Archivo por meses: mayo 2009

S/T por José Antonio Perezwicht

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Y de la nada pudo ver algo a lejos. Algo que no pudo reconocer. Era grande y se acercaba a toda velocidad, por lo menos más rápida de lo que ella podía correr, si es que había corrido alguna vez en su vida. Por esas cosas de la intuición, sintió que nada bueno podría salir de esa… esa cosa que se acercaba, así que lanzó el mejor mugido que tenía para advertirle a su compañera que pastaba en un lugar peligroso de lo que se acercaba, pero fue muy tarde. Una especie de gusano enorme la arroyó al instante. Fue muy impactante para ella ver como una vaca gorda y maciza desparecía ante sus ojos en cuestión de segundos, dejando como último adiós un mugido débil y desconcertado. La vaca que seguía con vida dio media vuelta, y por primera vez en su vida corrió hacia donde se encontraban las demás para contar lo sucedido. Al parecer, el que la vaca corriera llamó la atención de las demás vacas que curiosas de formaron cerca de ella. Pero a la vaca le costó articular sus ideas, trataba de explicar como un gusano gigante, como nunca antes visto había matado su rechoncha compañera. Sin embargo, miraba cómo las demás vacas la miraban con ojos somnolientos como si no les importara el tema. Triste se sintió la vaca cuando, al articular todas sus ideas, sólo pudo mugir sonidos indescifrables para sus compañeras, las cuales rompiendo formación volvieron a pastar. Sigue leyendo

S/T por Carlos Mevius

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Asustada, aterrada, la pobre corrió a todo lo que su grande cuerpo le permitía. Tenía el rostro manchado de sangre, todavía caliente, y la sentía chorreando por los lados. Veía con cierta dificultad, por el miedo que sentía, pero sabía a dónde tenía que llegar.
El camino se hizo largo, la oscuridad y el cansancio la obligaron a aminorar el paso. En un pequeño charco sació su sed, por un momento viendo su propio reflejo. Su rostro estaba ahora distinto, manchado, sucio, de un color extraño, pero no le dio mayor importancia. Descansó esa noche.
A la mañana se despertó tarde, cansada, un poco sobresaltada. Estaba acostumbrada a la compañía, no había sentido antes la soledad; la confundía, le daba inseguridad. Siguió su camino hasta el otro lado del valle, buscando, como llamada a algo, sin saber realmente qué ni porqué. El día estaba empezando a calentar.
Logró ver, a la distancia, unas siluetas que le indicaban que su viaje había terminado. Ahora, rodeada de sus semejantes, se sintió con tranquilidad, con seguridad. Las otras, sin embargo, se alejaron de esta, como asustadas, confundidas. Entre quejas la fueron empujando, rechazándola, o simplemente distanciándose, mientras que ella se lamentaba sin realmente entender, lastimada, nuevamente sola después de tanto esfuerzo. Se quedó cerca, no interfirió, y esa noche la lluvia limpió su rostro. La mañana siguiente, ahora sí aceptada, la vaca fue y les relató a sus compañeras cómo una de ellas había sido arrollada por un tren.
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‘Toro mata’ por Diego Cebreros

