Archivo por meses: octubre 2009

‘Marina’ por Chiara Patsias

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Marina, tú no podías hacer nada. Quizás si no la hubieras dejado irse de la fiesta con ese tipo, si te hubieras dado cuenta que estaba drogado, si te hubieras asegurado que se ponga el cinturón, quizás sí seguiría viva. Pero son muchos quizás, Marina. No podías hacer nada.

Te acuerdas de haberte despedido de Luciana un poco molesta porque se iba con ese tal Rodrigo que no te gustaba para nada. Le repetiste que se cuide, y ella como siempre te dijo el mismo no te preocupes mientras sonreía. Igual te preocupabas, y esta fue la última vez que lo hiciste Marina. Pero no fue tu culpa, sino fue culpa de su alma libre, de sus ganas de vivir el momento. Como siempre, esa noche te puso en una situación extraña. Te había pedido que la acompañes a una fiesta porque iba a ir Rodrigo. Te dijo que te iba a presentar a unos chicos para que eligieras. La callaste. Si ella más que nadie sabe cómo eres. A ti no te importaban esa clase de chicos, que sólo buscaban algo de una noche.

La conoces desde hace un par de años cuando ingresó a tu colegio, y su amistad te parecía más una aventura. A veces pensabas que eras su niñera y no su amiga, pero ahora no hay caso en que te arrepientas de ciertas cosas. Ella ya no está y nada la revivirá. Tu cabeza da vueltas, no lo asimilas. No sabes qué hacer. Tu mamá te abraza, pero no lloras. No tienes idea de por qué hasta ahora no cae ni una lágrima de tus ojos. Piensas que puede ser porque estás molesta y no triste por su muerte. Molesta porque le echas la culpa por haber muerto, y por ser una loca y no cuidarse. Ahora qué ibas a hacer sin ella, con quién ibas a estar todos los recreos. No pienses que estás siendo egoísta, pero inevitablemente te das cuenta que nunca más regresarás al Café Piccolo, su lugar favorito, donde podían conversar horas sin aburrirse. Por qué te habrá dejado así, tan sola. También te molesta que se haya fijado en Rodrigo. Siempre le dijiste que era un huevón, que no lo siguiera viendo. Pero ella siempre daba la contra. Por qué tuvo que gustarle él. Encima sigue vivo y no le pasó nada. Seguirá teniendo toda una vida, o por lo menos unos cuantos años, para seguir metiéndose cochinadas al cuerpo y arriesgando a los demás, mientras su papi le da lo que quiere cuando quiere.

Ella era distinta, siempre les hablaba a todos mientras tú siempre tuviste vergüenza de empezar conversaciones con desconocidos. Siempre estaba alegre y se reía por todo. No le importaba lo que dijeran los demás, y por eso la admirabas, porque tú nunca pudiste hacer algo sin pensar que te juzgaban. Y ahora no ibas a escuchar su risa más que en tu mente, como ahora mientras te vistes para ir a su velorio. No te vestiste de negro, porque a ella nunca le gustó ese color por ser muy triste. No querías ir, pero de una forma extraña pensaste que sería la última vez que estarían en el mismo cuarto. Ya no la verías nunca y hasta podrías olvidarte de cómo era estar con ella. En el carro mientras ignorabas todo lo que decía tu mamá, dejaste de estar molesta. Nadie tenía la culpa. Recordabas muchas cosas y por un momento sentiste ganas de llorar, pero no lo hiciste. En el velorio no te acercaste a verla, no le hubiera gustado que la vean asi. Su mamá te abrazó, lloró y la consolaste, pero tus ojos estaban secos. Secos como tú, que no podía llorar por su mejor amiga. Qué fría podías ser. Pero no querías llorar, por lo menos no ahí, con toda esa gente que nunca estuvo en la vida de Luciana y que aún así lloraban su muerte. Regresaste a tu casa. Todavía no llorabas, pero no querías hablar.

Al día siguiente la enterrarían. Fuiste temprano y tenías la mirada fija en el piso mientras dos hombres con palas hacían un hueco en la tierra que dentro de unos minutos se tragaría a Luciana para siempre. Bajaron su ataúd. Te acercaste a mirar, y estabas inmóvil. Sentiste un deseo inexplicable de tirarte al hueco, para que te trague a ti también. Tu mamá te tocó el hombro. No te moviste ni dijiste nada. Sólo te quedaste ahí parada, con la mirada perdida mirando hacia abajo. Y reíste.

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Un alto en el camino

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Las obligaciones académicas hacen que los ejercicios de los talleristas cesen. La universidad exige la suma y consecuencia de casi dos meses de explorar prosas y autores. El tema es libre para el cuento y las instrucciones de carácter técnico implican todos los ejercicios revisados. Haciendo enfásis en el el logro de algunos de estos procedimientos más que en otros, los siguientes cuentos son expresiones sobresalientes de talleristas que se han explorado a fondo en sus textos. Exigen, desde luego, un comentario que evalue este despliegue de esfuerzo. Sigue leyendo

S/T por Sebastián León

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Era una noche como cualquier otra y yo estaba detrás de la barra. Recuerdo que era finales de julio y que sin embargo las noches habían estado bastante frescas. Tan solo quedaban un par de clientes desperdigados entre las mesas y este chiquillo algo flaco sentado frente a mí, bebiéndose un whiskey tras otro. Prometo no hacerla larga, amigo. Solo quiero ponerle énfasis al hecho de que realmente existen cosas extrañas por ahí.
En fin, el chico, este chico, el flaco, tenía un apellido polaco. Malinowski, Zborowski, algo así. Empezó a hablarme de repente, como porque sí. No parecía tener veintiún años, aunque los tenía, porque tenía identificación. Lo más probable es que tuviera más. Tampoco muchos más, veintitrés, veinticuatro. Me preguntó mi nombre, de donde venía, qué tal iba el negocio, esas cosas que uno pregunta cuando no sabe de qué hablar con el cantinero. Sí, este chico Malinowski no tenía mucha idea de cómo iniciar una conversación, pero era obvio que quería hablar con alguien.

