Archivo por meses: abril 2009

S/T por Martín Palomino

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“[…] la muerte, que es celosa y es mujer,
se encaprichó con él
y lo llevó a dormir siempre con ella.”
Fito Páez – Flores en su entierro.

13 de Octubre de 1998

El piso es frío, la poca luz que dejan pasar los barrotes me permite ver la blancura de mi piel, no me he bronceado en meses. No soy más que un fantasma de lo que alguna vez fui, no me reconocerías en lo absoluto. ¿Quién diría que el haberte conocido me llevaría a esto? No sabes cómo se vive aquí, es una jungla, una lucha por la supervivencia y el honor, y el mío ya fue vulnerado. Aún recuerdo cuando me llamaste para decirme que te había matado; fue un error no comprenderlo antes.

Eras hermosa y yo tenía problemas con mi esposa, mala combinación. Tus piernas bien encajadas en aquella diminuta minifalda, tu cintura que podría rodear tres veces con mi brazo si quisiera; tenías que ser mía. No sentía nada especial por ti, nunca lo sentí; era tan sólo que tu cuerpo parecía combinar tan bien con las sábanas de un hotel. Me acerqué a ti con un montón de libros y tú inmediatamente notaste los de Nietzsche, pensé que eras culta, luego caí en cuenta de que no era más que un espejismo; tu ignorancia era grande, pero no me importaría mientras tus caderas lo fueran más; me sonreíste, te sonreí y lo siguiente que recuerdo es tu cuerpo chocando contra el mío en una habitación extraña para ambos. No sé como ocurrió, no puedo llamarlo amor a primera vista, nunca te amé y te lo quiero dejar bien claro ahora que estás muerta. No hubiera podido enamorarme de una chiquilla como tú y mucho menos amarla.

Ana, Anita, yo te lo advertí: “Soy un coleccionista de polvos, un aventajado adicto al viagra” hasta te dije que era el Cuco en persona. Tú decidiste seguir adelante, tal vez porque fui tu primer hombre, craso error. Mi error, quizá el más grave, consistió en permitir que ocurriera más de una vez. Aquel viaje de negocios por una semana a Bávaro nunca debió existir, pero así soy yo, un monstruo devorador de mujeres que había encontrado a una que quería ser devorada. Aún no sé cómo mi esposa pudo creer aquello del viaje de negocios; es tan ingenua. A pesar de que los años han hecho efecto en ella me atrevería a llamarla linda; aunque sus piernas, sus piernas ya no son lo que eran. Ni punto de comparación con las tuyas, ¿ya te dije que me gustaban tus piernas? “Abre el Arco del Triunfo que aquí viene Napoleón,” me gustaba decirte. Eran tonterías sin sentido, pero te excitaban. No, nunca te amé y ya sal de mi cabeza y deja de preguntármelo. Todos los muertos son buenos, dicen. Te tengo una noticia, tú no. Tú, además de meterte en mi cabeza y preguntarme día y noche si te amé, me metiste aquí.

Ya vienen por mí de nuevo, aún no puedo sentarme desde la última vez; Me gustaría tener mi pistola, creo que la perdí en nuestro viaje a Bávaro. Bueno, eso ya no importa, creo que está empezando a gustarme.

***

Carta encontrada durante algún momento en Marzo de 2002

Arturito, Arturito, nunca debiste intentar cortar conmigo. Me gustaste desde que te vi entrar ese día a la biblioteca con un montón de libros que sólo me hicieron sonreír por sus nombres raros. Tú si que no andabas con rodeos, nos fuimos directo a la cama. Yo sé que pensaste que era virgen, pero lamento informarte que no lo era. Aquel día estaba cerca la visita de Andrés, el del mes, y las cosas simplemente ocurrieron. Mi mamá siempre me dijo que una chica decente pierde la virginidad con su enamorado, E-N-A-M-O-R-A-D-O y no pues, tú no lo eras y otro ya lo había sido antes, además, yo soy sobre todo una chica decente Arturito. Aún así no creo que llegues a enterarte hasta que alguien encuentre esta carta entre mis libros de la Universidad y para entonces ya tendrás tus buenos años en la cárcel.

Arturito, Arturito, te creías el muy buen amante y no eras nada sin la pastillita esa. Encima te gustaba gritar tonterías, te creías Napoleón, por lo chiquito seguro porque de Emperador no tenías nadita; me hacías reír y creo que confundías eso con excitación. Pero eras guapo, ¿para qué negarlo?, ibas al gimnasio, te teñías el cabello y sobre todo tenías plata. ¿Acaso me habrían podido llevar a Bávaro los muertos de hambre de Juan y Manuel?, par de mocosos que me flirteaban en la Universidad, por eso nunca les di bola y siempre te insistía en que dejaras a tu esposa; aj, tu esposa, es bien feita la pobre. Bueno, no puedo negar que de joven debe haber sido simpática y me cayó súper súper bien cuando hablé con ella por teléfono. Uy, si, nunca te lo dije, la llamé para contarle todo sobre nosotros, te llamó de todo, no creo que ella te vaya a ser de mucha ayuda en el juicio.

Vayamos al grano Arturo. ¿Recuerdas cuantas veces me dijiste que creías haber perdido tu pistola en el viaje a Bávaro? Pues, ¡Surprise! La tengo yo. En realidad, para cuando leas esto ya no porque voy a estar bien muerta. No es nada personal, en serio querido, es sólo que me rompiste el corazón y que según mi psicólogo desarrolle una especie de trastorno obsesivo compulsivo hacia ti. Creo que puede traducirse a un “Eres mío o no eres de nadie”. Bueno, al grano. Me voy a matar, o me vas a matar. Ya te llamé para contártelo, pero creo que no lo entendiste. Te lo explico para sentirme profesora de Colegio (tú sabes como me gustaba eso), es simple, tu arma dispara, mis sesos vuelan y tú terminas en la cárcel pagando el cortar conmigo y dejarme sola. Soy toda una villana sexy ¿no? Como esa de le película que vimos ¿Cómo se llamaba? La que cruza las piernas pues, Bajos Instintos creo, ya ya, no importa. No creo tener nada más que decirte Arturito, así que me voy despidiendo.

XOXO

Ana

PS: ¿Me amas?

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‘Síndrome de Stendhal’ por Diego Cebreros

