Hoy ha muerto el último escritor maldito. No murió de sobredosis. No tenía ni una lata de cerveza en la sangre. Tampoco murió en una gresca en algún boîte de mala muerte. Menos aún se suicidó. Con decir que haber muerto de sida hubiera sido más digno para un maldito como este. Recién se sentaba en un café, en las mesas de la calle, cuando un carro embistió contra su mesa y lo hizo pedazos bajo sus llantas. Se podría decir que murió en un café, que por cuestión de minutos no murió escribiendo, pero no es suficiente. Tal vez, si hubiera muerto en Paris o Nueva York ese razonamiento hubiera podido ser aceptado, pero murió en un café de su natal Luisiana.
Qué difícil pensar en esto como cierto. Uno se pregunta cómo alguien, después de casi haber sido dado a luz en la barra de un antro, en un barrio de clase media baja, entre nueces, resina y filtros de cigarro, puede terminar así. Él lo contó muchas veces. Sus padres eran alcohólicos. El padre lo odiaba. No se sabe por qué, solo se sabe que lo hacía. Naturalmente lo molía a golpes, lo insultaba y como sucede con todo escritor maldito, se burlaba de sus cuentos y de sus poesías. Que su hijo fuera un homosexual que andaba por ahí escribiendo poemitas nublaba sus ojos y endurecía sus golpes. Con el pasar de los años le perdió el miedo a su padre. Hasta que finalmente fue lo suficientemente grande como para intimidarlo con una amenaza. Como era de esperar, se fue de casa al cuartucho más hediondo e infecto de la ciudad. Se dice que pasó su adolescencia metido en ese cuarto escribiendo y escribiendo. Nunca nadie supo cómo se mantenía. Algunos dicen que vendía, de vez en cuando, algunas rolas. Sus allegados siempre han desmentido tal cosa y afirman que hacía traducciones y pequeños artículos para revistas de tiraje muy reducido. No necesitaba más que para cigarros, tacos y alcohol. En el cuarto año de auto-exilio, logró publicar unos poemas y un par de cuentos en un periódico de relativa importancia con relativa frecuencia. Pronto, uno de esos académicos que les gusta etiquetar y decirle a la gente dónde va cada cosa, lo antologó. Como era el escritor más extraño e hijo de puta de los últimos años, su figura resaltó y se erigió como el abanderado de su generación, junto con otros dos o tres más. De ahí la historia es conocida. Fama, mujeres, mucho más alcohol, mucha más droga, idas y venidas al cuarto de emergencia, depresiones de artista maldito. En fin, veinte años de vida heroica. No se casó ni tuvo hijos. Los escritores malditos no suelen dejar descendientes, por suerte.
Todo para venir a morirse como uno más. Como cualquier otro perdedor que ha pasado por este mundo de mierda en donde todos mueren a manos de otros. De maldito, ya no tiene nada.
Archivo por meses: abril 2009
S/T por Carlos Mevius
Luego de una larga ceremonia, nada ostentosa ni célebre ni especial, sino más bien aburrida, por fin los restos del doctor fueron enterrados bajo el frío suelo. Muerto por tuberculosis, nunca llegó a terminar su obra, ni pudo dejar legado alguno que pudiera ser retomado por alguien más. Los únicos papeles que quedaron fueron enterrados con él bajo petición de su segunda madre, Angélica. Tanto ella como su otra madre, Gabriela, serían las únicas en recordarlo brevemente, y poco años después su nombre cayó en el olvido.
Sin embargo, fuera de terminar deshonrosamente, el doctor murió casi como vivió. Desde joven fue curioso sobre su entorno, comenzando por el hecho de que, a diferencia de otros jóvenes de su edad, él tenía dos madres y ningún padre. A Angélica la apodó su “segunda madre”, pero no por razones de preferencia sino por el simple y sencillo hecho de que no la veía tanto como a Gabriela, con quien pasaba cada momento desde que era un infante. Pero, a pesar del cariño que recibía, siempre se sintió vacío y huérfano, y no tenía otra familia más que ellas dos..