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Estaba oscuro, y el cielo brillaba levemente sobre la comida. A la vaca le gustaba cuando el cielo adoptaba esta forma. Las cosas que la rodeaban también descansaban, o parecía que eso hacían. Estaban quietas y no probaban bocado, solo se quedaban ahí, igual que ella. Quizá debería aprovechar para comer, pensó, pero estaba cansada y solo quería dormir.
Cuando despertó, el cielo había cambiado. Ahora era azul, con manchas blancas. Las cosas que la rodeaban ahora se movían, arrancaban, comían, tragaban. Otra vez, pensó. Después de desperezarse, se incorporó y buscó un sitio alejado para comer. Fue difícil pasar sobre todas esas cosas que intentaban hacer lo mismo, pero después de mucho esfuerzo, consiguió salir y encontró un sitio vacío y agradable para poder comer. De alguna manera, la comida era mas agradable sin nadie que interrumpa, moleste, estorbe.
El cielo era agradable. Le gustaba mucho la forma en que cambiaba de ser azul con manchas blancas a oscuro con pequeñas luces brillando. Era una pena que no pudiese comer en ese lugar, que parecía tan tranquilo y sin nada que estorbe. A veces, la vaca soñaba que alcanzaba ese lugar, donde la comida no era verde, sino azul, y blanca, y suave, y que al ver hacia arriba, el cielo fuera verde con las otras cosas comiendo lejos, muy lejos, donde no puedan estorbar, ni empujar, ni alcanzarla nunca.
Una sensación desagradable la interrumpió mientras comía. A su lado, una de esas cosas estaba comiendo en el mismo lugar que ella. Esto la molestó. Se había alejado precisamente para no sentir el aliento ni ver la horrorosa combinación de negro y blanco sobre los lomos de esas cosas que estorban. La vaca se alejó aún más, para seguir comiendo, pero otra de esas cosas la empujó y comió en su lugar. Ya no tenía ganas de comer, pensó, así que se recostó sobre la comida a esperar a que el cielo se oscurezca y a que salgan esas pequeñas luces para, cuando todas esas cosas estén dormidas, poder probar bocado.
Mientras esperaba sobre la comida, escuchó unos ruidos ensordecedores. Frente a ella, dos de esas cosas se empujaban mutuamente, a la vez que los sonidos que escuchaba salían de ellas. Al final, una de las cosas se alejo. Parecía triste y abatida. La otra cosa se quedó en su lugar, comiendo, arrancando, tragando, arrancando, comiendo. La vaca no le dio mucha importancia y se quedó sobre la comida, sin hacer nada. En eso, otra de esas cosas la empujó otra vez, así que se incorporó y busco un sitio en el que esas cosas tardaran mucho tiempo en llegar. Fue a paso ligero, alejándose del grupo, hasta que llegó a una colina en la que podía ver a las otras cosas comiendo. Ese lugar le recordó el sueño que siempre tenia.
Tan tan tan tan tan tan tan tan tan tan tan tan tan….
La vaca escuchó ese sonido del otro lado de la colina. Era muy distinto de todo lo que había escuchado. No podía recordar ninguna ocasión en la que alguna de esas cosas hubiese sonado así. Se incorporó y fue colina abajo, siguiendo el sonido, hasta que dejo la colina y vio algo extraño. Era una forma muy inusual, y muy, muy larga, como la cola de esas cosas, y la suya también. Pero era mas larga que eso. Tenía sobre sí pequeñas líneas, una detrás de otra, y sobre ellas, dos líneas más que las unían y nunca acababan. Lo único que se le ocurrió a la vaca era que solo podía tratarse del límite entre la comida y el cielo.
Estaba fascinada con todo esto. Mirara por donde mirara, la línea o lo que fuere no terminaba nunca. Intento seguirla hasta donde llevara, pero era inútil. Y de tanto que la siguió, se encontró de nuevo con una de esas cosas que estorban. Era la cosa que había visto triste y abatida. Estaba sobre la línea, olfateando. Tampoco sabia qué era. A la vaca le pareció que tal vez esa cosa estuviera tan fascinada como ella, pero lo dudo.