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-No importa- dije, mientras dejaba el vaso en la mesa- Cualquier cosa nos vamos. Supongo que ella podrá cuidarse sola.
-Si, de hecho. Pero el Pokemon no me llama. Vamos a tener que esperar.
Yo no quería esperar al Pokemon. Quería irme de una vez sin tener que soportar la música, la gente, o el hecho de que Claudia me hubiese traído aquí. Ella conversaba con quienquiera a su alrededor, mientras nosotros dos estábamos sentados. No la culpaba. Cualquier cosa era mejor que estar aquí, aburrido, tomando cerveza sin decir nada.
En fin. Supongo que en el colegio las cosas no eran distintas. Tal vez tendría el cabello más corto. Si, de hecho tendría el cabello más corto. Recuerdo que solía peinarme con raya al medio y trataba de ocultar el cabello detrás de las orejas, con tal de que no me lo corten. Al final me lo corté, para la fiesta de promoción. Sugerencia de mi madre.
-¿Qué fue?-dijo Héctor, sonriendo-¿No te llaman?
-No-dije, mientras guardaba el celular-Si quieren me llaman…
En el colegio, por ese entonces, estaba con Patty. Ahora casi no recuerdo mucho (tal vez por el alcohol) pero lo que sí recuerdo es que me quería mucho. Era como una niña pequeña a la que debía cuidar, o al menos me daba esa impresión. Tal vez aun éramos niños, los dos. Era gordita y tenía una forma muy particular para reír. Debí estar enamorado o algo. Pero yo le gustaba y, por ese entonces, no había estado con nadie. Creo que eso es lo que pasa cuando estas en un colegio de varones. Además, tampoco era un tipo simpático. Al menos ahora tengo el cabello como yo quiero. No sé qué es lo que habrá visto en mí, pero el punto es que vio algo. Y a mí me gustó que hubiese visto algo cuando suponía que no había nada.
Aunque también podía hacerme enojar. No soportaba cuando se enojaba y trataba de hacerle entender mi punto de vista mientras le daba la mirada más amenazadora que podía. Me sentía en control con ella. Sentía que podía hacer cualquier cosa si me lo proponía. Ahora me arrepiento de eso pero, en ese entonces, se sentía bien.
De todas formas, no era la persona más madura del mundo. Tampoco ella. Pero por ese entonces, parecía que Lilith sí. Al menos lo suficiente como para darme arcadas.
-Habla, ponte otra más pues…
-Que la ponga Pokemon pues…
-Jajaja. ¿No?
Recuerdo que conocí a Lilith por Internet. En el hi5 para ser más precisos. ¿Qué mensaje le mande? Algo así como “Hola. Tengo que conocerte” o “debo conocerte”. Y algo como que “era muy parecida a mi”. Estupideces. No lo recuerdo. En fin. Comenzamos a hablar. Me dio su msn. Le habré dado el mío o me habrá agregado luego. Qué se yo. Hable con ella. Hablo conmigo. Nos hicimos amigos. Eso creo. Por ese entonces todavía no guardaba nuestras conversaciones, mas porque no sabía que porque no podía. Veía sus fotos. La veía a ella. Lilith en su casa, Lilith en la computadora. Y aprendía. Aprendía todo lo que podía de ella. Como cuando escribía, lo hacia de tal forma que solo respondía a lo mas mínimo que la pregunta exigía. Por ese entonces, para mí, resultaba algo sin precedentes. Pero eran sus fotos lo que más me llamaba la atención. Ahora creo que se debe a que la disposición de la luz era tal que no dejaba ver las imperfecciones de su piel. Pero por ese entonces yo no sabia nada de eso, y lo único que veía era el cabello lacio que caía perfectamente sobre su rostro limpio y sin marcas. Si, era bonita. Más que bonita, era bonita en tanto que no era bonita para los demás, sino para mí. Y eso ya es decir bastante.
-Oe, ¿y esa chica?-dijo Héctor.
Una chica acababa de llegar. Era rubia y tenía una camiseta blanca con un pantalón holgado y rosado. Era la primera vez que veía a alguien así de drogada, al menos como para repetir su nombre cada vez que saludaba. Pero… ¿Qué rayos? Era bonita. Yo tomé un trago amargo por inercia y seguí medio picado-medio aburrido.
La primera vez que la vi no me dieron arcadas, pero tampoco estaba del todo tranquilo. Yo estaba en casa y hablaba con ella por el msn. Parecía que estaba mal por algo o por alguien. Luego dijo que quería verme. Le dije que en media hora y ella dijo está bien. Esa fue la primera y única vez que hizo algo así. No recuerdo cómo me sentí en ese momento, pero debí sentirme muy feliz, o muy nervioso. Salí de mi casa. Estaba en la Bolívar y pasó un micro. Dentro de él, una chica con un polo a rayas. Supuse que era ella, y supuse bien, porque más adelante ella se bajó del micro. Yo estaba detrás de ella, y ella caminaba en dirección hacia donde nos íbamos a encontrar. Cuando llego, se volteó y me vio. Me parecía gran cosa haber hecho eso, como si hubiese aparecido de la nada, como si tuviera el control de la situación. Ella sonrió o algo. Yo me di cuenta que, en persona, ella no era tan bonita como en sus fotos. Una lastima, pensé, al menos no me pondré nervioso. O eso creí.
Caminamos, hablamos, reímos, seguimos caminando, paseamos, fuimos a galeras, vimos ropa, vimos CD’s, vimos más ropa, salimos, paseamos, caminamos y ella me dijo que había terminado con su enamorado. Yo trate de ser comprensivo. De entenderla en su…dolor, supongo. Pero ella no parecía triste. Siempre aparentaba estar calmada, serena, inexpresiva. Más adelante le dije que parecía una muñeca de Dresde, como en ese libro de V.C.Andrews. Pero ahí, junto a ella, viendo sus jeans, sus zapatillas, su polo a rayas, su cabello, su rostro no tan simpático como en sus fotos, pero bonito para mí y para nadie más, no importaba el silencio incómodo o el hecho de que ella no dijera nada o el hecho de que yo no dijera nada porque estaba muy ocupado viendo sus jeans, sus zapatillas, etc.
Cuando llegaron todos los que se supone debían de llegar, empezó la música. Es decir, la música que se supone que debían de tocar. Música experimental, o así dijo Claudia. Todo el jardín estaba lleno de gente que no conocía, gente invitada, gente que había venido con la gente invitada, gente que solo quería pasarla bien, tomando cerveza, hablando, riendo, conversando, fumando. Jaja, la chica drogada casi se cae, pero no importa, es bonita. Yo me pare porque ya no quería estar sentado, igual que Héctor.
Los días pasaron. Yo fui conociendo a Lilith más y más. Y no me cansaba. Mientras conversaba con ella, iba descubriendo nuevas cosas mientras corroboraba las que ya sabía. Ella vivía con su madre, su hermana y su perro, cerca de mi casa. Tenía un hermano que trabajaba en Canadá al que una vez mencionó cuando nos vimos. Escuchaba Lacrimosa y leía a Anne Rice. Se laceaba el cabello apenas salía de la ducha. Su madre le dijo que debía cambiar sus zapatillas celestes porque habían pasado de moda. Cosas así. Cosas de las que solo me percataría si estuviese obsesionado con ella, intrigado, anonadado. Y supongo que por ese entonces comenzaron las arcadas. No podía verla sin sentir una presión en el estomago que me obligaba a permanecer callado si estaba con ella o a recluirme en mi habitación si es que veía sus fotos. Supuse que se trataría del clásico síntoma de mariposas en el estómago de cuando uno se enamora, pero ya había estado enamorado antes, y esto era diferente.
En una ocasión, quedamos para vernos cierto día que ella no tenia nada que hacer, o nadie con quien salir. Fui a su casa y quise conversar con ella. Pero no pude decir nada. Era ese sentimiento otra vez, que hacía que me encoja por momentos y que, por ratos, me deprimiera ante el hecho de que estaba frente a ella y no podía. Recuerdo ver un gato en esa ocasión. Por su casa había muchos gatos, y a mi me gustaban mucho. Pero ese sentimiento otra vez. Yo la veía a ella, y ella no decía nada. Apenas si decía algo, trataba de recordar, de memorizar que cosa era, tal vez ya lo había dicho antes, tal vez, tal vez fuese la primera vez que lo dijera, tal vez lo decía por algo, tal vez solo lo dijo por decir algo, tal vez solo lo dijo en esa ocasión y no lo decía mas. Pero me gustaba estar con ella. Tal vez hasta me gustaba lo que sentía, pero ¿Cómo? Si es un sentimiento horrible, si hace que me encoja y que mi rostro se desfigure y que llore, pero la sigo viendo, y ella sigue viéndome a mi, por alguna razón.
-Oe, ¿y tú pata?-pregunté
-No se, no llama, cualquier cosa nos vamos cuando terminen de tocar.
En eso vino Claudia, de entre el montón de gente.
-Jaja, pensé que ya se habían ido o algo. Yo estado aquí filmando todo y conversando con quien sea. ¿Les gustó la música?
-La segunda me gusto más
-Pero la primera también estuvo chévere- dijo Héctor- Con los gritos y todo.
No se si alguna vez emprendí una búsqueda por saber por qué es que tenia todo esto. Siempre me he considerado bastante tranquilo como para que me pase algo malo, y no le daba mucha importancia. Después de todo, ¿que hay de malo en interesarse por alguien? Claro, lo malo es cuando te interesas en alguien cuando se supone que ya te interesaba alguien, en especial cuando ese alguien sabe de la existencia de la persona que ahora te interesa. Por supuesto, a Patty no le hacia ninguna gracia que viera a Lilith, o que hablara de ella. Y yo sabía que lo que hacia estaba mal, por eso es que termine con ella. O eso creí. De cuando en cuando me daba cuenta que no debía estar con Patty, y terminaba la relación. Ella se ponía muy triste, y con razón. Pero sabia que era lo mejor, aun si le hacia mucho daño. Mientras tanto, seguía pensando en ese extraño sentimiento que, hasta entonces, solo comparaba, en mi exageración, con alguna experiencia religiosa, con una posesión de algún tipo, o simplemente con un sentimiento extraño. En fin. Mis investigaciones no me llevaron a mucho en tanto que me limitaba a ver sus fotos o a guardar sus conversaciones y leerlas durante la noche, el día, o cuando me diera la gana. ¿Qué era esto? ¿Por qué ocurría? ¿Qué es lo que tenía ella que hacía que me sintiese de este modo y no de otro? ¿Qué hay de distinto con ella? Es bonita, si, para mí, pero no para el resto, comparando su rostro con el del consenso popular, Lilith seria una chica normal. Pero ¿por que no la veía así? No lo sé.
Al fin me decidí a decirle que me gustaba, que era lo que pude rescatar de todas mis acciones hacia ella. No podía verla, por supuesto, así que se lo dije por msn. Le dije que hacia que me sintiera de un modo distinto, que nunca había experimentado. Que sentía un profundo cariño hacia ella y blah blah blah. Yo no le gustaba, para mi desgracia. Le agradaba, si, pero no le gustaba. Ese día fui a ver a Patty, y no regrese hasta la noche.
Más adelante, las cosas se complicaron un poco. El sentimiento extraño, las arcadas, la desesperación de alguna forma placentera que sentía por ella se agravaron. Estaba inquieto. Mis notas bajaron. No podía estar tranquilo. Los latidos de mi corazón hacían que me sacuda ínter pausadamente. Fui a verla. Salimos. Fuimos a unos juegos mecánicos. Caminábamos. El sentimiento extraño estuvo presente la mayor parte del tiempo. Estaba inquieto. Lo que antes hacia que me quedara callado y taciturno ahora me volvía inquieto y desesperado. Le dije todo. No como antes, cuando le dije que me gustaba. Sino lo que sentía. Todo lo que sentía. No se como pero lo hice. Ella escucho. Me miro. Miro al suelo, miro a un lado, al otro, al suelo, al piso, a mí. Escucho. Y dijo que no entendía. Que no comprendía como algo así podía siquiera ser. Yo me desespere. Tome su rostro en mis manos y la empuje hacia una pared. ¿Es que no entiendes? Le dije. No se que me pasa cuando estoy contigo que hace que me sienta enfermo. Hace que quiera vomitar y que llore, pero aun así quiero volver a verte. Y no sé porqué. En ese momento golpeé la pared. Y otra vez. No había nadie. Ella me miraba. Yo respiraba con dificultad. Al final ella tomó mis manos, que aún estaban sobre su rostro, y dijo, esbozando una leve sonrisa:
-Es que eres un niño. Solo quieres ser un adulto, y piensas que yo soy el boleto de ida.
No dije nada. El sentimiento extraño se había ido, aunque supuse que volvería. No dije nada por un momento. Pero pensaba, ¿será verdad? Solté su rostro y la acompañé a casa. No dijimos nada. Yo pensaba. Y pensaba, y pensaba, y pensaba. Y me di cuenta que tenia razón. Que era un niño que quería ser adulto. Que tal vez solo quería utilizarla a ella, del mismo modo en que utilice a Patty, para crecer, para ser adulto, para fumar, tomar, dejarme el cabello largo, conversar, drogarme, bailar, divertirme, volver tarde a casa para hacer lo mismo la noche siguiente, tal vez con una dosis de sexo casual. Eso era todo lo que ella había hecho y supuse que, estando con ella, podría ser igual, podría hacer lo mismo. Ese sentimiento, entonces, ¿qué era? Tal vez solo la desesperación latente de que, quizás, el mismo sentimiento era en vano, de que estar con ella no era la respuesta que tanto anhelaba conseguir de ella. De que, quizás, en realidad nada de eso tenia la menor importancia.
-Ya fue-dije-Vamos al Woodstock. Estoy que me cago de hambre.
-Ya pues- dijo Héctor.
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‘El sapo’ por Bruno Doig