Le dije que venía de Edimburgo y él me dijo “yo vengo de Iraq”. Me acuerdo bien, eso fue exactamente lo que dijo. Probablemente esa es la única cita textual que puedo dar, “yo vengo de Iraq”. “Acabo de volver, después de tres años. Ya terminé el servicio y llegué anoche. Mi autobús sale dentro de seis horas. Veré a mi novia y a mi familia, en Lima, Ohio.”
Lo felicité y le invité el siguiente whiskey. Si volvía al hogar después de tanto tiempo, pensé, tenía todo el derecho a estar borracho como una cuba.
“¿Ha escuchado hablar del estrés postraumático, Harry?” me preguntó. Yo me reí. Pensé que estaba intentando ser gracioso. Por supuesto que aquello no lo era. Tenía una cara y una voz muy serias, pese a estar tan borracho.
“Hay historias sobre la guerra de Iraq, que no tienes idea,” dijo.
“Bueno, chico,” dije yo, “algo de idea tengo, uno que otro soldado se pasa por aquí.”
No dijo nada entonces. Alzó el vaso y le dio un último sorbo. Luego lo acercó a mí y me dijo que no quería beber más, así que me lo terminé por él. Cuando lo hube hecho comenzó a contarme su historia, y no lo interrumpí una sola vez. Lo juro, hombre.
“Yo no sé si tengo estrés postraumático,” dijo el chico, “pero tengo pesadillas a menudo. El tiempo que estuve ahí, la verdad, pasó más o menos sin problemas, Harry. Sí, vi compañeros morir en Bagdad, pero todos los vemos en la guerra. Vi abusos, de nosotros hacia los prisioneros, hacia los civiles, pero también de los propios iraquíes, esos malditos cabeza de toalla, hacia los suyos. La guerra no es tan diferente de cómo la ves en la tele. Solo que quizá es menos emocionante.
‘No me malinterpretes. Soy un marine. Moriría por este país, por mis amigos, mis hermanos. Tengo fe en que todo este asunto no fue en vano. En que teníamos un propósito allá en el Medio Oriente, y que aún lo tenemos. ¿Sabes quién es Younis Mahmoud Kalef? ¿No? Probablemente no te suena… no está tan difundido en la televisión. Era uno de los tipos duros de Saddam, uno de sus principales torturadores, y estaba muy metido en uno de sus ministerios. Educación creo, no estoy seguro. Murió prácticamente al inicio de la guerra… se suicidó. Pero ese no es el asunto. La cosa es que Younis tenía un caserío en las afueras que no estaba registrado, así que fuimos a inspeccionarlo, yo con el resto de mi escuadrón, con la sospecha de que era uno de sus centros de tortura. Era una linda casa, ¿sabes? Grande, espaciosa, bien amoblada, como todas las casas de funcionarios corruptos en el tercer mundo (o como ahora me imagino las casas de todos esos tipos). Nada debía complicarse. Ahí se supone que no había nada. Era posible que encontráramos cadáveres en un sótano, tal vez incluso algún sobreviviente (aunque fuera muy improbable), tal vez incluso algún documento importante. Por supuesto que aquella no era la residencia oficial del tipo y hubiera sido difícil, pero no perdíamos la esperanza. Estuvimos ahí bromeando y haciendo el tonto bastante rato, hasta que Jackson, un compañero, nos llamó desde el corredor. Había encontrado un sótano, pero no había luz eléctrica desde hacía meses en la casa así que tendríamos que bajar con las linternas. El sargento nos ordenó a mí y a Jackson que bajáramos mientras los demás seguían investigando por el casco de la casa.
‘No quiero aburrirte con detalles típicos de cuentos de terror, pero la verdad es que encontramos infinidad de porquerías. Bolsas de vómito, sangre a montones, comida podrida, mierda y orines por todas partes. Incluso alguno que otro hueso por ahí. El sótano era inmenso, casi tan amplio como la planta alta, sino más, con corredores oscuros en cada esquina. Aún así teníamos tiempo de sobra y no pensamos que hiciera falta llamar a nadie más. En un momento dado, cuando los olores se intensificaron (supusimos que porque nos acercábamos al centro del trabajo de Younis), Jackson se agachó para vomitar. Solo un poco, algunos hilillos, como quien escupe lo que ya se acumuló en el paladar sin querer, je je. Me volví hacia él y estuve a punto de soltar una carcajada, hacer un chiste respecto a su masculinidad, no lo sé, en ese momento algo me mordió. Lo sentí en la rodilla, tan agudo y terrible como no lo había sentido nunca. En todo el tiempo que estuve en Iraq, nunca recibí una bala. Sí fui herido, con trozos de roca o metal que vuelan durante un combate, pero nunca recibí un balazo de lleno. No sé si dolerá tanto como me dolió. Algo se clavó en mi pie y atravesó mi bota como un clavo ardiendo que me fijaba al piso y antes de que mi cerebro hubiera procesado ese dolor, la mordida, justo en la rodilla. Se llevó parte del hueso, sentí la sangre manando a borbotones como nunca pensé que pudiera brotar de esa zona. Era como si algo en mi cuerpo hubiera estallado. No pude controlarme. Pegué un grito y comencé a disparar. ‘Una silueta se movió sumamente rápido del lugar y noté que estaba disparándole a la nada, pero seguía sangrando, seguía gritando y sufriendo y sabía que no estaba loco. Jackson también lo vio, o imagino que lo vio, porque estaba gritando “jesús, oh dios mío, mierda” como un loco y aferraba su arma con manos temblorosas y entonces llamó al sargento y al resto de la escuadra. Se acercó a mí y trató de vendarme pero en ese momento los vimos bajo la luz de la linterna de Jackson (yo había soltado la mía). Eran como niños, niños de piel podrida. Dientes y uñas como cuchillas largas, escamas de soriasis verdes, y no tenían piernas. Eran como gusanos, como serpientes, como babosas o sanguijuelas enormes de la cintura para abajo, no lo sé realmente. Mi mente quizá me jugaba una broma, yo estaba totalmente mal, fuera de mí. No estoy loco Harry, te lo aseguro. Eran unas cosas horribles, y se arrastraban hacia las sombras con una velocidad endiablada. Empezamos a dispararles, y el ruido realmente parecía espantarlos aún más que el dolor que pudiera producirles las balas. Los corredores empezaron a llenarse de sangre negra, y realmente yo no sabía cuantos de aquellos bichos habían en el lugar, pero sospechaba que pronto lo descubriríamos, pues los agudos chillidos habían empezado a multiplicarse y podía escuchar las afiladas uñas arañando el suelo y las paredes cada vez más cerca de nosotros.
‘Buscamos la salida y finalmente la encontramos. Tuvimos mucha suerte. Moverme me costaba muchísimo, pero mi miedo, mi horror, era mucho más grande que mi dolor. En ese momento el sargento y los demás hombres bajaron y casi sin pensarlo, comenzaron a disparar en la misma dirección que nosotros. En ese momento me sentí desfallecer, y en medio de aquél limbo que se apoderaba de mí pude escuchar al sargento ordenando a otro miembro del escuadrón que me sacara de allí.”
El chico, Malinowski, hizo una pausa entonces. Me pidió que le sirviera un trago y le dije que no, que ya había bebido demasiado. Se echó a reír.
“¿Yo te diré cuando es suficiente, Harry” me dijo, irónicamente, obviamente, y yo también me reí. Entonces se puso serio de nuevo y yo también. Debo decir que pese a lo absurdo de todo el relato y la borrachera que le comía el cerebro, las emociones del soldadito eran contagiosas. Tiraba un poco de mis hilos.
“Terrible, ¿eh? Desmayarme en medio de aquello. Desperté en el jeep, ya lejos de la casona de Younis. Pregunté por Spoon, uno de los nuestros. No lo logró, me dijo el sargento. Me lo ladró, más que me lo dijo. Jackson seguía atendiendo a mi herida. Yo no podía creerlo. No podía creer nada. Aún no me lo creo, ¿sabes? Tengo que mirar las cicatrices en mi rodilla y en mi empeine durante mucho tiempo todas las noches para convencerme de que fue cierto. El sargento no quería hablar de lo sucedido nunca y Jackson pisó una mina pocos meses después. El resto de mi escuadrón… la verdad que no tiene caso, Harry. Y sé perfectamente bien que tú tampoco me crees, y que crees que son los diablos azules que hablan por mí… oh sí, estoy borracho, por eso me he animado a contarte esto, por eso y para… para intentar recordar o para desahogarme o algo. Porque cuando llegue a Lima, no se lo voy a poder contar a nadie. A nadie, ni a mi familia. Tú eres un extraño Harry, déjame decírtelo, eres un extraño y lo que pienses me importa realmente nada. Pero ahora lo has escuchado, y creo que no podrás permanecer indiferente.”
Creo que me sentí algo ofendido, porque a pesar de que era cierto, de que él solamente era un clientecillo que ayudaba a pagar mis cuentas y a alimentar a mi perro, y de que su relato no tenía ni pies ni cabeza, yo sentía que acababa de romper lo cordial en nuestro trato. Me encogí de hombros, me froté las manos y dije en voz alta que ya íbamos a cerrar. Y entonces el chico dice, “eh, Harry, aún no te he enseñado mi rodilla.” Así que se remanga el pantalón, un pantalón de jean horrible, y me enseña su rodilla. Y carajo, era la rodilla más fea que hubiera visto nunca. Parecía una cara, una cara tallada en el cráter de un volcán, tan fea como si se la hubiera comido la lepra. Me mostró con el dedo el lugar donde, claramente, se veían marcas de dientes, de unos dientes enormes, como de león o de tiburón o de algo así. Y ambos nos empezamos a reír durante un largo rato.
“Esa estuvo buena, chico,” le dije. “Buena suerte con tu novia.”
“Psé,” dijo él, o algo como “psé”, “okey” tal vez, “ya”. Cogió su maletín y se largó para la estación de Grayhound. Luego eché a los otros dos borrachos y me fui arriba a dormir. Debo decirte, amigo, que esa noche dormí como un puto angelito.
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‘Raúl Baldía, burgués’ por Manuel Gonzalo Rivas

