Mientras esperaba a que llegaran Italo y Ian, me senté en el sofá del centro del cuarto; y me detuve a ver una foto de tres sujetos. Uno de ellos usaba una camisa amarilla y un chaleco marrón; su castaño cabello estaba dividido en partes iguales y su mirada era fría. El sujeto del otro extremo usaba, en cambio, una chompa ancha; su cabello parecía no estar peinado; pero tenía una mirada amigable. Por otro lado, era alguien más quien resaltaba en la foto; el hombre del medio era como el equilibrio; su ropa era más formal que el primero, pero su mirada era despreocupada y tranquila; su cabello moderadamente ordenado, y una amplia sonrisa en su rostro. Aquel sujeto era Daniel Matías; el sujeto que anhelaba poder y proclamaba que futuros mundos irreales; aquel tipo que movía masas y confiaba en sus dos mejores amigos. Aquel sujeto que era sólo un pedazo de materia hueco de sentimientos con arte en la actuación. Aquel sujeto que soy yo.
Dejo la imagen en la mesa y me dirijo a abrir la puerta cuando oigo un golpeteo. Es Italo que me saluda y estira su brazo para que coja un pedazo de papel. Lo observo cuidadosamente pero al mismo tiempo le sonrio y lo saludo con un tono de aprobación, él me mira con esos ojos de aprecio ya que me considera su maestro y me dice “La guerra está ganada, Matías; es el fin de la familia Ferro”; ante esta aseveración, lo único que hago es leer lentamente el pedazo de papel; mis dedos presionan la hoja.
No eran más que un pequeño grupo de títeres de madera añeja y carcomida por las polillas, vestidos con ropa parchada y sucia. Tienen narices largas y puntiagudas, pares de ojos saltones que dan la impresión de estar cerca de salirse de sus orbitas; también están esas bocas mal pintadas como si les hubieran extirpado los labios o sufrieran de alguna enfermedad peculiar que se las agrandaron y estuvieran a punto de reventar. El lamentable chillido de los alambres de sus articulaciones acompaña la música de un hombre de sombrero amplio y desgastado al lado del escenario. Ante tal espectáculo, el público no hace nada más que guardar silencio; tal vez, sea el sentirse identificados.
Hay un hombre peculiar en el centro del escenario. Sus ropas son lujosas y estás sentado con las piernas cruzados sobre el asiento; su cabello rojizo esta peinado hacia atrás y sus achinados ojos se enfocan en los títeres. Tiene un anillo dorado reluciente en cada dedo; de cada cual, una fina cadena plateada crece hasta perderse a través de su manga. El sujeto gira la cabeza para observar a cada miembro de la audiencia, curva la boca y analiza una vez más a los títeres.
Camino y me dirijo al sofá donde estuve al inicio. Por su parte, Ítalo me sigue, avanza y se sienta en el pequeño sofá verde, al extremo izquierdo de la habitación desde donde se puede ver la ventana. Al parecer, destruir a Vladimir Ferro y a su estúpida hija, Nohelia Ferro, será un hecho real en pocos días. La familia Ferro tiene mucho poder y se opone a mi gobierno; esa maldita fuerza que radica en la niña Ferro, la cual es capaz de conocer las decisiones del enemigo apenas este las tome; sin embargo, la noticia de Italo explicaba que por algún extraño fenómeno, no podría usar esa habilidad dentro de cinco días. Italo me va explicando como uno de sus hombres se infiltró en la casa y obtuvo esa información de una fuente confiable, mientras yo me paro y me acerco a la ventana; no ingeriré fácilmente un potencial dulce veneno del falso éxito; después de todo Italo es un genio y mi mano derecha pero puede ser un traidor. Un joven de aspecto descuidado entra en el ambiente, me sonríe; trae la misma noticia.
Apenas la función da inicio, el público comienza a reaccionar indistintamente. Tres hombres se paran y se alejan, muchos presionan sus puños, y algunos más contraen los músculos de sus pies para evitar buscar al titiritero, que está escondido en alguna parte. La imagen de títeres y un escenario en decadencia parece molestarlos. Lo que un inicio fue una imagen comparativa, ahora se considera un insulto. Repentinamente, la melodía del hombre de sombrero ancho aumenta en volumen y comienza a presentar altibajos y muchas variaciones que encajan perfectamente con la situación. Las combinaciones de un do mayor, si séptima, la menor y otras tantas hacen que el público se calme y preste atención a tan curveada música. A un extremo del escenario el hombre de los anillos con cadenas se burla al ver la reacción de los asistentes.