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Fue en aquella tórrida noche de verano, mientras el desierto se ahogaba bajo la tormenta, en que vi por primera vez al enemigo acechando tras la puerta y esperando a que abandone el refugio seguro de la casa. La familia estaba reunida en torno al pollo broaster, mirando desganados alguna de las tantas películas sobre Moisés, que por cierto no tenía nada que hacer allí; pues no era semana santa. Yo, el niño de la casa, comía papas fritas de un plato, sentado junto a la puerta de malla; nunca me gustó el pollo broaster.
Era mi primera tormenta de verdad. En toda mi vida a lo mucho había presenciado una ridícula lluvia de media hora. Sin embargo, esta también era un poco decepcionante, ni una sola casa volando, ni una sola persona fulminada por un rayo. Ni siquiera los relámpagos me asustaban, eran simples flashes de cámara. Había sido la culminación de un día desastrosamente aburrido; me daban ganas de llorar de solo pensar que me quedaría un mes entero en ese horrible lugar. Durante el día la casa era un verdadero horno a escala. Cuando salía, me daba la impresión de que me incendiaría bajo ese sol. La cuestión no mejoraba en las canchas deportivas, no aguantaba ni quince minutos de caminata. La única salvación era el bar, donde había mesas de billar. Sin embargo no podía acercarme a menos de cinco metros, porque había un panal de avispas en el techo.
Reflexionaba sobre mis frustraciones cuando sentí movimiento afuera, en el jardín. Dilaté mis pupilas para inspeccionar la oscuridad del césped y lo vi, inflando y desinflando sus mofletes. Sus enormes ojos me miraban fijamente, de solo pensar en su piel rugosa y en la baba que debía recubrir sus patas y su estómago se me erizaba la piel. Llamé a mi hermana mayor para que me dijera lo que era aquello. Ay no, un sapo, dijo. Pude ver como ponía su cara de asco y miedo. Aquel sitio también era un cubil de toda clase de animales rastreros. Mi otra hermana, la exterminadora, nos había salvado de una araña preñada, de un grillo y de tres cucarachas voladoras. Sin embargo, este era diferente. Para vencerlo necesitaríamos más que un pisotón, este era un verdadero enemigo. Decidí que era mejor no mirarlo, así que me senté en el sofá y me concentré en la película. Sin embargo, podía sentir su presencia, sabía que él estaba ahí, acechando en la oscuridad, observándome. No podía soportarlo, fue mejor que me durmiera para olvidarlo. Pero no me abandonó, soñé con el sapo era gigante, y quería tragarme, pero dentro de su boca había miles de cucarachas y otros insectos Prefería morir antes que entrar ahí.
En la mañana supe que debía idear un plan de cómo eliminarlo. Vi mi dosis diaria de Power Rangers y fui en busca de algún arma que me fuera útil. Regresé a la casa con algunas ramas gruesas y con la mochila cargada de piedras grandes. Pasé la semana entera ideando el plan de batalla y recolectando más armas. Debía hacerlo a la luz del día para que él no se diera cuenta. Durante la noche me sentaba cerca de la puerta para que me pudiera ver y para que no sospechara de mi plan. Fue en la mañana del martes de la segunda semana, cuando decidí que eran suficientes armas. También lo decidió mi mamá cuando vio que debajo de mi cama había decenas de rocas y ramas. Me quedé con la rama más filosa y con la piedra más pesada. Si no acertaba al momento de aplastarlo, podría empalarlo con mi lanza.
Esperé hasta que llegue una noche en que no lloviera mucho. Si me enfermaba y tenía que quedarme en cama, preferiría la eutanasia. Me vestí con el impermeable, me armé de roca y rama y me lancé al ataque. Identifiqué al enemigo entre el césped, tomé valor y caminé sigiloso. En ese momento comprendí que él tenía una táctica ofensiva, comenzó a brincar hacia mí. Solté mis armas y corrí gritando hacia la casa. Era un enemigo difícil.
Así fue que mis armas se quedaron algún tiempo más en el jardín, puesto que comprobé que lluvia era lluvia y que mi sistema inmunológico no cambiaba por ser verano ni porque hiciera más calor. Amanecí con fiebre y estuve así por una semana, durante la cual mi hermano aprovechó para comprarse muchos helados diarios y para tomar jarras de jugos de fruta helados frente a mí y, ya que la vida no es muy justa, y en especial para los asmáticos como yo, él nunca se enfermó.
Recuperado, decidí que era tiempo de idear un nuevo plan. Durante el día recuperé mis armas del territorio enemigo y me senté a pensar en la estrategia. Para vencerlo debía aprovechar sus fortalezas, pues se cuidaría de los puntos donde era vulnerable. Basándome en su estrategia ofensiva, necesitaría un señuelo para atraerlo hacia mí y en ese momento atacarlo desprevenido. Imbuido sin saberlo del pensamiento maquiavélico, decidí que tendría que sacrificar a mi hermana mayor.
Fue el viernes de la última semana, en que mis padres y mis hermanos iban al pueblo a comprar comida, cuando se me presentó la oportunidad. Le pedí a mi hermana que se quede conmigo y aceptó. Mientras estaba distraída, cerré todas las ventanas menos la de la cocina, donde me esperaban mis armas. Comprobé que el enemigo acechaba donde siempre y con engaños hice salir a mi hermana, le dije que se me había caído mi muñeo del Caballero de Cáncer afuera. Cuando salió para traérmelo, solo se encontró con que la puerta estaba con seguro. Me miró con odio y le señalé que entre por la ventana de la cocina. El enemigo ya la había identificado; mientras ella corría, se dio cuenta de que el sapo la seguía. Gritó y corrió, sabía la que me esperaba cuando entrase, pero era necesario para acabar con el enemigo. Me subí al repostero a esperar a que llegue el momento preciso. Cuando entró mi hermana la hice a un lado y lancé la piedra. Como supuse, la esquivó de un salto, lo que lo puso a la merced de mi lanza. Preparé la estocada cuando lo vi a los ojos. En verdad, me conmovieron mucho. Era tan solo un animal, una alimaña asquerosa, pero un ser vivo con columna vertebral después de todo. Yo no podría matarlo.
Lancé a un lado mi rama y caminé resignado literalmente a las garras de mi hermana, quien me aplicó sus especialidades, el pellizcón tirabuzón y, haciendo honor a su signo, la aguja escarlata, felizmente en ese momento aún no aprendía Antares, su técnica definitiva. Pasé el día siguiente echado boca abajo en el sofá esperando a que mi trasero y mi brazo se desinflamen. No tan incómodo como debería, pues ese día al fin nos largábamos.
Mientras íbamos en la camioneta, por la calle del campamento, me preguntaba dónde estaría el enemigo. Fue en ese preciso instante en que sentimos un pequeño bache, miré atrás de la luna, cuando vi una mancha roja y verde. Le pedía a mi papá que se detuviera un momento y, a pesar de la tormenta, bajé a ver que fue aquello. Era él, o por lo menos lo fue alguna vez. Ahora era unas tripas ensangrentadas, desparramabas en la pista. Felizmente sus ojos también estaban reventados, no me dio pena.
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S/T por José Antonio Perezwicht