Tan tan tan tan tan tan tan tan tan tan tan tan tan….
Todavía podía escuchar el sonido que la había traído a ese lugar. Por un momento lo había olvidado, concentrada en la línea que no acababa. Y de pronto, ese sonido dio lugar otro aun más extraño, como si fueran muchas pisadas, o muchas cosas a la vez. Quizás se trataba de una estampida o algo por el estilo. Y luego, vio una cosa aun mas extraña que todo eso. Era como un enorme animal que, a la vez, parecían muchos. Era de un color muy oscuro y, al mismo tiempo, podía reflejar la luz del cielo. Exhalaba humo por encima de el y se acercaba a una increíble velocidad. La vaca no sabía qué hacer. Estaba maravillada y también asustada por todo ese ruido. Por ultimo, un ruido aun más ensordecedor que el de las cosas que estorban, que el de la línea que no acababa e incluso, que el del enorme animal que se aproximaba. La vaca solo pudo alejarse de la escena y, mientras lo hacia, recordó a la cosa que estorba. Volteo a verla y, en ese instante, vio como era embestida por aquel animal que parecían muchos. Le pareció que la cosa dejaba de tener forma y se transformaban en algo más, aunque no pudo pensar en algo semejante.
Luego el animal se esfumó, tan pronto como había llegado. El sonido que le precedió aun podía escucharse, pero después de un rato también desapareció. La vaca no sabía que hacer, o pensar. Todo esto había sido tan extraño. El sonido, el ruido, la línea que no acababa, el ruido final. Respiraba con dificultad y agitaba su cola para tranquilizarse, al tiempo que sentía frío, o algo sobre ella que no podía describir. Quizás lo mejor era irse de ahí. Entonces, vio sobre la línea una ultima cosa, tan extraña y diferente como las demás. Tenía las mismas manchas grotescas de las cosas que estorban pero, al mismo tiempo estaba cubierta de un líquido oscuro y rojizo. No tenía forma y había mucho de eso por todas partes. La cosa que vio tampoco estaba por ahí, se había esfumado, igual que el ruido o aquel animal. La comida alrededor de la línea también estaba cubierta de ese líquido. La probó y le supo horrible. Escupió ese bocado y, ya mas tranquila, regreso con el grupo de cosas. No podía dejar de pensar en el ruido, el animal, la cosa que ya no estaba.
El cielo había cambiado. Ya no era azul, pero tampoco estaba oscuro. El color le recordó el líquido que había visto. Se agacho para comer y, al hacerlo, vio que su pata también era de ese color. No le dio mucha importancia y siguió comiendo. Al poco rato, una de esas cosas se acerco a ella, pero ni bien la toco, se alejo al instante. Lo mismo pasó con cada cosa que se le acercaba. Era el color, pensó, el color negrusco y rojizo que tenía en su pata, y que tal vez ahora cubría su cuerpo. Tal vez por eso sentía un ligero frío sobre su rostro, sus patas, su pecho. Siguió comiendo. Por alguna razón, la comida era mucho más agradable. Después de un tiempo, la vaca entendió mejor todo lo que había pasado. Ya no sentía miedo por el ruido o el animal, pero aun seguía fascinada por todas esas cosas. Y cuando supo utilizarlas, la comida nunca supo mejor.
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‘Tracia’ por Bruno Doig

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Aquella mañana Anastasia pastaba un poco alejada del resto. Andaba bastante molesta con el calor de aquellos días, el pasto se ponía muy duro y seco y los irritantes insectos que le revoloteaban todo el día se habían multiplicado. Le parecía que incluso su leche se estaba secando; el ama le jalaba las ubres horas de horas y solo salían unas cuantas gotas. A pesar de estar de malas, Anastasia debía seguir pastando. Pastar es bueno, pastar es delicioso, pensaba, no puede haber nada mejor que el pasto, quizás el agua, tenía bastante sed. Andaba perdida rumiando pasto y estas cavilaciones metafísicas cuando a lo lejos vio a Margarita. Qué haría tan lejos, pensaba. Decidió que le preguntaría, quizás haya encontrado mejor pasto. Hacía rato que un ruido lejano venía en aumento. Se detenía para evacuar el vientre cuando el ruido se hizo atronador. Apareció un gusano gigante que respiraba humo negro e iba a toda velocidad, que hizo desaparecer a Margarita. Fue pastando mientras avanzaba para averiguar lo sucedido, qué calor y qué sed tenía. Llegó al lugar de la desaparición, solo había muchos trozos de ramas blancas cubiertas con una masa roja y un gran charco de agua roja. Decidió aplacar un poco la sed, qué buena estaba aquella agua roja, pronto se la terminó. Decidió que probaría aquella masa, parecía jugosa. La mordió, en verdad era deliciosa. Anastasia había encontrado algo mejor que el pasto. Ahora debía encontrar de dónde venía. Cuando terminó con todo decidió que les contaría lo sucedido a las demás. Ya despuntaba la tarde cuando llegó al establo y reunió en torno suyo a todas. Había un olor, una sensación en el aire, deliciosa en verdad. Comenzó con Margarita a los lejos. Por alguna razón se le abría el apetito, qué olor. El gusano humeante, la desaparición. Con la emoción del relato una de ellas chocó con la boca de Anastasia. El charco, la masa roja. Qué sabor, casi podía sentir la sensación en su lengua. Margarita, la desaparición, la masa. Por fin comprendía, ya sabía que le sucedió a Margarita, había encontrado el agua y la masa rojas y no necesitaba ir tan lejos. Sigue leyendo

Lo que dijo una vaca

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vaquilla

Nunca se termina de destacar la importancia de la voz narrativa en la constitución de un cuento. Esta dota al relato de una determinada amplitud cognitiva y de una idiosincrasia singular, en un rango de amplitud que va desde la omnisciencia hasta el testimonio de carácter meramente conductista. En esta ocasión los talleristas fueron desafiados a contar el testimonio que una vaca da a sus compañeras sobre la muerte de otra, atropellada por un tren. La anécdota disparatada movilizó las interesantes voces narrativas que aparecen a continuación Sigue leyendo