A la dulce edad de quince años se enamoró por primera vez, tal vez la única en su vida. El fuego era un fenómeno maravilloso, y le encantaba ver cómo cosas sencillas ardían. Primero papeles, restos de tela o ropa, periódicos, al poco tiempo un gato callejero saldría corriendo y chillando para detenerse pocos metros antes del río. El doctor, sin embargo, no entendió porqué los demás no veían aquello como él lo hacía, y tuvo que pasar hasta tres semanas en un reformatorio, recibiendo sermones y exorcismos por parte del sacerdote. Lo recordaría cuando tenía más de treinta años, justo antes de enfermarse, al ver en su derruido cuerpo las todavía palpables marcas de aquellos golpes y azotes por parte del sacerdote.
Fue, sin embargo, poco antes del accidente cuando empezó su obra. Estaba terminando la carrera de medicina y se quería especializar en el nuevo campo teórico, que involucraba toques incandescentes para rehabilitar miembros tullidos, cuando empezó a escribir. Escribió y escribió casi sin cesar, deteniéndose sólo para sus necesidades básicas y, lo inevitable, para seguir sus estudios. Escribió tanto que cuando se le acabó el papel empezó a escribir en paredes, pisos, muebles y a robarse los apuntes de compañeros para usar las hojas. Un conserje declaró incluso verlo usando papel higiénico, pero tales escritos nunca fueron encontrados. Fue aquello, finalmente, lo que lo llevó al accidente.
Intentando probar sus propias teorías, también a causa de la reputación que ganó por faltar clases, se incendió la mano derecha accidentalmente en un intento de revitalizarla, luego de más de veinte horas ininterrumpidas de escritura. Luego, esparciéndose por todo el empapelado que contenía su obra, toda la habitación y luego todo el edificio se incendió. Impresionantemente, el doctor salió con quemaduras menores, aunque sería poco después, en el hospital, donde contraería la tuberculosis.
Tanto Angélica como Gabriela se sorprendieron, meses después de la muerte del doctor, de que el viejo sacerdote también había muerto durante el incendio, debido a una visita de cortesía que lo tuvo ahí ese día. La segunda no lo tomó tan mal como la primera, quien recordó su encuentro, muchos años atrás, cuando joven: aquel pobre hombre tenía un extraño interés por el poder sanador del fuego, que decía santificaba y purgaba el espíritu del mal. Sin embargo, su discurso no le impidió dejar su semilla en aquella pobre chica que, asustada, regresó donde su prima, ambas huérfanas, para decirle que había sido violada contra su voluntad. Nunca revelando la identidad del padre, cargó con su hijo y mostró, finalmente, una incompetencia que llevó a Gabriela a tomar el cargo de madre. Sigue leyendo
S/T por Diego Cebreros
Lo primero que recuerdo es que, de niña, solía jugar con el tamborcito den-den de mi madre. Yo tenía 5 años en 1921 y todavía no empezaba la escuela. Por eso, mis padres trataban de educarme siempre que tenían tiempo. Por ejemplo, me enseñaron los números mientras daban el cambio a los clientes de la tienda o, en la noche, me enseñaban las letras, ya sea en español o en japonés. Yo vivía con mis padres y mis dos hermanos en Lince y, cuando entré al colegio, también les enseñaba a ellos. Por ese entonces, las clases eran en el centro y debía ir con mi madre, luego trasladaron el Lima Nikko a Jesús María y podía ir sola. Tenía 10 más o menos.
Era muy traviesa. Solía coger algunos dulces del aparador hasta que mis padres me descubrieron. Yo siempre me los llevaba hasta mi cuarto, en el segundo piso, pero esa vez me quede escondida debajo del mostrador. Cuando mi madre llegó, tuvo que solapar su ira hasta que un cliente terminara de comprar. Cuando se fue, yo quise irme con él.
