Lo primero que recuerdo es que, de niña, solía jugar con el tamborcito den-den de mi madre. Yo tenía 5 años en 1921 y todavía no empezaba la escuela. Por eso, mis padres trataban de educarme siempre que tenían tiempo. Por ejemplo, me enseñaron los números mientras daban el cambio a los clientes de la tienda o, en la noche, me enseñaban las letras, ya sea en español o en japonés. Yo vivía con mis padres y mis dos hermanos en Lince y, cuando entré al colegio, también les enseñaba a ellos. Por ese entonces, las clases eran en el centro y debía ir con mi madre, luego trasladaron el Lima Nikko a Jesús María y podía ir sola. Tenía 10 más o menos.
Era muy traviesa. Solía coger algunos dulces del aparador hasta que mis padres me descubrieron. Yo siempre me los llevaba hasta mi cuarto, en el segundo piso, pero esa vez me quede escondida debajo del mostrador. Cuando mi madre llegó, tuvo que solapar su ira hasta que un cliente terminara de comprar. Cuando se fue, yo quise irme con él.
En el colegio debía ser más tranquila. Todas las clases se impartían en japonés y la mayoría de mis amigos no hablaba español. El programa curricular era el del ministerio japonés, por lo que eran muy estrictos con nosotros. Si no nos comportábamos, había un cuarto oscuro en el que nos encerraban. En casa sí sabíamos español. Mi padre decía que era importante, y que en lo posible lo hablara más que el japonés. Yo lo hacía con mis amigos del barrio, y más adelante con los amigos de mis hermanos. A mi madre no le gustaba que me juntara con ellos, pero mi padre no tenía problemas. Jugábamos canicas en la acera, porque en ese entonces no había pistas; y a veces mis amigos nos defendían porque venían otros y nos las quitaban. Una vez, mi tamborcito den-den se rompió. Uno de mis amigos del barrio lo quiso ver y, sin querer, rompió uno de los cordones. Mi madre se enojo muchísimo, dijo que siempre nos tratarían así.
Después de la escuela, trabaje en la bodega un tiempo. Terminaban los años 20 y tendría unos 13 o 14 años. Todos los días, ayudaba a atender a los clientes, les daba el cambio y, al medio día, iba a recoger a mis hermanos. Ellos estudiaban en el Jishuryo, que estaba en Lince, así que se me hacia más fácil ir por ellos. En ese entonces, recuerdo haber visto en la calle a un mendigo que rebuscaba en la basura. Siempre se aparecía los martes, y se quedaba mirando la tienda. Después de unos minutos se marchaba, y regresaba el siguiente martes. Un día, se apareció cuando debía ir por mis hermanos, así que espere a que se vaya para seguirlo. Detrás de él, vi que anotaba algo en una libreta de apuntes. Después doblo en una esquina y nunca lo volví a ver. Luego me enteraría que se trataba de agentes del FBI de EE.UU.
Unos años después, el negocio había avanzado y mis padres pensaron que sería buena idea manejar un segundo local. Era 1932. Después de la tienda, regresé a la escuela para acabar la secundaria. Fue en ese tiempo que me di cuenta de que la gente nos trataba distinto. Mejor dicho, fue en ese tiempo en que empecé a preguntarme por todas las cosas que había visto, y que veía. Un día, al tomar el tren, me senté frente a un par de señoras. Recuerdo escuchar que una decía: “en Estados Unidos. se sientan de un lado, y los demás del otro”. Cuando me baje, aun debía caminar unas cuadras hasta mi casa. En el camino, veía que un japonés discutía con un hombre alto. Yo seguí caminando hasta mi casa. Ese día no quise atender en el mostrador.
Recuerdo también que, a veces, llegaba el hijo de la señora de al lado. Era muy guapo, tenía el cabello ligeramente más largo que el resto y se peinaba hacia atrás para que no le de en los ojos, pero debajo de este era igual, afeitado y muy limpio. A veces venía con sus amigos a tomar gaseosas, pero otras veces llegaba solo, y siempre trataba de verlo. Un día bajé, con una chompa azul que en ese tiempo era muy llamativa. Cuando lo vi, quise quitármela, pero ya estaba frente a él así que solo lo atendí. A veces se quedaba a conversar pero ese día no quería que me viera con mi chompa. Después se fue. Mis hermanos siempre me molestaban con el chico, pero ese día no estaba de humor para soportarlos. Subí a mi cuarto y guarde la chompa en el armario, sobre un montón de ropa. Al día siguiente, el chico vino en la tarde. Me dio un ganchito para el cabello, del mismo color que mi chompa. Yo me lo puse de inmediato y desde ahí solo me lo sacaba para bañarme. Luego le dije a mi madre que me hiciera otra chompa del mismo color. No le dije por qué, pues se podía enojar, pero igual la hizo y me la puse en mi cumpleaños.