S/T por José Antonio Perezwicht

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Ay Meche, tú siempre me haces divagar entre recuerdos, cómo te gusta esto de volver al pasado, y tú sabes que por mi todo re lindo, pero la cosa se pone fea cuando volvemos a ese día, pero qué se le va a hacer querida, hay cosas que nos persiguen, a ti, a mí y a todas las demás.
Que cosa tan terrible esta de remontarnos 30 años atrás, que vieja me siento. Sí querida, sí, el botox ayuda, pero ni con todo el botox del mundo te volverá a entrar esa faldita, esa misma, la que usaste ese día. Cómo les gustaba a las monjas esas del colegio mandarnos a esos lugarcitos perdidos en la punta del cerro. Tu madre, la devotísima Carmelita de Forga pensó que sería buena idea mandarte a Cusco con las monjas para que, según ella, aprendieras un poco sobre la realidad del Perú. Lo peor fue que habló con mi madre y me arrastraste contigo hasta… ¿Cómo se llamaba? Ah sí, cierto, Urubamba. Fuimos diez villamarianas acompañadas de tres monjas a ese lugar para aprender sobre la paupérrima realidad peruana. Ay Meche, ni siquiera fuimos a Machu Picchu a conocer gringos guapísimos. A Urubamba nos llevaron estas monjas pesadas. Pero eso a ti no te importaba, ¿no es cierto, querida?, tú seguías pensando en Juan Carlos Miró Quesada y, en lo personal, yo ya escuchaba las campanas del matrimonio al igual que tu madre, qué pena que no duró mucho, pero aún recuerdo la primera vez que te invitó a salir. Me llamaste emocionadísima a contarme de tu paseo por el malecón de Miraflores, él te había llevado a caminar y a ver el sunset, sí, muy romántico Mechita, pero no caíste a sus pies hasta que fueron a jugar tenis al club y te dejó ganar, ay Meche para qué te dejó ganar… Fue ahí cuando te enamoraste, y déjame decirte que de un partidazo. Como dije, qué pena que duró poco, por lo menos no la primera vez, creo que fuiste muy fácil y él se aburrió. Perdonarás la honestidad querida, pero tú sabes que es la verdad, y que yo no tengo pelos en la lengua, ni siquiera para estos dramas.
Bueno, al business querida. La cosa es que en el viaje tú llorabas por él, que luego de dejarte había empezado a salir con Eloísa Standford. Y en verdad, qué regia que era, una muñequita de porcelana, una Nicole Kidman de la época, y no es que nosotras no tengamos lo nuestro, Mechita, porque también somos descendientes de inmigrantes extranjeros y nuestras facciones definitivamente no son de este país, pero lamentablemente por un lado o por el otro, y aunque lo neguemos a diestra y siniestra, ya tenemos el gen alpaca corriendo por las venas. Eloísa, en cambio, segunda generación de inmigrantes ingleses, no tenía nada de eso. Te daba rabia que ella también viajara y que encima de eso la hubieran colocado en nuestra misma habitación, pero luego de varias lágrimas y de decirte que de tanto llorar te arrugarías, me acuerdo clarísimo Mechita que tu me dijiste: “Ay Clari, yo voy a mantener la fiesta en paz con la beauty esta, tu relax”. Así que yo me relajé pues querida, tal como me lo pediste, y tú manejaste la situación como toda una lady, como toda una Forga, por lo menos al principio.
¿Te acuerdas de los primeros días, Meche? Hay que fastidio eso de caminar con las monjas por ese pueblucho entre puro indi. Ay, Mechita, no te hagas la que no me entiendes, indígenas e indigentes pues querida, qué más va a ser. Bueno, tú caminabas con todo el optimismo del mundo pensando que aunque sea así adelgazarías un poquito, mientras charlabas de lo lindo con Eloísa. ¿De qué? Qué voy a saber yo, Mechita, si tú no te acuerdas, menos yo, solo recuerdo que andabas preocupada por tus medidas porque en esos tiempos no había Herbalife, y que fue después de esa