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¿Qué dirían los burgueses? Nada. Absolutamente nada. Los burgueses habían dejado de existir en la mixtura que ahora consumía al mundo, bajo el término de ‘globalización’ que tanto acuñaban los pragmatistas y amantes de lo occidental. Sin embargo, seguía siendo el tema favorito –junto al amor y la lujuria- de las olas de escritores que aparecían, como por generación espontánea, a lo largo del Nuevo Mundo, como si fuese, acaso, una fuerza latente.
El tema de la ardua crítica a las jerarquías sociales de aquella época de oprimidos y opresores hacía aparición en verso, prosa y en teatros y seguía fascinando a las gentes, que, se sentían indignados por las crueldades contra el proletariado, animándose mas de uno a leer El Capital, del buen Carlos Marx, solo para darse con la sorpresa de que no entendían nada acerca del asunto.
Y entre ellos estaba él, igualmente hipnotizado con estos males que habían aquejado hace poco menos de un siglo a las potencias europeas y que habían igualmente vertido, cual cáncer, sus muy graves injusticias en las colonias. Raúl Baldía y su elegante prosa eran portadores del mismo quehacer que tantos otros: escribir sobre el errante pasado de la humanidad.

– Es que el tema aun persiste, G. –me decía, con sus ojos que brillaban, y que parecían querer empezar un nuevo relato –Los personajes han variado, el contexto también. Pero el tema sigue intacto.
Yo lo miraba, le sonreía y asentía con la cabeza, poco convencido. Él era ingenuo, pese a ser mayor que yo por más de media década. Sabía poco del mundo, producto de haber vivido encerrado con su acomodada familia, cual los burgueses que tanto criticaba en sus obras. Yo, admirado y algo escéptico, no me explicaba como un sujeto así podía escribir sobre las inequidades sociales de tiempos pasados.
¿No era acaso más normal escribirle al amor o a la tristísima condición humana que nos aquejaba, ya no en forma de diferencias sociales, sino de las graves inquietudes en el psique del hombre contemporáneo y el creciente existencialismo? Quizá si. Pero eso no parecía moverle un pelo a las pretensiones artísticas de Raulillo.
No había publicado obra alguna, pero me había mostrado con fascinación los muchos proyectos en que trabajaba, a los que yo no había prestado demasiada atención. Había publicado en las columnas de El Mensajero y Las Nuevas, y sus escritos no habían sido ni elogiados, ni criticados. Simplemente como si nunca se hubiesen dado.
– ¡Ha sido un triunfo, G.! –me contaba, soñador, al día siguiente de que su pequeño cuento criticando a esa burguesía ya desaparecida fue publicado -¿Sabes? A los novatos como yo los vapulean, los humillan y los consideran inservibles. De mí no han dicho nada malo. Ha sido un gran triunfo.
Pues, si. No habían dicho nada malo, pero tampoco nada bueno. El buen Raulillo no parecía consciente de eso. O al menos se engañaba a sí mismo de manera elogiable.

