mayores dificultades) cuando vio al extraño. Un hombre alto, que entró por la puerta del auditorio y se sentó en una de las filas ulteriores, y que sin embargo, no le pasó en absoluto desapercibido. En el momento, Joseph no supo por qué. Era un hombre pálido y de cabello rojo y ensortijado. Nada en sus rasgos era anodino, pero tampoco hubiera podido considerarle llamativo. Decidió dejar de distraerse con asuntos que eventualmente podrían llegar a afectar el desarrollo de su cátedra y prosiguió con la misma hasta que llegó la hora de atender a las preguntas de los asistentes. Para cuando llegó este momento, el profesor Leon no pudo evitar percatarse de que el extraño había desaparecido.

Pasaron los días sin que ocurrieran mayores acontecimientos que pudieran clasificarse como extraordinarios. Joseph siguió dando clase en la facultad de teología, siguió trabajando en cierto artículo sobre la obra de Gershom Scholem que debía publicarse a fin de año, siguió trabajando frente a su escritorio, bebiendo taza de café tras taza de café, tomando notas, mientras escuchaba un oscuro disco de Tom Waits.
Por las mañanas, preparaba huevos revueltos para él y su mujer, que a esa hora estaría llevando a los niños a la escuela y que luego se sentaría con él para charlar y desayunar antes de que cada uno partiera a sus respectivos trabajos. Mientras la esperaba, si no había nada que debiera leer, se dedicaba a ojear el periódico. Fue, pues, en una de esas mañanas mientras esperaba a su mujer con el periódico enfrente cuando se encontró con lo que pronto sería una serie de asesinatos. Es mañana fue encontrado la primera víctima: un mafioso judío sefardí, llamado Mal’akhi Sanchez, cuyo cadáver estrangulado había sido hallado en Manhattan, en el punto entre la Séptima Avenida oeste y la 56. El nombre le resultaba familiar, y no tardó en recordar que se trataba de un tipo que Ariel solía frecuentar. Lo había conocido en la secundaria y si no se equivocaba, habían seguido frecuentándose hasta hacía relativamente poco. Dio un sorbo a su café y pasó a pensar en asuntos particulares más importantes que en la muerte de un criminal de poca monta que había contribuido a traerle tantas penas a su vieja madre.

Y sin embargo, a los pocos días, se dieron nuevas muertes. Leon no les dio mayor importancia hasta que empezaron los sueños. Sueños sobre el extraño de cabello rojo que había aparecido en la conferencia y que estaban relacionados (por lo que podía recordar de las difusas imágenes) con muertes violentas y oscuras calles de la gran manzana. Manos tan fuertes como una máquina, triturando huesos y cortando el aire de sus víctimas hasta la asfixia y la emancipación de los esfínteres, todo observado por unos ojos de mirada tan inexpresiva como melancólica.
Para entonces, ya habían habido siete muertes, todos relacionados de alguna forma con el resurgimiento del hampa judía. A causa de sus sueños, Joseph había estado revisando los periódicos de todo el mes, leyendo sobre las muertes. No se había detenido a preguntarse por qué lo hacía: solo lo hacía, en sus ratos libres, como quien resuelve un crucigrama o arma un rompecabezas. Tres de los nombres de los muertos le sonaban conocidos y habían guardado en alguna época alguna relación con su hermano, pero a los otros nunca los había oído nombrar. El caso era que, sin tener que ser demasiado astuto, Leon había logrado hallar un esquema en las actividades del misterioso asesino que, contrariamente a su naturaleza pragmática, a causa de sus sueños, cada vez estaba más convencido de que se trataba del extraño de la conferencia. Las seis muertes formaban la secuencia inversa de las emanaciones de las últimas siete sefirot de la cábala judía. El primer asesinato se había dado en Maljut (la última sefirá), que había emanado de la sefirá Yesod, que a su vez fluía de las sefirot Hod y Netsaj (arriba de Yesod, una a la izquierda y la otra a la derecha), que a su vez emanaban de Tiféret y esta de Hésed y Din. Cada una de esas siete últimas sefirot, representaciones de distintos aspectos de la divinidad de Dios en la cábala clásica, cuadraba con un área circular en el mapa de Manhattan, justo en cada punto formando lo que empezaba a verse como el llamado “árbol de la vida” cabalístico. La secuencia de los crímenes había sido la siguiente (los puntos azul marcan los asesinatos llevados a cabo hasta ese punto, con su debida secuencia numérica en amarillo. Los puntos rojos eran los asesinatos que Joseph Leon suponía que aún debían darse.):

Así que, por lo que sabía, y si su teoría era la correcta, el próximo crimen debía darse en la Décimo Sexta oeste con la 48, se dijo una mañana mientras bebía café y comía huevos con queso y jamón. Y en efecto, no estaba equivocado. Su sorpresa no fue tan grande como su remordimiento, sin embargo. Había podido hacer algo para evitar la muerte de un hombre, y sin embargo, había aguardado pacientemente, a ver si las cosas se desarrollaban como él lo sospechaba. Una voz dentro de él le decía que el mundo estaba mejor con un criminal de menos, ¿pero quién era él para emitir esa clase de juicios? El asesino nunca se tomaba más de siete días en perpetrar su siguiente acción, por lo que perfectamente hubiera podido esperarlo allí… pero, ¿esperarlo? Solo pensarlo resultaba idiótico. Lo que él hubiera tenido que hacer (lo que él realmente tenía que hacer) era avisar a la policía, desde el momento en que tuvo sus primeras sospechas sobre el desarrollo de los crímenes. Y sin embargo, algo dentro de él le instaba a no proceder de aquella forma. No había logrado identificar el qué, solo sabía que era un algo que estaba fuertemente arraigado en su interior y sus sentidos se encontraban con él como con un muro de concreto cuando sus pensamientos se dirigían hacia la posibilidad de reportar lo que sabía a las autoridades. Entonces, pensó Leon, ¿debía esperar al asesino en el escenario de su próxima acción?