En el colegio debía ser más tranquila. Todas las clases se impartían en japonés y la mayoría de mis amigos no hablaba español. El programa curricular era el del ministerio japonés, por lo que eran muy estrictos con nosotros. Si no nos comportábamos, había un cuarto oscuro en el que nos encerraban. En casa sí sabíamos español. Mi padre decía que era importante, y que en lo posible lo hablara más que el japonés. Yo lo hacía con mis amigos del barrio, y más adelante con los amigos de mis hermanos. A mi madre no le gustaba que me juntara con ellos, pero mi padre no tenía problemas. Jugábamos canicas en la acera, porque en ese entonces no había pistas; y a veces mis amigos nos defendían porque venían otros y nos las quitaban. Una vez, mi tamborcito den-den se rompió. Uno de mis amigos del barrio lo quiso ver y, sin querer, rompió uno de los cordones. Mi madre se enojo muchísimo, dijo que siempre nos tratarían así.
Después de la escuela, trabaje en la bodega un tiempo. Terminaban los años 20 y tendría unos 13 o 14 años. Todos los días, ayudaba a atender a los clientes, les daba el cambio y, al medio día, iba a recoger a mis hermanos. Ellos estudiaban en el Jishuryo, que estaba en Lince, así que se me hacia más fácil ir por ellos. En ese entonces, recuerdo haber visto en la calle a un mendigo que rebuscaba en la basura. Siempre se aparecía los martes, y se quedaba mirando la tienda. Después de unos minutos se marchaba, y regresaba el siguiente martes. Un día, se apareció cuando debía ir por mis hermanos, así que espere a que se vaya para seguirlo. Detrás de él, vi que anotaba algo en una libreta de apuntes. Después doblo en una esquina y nunca lo volví a ver. Luego me enteraría que se trataba de agentes del FBI de EE.UU.
Unos años después, el negocio había avanzado y mis padres pensaron que sería buena idea manejar un segundo local. Era 1932. Después de la tienda, regresé a la escuela para acabar la secundaria. Fue en ese tiempo que me di cuenta de que la gente nos trataba distinto. Mejor dicho, fue en ese tiempo en que empecé a preguntarme por todas las cosas que había visto, y que veía. Un día, al tomar el tren, me senté frente a un par de señoras. Recuerdo escuchar que una decía: “en Estados Unidos. se sientan de un lado, y los demás del otro”. Cuando me baje, aun debía caminar unas cuadras hasta mi casa. En el camino, veía que un japonés discutía con un hombre alto. Yo seguí caminando hasta mi casa. Ese día no quise atender en el mostrador.
Recuerdo también que, a veces, llegaba el hijo de la señora de al lado. Era muy guapo, tenía el cabello ligeramente más largo que el resto y se peinaba hacia atrás para que no le de en los ojos, pero debajo de este era igual, afeitado y muy limpio. A veces venía con sus amigos a tomar gaseosas, pero otras veces llegaba solo, y siempre trataba de verlo. Un día bajé, con una chompa azul que en ese tiempo era muy llamativa. Cuando lo vi, quise quitármela, pero ya estaba frente a él así que solo lo atendí. A veces se quedaba a conversar pero ese día no quería que me viera con mi chompa. Después se fue. Mis hermanos siempre me molestaban con el chico, pero ese día no estaba de humor para soportarlos. Subí a mi cuarto y guarde la chompa en el armario, sobre un montón de ropa. Al día siguiente, el chico vino en la tarde. Me dio un ganchito para el cabello, del mismo color que mi chompa. Yo me lo puse de inmediato y desde ahí solo me lo sacaba para bañarme. Luego le dije a mi madre que me hiciera otra chompa del mismo color. No le dije por qué, pues se podía enojar, pero igual la hizo y me la puse en mi cumpleaños.
Por ese entonces, circulaba la noticia de que una hija de japoneses se había fugado con su enamorado, que era peruano. Sus padres se habían opuesto porque ya tenían arreglado con un nisei, hijo de panaderos. Por eso, mi madre pensó que ya era tiempo de buscarme un marido. Yo solo me había fijado en el chico de al lado, pero sabía que mi madre nunca lo aprobaría, así que trate de olvidarme de él. Un día, el chico llegó. Dijo que se iría a vivir a la Argentina, porque sus padres no hacían mucho dinero aquí. Yo me puse muy triste y le dije que me daba pena. Luego, llegó mi madre y le pregunto qué quería. Al final el chico se fue, y yo quise irme con él.