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En ese momento seguro se debe haber sentido como lo hizo Superman la primera vez que Lex Luthor usó criptonita en su contra, sus brazos ensangrentados demostraban que efectivamente no era un superhéroe como él había pensado.
Siete años son los que tenía Tomás cuando decidió demostrarle a todo el salón que él no era un niño común y corriente como todos los demás, que él era un superhéroe, y uno de verdad. Para Tomás era cosa de todos los días jugar a salvar al mundo en los recreos y, luego, al llegar al salón contarle a Miss Ceci de sus aventuras, porque si Tomás era el héroe, Miss Ceci era la doncella en peligro, su princesa en la torre a rescatar. Cabe destacar que Miss Ceci no era exactamente una de esas mujeres de piernas kilométricas que se ven en las revistas de moda; un niño se puede enamorar de cualquier mujer porque la sociedad aun no le ha metido en la cabeza los estereotipos de belleza y, en realidad, Miss Ceci era todo menos aquel estereotipo. Mediría alrededor de 1.50, era tan regordeta que probablemente un ula-ula le hubiera quedado como un cinturón hecho a medida, tenía la nariz especialmente puntiaguda, los ojos algo desviados y una amplia sonrisa, porque, eso sí, ver a Miss Ceci sonreír era probablemente lo más cercano a ver al mismo Dios sonreír: una sonrisa cálida, casi perfecta, y, por supuesto, fue esa sonrisa la que enamoraba a Tomás, fue esa sonrisa la que lo motivaba a ser un superhéroe y a contar interminables aventuras con tal de asombrar a la redondita pero definitivamente carismática Miss Ceci. Si me preguntan a mi, era de esperarse que aquella fascinación que Miss Ceci despertaba en Tomás terminara en tremendo desastre, con un episodio que quedó grabado en mi mente, en la de mis compañeros, en Miss Ceci, y por supuesto en Tomás.
Fue un miércoles, que ¿cómo me acuerdo?, pues era miércoles de disfraz, a todos nos permitían un miércoles del año ir disfrazados de lo que quisiéramos. Las niñas generalmente de abejitas o princesas, y nosotros, los niños por lo general de piratas o Power Rangers, pero sólo había un Superman; sólo un niño del salón que creía profundamente en sus poderes sobrenaturales era capaz de lucir aquel atuendo con tal convicción y caminar con gran garbo mirándonos a todos de pies a cabeza, calificándonos de simples mortales.

Pero había un niño, al cual le molestaba la delirante imaginación de Tomás Su nombre era Carlitos. Carlitos era de esos niños que, desde mi punto de vista, eran realísticamente aburridos. Nunca se reía de las bromas de Miss Ceci, no le gustaban las siestas y, en vez de soñar con ser Superman o un famoso futbolista, él quería ser contador como su papá. Si algo le gustaba a Carlitos era tirar dardos para reventar la imaginación del resto de niños y Tomás resultaba una víctima apetitosa.
“No eres un superhéroe” le dijo Carlitos a Tomás con aire desafiante, algo que nunca se nos hubiera ocurrido al resto de los niños decir.
“Pues que si lo soy” dijo Tomás defendiendo su olímpica integridad.
“¡A ver pues, pruébalo!” respondió Carlitos. Tomás, al ver que la discusión empezaba a atraer la atención de su amada Miss Ceci, se vio en la imposible obligación de demostrarse como superhéroe. Aún recuerdo con claridad como puso los brazos en posición de ataque, parecido a como se cuadran los luchadores de box y corrió con determinación hacia la delgada ventana de cuerpo entero que daba hacia el jardín. Tomás lo atravesó totalmente haciendo añicos la ventana, y cayó en el pasto al otro lado de la ya destrozada ventana. Recuerdo cómo se paró, puso sus brazos en la cintura y sonrió orgulloso de haber demostrado su valentía, sonrisa que le duró pocos segundos, ya que al bajar la mirada y ver la sangre cubriendo sus brazos rompió en llanto. Aquel llanto sirvió para despertarnos del shock en el cual todo el salón, incluyendo a la ya no sonriente Miss Ceci, había caído. De repente el salón entero comenzó a llorar y a señalar a Tomás como si este fuera a morir o algo cercano a eso. Miss Ceci corrió hacia Tomás, lo cargó embarrando su impecable blusa blanca de rojo y se lo llevó corriendo a la enfermería.
Suerte fue que Tomás saliera del accidente con tan sólo algunos cortes en los brazo. Al parecer la posición de en la que los había puesto, había salvado el rostro y el acolchado disfraz el resto del cuerpo. Esa fue la derrota de Tomás, el día que le tocó crecer, el día que renunció a la lucha por el amor de Miss Ceci, el día que decidió que había que colgar esos disfraces para no volverlos a usar nunca más, porque una supuesta criptonita llamada realidad había vencido a un Superman de siete años.
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‘Je me souviens’ por Juan Bonilla