El nuevo sujeto, Ian, avanza y se sienta en el otro sofá. Ambos se miran directamente y se analizan el uno al otro; sus ojos finalmente se apartan y me ven. Yo vuelvo a sentarme nuevamente en el sofá; también, los veos. Ian es el primero en hablar; me mira con unos ojos muy expresivos; y mientras levanta su brazo y aprieta si puño, explica su idea de que debemos capturar a la niña Ferro. Los ojos de Italo bajan hasta llegar a sus manos, las que unidas yacen sobre su regazo. Separa la derecha y rebate la idea al mismo instante que si mueca juega con su dedo índice al ritmo de su voz. Los veo a ambos y apoyo a Italo. Igualmente a lo que dijo, la decisión será tomada el mismo día; por ahora, los espías seguirían vigilando. A Ian, me decisión no le agrada; sus ojos se opacan e inclina la cabeza. He observado que por varios días esa tristeza ha ido aumentando día tras día; me pregunto cómo cree que lo apoyaré por eso; puedo haberlo criado por siete años y llamarlo hijo, pero es muy diferente el que importe. Italo se para, y se aleja para avisar a los hombres sobre las nuevas órdenes. Los tiesos hombres se mueven tal como él lo ordena; uno de los muñecos mueve sus piernas, y el brazo izquierdo va al compas de su caminar; su brazo derecho coge alguna que otra cosa; sus ojos volteaban a lo que debe ver; al hablar los labios modulan con precisión. Un muchacho sentado a mi costado le pregunta a su padre cuantos titiriteros hay en la función; el padre lo mira, lo piensa y concluye “debe haber, al menos, dos por personaje”. Las cadenas de los anillos del hombre dejan de moverse por un instante; los hilos colocados en cada parte del títere, desde sus brazos hasta el triple movimiento de un dedo, hacen que se deje de prestarle atención al público y también quede enfrascado en la historia.
Dos asesores, dos amigos, entran y ocupan sus sitios centrales en la mesa. Ian está a mi lado izquierda; Ítalo, inversamente, a mi derecha; cuatro hombres más los acompañan; son sujetos que no tiene ideas propias y se limitan a apoyarlos. Me paro para dar inicio a la reunión. Comienzo mi discurso con palabras de confraternidad y alegría, además de premiación y jubilo porque la victoria esta cerca, alzo mis brazos y felicito a cada sujeto que está sentado asintiendo mi cabeza a cada uno de ellos ligeramente; muy hondamente, los felicito por ser mis esclavos y ayudarme; los felicito por ser las ovejas que permiten que pueda dominar. Tomo asiento e indico a Ítalo que explique su plan; el repite de alguna manera lo que hice: se para y hace una introducción espléndida y corta. Tengo una postura firme, mi mano izquierda coge un papel y con la derecha levanto la pluma para hacer apuntes; Ítalo, luego, junta su silla a la mesa y comienza a caminar alrededor mientras explica que el mejor camino es capturar a la niña Ferro; derramo un poco de exceso de tinta cuando escucho sus ideas. Él era el que estaba oponiéndose, eso no iba bien. Cuando Italo pasa a un asiento mío, es decir frente a Ian, este último que esta algo reclinado lo interrumpe. Ni siquiera se para; no obstante, mueve eufóricamente los brazos; ve directamente al resto del sujetos; le increpa el sugerir conocer quien tenía más guardaespaldas, y preferir a la niña con seis guardaespaldas, cuando Vladimir solo tiene uno. Sigo apuntando lentamente; el dedo gordo de mi pie se revuelca dentro de mis zapatos para evitar gritarles. Veo a los ojos de Ian, que tiene su seguridad normal y su despreocupación; cómo es posible que el tenga la opinión más acertada. Italo había continuado caminando y quedo a su frente. Lo veo, y tenía ese extraño brillo cada vez que acertaba; hace caso omiso del comentario de Ítalo y continúa con su plan. Ian se enfurece, y baja la cabeza para que no pueda ver sus ojos y aspira profundamente.
El sujeto baja sus piernas cruzadas del asiento, se curva hacia delante y agranda sus ojos. El silencio reina en la sala; la audiencia había dejado de moverse totalmente hace unos minutos, y prestaba atención al conflicto de la historia. El músico había bajado ligeramente el volumen pero continúa el incesante movimiento de sus dedos. El hombre levanta su brazo y el chillar de las cadenas queda atrapado en el vacío; lo nota, capta lo que el público conscientemente ignora, pero subconscientemente lo hace amar aquel espectáculo; el toque del músico en cada tecla es igual a algún movimiento de la marioneta. “Si el señor Ferro es atrapado; el riesgo no disminuirá debido a que la niña siempre tendrá el poder disponible” dice Italo. Yo lo observo y encuentro la explicación hacia lo que creí irracional. “Sin embargo, ella sabe que lo irán tras ella; y, sus guardias deben ser muy buenos, solo perderemos todo.”, señala Ian. No había levantado su cabeza, seguía mirando hacia el piso; yo lo veo, todavía, escribió; su idea es coherente; pese a todo, si no podemos atrapar a la princesa ahora nunca lo haríamos, no hay opción. “Eso es cierto, pero nuestra gente es mejor” termina vocalizando Italo. Yo lo veo y hago un trazo más en la hoja; dentro de mí, sonrío. Esa era una frase magistral y sin discusión, no era probada ni justificada; pero tenía una gran carga emocional que incluso Ian, que puede pecar de imprudente, no se atrevió a refutar ante los miembros del escuadrón. Se hizo el silencio en la sala, mientras yo hacia algunos otros trazos; logré ver que no había levantado el rostro; la idea de él, al igual que yo, temiera que Ítalo nos engañara, cruza por mi mente. No obstante, esta vea lograría todo, no seguiría el consejo de ninguno.