caminata horrorosa que viniste con la idea de escaparnos del hotel al atardecer para irnos a bañar al río. Ay, Meche, si yo hubiera sabido de la desgracia que nos esperaba, y de la cruz que dicha aventura nos obligaría a cargar por el resto de nuestras vidas… Y eso que al principio yo puse mi cara de “No way”, no había forma de que yo me bañara en el río, que hubiera dicho tu padre si se enteraba que una Forga se estuvo bañando en el río Urubamba, te desheredaba querida, te lo aseguro. Aunque después del suceso igual se enteró, pero fue el desenlace lo que acaparó mucho más su atención. No negarás que ustedes me presionaron, ay Meche, no me hago la víctima pero es cierto, yo estaba deseosa de un hotel cinco estrellas, no de una tarde en el río asqueroso ese, pero su insistencia me convenció. Cómo te gustaba eso de ser aventurera, siempre me dijiste que por ser comodona y floja me perdería de grandes cosas en la vida. Pero créeme Meche, me hubiera gustado perderme de esa experiencia.
Yo me quede dormida porque estaba agotada después de una de esas pesadísimas caminatas que tú tanto disfrutabas, mientras Eloisa y tú planeaban el escape. Me despertaste cuando las monjas se metieron a su cuarto y salimos del hotel cuando aún el día estaba claro. Por suerte, el hotel estaba cerca del río, y pudimos llegar antes de que oscureciera. Meche, tonta, tu misma dijiste que el clima estaba helado, que te recordaba a esos días que pasaste en Aspen con tus padres y que de ninguna manera te meterías al agua con ese frío. Sí Mechita, sí, ya me has contado que a Eloísa le preocupaba más la agresividad del río que el clima, pero de ese comentario no doy fe, porque sinceramente querida, no me acuerdo. Lo que si recuerdo es que unos alpachinos, mezcla de alpaca con chino, que abundan en este país, nos empezaron a silbar. Yo no soporté y me fui a sentar a unos veinte pasos, a la sombra de un árbol y las dejé al lado del río conversando. No se que habrán estado hablando con Eloísa, porque nunca has querido contármelo querida, y cómo habrán llegado al tema de Juan Carlos que empezaron a discutir. Yo no me acerqué porque en pelea de blondas una no se debe meter, esas son las peores. Y fue entonces, Mechita, al son de la primera lágrima que resbaló por tu mejilla que la empujaste. Sí querida, empujaste a Eloísa Stanford al río.
El arrepentimiento te agarró rápido porque empezaste a gritar para que te ayudara, pero el río era tan fuerte que ya se la había llevado. Ay, Meche, los alpachinos esos la buscaron por todas partes pero no la encontraron. Tú me abrazaste llorando y me susurraste entre mocos un por favor al oído, ese por favor escondía un pacto de silencio, que yo te juro Meche, no he roto. Aunque confieso que al comienzo me costó guardar silencio en los días inmediatos a la tragedia y seguir hablando del resbalón que nunca ocurrió. Pero, a pesar de todo, ni creas querida que para mi ha sido tan difícil. En esta ciudad hay que aprender a callar muchas cosas. Pero sinceramente, yo no se como tú puedes dormir todas las noches, porque aunque sea yo callo lo que vi, pero tú callas lo que hiciste. Será por eso que te gusta llevarme a esos tiempos y que te cuente la historia tantas veces, lo tomarás como tu sentencia supongo, o te servirá de alivio poder hablar con alguien del tema, qué se yo. Sólo no te olvides Mechita, que aunque a veces me digas lo contrario, esta es tu historia, no la mía. Esta es tu historia y la de la pobre Eloísa Standford tragada por el río. Bueno querida, ya, tranquila, ya pasó, no llores. Toma este clínex y límpiate las lágrimas, que Juan Carlos está por pasarte a recoger.
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‘Discusiones familiares’ por Martín Palomino