A su familia, opulenta y embarcada correctamente en los asuntos económicos, no parecía afectarle este pequeño ‘hobbie’ de su engreído. Me dí cuenta de esto, cuando Raúl, animoso, me invitó a un almuerzo en su casa, con padres y tíos. Yo rebusqué en mi almacén de excusas, pero no atiné con ninguna y terminé por fingir ir de muy buena voluntad, ante las imperantes súplicas de Raulillo.
– Nos espera un periodo de prosperidad –decía de muy buena gana el padre de Raúl, en la cabeza de la mesa, sonriente y bonachón –Estamos pensando en un viaje. O en varios, si es que acaso el tiempo nos lo permite. Raulillo tomará nuestro puesto en las oficinas y el papeleo. Ya es todo un joven emprendedor.
Quizá me había equivocado. La burguesía aun tenía sus últimos estragos.
– La Bolsa no está en sus mejores condiciones, pero nosotros no somos accionistas ¿verdad? –rió el señor Baldía, enérgico y burlón –Los Baldía sabemos movernos en los desastres financieros que, en cambio, azotan al resto de la ciudad.
Ciertamente, mis pronósticos habían sido apresurados. La burguesía estaba latente y Raulillo Baldía y su familia eran representantes de ello en el pintoresco mundo de hoy.
– Dinos, Raulito…-se apresuró a decir, el patriarca, dando un gran sorbo del insípido vino que flotaba en su copa -¿Qué harás en nuestro ausencia? No es por desconfianza, pero la curiosidad me aqueja.
Raúl pareció despertar de un profundo sueño. Había estado contemplando el fondo de su plato de sopa durante todo el monólogo de su padre. Alzó la cabeza y se topó con la mirada de todos los comensales. Todo esto pareció espantarle.
– Haré lo que deba, padre. Me has instruido bien y has puesto tu confianza en mí –dijo con una solemnidad que no le había visto antes –Gracias por depositar tu confianza en mí, padre querido.
Todos los presentes esbozaron una sonrisa y siguieron engullendo la comida con total normalidad. El señor Baldía sonrío y dio otro sorbo de su vino.
– ¡Un brindis por el buen Raulillo! –profirió un notorio grito –Y por los Baldía y su eterna prosperidad.
Todos atendieron al brindis con devoción y continuaron sus pequeños diálogos en la inmensidad del tablero. Raúl se había sumido otra vez en el fondo de su plato vacío.
¿Era la banalidad de esos parientes próximos lo que le impulsaban a su tímida carrera de literato, que denunciaba arduamente a las inequidades, injusticias y disparates sociales? Todo parecía indicar que esa era la razón y no lo culpaba. Pero ¿para qué me había traído él ahí? A duras penas contenía las ganas de pararme y retirarme, con alguna improvisada excusa, en vez de quedarme contemplando los diálogos familiares de los que, por razones obvias, era excluido, y ver a Raúl absorto y ensimismado, jugando con sus ojos en el reflejo de la fina porcelana. Se me cruzó por la cabeza la idea de que seguramente había solicitado mi presencia en ese almuerzo, para que fuese yo testigo de su condición, de ese pesar que cargaba a cuestas y que procuraba derramar en su prosa, ya que en la vida real era sodomizado por su figura paterna y por sus parientes que lo veían como la promesa familiar; el que mantendría el apellido Baldía muy en alto.

Raulillo dejaría de escribir los próximos meses. Dejamos de frecuentarnos. Se encerró en el despacho de su padre y se dedicó a la labor que éste le había encargado, mientras realizaba un largo viaje por el exotismo del mundo.
Pronto supe noticias de él y de sus grandes logros. El muchacho, tímido y de pretensiones artísticas, se había hecho de un prominente lugar en el mundo de las finanzas. Dejaba embobados a los accionistas, inversionistas y todos aquellos relacionados al creciente capitalismo. Hacía espléndidos movimientos monetarios de esos que yo no entiendo muy bien. Dejaba en jaque mate a lastimeros deudores a los que luego extraería cada centavo de sus míseras vidas.
Nos reunimos, en una ocasión en un café. Había atendido a mi pedido de verlo luego de varias semanas, en los que alegaba estar totalmente absorbido por el trabajo.
– ¿Cómo van las cosas, G.? –me preguntó apenas me senté en la mesita del café –He leído algunas de tus publicaciones en Noticias y Cultura. Espléndidos relatos.
– Todo marcha en sus cuatro ruedas, Raúl –le contesté -¿Y a ti cómo te va en tus asuntos primordiales?
– Magnífico. Las cuentas andan in crescendo y papá me ha encargado varios asuntos más. Se ha soltado, el muy sabueso. Pensaba en algún momento que mi ineptitud lo llevaría a la ruina, pero míralo ahora, rogándome para que administre el resto de su fortuna, con mi buen ojo y criterio.
Hablaba como todo un empresario, un hombre de negocios que apenas y tenía tiempo para estar bebiendo ese café en ese momento.
– ¿Y los asuntos primordiales? –le insistí.
Pareció demorar en entender a lo que me refería. Andaba como perdido. Su cara, algo mas demacrada que antes, anunciaba una infelicidad tremenda, pero sus palabras para describir su buen porvenir parecían sinceras ¿era realmente feliz?
– ¿ La prosa, G.? –me miró, como si algo despertase en él. Seguramente tampoco había tenido tiempo para pensar en todo ello –Andaba en un par de proyectos, pero…¡bah! Todo se ha ido al tacho. Todo el asunto se ha puesto muy romántico. Las palabras ya no salen. Veo números por todos lados.
– ¿Serás acaso un burgués? –me reí.
Su cara se transformó rápidamente. Fingió apresuradamente una sonrisa y se apresuró por dar un último sorbo. Se puso un pequeño sombrero, cargó un pesado maletín del suelo, el cual yo no había notado y se puso de pie.
– Me voy, G. –se despidió cordialmente –Tengo tantos asuntos pendientes que siento que un siglo no alcanzaría para acabarlos. Visítame, si te es posible, con previo aviso, claro está.
– Lo haré, Raulillo –le dije, presuroso, mientras el se aproximaba a la puertecita del café, y alcé la mano en señal de despedida –Suerte con los asuntos, ojala no se te olviden otros.
Esto último pareció caerle como un baldazo frío. Se quedó parado en la puerta, pensativo pero siempre manteniendo esa amabilidad, a veces fingida. Me dio una última sonrisa y se despidió con la mano.
– No olvidaré nada. Todo está muy planeado, G. Te seguiré leyendo.
Aquella conversación me había dejado insatisfecho, por su poca duración y por lo esquivo que había sido con los asuntos que realmente me interesaban. Pero –y yo no lo sabía- había tenido un gran efecto en Raúl, sin que yo me diera cuenta.