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perec

Hace años que colecciono ejemplares de Je me souviens, libro que Georges Perec publicó en 1978 y que se ha reeditado en muchas ocasiones desde entonces. Lo componen cuatrocientas ochenta anotaciones que comienzan todas con las tres palabras del título (Yo me acuerdo). Las anotaciones no alcanzan nunca las diez líneas, a la mayoría de ellas les basta un par de líneas. Pondré unos ejemplos: “Me acuerdo de que mi tío tenía un CV11 con matrícula 7070RL”, “me acuerdo de Zatopek”, “me acuerdo de Xavier Cugat”. Es evidente que Je me souviens es un libro donde abundan los nombres propios, y en ese sentido tengo una malsana curiosidad – que se quedará insatisfecha- por ver una futura edición crítica de este título preparada por un minucioso especialista que se proponga anotarla y contar a sus lectores que Zatopek era un atleta, o que Xavier Cugat era un músico.

Juan Bonilla, escritor español contemporáneo, nos recuerda la fuerza expresiva de los Je me souviens de Georges Perec (Paris, 1936-1982). La capacidad sintética de estos ejercicios, con razón, ha sido aprovechada en los talleres de escritura creativa como una poderosa herramienta para conseguir comienzos intensos de donde “jalar” relatos enteros. Bajo la premisa del Je me souviens y con la indicación de buscar un final abierto para sus relatos, los talleristas escribieron un cuento más, y estos llamaron mi atención de forma particular. Sigue leyendo

S/T de Martín Palomino

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La veo, logro verla. Es hermosa, como nunca antes la había visto. No estoy seguro de qué animal se trate, algo como ella es imposible en este mundo aunque me parece que le llaman mariposa. La veo acercarse aleteando hacia mí, un par de antenas adornan su mollera, sus colores me atraen, no puedo evitarlo. Siempre me han gustado los colores brillantes, como los de las flores, y los suyos resaltan sobre la negrura del espacio en el que estamos. Es hermosa, no puedo dejar de decirlo. Los celos me invaden. Soy feo, soy feo. Me lo han dicho muchas veces. Siento que me miran con desdén al pasar, e incluso he llegado a creer que, de poder acabar conmigo de un pisotón, lo harían. Aún la veo, sigue viniendo hacia mí. Es hermosa, me golpea, se mete en mi cuerpo. Cierro los ojos, siento calor, calor. Sus antenas cosquillean.

Despierto.

Hay mucho sol, demasiado para ser primavera. Mi cuerpo está entumecido, no puedo moverlo bien, deberé acostumbrarme a este cambio. Aún la recuerdo, majestuosa. Olvidarla será imposible. Debo buscarla, está decidido, encontraré a aquella bella criatura. Necesito admirarla, tal vez así logre entender lo que es la belleza. Tal vez así logre deshacerme de este horrible cuerpo. Quiero ser hermoso, quiero que me observen admirados.

El Sol brilla hoy también. Es el día en que iniciaré mi búsqueda. Estoy emocionado. doy vueltas por todos lados. Aún no sé por donde iniciar. Hay muchos lugares en los que podría encontrarse algo igual de bello. Estoy seguro de que muchas personas querrían tenerlo en su poder. Dejaré que el viento me lleve, que sus corrientes de aire me guíen por donde Eolo crea conveniente. Me encomiendo a los dioses, tengo miedo. La gente me mira al pasar, seguramente me toman como un bicho raro, pues he decidido detenerme a contemplar una flor. Fue inevitable, algo en mi me obligaba a hacerlo. Sigo siendo llevado por el viento, paso frente a una vitrina que me seduce a verme en su reflejo. Esta búsqueda me está haciendo feliz. Tal vez aquella felicidad se refleje en mí, tal vez ahora sea hermoso. No, no puedo hacerlo, no me atrevo, mi fealdad es demasiada como para verla reflejada. No puedo seguir con la búsqueda hoy, me doy por vencido.

Lloro, lloro. No puedo entender por qué existen seres tan bellos como aquel de mi sueño y seres como yo, despreciables. Lloro, lloro sin poder contenerme.

Ya he descansado lo suficiente. Me siento capaz de manejar a comodidad mi cuerpo, es hora de retomar la búsqueda. Hoy he decidido preguntar a la gente. Estoy seguro de que si alguien ve un ser tan bello no lo olvidará nunca. Me ignoran, me acerco a ellos. Hablo, grito pero parecieran no escucharme. Siguen caminando como si nada hubiera ocurrido, luego de voltear a verme, claro está. Es claro: voltean a verme y, al verificar que se trata de un ser repugnante, deciden ignorarlo. La sociedad se basa en aspectos superficiales.

Me siento mareado, no puedo mantener un camino recto. Estoy cansado. Siento que no podré más. Mi búsqueda ha fracasado. Estoy a punto de colapsar, mi vida está llegando a su fin. He decidido verme. Quiero recordar cuan feo fui, quiero recordar la razón de todas mis desgracias. Tras un último esfuerzo logro llegar a una luna capaz de reflejas mi imagen.

La he encontrado, por fin lo he hecho. La veo tan hermosa como la recuerdo. Sus colores brillan como ninguno. La veo, lo veo, me veo. Mi vida se esfuma, se va con el viento. He caído, no podré volver a levantarme, mi búsqueda ha finalizado. Por fin lo entiendo todo.
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S/T por Diego Cebreros

