‘El sapo’ por Bruno Doig

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Fue en aquella tórrida noche de verano, mientras el desierto se ahogaba bajo la tormenta, en que vi por primera vez al enemigo acechando tras la puerta y esperando a que abandone el refugio seguro de la casa. La familia estaba reunida en torno al pollo broaster, mirando desganados alguna de las tantas películas sobre Moisés, que por cierto no tenía nada que hacer allí; pues no era semana santa. Yo, el niño de la casa, comía papas fritas de un plato, sentado junto a la puerta de malla; nunca me gustó el pollo broaster.
Era mi primera tormenta de verdad. En toda mi vida a lo mucho había presenciado una ridícula lluvia de media hora. Sin embargo, esta también era un poco decepcionante, ni una sola casa volando, ni una sola persona fulminada por un rayo. Ni siquiera los relámpagos me asustaban, eran simples flashes de cámara. Había sido la culminación de un día desastrosamente aburrido; me daban ganas de llorar de solo pensar que me quedaría un mes entero en ese horrible lugar. Durante el día la casa era un verdadero horno a escala. Cuando salía, me daba la impresión de que me incendiaría bajo ese sol. La cuestión no mejoraba en las canchas deportivas, no aguantaba ni quince minutos de caminata. La única salvación era el bar, donde había mesas de billar. Sin embargo no podía acercarme a menos de cinco metros, porque había un panal de avispas en el techo.
Reflexionaba sobre mis frustraciones cuando sentí movimiento afuera, en el jardín. Dilaté mis pupilas para inspeccionar la oscuridad del césped y lo vi, inflando y desinflando sus mofletes. Sus enormes ojos me miraban fijamente, de solo pensar en su piel rugosa y en la baba que debía recubrir sus patas y su estómago se me erizaba la piel. Llamé a mi hermana mayor para que me dijera lo que era aquello. Ay no, un sapo, dijo. Pude ver como ponía su cara de asco y miedo. Aquel sitio también era un cubil de toda clase de animales rastreros. Mi otra hermana, la exterminadora, nos había salvado de una araña preñada, de un grillo y de tres cucarachas voladoras. Sin embargo, este era diferente. Para vencerlo necesitaríamos más que un pisotón, este era un verdadero enemigo. Decidí que era mejor no mirarlo, así que me senté en el sofá y me concentré en la película. Sin embargo, podía sentir su presencia, sabía que él estaba ahí, acechando en la oscuridad, observándome. No podía soportarlo, fue mejor que me durmiera para olvidarlo. Pero no me abandonó, soñé con el sapo era gigante, y quería tragarme, pero dentro de su boca había miles de cucarachas y otros insectos Prefería morir antes que entrar ahí.
En la mañana supe que debía idear un plan de cómo eliminarlo. Vi mi dosis diaria de Power Rangers y fui en busca de algún arma que me fuera útil. Regresé a la casa con algunas ramas gruesas y con la mochila cargada de piedras grandes. Pasé la semana entera ideando el plan de batalla y recolectando más armas. Debía hacerlo a la luz del día para que él no se diera cuenta. Durante la noche me sentaba cerca de la puerta para que me pudiera ver y para que no sospechara de mi plan. Fue en la mañana del martes de la segunda semana, cuando decidí que eran suficientes armas. También lo decidió mi mamá cuando vio que debajo de mi cama había decenas de rocas y ramas. Me quedé con la rama más filosa y con la piedra más pesada. Si no acertaba al momento de aplastarlo, podría empalarlo con mi lanza.
Esperé hasta que llegue una noche en que no lloviera mucho. Si me enfermaba y tenía que quedarme en cama, preferiría la eutanasia. Me vestí con el impermeable, me armé de roca y rama y me lancé al ataque. Identifiqué al enemigo entre el césped, tomé valor y caminé sigiloso. En ese momento comprendí que él tenía una táctica ofensiva, comenzó a brincar hacia mí. Solté mis armas y corrí gritando hacia la casa. Era un enemigo difícil.
Así fue que mis armas se quedaron algún tiempo más en el jardín, puesto que comprobé que lluvia era lluvia y que mi sistema inmunológico no cambiaba por ser verano ni porque hiciera más calor. Amanecí con fiebre y estuve así por una semana, durante la cual mi hermano aprovechó para comprarse muchos helados diarios y para tomar jarras de jugos de fruta helados frente a mí y, ya que la vida no es muy justa, y en especial para los asmáticos como yo, él nunca se enfermó.
Recuperado, decidí que era tiempo de idear un nuevo plan. Durante el día recuperé mis armas del territorio enemigo y me senté a pensar en la estrategia. Para vencerlo debía aprovechar sus fortalezas, pues se cuidaría de los puntos donde era vulnerable. Basándome en su estrategia ofensiva, necesitaría un señuelo para atraerlo hacia mí y en ese momento atacarlo desprevenido. Imbuido sin saberlo del pensamiento maquiavélico, decidí que tendría que sacrificar a mi hermana mayor.
Fue el viernes de la última semana, en que mis padres y mis hermanos iban al pueblo a comprar comida, cuando se me presentó la oportunidad. Le pedí a mi hermana que se quede conmigo y aceptó. Mientras estaba distraída, cerré todas las ventanas menos la de la cocina, donde me esperaban mis armas. Comprobé que el enemigo acechaba donde siempre y con engaños hice salir a mi hermana, le dije que se me había caído mi muñeo del Caballero de Cáncer afuera. Cuando salió para traérmelo, solo se encontró con que la puerta estaba con seguro. Me miró con odio y le señalé que entre por la ventana de la cocina. El enemigo ya la había identificado; mientras ella corría, se dio cuenta de que el sapo la seguía. Gritó y corrió, sabía la que me esperaba cuando entrase, pero era necesario para acabar con el enemigo. Me subí al repostero a esperar a que llegue el momento preciso. Cuando entró mi hermana la hice a un lado y lancé la piedra. Como supuse, la esquivó de un salto, lo que lo puso a la merced de mi lanza. Preparé la estocada cuando lo vi a los ojos. En verdad, me conmovieron mucho. Era tan solo un animal, una alimaña asquerosa, pero un ser vivo con columna vertebral después de todo. Yo no podría matarlo.
Lancé a un lado mi rama y caminé resignado literalmente a las garras de mi hermana, quien me aplicó sus especialidades, el pellizcón tirabuzón y, haciendo honor a su signo, la aguja escarlata, felizmente en ese momento aún no aprendía Antares, su técnica definitiva. Pasé el día siguiente echado boca abajo en el sofá esperando a que mi trasero y mi brazo se desinflamen. No tan incómodo como debería, pues ese día al fin nos largábamos.
Mientras íbamos en la camioneta, por la calle del campamento, me preguntaba dónde estaría el enemigo. Fue en ese preciso instante en que sentimos un pequeño bache, miré atrás de la luna, cuando vi una mancha roja y verde. Le pedía a mi papá que se detuviera un momento y, a pesar de la tormenta, bajé a ver que fue aquello. Era él, o por lo menos lo fue alguna vez. Ahora era unas tripas ensangrentadas, desparramabas en la pista. Felizmente sus ojos también estaban reventados, no me dio pena.

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