Varios días después, esperaba yo, con ansias, la llegada a mi patio de entrada de la edición dominical del Noticias y Cultura. Un artículo mío, de crítica a algunos escándalos políticos que se habían suscitado, saldría publicado en dicha edición y quería comprobar si es que acaso la habían modificado a manera de censura –algo muy típico del Noticias y Cultura-.
Recibí el diario de manos del joven repartidor, que me sonrío tendiendo la mano, esperando una propina. Yo, avaro por excelencia, me sentía bastante alegre por la publicación de mi artículo, pese a aun no haberlo visto, y le obsequié poco más de cuatro soles –una millonada para el joven-.
La sonrisa de mi rostro transmutó en algo oscilante entre el agobio, la tristeza y la sorpresa, cuando en primera plana, se anunciaba con imágenes incluidas, la noticia del día. «Gran magnate se quita la vida». Al pie de la noticia se distinguían dos figuras. Una de ellas era la foto del buen Raulillo. Aquella que siempre presentaba en los curriculums en nuestras épocas de recién graduados. Y al lado, ridículamente contrastante, una foto de la oficina de su padre, con Raulillo tendido en el piso y con un hilo de sangre chorreando de su oreja y empapando toda la alfombra.
Se había dado un disparo, el muy infeliz, sin razón aparente, o al menos ninguna que los diarios pudiesen explicar. Se hacía alusión, además, a lo poco coherente de dicho suicidio, «el magnate Baldía estaba entrando en una nueva etapa de afianzamiento económico» relataba el reportaje.
¿Qué dirían los burgueses? Su padre, sus tíos, su cuantiosa clientela. No podían decir nada. Ellos lo habían matado ¿O acaso había sido yo?
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S/T por Vanessa Castro

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Me acuerdo del día que le dijo a nuestra madre que iba a cometer la tremenda estupidez de estudiar filosofía. Mi madre, que había dejado de actuar de manera sensata desde que murió mi papá, no vio problema alguno en que Ana Sofía se tirase la plata de la familia estudiando sandeces.

Desde el día que murió nuestro padre, se dejó de razonar en la casa, eso es seguro. En vez de tener a alguien cuerdo como cabeza había una ridícula y una histérica haciendo lo que querían. Para ese entonces regrese a la casa. Había estado viviendo en mi propio depa cerca de la universidad de Lima. Fue por la misma época que hice un traslado externo y comencé a estudiar ingeniería empresarial en la Cato. Como íbamos al mismo sitio, todos los días comencé a ser chofer de Ana Sofía. Ella quería sacar su brevete pero todos saben que las mujeres no están hechas para manejar; además, si le das un carro a una mujer solo significa más dolores de cabeza para ti. Era tan terca que te aseguro que hubiera ido en micro a la universidad todos los días solo para joderme a mí, pero, como se decidió por ahorrar para tener un carro propio, aceptó que la jalara gratis.

No solo era por eso claro, yo la conocía bien, y sabía que odiaba que la sireen en la combi. Le daba asco y hasta miedo cuando le gritaban piropos u obscenidades los cobradores cuando se bajaba del micro. O como la miraban por el retrovisor los taxistas. Siempre se vestía de machona y con el largo pelo rubio despeinado, pero igual la piropeaban por la calle. No tienes idea como le jodía y cómo me cagaba de risa yo cada vez que irrumpía un silbido por la calle y ella mandaba al pobre energúmeno a volar.

Así pasaron un par de años. Yo, rompiéndome la cabeza con ingeniería, y ella preguntándose por la inmortalidad del mosquito. Siempre leía en el carro, me acuerdo de eso. Siempre me preguntaba cómo hacía para no marearse. Fue entonces, como al segundo ciclo de facultad, que comenzó a hablar tonteras sobre irse a estudiar un máster en sociología a Francia o a España. ¿Crees que yo la iba a dejar? Ósea encima de tirar la plata al agua con filosofía, se quería ir a malgastar el tiempo en Europa. La estúpida de mi mamá la hubiera mandado feliz, pero yo no. Ana Sofía era una ingenua de mierda. Si se iba se metería con el primer imbécil que se le cruzara, yo la conocía demasiado bien como para dejarla ir. Para ese entonces mi mamá ya era mantequilla cuando se trataban de las decisiones serias que se tenían que tomar y Ana Sofía no llegó ni a la esquina.

Tuvo una pataleta que le duró un par de meses, pero para entonces había ahorrado lo suficiente como para un carro y comenzó a independizarse. Paraba en el sur o en la sierra de campamento con su grupo de amigos pretenciosos de la universidad. Lo peor fue cuando comenzó a traer a ese baboso de Sebastián a la casa. ¿Te acuerdas de ese maricón? Era un drogo pelucón de San Isidro que estudiaba filosofía con ella. El altazo, que estiro la pata, ese. Discutían sus huevadas astrales, se fumaban unos bates y acababa tirándosela en los jardines de la universidad.

Dame otro pero puro. ¿Quieres otro trago? Dos más.

Eso me reventaba, que tal puta que termino siendo. Pero así son las mujeres, todas son unas putas. Mi papá siempre me había dicho, nunca te fíes de una mujer, no valen la pena, y así es.

Me acuerdo de una vez cuando fui a los jardines con esta tipa de sociales, o de lingüística. No me acuerdo que estudiaba pero me acuerdo que me la lleve para los jardines detrás de matemáticas y que estaba buena. Nunca te he contado esto, nunca se lo he contado a nadie. Alejandra creo que se llamaba la chica, o Alexia. Uno de los, el punto es que me la lleve al jardín, ya, y estaba a punto de tirármela, y me acuerdo de que era tarde y estaba oscuro, cuando oí algo. Fue alguien susurrando o gimiendo, algo, oí algo. Levanté la cara para poder ver quien estaba por ahí y era ella. Ana Sofía. Estaba con el baboso. Me acuerdo que estaban junto a la pared de la facultad de matemáticas, echada ella sobre el gras y cubiertos ambos por un pareo o una manta, y que había una luz prendida en uno de los salones. Había suficiente luz para iluminar débilmente su cara. Me acuerdo que me quede ahí con la tipa de sociales comoquiera que se llamara, echados entre dos palmera. Te juro que quería ir y romperle la cara al huevon pero no lo hice al final. Hice como si nada.

Un par de meses después salieron con que estaban comprometidos. Yo le advertí que estaba cometiendo un error, que ese drogo no iba a poder mantenerla, que deje de ser terca y que se busque a alguien mejor. Le dije que si se iba con él se lo iba a lamentar por el resto de su vida. Para entonces, yo ya me había graduado como ingeniero y me decidí por estudiar el máster en Australia. Me fui decidido a no volver y por poco me quedo por allá. Loco, ni te cuento como es que te mueres. Trabajaba en una empresa multinacional y ganaba bien. Me pasaba los fines de semana en las playas, tirándome a las que me de la gana y chupando hasta morir.

Tuve que regresar, claro. Cuando al baboso lo mataron y a mi se me acabó la fiesta. La histérica de mi mamá dijo que necesitaba ayuda con Ana Sofía, que lo único que hacia era llorar. Me insistió tanto y ya estaba tan vieja, que no me quedo otra que regresar para ocuparme de las dos.

