Aquella mañana Anastasia pastaba un poco alejada del resto. Andaba bastante molesta con el calor de aquellos días, el pasto se ponía muy duro y seco y los irritantes insectos que le revoloteaban todo el día se habían multiplicado. Le parecía que incluso su leche se estaba secando; el ama le jalaba las ubres horas de horas y solo salían unas cuantas gotas. A pesar de estar de malas, Anastasia debía seguir pastando. Pastar es bueno, pastar es delicioso, pensaba, no puede haber nada mejor que el pasto, quizás el agua, tenía bastante sed. Andaba perdida rumiando pasto y estas cavilaciones metafísicas cuando a lo lejos vio a Margarita. Qué haría tan lejos, pensaba. Decidió que le preguntaría, quizás haya encontrado mejor pasto. Hacía rato que un ruido lejano venía en aumento. Se detenía para evacuar el vientre cuando el ruido se hizo atronador. Apareció un gusano gigante que respiraba humo negro e iba a toda velocidad, que hizo desaparecer a Margarita. Fue pastando mientras avanzaba para averiguar lo sucedido, qué calor y qué sed tenía. Llegó al lugar de la desaparición, solo había muchos trozos de ramas blancas cubiertas con una masa roja y un gran charco de agua roja. Decidió aplacar un poco la sed, qué buena estaba aquella agua roja, pronto se la terminó. Decidió que probaría aquella masa, parecía jugosa. La mordió, en verdad era deliciosa. Anastasia había encontrado algo mejor que el pasto. Ahora debía encontrar de dónde venía. Cuando terminó con todo decidió que les contaría lo sucedido a las demás. Ya despuntaba la tarde cuando llegó al establo y reunió en torno suyo a todas. Había un olor, una sensación en el aire, deliciosa en verdad. Comenzó con Margarita a los lejos. Por alguna razón se le abría el apetito, qué olor. El gusano humeante, la desaparición. Con la emoción del relato una de ellas chocó con la boca de Anastasia. El charco, la masa roja. Qué sabor, casi podía sentir la sensación en su lengua. Margarita, la desaparición, la masa. Por fin comprendía, ya sabía que le sucedió a Margarita, había encontrado el agua y la masa rojas y no necesitaba ir tan lejos.
‘Tracia’ por Bruno Doig
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