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La maté y la descuarticé. Soy malo, peor que Robert Hansen, ese que cazaba prostitutas, e incluso peor que Jesse Pomeroy que de chiquillo torturaba gatitos. Soy malo, malo y feo aunque mi mamá dice que mi belleza es interna y eso a veces me hace sentir bien. Lastima que ya no pueda hablar con mamá, a menos que su cabeza pueda hablar sin necesidad de un cuerpo. No quería matarla, no, pero fue su culpa, ella me obligó a hacerlo y yo soy malo, no pude evitarlo. Fue todo culpa tuya mamá y ahora cada vez que voy a dormir veo tu cabeza en la caja que guardo al lado de mi cama. Eras fea, seguro lo heredé de ti así que está bien que hayas muerto, además me mentías y nunca me perdonaste que empalara a papá. No quería matarte, mamá, pero todo fue culpa tuya.

De chiquito me contabas esas historias tan feas y cada vez que papá venía a golpearte me metías debajo de la cama para que no viera nada. Igual yo me salía de debajo de la cama y veía todo; papá te golpeaba, te lanzaba contra las paredes, yo sé que a ti no te gustaba porque llorabas, por eso nunca entendí por qué lloraste cuando lo maté. Me acuerdo que le amarré una soga al cuello mientras dormía y luego lo clave en un palo en el patio porque me gustaba cómo se veía su cara. Tenía una mueca algo extraña, parecía como si estuviera durmiendo tranquilamente y al mismo tiempo estuviese preocupado. Me gustaba tanto que decidí que de ahora en adelante ese sería mi nuevo rostro. No quisiste ayudarme mamá, nunca me apoyaste y tuve que sacarle la cara a papá yo solito. Tú no hacías más que llorar cada vez que yo me sentaba en la mesa utilizando mi nueva máscara. Pensé que te gustaría que yo fuese como papá, por eso comencé a fingir la voz y te golpeaba. Fue todo culpa tuya mamá, nada de esto hubiera acabado así de no ser por ti.

Tú sabes que soy feo y que por eso no hay espejos en la casa. También sabes que usaba esa máscara para que nadie me viera, soy muy feo y además podían reconocerme. Nunca me dijiste nada de las primeras personas que lleve a la casa. Te quedabas callada, mirando como las cortaba poco a poco. Seguramente recordabas a mi papá golpeándote mientras me veías. Era rico, y era mucho más rico escucharlas gritar mientras sonaba el viejito ese del disco que encontré en el bolsillo de uno de ellos, Beethoven o como quiera que se llamase. Todo estaba tan bien mientras te mantenías callada mirándome, y el día que intentaste hacer algo tuve que terminar contigo.

Era bonita, a ti también te lo parecía; lo noté cuando me di cuenta que no podías dejar de mirarla. Planeé hacer lo mismo de siempre, recostarla en la mesa y comenzar a deslizar el cuchillo por sus piernas para sacar rebanadas. Olía rico, seguro a ti también te gustó eso, su piel era suave y el cuchillo parecía estar cortando mantequilla. Oírla gritar fue una delicia, sus gritos se mezclaban perfectamente con los de Beethoven. No pude mamá, tenía que hacerlo, uno es hombre y tiene necesidades, iba a hacerla mía. Ya había decidido sacarme la máscara, soy feo pero quería que ella me viese. Fue un error, en ese momento entendí que lo que hacía que no me detuvieras era el recuerdo de papá, ver su rostro te producía una especie de miedo que no te permitía enfrentarme.

Me golpeaste por detrás, forcejeamos durante un tiempo. Mamá, mamá, hubiera sido mejor si no hubieras hecho nada. Tuve que matarte, ya te dije que fue tu culpa, yo no hice más que cerrar los ojos y comenzar a mover de un lado a otro el cuchillo, cuando los volví a abrir ya no tenías cabeza. Mamá, yo te quería a pesar de lo fea que eras, por eso guardo tu cabeza en una caja. Fue todo culpa tuya mamá, nunca debiste contarme esas historias tan feas ni esconderme debajo de la cama. Ahora tendré que salir a buscar a aquella chica para terminar el trabajo, ella ha sido la única en ver mi cara y seguramente la recuerda; corro peligro.
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S/T por Luis Vargas