A ese imbécil de Sebastián lo mataron por cojudo. Él y Ana Sofía acabaron trabajando en una ONG para promover los derechos humanos. Ella siempre tiró más por hacer proyectos contra el friaje o para ayudar a promover la educación, mientras que la joyita de su marido creía que él solito iba a cambiar el mundo. El pata tenía conocidos en Amnistía Internacional; terminó metiéndose en eso. Un verano se quitó para protestar los abusos contra los prisioneros políticos. Era una protesta en Venezuela o Colombia, el punto es que, supuestamente, la vaina era una demostración pacifica, pero supongo qué se pusieron faltosos o se salieron de control y se los bajaron. Terminó con una bala perdida en el pecho por la cual nadie nunca se responsabilizó, y si me preguntas a mí, bien hecho por baboso.
Si alguien lo hubiera desahuevado antes, si le hubieran metido unas buenas cachetadas y le hubieran dicho que plante los pies en la tierra, la cosa hubiera sido distinta, pero a Ana Sofía le gustaba pensar que estaba casada con un santo y lo alentaba, cuando en realidad lo debía de haber bajado del tren. Luego de lo que pasó, ella se murió en vida, era un ente. Regresó a vivir en la casa de mi mamá y se encerró en su cuarto. Pasaron meses antes de que saliera.

Yo también regrese a la casa para poder ocuparme de todo y rápidamente conseguí un puesto en Deloitte. Lentamente, las cosas encontraron su ritmo. Yo retomé la vida que dejé en Australia aquí en Lima, mientras que Ana Sofía parecía hacer actos de penitencia sin parar, se unió a los bomberos como voluntaria donde la tuvieron limpiando baños por un año. Si no era la mierda de los bomberos la que limpiaba era la de los huérfanos del puericultorio donde cambiaba pañales a los recién nacidos tres veces por semana. Siguió afiliada a Amnistía Internacional, ayudando en la sede peruana, pero creo que solo volvía por que Sebastián prácticamente había vivido ahí los últimos meses de su vida. No dormía, no comía y no hablaba con nadie. Por calmar a mi madre, que vivía con miedo de que termine matándose ayudando a los demás se fue de viaje. Se fue a la casa de un tío en Mancora.

Cuando regreso tan pálida como se fue, se había calmado, ya no parecía tan ansiosa como lo había estado pero sí más fría y distante, era como si le diese lo mismo si le caía un rayo y la partía en dos o si la chancaba un caro. Yo le dije siempre que el imbécil la haría sufrir.

Dejó de hacer voluntariado y en vez de eso se unió a una ONG con uno de sus amigos de la universidad. Planeaban construir colegios en las zonas más necesitadas de la sierra con un presupuesto multimillonario que pensaban recibir de alguna organización del primer mundo. Al final, quedaron por ir a mendigar a Alemania, y ella fue personalmente para pedir el dinero que iría a comprar nuevas computadoras y una oficina más grande para la organización y un par de esteras para los cholitos chaposos que quisieran dejar de ser analfabetos.

No sabía cuanto tiempo se iría, ya que habían varias organizaciones que debía visitar. Fue por ese entonces que Deloitte casi me manda a Europa a negociar los términos de unos contratos con unos clientes. Pensaba ir a ver como seguía su cruzada contra todo lo malo en el mundo, si es que me mandaban a Berlín, pero el viaje nunca se dio y pase mas de seis meses sin verla.

Yo me cómpre un departamento y me mude de la casa. A pesar de lo del viaje, conseguí un asenso en la compañía. Fue un buen momento para mí y la verdad es que desde entonces no me he podido quejar.

Vamos a pedirnos otro. Mejor hay que hacerlo una chela esta vez.

La última vez que hable con ella fue por el teléfono. Estaba en la casa de visita y conteste de casualidad. Era ella y pidió hablar con mi madre.

“Pásamela rápido, por favor, que estoy con una tarjeta telefónica y solo tengo unos minutos.”

Se la pasé a mi madre, pero alucina que nunca colgué. Me quede escuchando de lo que hablaban. No se por qué lo hice, pero lo hice.
Hablo del clima, de la comida y de los alemanes. De cómo le gustaba todo y todos y sobre todo uno en especial. De cómo no volvería porque le llegaba vivir aquí sin Sebastián. Que iba a volver en un mes con Hans o Gunther o Claus, o como se llamara el Nazi con el que andaba. Que se conocieron en las oficinas de la UNICEF en Alemania. Que no había conseguido los fondos para la ONG pero que le habían ofrecido un trabajo ahí. Que volvería por sus cosas y se iría. Que ya lo había pensado. Que me cuente a mí las noticias luego de que colgara. Que la quería mucho y que se alegre porque estaba feliz de nuevo.

Solo la vi con el alemán una vez, lo llevó al café por el parque Kennedy como toda buena brichera. Mi madre intentó hacer que hable con ella y me despida antes de que se fuera del Perú, pero me rehusé. Le dije a mi madre que lo que estaba haciendo Ana Sofía era un error impetuoso como los que siempre cometía, que se había encaprichado y que no me iba a parar ahí y desearle una feliz vida si sábia que se iba a arrepentir de quitarse con el alemán. Fue de pura casualidad que los vi en Miraflores.

Andaban de la mano y ella sonreía. Se veía igualita que cuando era chiquilla.

El accidente fue nueve años más tarde, una noche cuando volvía de una reunión de la casa de unos amigos. Estaba nevando y el carro fue. Siempre dije que era una mala idea una mujer detrás del volante.

Hans o Gunther o Claus regresa cada año, para llevarle a mi madre a su nieta. Yo nunca la he visto y tampoco me interesa.

Que tal un ultimo trago, uno para el camino.
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‘El ojo Silva’ por Roberto Bolaño

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Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.

Nunca se termina de destacar la importancia de la voz narrativa en la constitución de un cuento. Esta dota al relato de una determinada amplitud cognitiva y de una idiosincrasia singular, en un rango de amplitud que va desde la omnisciencia hasta el testimonio de carácter meramente conductista. En esta ocasión los talleristas fueron convocados a asumir la narración en primera persona pero fingiendo ser un cualquiera, pero al que conocen al detalle, quizá alguien tan peculiar como quien narra el cuento “El Ojo Silva”, perteneciente al libro Putas asesinas, del nunca suficientemente llorado Roberto Bolaño. El desafío movilizó las interesantes voces narrativas que aparecen a continuación Sigue leyendo

S/T por Sebastián León

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La muerte de Ariel no le había tomado por sorpresa. Hacía meses que Joseph Leon (su partida de nacimiento decía “Yosef León”, pero él prefería utilizar la versión más americanizada de su nombre) no había tenido noticias de su hermano y sabía que cuando uno estaba tan inmerso en el mundo de lo ilícito y lo impredecible como lo había estado Ariel, una ausencia prolongada podía fácilmente convertirse en el más llamativo de los obituarios. Había estado en el funeral, había corrido con los gastos (pese a las protestas de su mujer), y había sentido un chispazo de algo muy similar a la melancolía, especialmente en presencia de tantos viejos conocidos, pero no podía decir que se hubiera sentido realmente afectado. Debía prepararse para la conferencia que habría de dar la semana siguiente en el auditorio de la facultad y aquello se llevaba como por descuido la mayor parte de su atención. Notas, notas y más notas. Joseph era un hombre organizado y presidir una charla de aquella naturaleza sin anotaciones y esquemas previos le resultaba simplemente impensable, por no decir abominable.