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Hace un par de años que conocí a Santiago. La primera vez que lo vi fue en Pamer. Tenía el cabello hasta los hombros y siempre usaba una gorra de lana, según decía, cuando no se había peinado. Era flaco y desgarbado, y con una actitud de que poco importaba lo que pasara. No era muy simpático, pero a mí sí me gustaba. Caminaba despreocupado y con las manos en los bolsillos, y siempre apoyaba la cabeza al estar sentado. El se suicidó y no puedo evitar pensar que fue por mi culpa.
En Pamer, era un buen estudiante. Nosotros estábamos en el local de Santa Beatriz, que era donde siempre estaban los estudiantes más destacados. Yo estaba en un salón intermedio, pero Santi estaba en el salón José, que en ese entonces siempre estaba en el primer puesto. Lo máximo que pude llegar fue al salón después que ese, el salón de Jack, y un día lo vi ahí. Santi estaba sentado atrás, escondido bajo su gorra de lana, hasta que Jack lo vio. Unos días después, se quedó en mi salón. Dijo que no se sentía a gusto en el salón José y que prefería estar aquí.
En el salón, Jack siempre se sentaba hasta atrás, con Verónica. Creo que a él le gustaba y que por eso se pasó aquí. Yo no hablaba mucho con él, pero, por lo que veía, ambos se llevaban bien. Siempre reían y se divertían junto con otros dos chicos. Yo me sentaba adelante porque me costaba trabajo mantenerme en ese salón, pero Santi no se hacia problemas. Reía, jugaba, y yo sentía celos de Verónica porque podía sentarse a su lado.
Recuerdo una vez en que lo llamaron al frente del salón para el vocabulario. Él y Verónica salieron y a Santi le preguntaron. Verónica alzo la mano para responder, pero Santi se la bajó, provocando que todos se rieran. Ella lo miró con odio mientras trataba de ocultar su sonrisa; él se reía también, y yo deseaba haber estado ahí.
Recuerdo también las olimpiadas de Pamer. Santi era parte del equipo de comprensión de textos, junto con Verónica y Charlie, otro chico de nuestro salón. Nosotros no ganamos las olimpiadas, pero ellos solos obtuvieron muchos puntos cuando participaron. También lo vi en las olimpiadas de deportes. Tocaba el tambor muy fuerte y usaba el polo de nuestro salón en la cabeza. Yo no hacia mas que morirme por él, pero nunca le hablaba. Tenía que estudiar porque el examen de ingreso ya se acercaba y aún teníamos que resolver los libros especiales que, después de las olimpiadas, nos entregaban para que practicáramos.
Los días pasaron. Nuestro salón se dividió según los cursos que los estudiantes necesitaban reforzar, y apenas si lo vi. Y luego el examen de ingreso. Ese día hizo sol, a diferencia de toda la semana. Yo no me sentía bien, pensaba que no iba a ingresar a pesar de todo el esfuerzo que puse. Una vez le dije eso a Jack, y él me contestó que si aun me sentía así, lo mejor era que no diera el examen, que estuviera otro ciclo en Pamer, y que con esa mentalidad no conseguiría nada. Yo di el examen de todas maneras y luego me reuní con los demás en la reconstrucción de este. Y me quede con ellos hasta la tarde, que era cuando mostraban los resultados en Internet.
Cuando me enteré que había ingresado, Santi no estaba ahí, con nosotros. Tampoco estaba Verónica. Supuse que habrían salido juntos o que simplemente no deseaban estar ahí. Esa noche nos divertimos mucho, pero siempre lamente no haberlo visto a él.
El primer día de clases. Ese día me había decidido a comenzar mi nueva vida universitaria con más ánimos que nunca. Llegué muy temprano y me plante en la puerta de Letras, a ver si me encontraba con alguien. Después de un rato éramos un grupo enorme, todos del mismo salón o de la academia, hablando y conversando sobre el examen o la fiesta de Pamer. Luego de un rato lo vi. Estaba demasiado distinto. Ya no tenía su clásica gorra de lana ni su cabello largo, sino que ahora usaba el cabello corto y un par de lentes con montura negra. Yo lo llamé y el se acercó tímidamente a nuestro grupo, saludando de cuando en cuando a aquellos a quienes conocía. Todavía escondía sus manos en los bolsillos y caminaba de la misma forma despreocupada que siempre.
En el primer ciclo, nos habían puesto en las mismas clases, y yo aproveché para hablar más con Santi. Él todavía se juntaba con Verónica en la clase de Taller de Textos, pero aun así a veces hablábamos. Él tenia la costumbre de ir al baño a mitad de la clase y en una de esas, aproveche para hablar con Verónica. Me senté en el sitio de Santi, que aún estaba algo caliente, y la salude. Ella me saludó tambien, con una sonrisa despreocupada, y luego le pregunté sobre Santi. Ella dijo que por lo general hablaban de todo, pero mas que nada se reia con sus bromas. Tambien dijo que a veces se ponía muy raro. Que no decía nada y a veces hasta lloraba. A mi me pareció eso muy raro. En las veces que lo había visto, él siempre estaba muy feliz y sonriendo. No me imaginaba que algo le pudiese molestar hasta el punto de ponerse así. Verónica dijo que a veces le preguntaba qué le ocurría, pero nunca decía nada, o si lo hacia, que solo se le daba por ser así. Luego le pregunté si es que los dos estaban juntos, pero ella dijo que no. Dijo que a Santi le gustaba otra chica que no era de la universidad. Dijo que no hacia más que pensar en ella y que, a veces, cuando veía una foto suya le daban arcadas de la emoción. Cuando Santi llegó, estaba saltando pausadamente. Según él, saltaba como Mario Bros. Le salude y él hizo un ademán con la mano. Tenía la cara mojada y los lentes en las manos.
Por ese entonces, nos hicimos más amigos. Íbamos a mi casa y nos reuníamos para hacer las tareas en grupo. A veces éramos como 9 o 10 personas. Yo me ponía a conversar con mis amigas, mientras que Santi resolvía los ejercicios. A veces trataba de preguntarme algo, pero yo seguía conversando. Ahora me arrepiento de eso, pero aun así, Santi no solía conversar con los demás. Otras veces éramos él, una amiga y yo, en mi casa. En una ocasión estuvimos solos, y yo me acerqué a él. Santi también se acercó a mí y estuvimos un rato juntos, abrazados. Pero él no hizo nada. Se alejó y volvió a los ejercicios. Nunca más hizo algo así. Y desde aquel entonces, note algo extraño en él.
Después de un tiempo, yo me cambie de carrera. Me pasé a Ciencias Políticas junto con unos amigos que había hecho con el tiempo, algunos del Club de Debate o de la misma facultad. Era mi cuarto ciclo y, lamentablemente, había jalado unos cursos. Santi seguía en la misma carrera. Estaba adelantando un par de cursos pero, aun así, nos veíamos de vez en cuando. Ya por aquel entonces mostraba signos de estar deprimido. No sonreía ni se juntaba con nadie. Tenía el cabello más largo y usaba lentes en raras ocasiones.
Un día quise hablar con él. Apenas me vio, su rostro neutral cambio a un rostro neutral forzado. Lo salude, y el apenas si me saludó. Sus ojos parecían cansados y viejos, mientras que el tono de su piel había adquirido una tonalidad medio amarillezca. Le pregunte si es que le ocurría algo, pero él no quiso hablar del tema. Yo le insinué que lo extrañaba mucho y que cualquier día de estos se pasara a mi casa. Él me miraba, distante, y dijo que le gustaría mucho.
Y ese día llegó. Un día estaba en mi casa, con una amiga, y Santi se apareció de pronto. Dijo que si estaba bien que viniera y yo lo recibí encantada. Mi casa estaba aun con muchas cajas sin desempacar, pero no creí que a él le importara. Se sentó en la cocina y yo a su lado, impaciente por saber el motivo de su visita. Él no hablaba mucho así que yo empecé. Le dije qué milagro que te apareciste, y él respondió que es que no tenía nada que hacer y nunca había venido a mi casa. Luego hablamos un rato, pero él siempre con su tono sombrío y distante. Yo me preocupaba por él, y se lo decía. Pero nada, no respondía y se quedaba callado y a mi me desesperaba, por mas que lo quisiera me desesperaba que no dijera nada, y le dije pero dime qué cosa te pasa si antes eras tan alegre. Y él se quedo callado de nuevo, mirando el mantel, luego mirando no se que cosa y luego mirando el mantel de nuevo.
Y luego dijo algo como ¿que quieres saber qué me pasa?. Bien. He estado pensando. Sobre ti, sobre mi, sobre algunas cosas. Pensaba que si tu me quieres tanto como dices y como sé que me quieres, entonces ¿por qué yo no habría de quererte? Porque tú me quieres ¿verdad? Y yo le dije que sí, que lo quería con toda el alma. Pero luego guarde silencio y él continuó. Estuve pensando mucho sobre porque es que ocurría esto. Y algo que me ayudo fue el hecho de que yo me encontraba en la misma situación que tú. Yo también he sido alguien patético y desesperado que trataba de conseguir la atención de alguien a quien no le importaba en lo mas mínimo. Y yo no entendía por qué, por qué es que si la quiero tanto como tú me quieres a mí, por que no puedo estar con ella. Entonces, para resolver esa situación, me puse a pensar sobre qué es lo que yo siento por ti, de tal forma que, siendo ambos casos iguales, pudiese comprender mi situación con ella. ¿Y sabes qué descubrí, María? Descubrí que lo que yo siento por ti es desprecio. El más puro y desarraigado desprecio porque, precisamente, no me recuerdas a nadie más que a mi mismo, cuando trataba de conseguir lo que no podía y me comportaba como lo que no era. No sabes cuánto te odio por ser de esa forma. Si pudiese, te mataría en este preciso momento. Pero luego, me di cuenta que todo esto, aun cuando tiene absoluto sentido para mi, no tiene sentido para el resto del mundo. Es decir, ¿cómo puedo odiar yo a alguien que me quiere tanto? Yo lo entiendo perfectamente pero los demás no. Ellos no entienden nada de lo que pudiese sentir, o hacer. Pero yo sí te entiendo, le dije, aun cuando me daba muchísima pena todo lo que me había dicho, le dije eso solo para reconfortarlo. En fin, continuó, eso es lo que me pasa. Y espero no tener que volver a repetirlo. Y yo le dije pero espera, no he entendido muy bien. Y él dijo sí, exacto. Luego se fue. Y esa fue la última vez que lo vi. Después todos nos enteramos de lo del suicido, pero nadie estaba muy seguro de por qué se mato. Yo creo que fue porque se sentía solo, pero al mismo tiempo no podía aceptar la compañía de cualquier persona. Y siendo así, se convertiría en un hipócrita más, igual a todos nosotros, según le escuché una vez. Nunca había conocido a alguien como el. Y hasta ahora no he visto nada de él en otra persona. Sin embargo, la hipocresía de la que hablaba le he visto en todos. Como cuando se enteraron de lo del suicidio y casi a nadie le importó tanto como a mí. Tal vez algo de él se quedó en mí, y espero que al escribir estas líneas, ese algo se quede aquí conmigo.
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‘La historia del Come Mote’ por Fernando Padilla