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Éramos jóvenes y acabábamos de descubrir, emocionados y seguramente un poco tarde, las turbulencias inconstantes del sexo. Este, junto con la marihuana y el alcohol, que ya las gozábamos desde un par de años atrás, nos nublaba de placer, nos sumía en los abismos más deliciosos en los que algún hombre ha podido alguna vez caer. El arte llenaba nuestros pulmones y solo buscábamos crear. La felicidad. El ron, la hierba, el sexo, arte, los bares resinosos y apestosos, los cafés de media luz con azúcar rubia, las pipas de hueso, los culos y libros y malecones, las tetas, el falso tabaco francés del flaco y el olor a sal de mar, que se confunde con toda la mierda que tiran en él, que hoy tanto añoramos. Si existe la felicidad eso debe, tiene, que haber sido lo más cerca que hemos estado a ella. Fue tan bueno que, incluso, llegamos a pensar que tal vez no acabaría nunca, que tal vez la marihuana y la embriaguez mantendría al mundo alejado, incapaz de devorarnos pues nosotros solo pertenecíamos al arte en persecución del hedonismo, y de ella viviríamos puros, auténticos, libres. Por ella era que luchábamos en aquellas interminables noches de malecón contra la política, contra el maldito dinero que siempre era poco, contra el perreo y contra el chino malnacido de la bodega que se hace el cojudo y no quiere vender alcohol después de las once. Pero, sobre todo, luchábamos contra aquellas putitas en minifalda que pasaban apresuradas sobre sus tacos de aguja, muertas de frío, desesperadas por no quedarse afuera de la discoteca que las esperaba, como todos los sábados, inamovible y relampagueante, dos cuadras más abajo. Las odiábamos y despreciábamos. Decíamos que eran unas putas, unas pobres estúpidas que ni siquiera saben en que país viven, que abren la boca para quejarse, pedir ropa, llorar, para todo menos para hacer el oral y nos reíamos, y escondíamos nuestras gigantescas erecciones mientras nos preguntábamos, con resignación, si alguna de esas chicas nos miraría, siquiera, alguna vez. El flaco siempre nos decía que no escupiéramos al cielo, que todas nuestras amigas iban a esas mismas discotecas, nos apostaba a que eran de su mismo colegio o por lo menos las conocían, el hecho de que se vistan raro y fumen con nosotros no quitaba que sean, en parte, como ellas, que, además, a nosotros una chola futura nobel de literatura nos importaba un carajo, y que, y con esto nos daba la estocada final, debíamos aceptar alguna vez que nosotros pertenecíamos, de alguna forma, a ese mundo, que también nos gustaba. Todo se quedaba en silencio y el flaco, al ver nuestras caras aún no convencidas, nos decía que si pues, que nosotros no éramos cholos, menos el cholo, ni feos hasta el culo, ni misios sin un cobre y que si pues, todas nuestras amigas son bonitas y de colegios bien por las cuales nos arrechamos cada vez que las vemos. Siempre he creído que si no fuera por esas putas, nuestra felicidad nunca hubiera terminado. Tal vez y nunca nos hubiéramos dado cuenta de nuestras vidas reales sino fuera por ellas. Era en esos momentos cuando todo lo que habíamos construido para nosotros en aquellas noches, para blindarnos del mundo al que queríamos y no queríamos pertenecer, al cual odiábamos y amábamos, que nos aprisionaba pero a la vez nos drogaba y deleitaba, parecía derrumbarse en un segundo. Nos llenaba de impotencia, nos crecía un agujero inmenso en el estomago que parecía devorar todos nuestros órganos y que acababa con todo el líquido en nuestras gargantas. Nos dolía sin importar cuan ebrios o drogados estuviéramos. Odiábamos al flaco por siempre venir con esas huevadas. A veces se daba cuenta y nos trataba de hacer olvidar sus palabras con bromas estúpidas y nos ofrecía de la maldi. Nosotros ya no queríamos y simplemente nos íbamos a comer un pan por ahí y nada más. A casa, sintiéndonos los animales más sucios y patéticos de esta parte de la ciudad, que ya es decir mucho. Sigue leyendo

‘El camarada Evaristo’ por María Pía Ríos

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Todavía me acuerdo cuando el niño Joaquín venía corriendo patacalata, feliz pues el niño, a decirme que la María le había enseñado a contar en quechua; “Uc, Iskay, Kimsa, Tawa…” Y seguía, pues, hasta el Iskay chunka. O sino cuando caminábamos por el jardín y señalaba al cielo y decía “Anqas” o al pasto y decía “Qomer”.

Travieso era el niño. ¡Cómo hacía gritar a la María y a su mamacita! Siempre lo llevábamos al mercado porque se pegaba a mi pierna y me decía “Don Evaristo, por favorcito, llévame a pasear contigo y la María” y siempre aprovechaba el descuido de la chismosa esa que conversaba con su prima la frutera, su prima carnicera, su primo de los pescados, con todos los primos del mercado, para meterse entre los puestos y reírse de la chola que como loca lo paraba buscando. ¡Ay! Y a su mamita, como le gustaba al niño recoger los ratoncitos del jardín y ponerlos en el baño cuando la señora Catalina se iba a bañarse.

