En ese momento seguro se debe haber sentido como lo hizo Superman la primera vez que Lex Luthor usó criptonita en su contra, sus brazos ensangrentados demostraban que efectivamente no era un superhéroe como él había pensado.
Siete años son los que tenía Tomás cuando decidió demostrarle a todo el salón que él no era un niño común y corriente como todos los demás, que él era un superhéroe, y uno de verdad. Para Tomás era cosa de todos los días jugar a salvar al mundo en los recreos y, luego, al llegar al salón contarle a Miss Ceci de sus aventuras, porque si Tomás era el héroe, Miss Ceci era la doncella en peligro, su princesa en la torre a rescatar. Cabe destacar que Miss Ceci no era exactamente una de esas mujeres de piernas kilométricas que se ven en las revistas de moda; un niño se puede enamorar de cualquier mujer porque la sociedad aun no le ha metido en la cabeza los estereotipos de belleza y, en realidad, Miss Ceci era todo menos aquel estereotipo. Mediría alrededor de 1.50, era tan regordeta que probablemente un ula-ula le hubiera quedado como un cinturón hecho a medida, tenía la nariz especialmente puntiaguda, los ojos algo desviados y una amplia sonrisa, porque, eso sí, ver a Miss Ceci sonreír era probablemente lo más cercano a ver al mismo Dios sonreír: una sonrisa cálida, casi perfecta, y, por supuesto, fue esa sonrisa la que enamoraba a Tomás, fue esa sonrisa la que lo motivaba a ser un superhéroe y a contar interminables aventuras con tal de asombrar a la redondita pero definitivamente carismática Miss Ceci. Si me preguntan a mi, era de esperarse que aquella fascinación que Miss Ceci despertaba en Tomás terminara en tremendo desastre, con un episodio que quedó grabado en mi mente, en la de mis compañeros, en Miss Ceci, y por supuesto en Tomás.
Fue un miércoles, que ¿cómo me acuerdo?, pues era miércoles de disfraz, a todos nos permitían un miércoles del año ir disfrazados de lo que quisiéramos. Las niñas generalmente de abejitas o princesas, y nosotros, los niños por lo general de piratas o Power Rangers, pero sólo había un Superman; sólo un niño del salón que creía profundamente en sus poderes sobrenaturales era capaz de lucir aquel atuendo con tal convicción y caminar con gran garbo mirándonos a todos de pies a cabeza, calificándonos de simples mortales.
Pero había un niño, al cual le molestaba la delirante imaginación de Tomás Su nombre era Carlitos. Carlitos era de esos niños que, desde mi punto de vista, eran realísticamente aburridos. Nunca se reía de las bromas de Miss Ceci, no le gustaban las siestas y, en vez de soñar con ser Superman o un famoso futbolista, él quería ser contador como su papá. Si algo le gustaba a Carlitos era tirar dardos para reventar la imaginación del resto de niños y Tomás resultaba una víctima apetitosa.
“No eres un superhéroe” le dijo Carlitos a Tomás con aire desafiante, algo que nunca se nos hubiera ocurrido al resto de los niños decir.
“Pues que si lo soy” dijo Tomás defendiendo su olímpica integridad.
“¡A ver pues, pruébalo!” respondió Carlitos. Tomás, al ver que la discusión empezaba a atraer la atención de su amada Miss Ceci, se vio en la imposible obligación de demostrarse como superhéroe. Aún recuerdo con claridad como puso los brazos en posición de ataque, parecido a como se cuadran los luchadores de box y corrió con determinación hacia la delgada ventana de cuerpo entero que daba hacia el jardín. Tomás lo atravesó totalmente haciendo añicos la ventana, y cayó en el pasto al otro lado de la ya destrozada ventana. Recuerdo cómo se paró, puso sus brazos en la cintura y sonrió orgulloso de haber demostrado su valentía, sonrisa que le duró pocos segundos, ya que al bajar la mirada y ver la sangre cubriendo sus brazos rompió en llanto. Aquel llanto sirvió para despertarnos del shock en el cual todo el salón, incluyendo a la ya no sonriente Miss Ceci, había caído. De repente el salón entero comenzó a llorar y a señalar a Tomás como si este fuera a morir o algo cercano a eso. Miss Ceci corrió hacia Tomás, lo cargó embarrando su impecable blusa blanca de rojo y se lo llevó corriendo a la enfermería.
Suerte fue que Tomás saliera del accidente con tan sólo algunos cortes en los brazo. Al parecer la posición de en la que los había puesto, había salvado el rostro y el acolchado disfraz el resto del cuerpo. Esa fue la derrota de Tomás, el día que le tocó crecer, el día que renunció a la lucha por el amor de Miss Ceci, el día que decidió que había que colgar esos disfraces para no volverlos a usar nunca más, porque una supuesta criptonita llamada realidad había vencido a un Superman de siete años.