El día de la conferencia, no tuvo problemas para hacer un didáctico e impecable despliegue de conocimiento sobre el tema en el cuál se había convertido en una de las principales eminencias en el mundo académico estadounidense: la Cábala.
-La cábala clásica toma su forma definitiva con la aparición del Séfer ha-Zohar, el Libro del Esplendor- dijo mientras a su lado, sobre el gran ecran de plata, corrían las diapositivas -. El libro, publicado por el cabalista castellano Moisés de León, era y aún es atribuido por muchos al legendario místico, Rabí Shimon bar Yochai, quien viviera en el siglo primero, aunque en la actualidad sabemos, por una simple cuestión de estilo y gramática, que el autor fue el propio de León. El Zohar contiene las estructuras que se convirtieron en fundamentos de la cábala.
Joseph sabía que su familia guardaba parentesco con el viejo de León. Contra su desarrollado sentido del pudor y su marcado agnosticismo, que le impedían relacionarse de un modo que no fuera académico y científico con su herencia hebrea, el profesor universitario sentía mucho orgullo de provenir de aquella antigua rama de cabalistas y sabios. Su manera de aproximarse a estos viejos conocimientos, desde la visión lingüística y filosófica de la materia y puramente pragmática, era, a su modo de ver, el paso lógico y correspondiente en la larga serie de eslabones formada por sus ancestros. El viejo Moisés había escrito el Zohar y tanto él como sus descendientes habían estado largamente convencidos de que con el conocimiento ahí registrado y su seguimiento detallado de los mandamientos podrían influenciar el desarrollo del mundo divino. Ahora él, el último de la línea, apreciaba este saber desde una nueva perspectiva racional.

Fue mientras estaba sumergido en estas cavilaciones (que no le impedían dirigir la charla sin mayores dificultades) cuando vio al extraño. Un hombre alto, que entró por la puerta del auditorio y se sentó en una de las filas ulteriores, y que sin embargo, no le pasó en absoluto desapercibido. En el momento, Joseph no supo por qué. Era un hombre pálido y de cabello rojo y ensortijado. Nada en sus rasgos era anodino, pero tampoco hubiera podido considerarle llamativo. Decidió dejar de distraerse con asuntos que eventualmente podrían llegar a afectar el desarrollo de su cátedra y prosiguió con la misma hasta que llegó la hora de atender a las preguntas de los asistentes. Para cuando llegó este momento, el profesor Leon no pudo evitar percatarse de que el extraño había desaparecido.

Pasaron los días sin que ocurrieran mayores acontecimientos que pudieran clasificarse como extraordinarios. Joseph siguió dando clase en la facultad de teología, siguió trabajando en cierto artículo sobre la obra de Gershom Scholem que debía publicarse a fin de año, siguió trabajando frente a su escritorio, bebiendo taza de café tras taza de café, tomando notas, mientras escuchaba un oscuro disco de Tom Waits.
Por las mañanas, preparaba huevos revueltos para él y su mujer, que a esa hora estaría llevando a los niños a la escuela y que luego se sentaría con él para charlar y desayunar antes de que cada uno partiera a sus respectivos trabajos. Mientras la esperaba, si no había nada que debiera leer, se dedicaba a ojear el periódico. Fue, pues, en una de esas mañanas mientras esperaba a su mujer con el periódico enfrente cuando se encontró con lo que pronto sería una serie de asesinatos. Es mañana fue encontrado la primera víctima: un mafioso judío sefardí, llamado Mal’akhi Sanchez, cuyo cadáver estrangulado había sido hallado en Manhattan, en el punto entre la Séptima Avenida oeste y la 56. El nombre le resultaba familiar, y no tardó en recordar que se trataba de un tipo que Ariel solía frecuentar. Lo había conocido en la secundaria y si no se equivocaba, habían seguido frecuentándose hasta hacía relativamente poco. Dio un sorbo a su café y pasó a pensar en asuntos particulares más importantes que en la muerte de un criminal de poca monta que había contribuido a traerle tantas penas a su vieja madre.

Y sin embargo, a los pocos días, se dieron nuevas muertes. Leon no les dio mayor importancia hasta que empezaron los sueños. Sueños sobre el extraño de cabello rojo que había aparecido en la conferencia y que estaban relacionados (por lo que podía recordar de las difusas imágenes) con muertes violentas y oscuras calles de la gran manzana. Manos tan fuertes como una máquina, triturando huesos y cortando el aire de sus víctimas hasta la asfixia y la emancipación de los esfínteres, todo observado por unos ojos de mirada tan inexpresiva como melancólica.
Para entonces, ya habían habido siete muertes, todos relacionados de alguna forma con el resurgimiento del hampa judía. A causa de sus sueños, Joseph había estado revisando los periódicos de todo el mes, leyendo sobre las muertes. No se había detenido a preguntarse por qué lo hacía: solo lo hacía, en sus ratos libres, como quien resuelve un crucigrama o arma un rompecabezas. Tres de los nombres de los muertos le sonaban conocidos y habían guardado en alguna época alguna relación con su hermano, pero a los otros nunca los había oído nombrar. El caso era que, sin tener que ser demasiado astuto, Leon había logrado hallar un esquema en las actividades del misterioso asesino que, contrariamente a su naturaleza pragmática, a causa de sus sueños, cada vez estaba más convencido de que se trataba del extraño de la conferencia. Las seis muertes formaban la secuencia inversa de las emanaciones de las últimas siete sefirot de la cábala judía. El primer asesinato se había dado en Maljut (la última sefirá), que había emanado de la sefirá Yesod, que a su vez fluía de las sefirot Hod y Netsaj (arriba de Yesod, una a la izquierda y la otra a la derecha), que a su vez emanaban de Tiféret y esta de Hésed y Din. Cada una de esas siete últimas sefirot, representaciones de distintos aspectos de la divinidad de Dios en la cábala clásica, cuadraba con un área circular en el mapa de Manhattan, justo en cada punto formando lo que empezaba a verse como el llamado “árbol de la vida” cabalístico. La secuencia de los crímenes había sido la siguiente (los puntos azul marcan los asesinatos llevados a cabo hasta ese punto, con su debida secuencia numérica en amarillo. Los puntos rojos eran los asesinatos que Joseph Leon suponía que aún debían darse.):