Por ese entonces, circulaba la noticia de que una hija de japoneses se había fugado con su enamorado, que era peruano. Sus padres se habían opuesto porque ya tenían arreglado con un nisei, hijo de panaderos. Por eso, mi madre pensó que ya era tiempo de buscarme un marido. Yo solo me había fijado en el chico de al lado, pero sabía que mi madre nunca lo aprobaría, así que trate de olvidarme de él. Un día, el chico llegó. Dijo que se iría a vivir a la Argentina, porque sus padres no hacían mucho dinero aquí. Yo me puse muy triste y le dije que me daba pena. Luego, llegó mi madre y le pregunto qué quería. Al final el chico se fue, y yo quise irme con él.
Todo eso paso antes de los saqueos. Yo tenía 19 años en 1940. En la tienda solo estábamos mis padres y yo, y mis hermanos estaban en el colegio. Un señor entró a la tienda. Dijo que venía del centro y que había visto cómo atacaban los puestos de los japoneses. Después pidió una gaseosa y se fue, mientras que mi padre se iba a recoger a mis hermanos. Mi madre y yo cerramos la tienda y los esperamos mientras hacíamos el almuerzo. Por ese entonces, solo la gente adinerada tenia radios, así que no había forma de enterarnos de lo que ocurría más que por los gritos en la calle. Yo subí a mi cuarto, a ver si llegaban mientras se hacia el arroz. Me asome por la ventana pero no vi nada, todo estaba tranquilo. Después tocaron fuerte en la puerta. Era mi padre con mis hermanos. Estaba muy agitado y tuvo que recostarse un momento antes de decirnos lo que pasó. En el almuerzo dijo que, mientras caminaba, no sabía como iba a hacer para sacar a mis hermanos, o que iba a ser de los demás alumnos. Cuando llego, se encontró con otros padres que también habían ido a recoger a sus hijos. Cuando salieron, no se encontraron con ningún manifestante, pero al día siguiente nos enteraríamos de que el colegio había sido atacado en la noche.
Y luego vino lo de las deportaciones. Se hizo común escuchar palabras como “listas negras” o “potencialmente peligrosos”. Yo y mis hermanos éramos, legalmente, peruanos. Pero mis padres y, en especial mi madre, continuaban siendo japoneses. De todas formas, a todos nos deportaron, legales o no. A mi padre lo mandaron a Talara, y luego se reuniría con nosotros en el campo de concentración, en Texas. Nosotros fuimos en barco, a Panamá, y luego a Estados Unidos.
En el campo, si bien no podíamos salir, podíamos hacer lo que deseáramos. Cuando llegamos, los demás japoneses nos recibieron cantando. Los americanos no sabían que decían, pero nos daban esperanzas y decían que todo saldría bien. El campo era enorme, cercado con alambre de púas y torres de vigilancia cada 50 metros. Ahí pase cerca de 4 años, hasta que en el 44 lo cerraron. Yo y mis hermanos hicimos muchos amigos, de Hawái o de Estados Unidos. Hasta ahora tenemos contacto y nos reunimos en ocasiones. Gracias a ellos es que vivimos un tiempo en Nevada, porque el gobierno peruano no quería que regresáramos. Felizmente que no teníamos familia en Perú, pero aun así extrañaba a mis antiguos amigos. Fue en Nevada que escuchamos lo de la bomba atómica, del fin de la guerra y, en ocasiones, de lo que ocurría en el Perú. Después de años, en el 57, pudimos regresar. Mis hermanos ya estaban grandes, y tenían sus negocios, aunque fue muy difícil. Yo no me casé. Mi madre había arreglado con muchos japoneses, pero no quise casarme. Ya iba a cumplir 40 años cuando por fin pudimos regresar. De los miles que enviaron, regresaron menos de 100.
Más adelante, el gobierno entregaría el terreno de lo que ahora es la Asociación Estadio La Unión, donde trabajamos un tiempo. Mi padre había muerto de una enfermedad a los pulmones y ahora mis hermanos administraban la tienda, junto con otros negocios. Después de eso, vivimos sin sobresaltos, excepto por el golpe de estado a Belaunde en 1968.
Ahora vivo tranquila con la familia de mis hermanos. Son tiempos difíciles, pero siempre hemos sabido ir hacia adelante. Tengo la seguridad de que todo marchara bien,
S/T por Diego Cebreros
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Me gusta bastante el que siendo hombre el escritor y el personaje principal mujer hayas captado varios rasgos femeninos como lo de la curiosidad, el interés por las ropas, los colores, los chicos, etc. Buen observador.