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Habíamos comenzado la segunda semana de clases del segundo año, y había llegado un nuevo chico al colegio: alto, moreno, con sus dos chapitas, directo de la fría Juliaca. Por motivos que nunca nos contó toda su familia se había mudado de Puno a Lima.

Lo primero que nos llamó la atención de él fue cuando abrió la boca para decir “Hola, muchachos” con ese dejo marcadísimo de las personas de la sierra. Desde aquel momento no se le ocurrió mejor chapa al más travieso de la clase que llamarlo “El come mote”.

El Come Mote era muy simpático y se ganaba muy rápidamente a la gente, contaba sus historias, jugaba con todos; a pesar de ser un par de años mayor que el resto, se llevaba bien con todos. Unos días después, en clase de lenguaje, el profesor nos agarró de improvisto en la última hora, diciéndonos: “Chicos, van a escribir una composición sobre lo que han hecho en sus vacaciones, alguna anécdota o algo que les haya sucedido,;luego voy a elegir a uno de ustedes para que nos lea su relato”.

Todo cansados, pues era la última hora de clase, comenzamos de mala gana a escribir nuestros relatos. Algunos contaban sus vacaciones útiles, otros la pichanguita de barrio que ganaron, otros sobre el nuevo integrante de la familia, pero el Come Mote tenía algo más interesante que contar.

Mientras escribíamos los cuentos pude notar que el Come Mote era el único concentrado. Sudaba y borraba y volvía a escribir línea por línea, para finalmente arrancar la página del cuaderno Loro de cien hojas y, nuevamente, comenzar a escribir. Parecía que esta vez ya no era un borrador.

Su rostro cambiaba a medida que iba escribiendo. En ese momento el profesor dijo: “Listo, el tiempo se cumplió. Uno de ustedes, no… mejor que sean dos. La lista, por favor…”.
Adriana Vega. Ella salió y contó la historia de cómo sus papitos le habían comprado su nueva bicicleta. Sin duda alguna, fue lo más aburrido que mis oídos han tenido que escuchar.
Cuando terminó, el profesor dijo: “Carhuapoma al frente”. El Come Mote salió al frente, cuchicheó con el profesor diciéndole que no podía leer, porque había escrito cosas privadas. Y es ahí cuando la muchachada nos salió, comenzamos a corear: “Que lo lea, que lo lea, que lo lea…”.

El profe le quito el cuaderno muy hábilmente, y leyó el título e inmediatamente se sonrió y dijo: “La historia de mi primer beso”. La clase estalló en risa diciendo: “¿Tuvo sabor a cancha?, ¿le pasaste tu mote?”

El Come Mote inmediatamente se armó de valor y empezó a leer tartamudeando, mirándonos con unos ojos entre rencor, odio y miedo. Nunca olvidaré ese momento, pues fue tan gracioso… “La historia de mi primeeeeeeeeeer beeeeeeeso…”. En ese preciso instante el chato me pasó la voz: “Mira su pantalón…”- una mancha creciente se observaba en aquel. El chato no aguantó las ganas de decir: ¡se ha orinaoooo!!! Toda la clase enmudeció y al instante comenzaron las carcajeadas. Fue un momento de espanto, pues el Come Mote se había orinado. El profesor no le quedó más que decir: “Siéntate, amigo”.

El Come Mote desde ese día no fue el mismo. Creo que nos empezó a odia. A los pocos años, luego de que me cambiara de colegio, me enteré que él se suicidó, tal vez porque no aguantó la crudeza de su chapa en su adolescencia o quizás porque no pudo sobre llevar lo que le había pasado. Asistí a su funeral, y hoy escribo este cuento en recuerdo a su memoria
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‘Al despertar’ por Bruno Doig