Así que, por lo que sabía, y si su teoría era la correcta, el próximo crimen debía darse en la Décimo Sexta oeste con la 48, se dijo una mañana mientras bebía café y comía huevos con queso y jamón. Y en efecto, no estaba equivocado. Su sorpresa no fue tan grande como su remordimiento, sin embargo. Había podido hacer algo para evitar la muerte de un hombre, y sin embargo, había aguardado pacientemente, a ver si las cosas se desarrollaban como él lo sospechaba. Una voz dentro de él le decía que el mundo estaba mejor con un criminal de menos, ¿pero quién era él para emitir esa clase de juicios? El asesino nunca se tomaba más de siete días en perpetrar su siguiente acción, por lo que perfectamente hubiera podido esperarlo allí… pero, ¿esperarlo? Solo pensarlo resultaba idiótico. Lo que él hubiera tenido que hacer (lo que él realmente tenía que hacer) era avisar a la policía, desde el momento en que tuvo sus primeras sospechas sobre el desarrollo de los crímenes. Y sin embargo, algo dentro de él le instaba a no proceder de aquella forma. No había logrado identificar el qué, solo sabía que era un algo que estaba fuertemente arraigado en su interior y sus sentidos se encontraban con él como con un muro de concreto cuando sus pensamientos se dirigían hacia la posibilidad de reportar lo que sabía a las autoridades. Entonces, pensó Leon, ¿debía esperar al asesino en el escenario de su próxima acción?

Fue, en efecto, lo que hizo Joseph. Una noche, procurando no despertar a su mujer, salió de la cama, se vistió y encendió el motor de su viejo Chrysler. Cuando llegó al lugar de los hechos, se dio con que allí no había ningún asesino ni un cadáver solitario, sino que había todo un destacamento de la policía. Sudando frío, intentó dar la vuelta en el auto y salir de allí, pero uno de los uniformados le detuvo cuando pasaba junto a la larga cinta amarilla que aislaba la escena del crimen del resto de la perspicaz comunidad neoyorkina. Se le pidió un breve informe y la muestra de su identificación.
– Profesor Joseph Leon, ¿eh?
– Así es, oficial- contestó él.
– ¿Es usted latino?
Joseph se esforzó por mostrar una sonrisa que debió verse más bien enfermiza.
– Soy judío, oficial.
– Ah, sí, como el muerto.
El profesor intentó ocultar su incomodidad y nerviosismo.
– Creo que tengo derecho a irme ahora, ¿verdad?- inquirió.
El hombre, un afroamericano de poblada barba y cuello como el de un toro le miraba con nada disimulada suspicacia.
– Sí, profesor Leon. Puede irse por ahí. Sabremos donde encontrarlo sí puede ayudarnos con algo… no lo olvide.
Joseph sacó su auto de ahí, maldiciendo a su hermano en silencio y apretando con tanta fuerza el volante que sus nudillos se habían puesto blancos.

Su experiencia aquella noche, sin embargo, no evitó que una semana después, esperara al perpetrador en la escena de su próximo crimen, con bastantes horas de antelación y dos cajetillas de Marlboro a mano. Hacía ya un tiempo que había dejado el tabaco, por insistencia de Marcia, pero el estrés de los últimos días le habían llevado a actuar impulsivamente y casi sin pensarlo se había encontrado ahí, afuera de una vieja casa de putas abandonada en la Primera oeste con la 16, fumándose un cigarrillo, esperando a un hombre que, si no estaba volviéndose loco, era capaz de romperle el cuello sin mayor esfuerzo.
Joseph no tuvo que esperar demasiado, sin embargo. Un par de horas después, y ante su sorpresa indisimulable, la puerta del viejo prostíbulo se abrió y una figura familiar descendió las escaleras. Embutido en un amplio abrigo gris y con su rojo cabello por demás alborotado, el extraño que había visto primero en la conferencia y luego en aquellos perturbadores sueños le resultó perfectamente reconocible.
-Perdona por hacerte esperar, Joseph- le dijo el extraño con mucha naturalidad, limpiándose distraídamente las mangas del abrigo.
-¿Me conoces?- inquirió Leon, algo asustado, pero no tanto como lo hubiera pensado -. No, claro, la conferencia…
– Esto no tiene mucho que ver. La conferencia era un anuncio, Joseph.
– ¿Un anuncio?
– Sí. Un anuncio con el objeto de que me recordaras. La naturaleza del mundo me ha dado facultades peculiares. Yo, en cierta forma, provoqué tus sueños y te permití encontrarme llevando a cabo mi labor en aquella desfachatada secuencia.
Joseph no sabía realmente qué decir, por lo que decía lo que, suponía, se esperaba que dijera.
– ¿Quién eres?
– Soy un enviado de tu hermano.
– ¿De Ariel?
– A Ariel le mataron por tratar de desbaratar los planes de este grupo de desaparecidos.
– La mafia…
– Liderada por Solomon Shapiro. Ariel sabía que tratarían de deshacerse de él, por lo que ideó una forma de traer a los líderes abajo. Pero falló. Como sabía que se desquitarían con aquellos cercanos a él, buscó una forma de protegerles de sus enemigos desde más allá de la tumba.
– No lo entiendo…
– Los Leon descienden de una larga línea de cabalistas y místicos muy anterior al viejo Moisés de León y al Zohar, Joseph. Tú no eras el único especialista: Ariel también dominaba las prácticas sagradas. Él conocía la forma de crear a uno de los míos.

El diálogo entre Joseph y el extraño no se extendió mucho más y puede obviarse, realmente. La situación expuesta en esa conversación era la siguiente: aquél hombre tan misterioso era un gólem, un hombre creado por hombres (en este caso, Ariel, el fallecido hermano de Joseph), fruto del barro de la tierra. Los asesinatos los había llevado a cabo para cumplir con su deber: proteger al hermano de su creador de aquellos que pretendían tomar represalias contra su familia como un acto de venganza, y habían sido realizados de cierta manera particular de modo que Joseph, inevitablemente, los descifrara. La conexión existente entre el profesor universitario y la criatura había permitido al primero “ver” en sueños algunas de las acciones del segundo. El gólem ni se explayó demasiado ni le dio a tiempo a Leon para aclarar sus ideas.
– Te estaré vigilando- fue lo último que dijo antes de irse, de modo sumamente convencional: caminó hacia la vereda, detuvo un taxi y se largó.
El caso es que el profesor Joseph Leon ahora trabaja más que nunca. Ya ni siquiera tiene que beber café para mantenerse despierto. Solo saber que la criatura está ahí afuera, protegiéndole (vigilándole) a él y a su familia noche y día de los posibles peligros, es un método mucho más eficiente.
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