Todo eso paso antes de los saqueos. Yo tenía 19 años en 1940. En la tienda solo estábamos mis padres y yo, y mis hermanos estaban en el colegio. Un señor entró a la tienda. Dijo que venía del centro y que había visto cómo atacaban los puestos de los japoneses. Después pidió una gaseosa y se fue, mientras que mi padre se iba a recoger a mis hermanos. Mi madre y yo cerramos la tienda y los esperamos mientras hacíamos el almuerzo. Por ese entonces, solo la gente adinerada tenia radios, así que no había forma de enterarnos de lo que ocurría más que por los gritos en la calle. Yo subí a mi cuarto, a ver si llegaban mientras se hacia el arroz. Me asome por la ventana pero no vi nada, todo estaba tranquilo. Después tocaron fuerte en la puerta. Era mi padre con mis hermanos. Estaba muy agitado y tuvo que recostarse un momento antes de decirnos lo que pasó. En el almuerzo dijo que, mientras caminaba, no sabía como iba a hacer para sacar a mis hermanos, o que iba a ser de los demás alumnos. Cuando llego, se encontró con otros padres que también habían ido a recoger a sus hijos. Cuando salieron, no se encontraron con ningún manifestante, pero al día siguiente nos enteraríamos de que el colegio había sido atacado en la noche.
Y luego vino lo de las deportaciones. Se hizo común escuchar palabras como “listas negras” o “potencialmente peligrosos”. Yo y mis hermanos éramos, legalmente, peruanos. Pero mis padres y, en especial mi madre, continuaban siendo japoneses. De todas formas, a todos nos deportaron, legales o no. A mi padre lo mandaron a Talara, y luego se reuniría con nosotros en el campo de concentración, en Texas. Nosotros fuimos en barco, a Panamá, y luego a Estados Unidos.
En el campo, si bien no podíamos salir, podíamos hacer lo que deseáramos. Cuando llegamos, los demás japoneses nos recibieron cantando. Los americanos no sabían que decían, pero nos daban esperanzas y decían que todo saldría bien. El campo era enorme, cercado con alambre de púas y torres de vigilancia cada 50 metros. Ahí pase cerca de 4 años, hasta que en el 44 lo cerraron. Yo y mis hermanos hicimos muchos amigos, de Hawái o de Estados Unidos. Hasta ahora tenemos contacto y nos reunimos en ocasiones. Gracias a ellos es que vivimos un tiempo en Nevada, porque el gobierno peruano no quería que regresáramos. Felizmente que no teníamos familia en Perú, pero aun así extrañaba a mis antiguos amigos. Fue en Nevada que escuchamos lo de la bomba atómica, del fin de la guerra y, en ocasiones, de lo que ocurría en el Perú. Después de años, en el 57, pudimos regresar. Mis hermanos ya estaban grandes, y tenían sus negocios, aunque fue muy difícil. Yo no me casé. Mi madre había arreglado con muchos japoneses, pero no quise casarme. Ya iba a cumplir 40 años cuando por fin pudimos regresar. De los miles que enviaron, regresaron menos de 100.
Más adelante, el gobierno entregaría el terreno de lo que ahora es la Asociación Estadio La Unión, donde trabajamos un tiempo. Mi padre había muerto de una enfermedad a los pulmones y ahora mis hermanos administraban la tienda, junto con otros negocios. Después de eso, vivimos sin sobresaltos, excepto por el golpe de estado a Belaunde en 1968.
Ahora vivo tranquila con la familia de mis hermanos. Son tiempos difíciles, pero siempre hemos sabido ir hacia adelante. Tengo la seguridad de que todo marchara bien,
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‘MM Hare & Burke, asesinos’ de Marcel Shwob
El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher: juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo Burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores. […]
Marcel Schwob (1867-1905), escritor francés a quien se deben libros tan imaginativos y singulares como Doble corazón, Mimos y sus memorables Vidas imaginarias, incitó en el joven Jorge Luis Borges el gusto por la escritura, según lo declaró alguna vez el viejo maestro. La biografía imaginaria de “MM Burke & Hare. Asesinos” incita ahora a los talleristas a construir vidas ficticias que revelen la mirada propia de cada cual. Como sucedió en el ejercicio anterior, selecciono los trabajos que me han parecido peculiarmente signficativos. Sigue leyendo