Fue, en efecto, lo que hizo Joseph. Una noche, procurando no despertar a su mujer, salió de la cama, se vistió y encendió el motor de su viejo Chrysler. Cuando llegó al lugar de los hechos, se dio con que allí no había ningún asesino ni un cadáver solitario, sino que había todo un destacamento de la policía. Sudando frío, intentó dar la vuelta en el auto y salir de allí, pero uno de los uniformados le detuvo cuando pasaba junto a la larga cinta amarilla que aislaba la escena del crimen del resto de la perspicaz comunidad neoyorkina. Se le pidió un breve informe y la muestra de su identificación.
– Profesor Joseph Leon, ¿eh?
– Así es, oficial- contestó él.
– ¿Es usted latino?
Joseph se esforzó por mostrar una sonrisa que debió verse más bien enfermiza.
– Soy judío, oficial.
– Ah, sí, como el muerto.
El profesor intentó ocultar su incomodidad y nerviosismo.
– Creo que tengo derecho a irme ahora, ¿verdad?- inquirió.
El hombre, un afroamericano de poblada barba y cuello como el de un toro le miraba con nada disimulada suspicacia.
– Sí, profesor Leon. Puede irse por ahí. Sabremos donde encontrarlo sí puede ayudarnos con algo… no lo olvide.
Joseph sacó su auto de ahí, maldiciendo a su hermano en silencio y apretando con tanta fuerza el volante que sus nudillos se habían puesto blancos.

Su experiencia aquella noche, sin embargo, no evitó que una semana después, esperara al perpetrador en la escena de su próximo crimen, con bastantes horas de antelación y dos cajetillas de Marlboro a mano. Hacía ya un tiempo que había dejado el tabaco, por insistencia de Marcia, pero el estrés de los últimos días le habían llevado a actuar impulsivamente y casi sin pensarlo se había encontrado ahí, afuera de una vieja casa de putas abandonada en la Primera oeste con la 16, fumándose un cigarrillo, esperando a un hombre que, si no estaba volviéndose loco, era capaz de romperle el cuello sin mayor esfuerzo.
Joseph no tuvo que esperar demasiado, sin embargo. Un par de horas después, y ante su sorpresa indisimulable, la puerta del viejo prostíbulo se abrió y una figura familiar descendió las escaleras. Embutido en un amplio abrigo gris y con su rojo cabello por demás alborotado, el extraño que había visto primero en la conferencia y luego en aquellos perturbadores sueños le resultó perfectamente reconocible.
-Perdona por hacerte esperar, Joseph- le dijo el extraño con mucha naturalidad, limpiándose distraídamente las mangas del abrigo.
-¿Me conoces?- inquirió Leon, algo asustado, pero no tanto como lo hubiera pensado -. No, claro, la conferencia…
– Esto no tiene mucho que ver. La conferencia era un anuncio, Joseph.
– ¿Un anuncio?
– Sí. Un anuncio con el objeto de que me recordaras. La naturaleza del mundo me ha dado facultades peculiares. Yo, en cierta forma, provoqué tus sueños y te permití encontrarme llevando a cabo mi labor en aquella desfachatada secuencia.
Joseph no sabía realmente qué decir, por lo que decía lo que, suponía, se esperaba que dijera.
– ¿Quién eres?
– Soy un enviado de tu hermano.
– ¿De Ariel?
– A Ariel le mataron por tratar de desbaratar los planes de este grupo de desaparecidos.
– La mafia…
– Liderada por Solomon Shapiro. Ariel sabía que tratarían de deshacerse de él, por lo que ideó una forma de traer a los líderes abajo. Pero falló. Como sabía que se desquitarían con aquellos cercanos a él, buscó una forma de protegerles de sus enemigos desde más allá de la tumba.
– No lo entiendo…
– Los Leon descienden de una larga línea de cabalistas y místicos muy anterior al viejo Moisés de León y al Zohar, Joseph. Tú no eras el único especialista: Ariel también dominaba las prácticas sagradas. Él conocía la forma de crear a uno de los míos.

El diálogo entre Joseph y el extraño no se extendió mucho más y puede obviarse, realmente. La situación expuesta en esa conversación era la siguiente: aquél hombre tan misterioso era un gólem, un hombre creado por hombres (en este caso, Ariel, el fallecido hermano de Joseph), fruto del barro de la tierra. Los asesinatos los había llevado a cabo para cumplir con su deber: proteger al hermano de su creador de aquellos que pretendían tomar represalias contra su familia como un acto de venganza, y habían sido realizados de cierta manera particular de modo que Joseph, inevitablemente, los descifrara. La conexión existente entre el profesor universitario y la criatura había permitido al primero “ver” en sueños algunas de las acciones del segundo. El gólem ni se explayó demasiado ni le dio a tiempo a Leon para aclarar sus ideas.
– Te estaré vigilando- fue lo último que dijo antes de irse, de modo sumamente convencional: caminó hacia la vereda, detuvo un taxi y se largó.
El caso es que el profesor Joseph Leon ahora trabaja más que nunca. Ya ni siquiera tiene que beber café para mantenerse despierto. Solo saber que la criatura está ahí afuera, protegiéndole (vigilándole) a él y a su familia noche y día de los posibles peligros, es un método mucho más eficiente.

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