A Don Miguel no le quería mucho el pobrecito, ¡Cuántas veces vino con su potito rojo de tanto pegarle! Al patrón no le gustaba que su hijito pare con los serranos por que se le pegaban sus pulgas decía. Pero qué se quejaba el patrón si el niño Joaquín era más nuestro hijo que el de él y la señora Catalina que se paseaban por todo sitio dejándonos solos con la wawa. Que si aprendió el quechua y nos decía papacho y mamacha a mí y a la María no debía parecerles raro. ¡Chistoso era ver al gringuito chakchando su coca como la Teodora le enseñó! Y ya más grandecito nunca se avergonzó de llevar a sus amigos del colegio lleno de curas a la cocina para que conozcan a su papacho Evaristo porque la María se escondía cuando venían todos esos rubiecitos, se avergonzaba la chola.

No le duraban mucho los amigos al niño, más crecía y menos amigos tenía. Sólo ese cholito que habían becado los curas, su amigo el Julio que nunca fue a la casa porque el niño Joaquín ya estaba grande y entendía que a su pobre mamita, la señora Catalina, le daría un achaque de verlo entrar nomás por la puerta. ¡Ay niño, si yo hubiera visto que el joven Julio tenía al diablo adentro! Tanto que estudiaban, tanto que se reunían a escondidas y yo pensaba que era buenito el joven.

Creo que era el año 82 cuando Don Miguel botó al niño de la casa. El y la señora Catalina querían que el niño vaya a algún lugar lejos para que estudie algo que te haga ganar mucha plata y no me acuerdo qué era. Cuando Don Miguel escuchó San Marcos ya había levantado su mano y cuando el niño dijo “sociología” yo ya pensaba que Don Miguel le iba a meter un manazo pero solo le dijo “lárgate”. Yo escuchaba en la cocina con la María; escuchamos como el niño subió a su cuarto de él sin decir nada y después de poco tiempo bajó con una maletita chiquita, como si ya hubiera sabido todo lo que iba a pasar el niño. Entró a despedirse y hablamos en quechua para que nadie nos entienda por si acaso. Nos dijo que iba a visitarnos y que desde ese momento iba a luchar para acabar con las personas como sus papás. Ni yo ni la chola de la María entendimos que nos decía el niño, solo quedamos que aquisito nomá, en el parque de la esquina nos íbamos a reunir los miércoles.

Así empezaron las visitas pues, todos los miércoles salíamos al parque con la María a escondidas y uno no se da cuenta, ¿no?, que el niño cada vez estaba más flaco y con más pelos en la cara. Nos enseñó a leer y a escribir por esos tiempos y nos explicaba todas esas cosas raras que pasaban en el Perú, porque tú sabes que yo y la María solo sabíamos que teníamos que ir con cuidado en las calles. No nos asustamos porque el niño nos prometió que todo estaría bien. Cada vez nos venía visitar menos y un día se despidió. Nos dijo que tenía una obligación con sus compañeros de la sierra y yo sentía que era malo, veía en sus ojitos que tenía pena de irse.

No supimos más del niño, por un tiempo. Los señores Strauss me botaron de su casa, me decían que yo le había metido ideas raras al Joaquín y no querían que contaminara su casa. Yo estaba caminando para llegar a la empresa donde trabajo como wachiman desde hace como 20 años cuando vi la foto del niño y otras 4 personas en un periódico que ya no recuerdo su nombre. No me importó ver las letras grandes, le di las moneditas al chiquito que me dio el periódico y fui de frente a la página 3; “4 terroristas entre ellos el “Camarada Evaristo”, importante líder senderista aún no identificado, cayeron en una emboscada realizada por el ejército….”
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‘El Ojo Silva’ por Roberto Bolaño

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Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.

Nunca se termina de destacar la importancia de la voz narrativa en la constitución de un cuento. Esta dota al relato de una determinada amplitud cognitiva y de una idiosincrasia singular, en un rango de amplitud que va desde la omnisciencia hasta el testimonio de carácter meramente conductista. En esta ocasión los talleristas fueron convocados a asumir la narración en primera persona pero fingiendo ser un cualquiera, pero al que conocen al detalle, quizá alguien tan peculiar como quien narra el cuento “El Ojo Silva”, perteneciente al libro Putas asesinas, del nunca suficientemente llorado Roberto Bolaño. El desafío movilizó las interesantes voces narrativas que aparecen a continuación Sigue leyendo