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Has tenido una noche pesada, inquieta. Por algún motivo tu espalda te duele; aunque siempre lo hace, ya no debería sorprenderte. Pero no es solo eso lo que te molesta. Sientes que algo es diferente. Tienes un poco de frío, empiezas a sentir tus alergias en la nariz. Abres a medias tu ojo derecho, estás desnudo. No solo eso, estás durmiendo en el suelo. Tratas de hacer memoria, no recuerdas haberte caído en ningún momento; hubieras sentido el golpe. Abres ahora tu ojo izquierdo. Intentas desperezarte, estás verdaderamente cansado, te cuesta hacerlo. Ya estás casi completamente despierto, pero no te levantas, nunca lo haces inmediatamente. Siempre es como si te pesara el mundo. Cada día te cuesta reunir las fuerzas para seguir. Aguardas un rato más en el piso, hasta que decides que no puedes más con la alergia. Con desgano te pones de pie y lo ves. Por un momento, no piensas nada, es impresionante, es raro. Aquel que está echado en tu cama eres tú mismo. Aquel cabello, aquella nariz, aquel rostro, aquella ropa con la que te acostaste ayer; lo ves a diario y, sin embargo, dudas, corres al baño a verte en el espejo. El que te devuelve la mirada también eres tú. Regresas asustado a la habitación, estás muy confundido, te acercas, lo ves detenidamente; realmente eres tú, solo que más pálido. Tocas su mano, está fría, gélida, su rostro, también. Tanteas en el cuello, en la muñeca, no encuentras el pulso. Juntas tu oreja a su pecho, no sientes nada. Está muerto. Finalmente estás asustado, solo hay una explicación posible. El que piensa, el que vive, tú; no eres más que un fantasma viendo su propio cuerpo inerte. Buscas la silla, lo coges y te sientas frente al cadáver. Si eres un fantasma, entonces estar muerto no es muy diferente a estar vivo. Pero cómo fue posible que movieras la silla, cómo es posible que puedas sentirte a ti mismo, vivo, caliente; cómo es posible que respires. Pasas minutos pensando, tú solo no puedes saber si estás vivo, o si eres más que un fantasma. Necesitas hablar con alguien. Pero con quién. Esa es la interrogante. Hace mucho que vives solo. Sin querer; o, más bien, deseándolo mucho, te alejaste de tus amigos, te alejaste de tu familia, de todos. Coges el teléfono, piensas un momento, marcas, esperas a que conteste.
-¿Hola?- tiene la voz ronca, cansada, como si recién se despertara.
– Pedro, necesito que vengas… Es una emergencia, por favor, ven.
-¿Francisco? ¿Qué pasa?
– Por favor, ven pronto – Cuelgas.
Regresas al baño, orinas, otra prueba de que no eres un fantasma. Pedro sabrá qué hacer, es médico, además, alguna vez fue tu mejor amigo. O al menos eso pensaba él, nunca tuviste verdaderos amigos. Inclusive, por momentos llegabas a odiarlo, te cansaba. Al perecer se dio cuenta de ello, terminó por alejarse de ti. La puerta se abre, nunca le echas seguro, no sabes por qué. Es Pedro, mal afeitado, con el polo al revés, ha venido muy apresurado, quizás estuvo de guardia en la noche.
-¿Qué te pasó Paco? – está un poco asustado, recién recuerdas que estás desnudo.
– Ven.
Caminan hacia la habitación. Pedro lo ve. Tú abres el cajón y te pones la ropa interior. Pedro está atónito. Tarda un momento en despertarse, abre su maleta y saca sus instrumentos para revisar el cadáver.
– Está muerto. No comprendo, quién es, qué sucedió. No entiendo nada.
-¿Me puedes ver?… Por favor Pedro, dime que estoy vivo.
Pedro se levanta y te palpa la cara, te ausculta, siente tu pulso.
– Tus signos vitales están correctos… ¿Tú como te sientes?
Te sientes completamente normal de salud. Pero no llamaste a Pedro para eso, ya sabías que el que está echado en la cama está muerto. Quieres saber qué sucedió, quieres saber qué pasará contigo, quieres saber qué harás ahora, quieres saber que estás vivo y no eres un espíritu.
– No eres un fantasma Paco, yo te puedo ver, los instrumentos no fallan, estás vivo. Debe haber una explicación racional para esto.
– Pero y qué tal si los instrumentos no fallaron hasta ahora. Qué tal si solo tú me puedes ver y sentir.
– Entonces llamemos a alguien más, llamaré a Laura.
Hace mucho que no ves a Laura, no sabes que sucederá cuando la veas, Pedro no sabe cómo la hiciste sufrir, con tu indiferencia; nunca la quisiste de verdad, como a todos. La odiaste sabiendo que ella te amaba. No sentiste tristeza cuando terminó. Solo remordimiento, nunca quisiste hacerla sufrir, nunca quisiste ser así. Se abrió la puerta, también se nota que ha venido apresurada, el cabello revuelto, la agitación de quien ha corrido preocupado. Cuando cruzaron miradas después de tanto tiempo, supiste que ella aún te ama, pero perdura el recuerdo de las heridas, del dolor por el amor no correspondido.
– ¿Qué pasó, Paco?
Es la misma expresión de confusión. Pero esta vez es Pedro quién decide mostrarle el cadáver. Ya sabías que gritaría, sin embargo Laura es diferente a Pedro, no pregunta, no quiere pensar nada sino en ti. Solo se acerca y te abraza, hace mucho que no sientes el afecto de alguien, la abrazas y por fin te desahogas, lloras botando toda la preocupación y el miedo que vienes almacenando desde que despertaste. Por un momento olvidas todo.
– ¿Lo ves, Francisco? Estás más vivo que nunca – dice Pedro.
– Pero quién es ese que está muerto en mi cama.
– Pero que tal si… – dice Laura.
– No es un fantasma, no existe eso, solo lo que nosotros podemos ver, lo que sentiste al abrazarlo – dice él.
– Esto es increíble – dice ella – parece un sueño, quizás lo es.
– Entonces yo solo sería una ilusión tuya, sería peor que un fantasma.
Los tres se sientan varios minutos sin decir nada. Quizás no debiste llamarlos, quizás debiste sentarte y esperar que el cuerpo se pudriera. Los vecinos llamarían a la policía, quizás aquello sería más real que estar aquí, con esos dos.
– Llamaré a Fede – dice Pedro.
Quizás Federico era el que más te comprendía, ambos siempre fueron muy parecidos. Quizás por eso que siempre se llevaron tan mal, ambos tenían esa manera especial de alejar a las personas. Ambos estaban solos, pero unidos en la soledad. Los tres se relajan un poco, saben que Federico tardará, nunca le importó mucho la realidad, siempre con sus cavilaciones metafísicas y sus preguntas filosóficas. Quizás él pueda saber qué sucedió.
– Iré a preparar algo para comer – dice Laura.
Se levanta y se va hacia la cocina. Miras a Pedro, ya casi parecen unos desconocidos, se ven y no se reconocen. Es un momento incómodo, ambos tienen tantas cosas que decirse, pero no lo consiguen, guardan silencio. Te levantas y vas hacia la cocina. Laura está preparando unos sandwichs de jamón y queso, ella baja la mirada y se concentra en lo que hace. Te acercas y la besas en el cuello, ella se vuelve hacia ti, intenta separarse, pero no lo consigue. Lo hacen en el piso. Aun después de esto no puedes asegurar nada. Estás más confundido que antes. Qué tal si todo aquello no es más que un sueño, no de ella, sino tuyo. Tu cabeza es un desorden total, te levantas y regresas a la sala. Ella no dice nada, regresa a preparar los sandwichs. Cuando la puerta se abre, también está desaliñado, despeinado y con dos zapatos distintos; así es él, no vino apurado. Esta vez los cuatro van hacia la habitación. La reacción de Fede es apretar fuerte tu brazo, luego hace lo mismo con el de todos.
– ¿Está muerto? – pregunta a Pedro.
– Sí.
– Supongo que no saben y no entienden nada.
– No.
– Yo tampoco, solo puedo pensar que esto es un sueño, todo esto es una mera ilusión creada por mi mente – dice.
– Pero entonces yo no existiría, porque yo también he pensado que todos ustedes son ilusiones.
– Es más bonito que pensar que tú eres una ilusión, o incluso que realmente estás muerto y eres un fantasma. ¿Verdad? – dice Fede.
– Pero yo sé que existo.
– En realidad no lo sabes, por eso estamos todos aquí. Pero supongo que ni el haberme hecho el amor te dice nada – dice Laura.
– Que existas o no existas, eso no depende de ti, Paco, depende de nosotros, seamos reales o no – dice Fede – no puedes saber nada por ti mismo, no puedes vivir si nosotros no estamos aquí.
– Deshagámonos del cuerpo – dice Pedro. Todos lo miramos atónitos – no sabemos qué pasa. Solo sé que el que está echado en la cama es un cadáver, y el que está aquí parado está científicamente vivo. El cuerpo empezará a apestar en algún tiempo. Aunque estés muerto, aunque seas un fantasma, un sueño o una ilusión, solo te queda seguir viviendo así. No ganarás nada descubriendo el porqué de esto.
Viendo salir a Pedro cargando un nuevo material para la facultada de medicina en su maletera, sabiendo que Laura se iba aún enamorada de ti y que Federico llegaría a casa aún más pensativo y fuera de este mundo que ante, supiste que al haber marcado el teléfono para llamar a Pedro, decidiste vivir.
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