Alcé mi brazo y estiré mis dedos para indicar silencio. “Italo como siempre tienes muy buenas ideas; es exactamente eso, lo que se hará; si no atrapamos a la niña Ferro no nos servirá de nada; y si le damos más tiempo podemos caer”, digo elogiándolo. Los sujetos del lado de Ítalo se inflan en gusto y miran sigilosamente a Ian. Él no lo ve, únicamente se limita a seguir mirando sus manos con la cabeza gacha. Yo continúo con mi discurso e indico a uno de los concordantes con Ítalos y a él, las tareas precisas para atrapar a Nohelia. La reacción de los demás, la esperaba; querían reclamar y tal vez incluso eran capaces de golpear a Ítalo; quien me mira apacible, tranquilo, como siempre. Sin lugar a dudas, debe estar vanagloriándose por dentro, mi querida mano derecha. Solo que mi discurso no acaba, “Ahora bien, los dos equipos son suficientes para atacar exclusivamente a Nohelia; así que, también tomaremos al señor Ferro.”
Una sucesión de hechos ocurren. Ian levanta la cabeza y se me queda mirando. Yo le sonrío y sigo, “si por alguna razón, la niña Ferro no es capturada, tendremos a Vladimir Ferro.” Italo me mira y reclama “Matías, pero si haces…”; elevo mi brazo como lo había hecho anteriormente y Italo se quedo callado. “Esta es nuestra oportunidad, y no la podemos perder, mientras cada grupo se encarga de atrapar a los Ferro; el grupo 3, 4 y yo atacaremos la misma casa para crear una falsa conmoción, y si es factible tomaremos la casa. ¡Comencemos!” Todos, menos Ítalo e Ion, salen. “¿Qué pasa?”, les digo. “Matías sabes que la mejor decisión es que todos ataquemos a la niña Ferro” dice Ítalo todavía sentado en su sitio. “Estoy de acuerdo, señor Daniel; dividir las fuerzas incrementara el riesgo de perdidas.”, dijo Ian un poco indeciso. Observo a uno y a otro, y respondo “Lo sé, pero somos capaces; y si no, no lograremos nada; nuestra meta no es la familia Ferro, solo es un obstáculo. Tomen sus puestos y actúen”. Italo me observa, se despide y se va. Ian también lo hace; se detiene en la puerta. “Hasta luego, señor Daniel” balbucea algo agachado y se marcha. Cuando están lejos, me paro y me acerco a mi ventana. Atacar a uno solo, era el mejor golpe; sin embargo, sospecho de Ítalo. Lo mejor es tratar de ganar uno de los puntos y descubrir al farsante. Respiro profundamente y miro al cielo, no es momento de pensar, es momento de actuar. Me encuentro con los dos jefes que mea con los que a crearemos la atracción, en el pasillo. Avanzamos en nuestras tropas y comenzamos el ataque. Hay más gente de lo normal, pero eso ya era predecible. “Vamos tropas, elimínenlos”, grito.
El choco de muchas manos, los aplausos del público, se escuchan fuertemente al iniciar el medio tiempo. Los tomates y las botellas vacían están acomodadas en los tachos de basura; definitivamente, nadie se quejaría de la obra .Los asistentes al espectáculo conversan mirándose unos a otros sobre aquella obra tan excelente en drama y movimientos. No tienen que decirlo, todos comprenden el arte de aquel maestro de marionetas era especial; sentían que marionetas vivas que interpretan su personaje como actores en el cine. Familias completas y hasta personas desconocidas discuten desenlace de la obra. Definitivamente estaban cautivados. El sujeto de ropas lujosas se para de su asiento y también participa de los debates. Se ríe de las ideas del público y luego se acerca al hombre de sombrero amplio que sigue tocando el piano en el medio tiempo. “Dime, ¿cuántos titiriteros son?, pregunta el sujeto mientras se arregla el cabello. “Solo uno, señor”. Sus dedos quedan atrapados en su cabello ante tal sorpresa. El pianista presiona con mayor fuerza el teclado y acelera los movimientos para iniciar la parte final. El último guardia ha caído, y uno de los míos abre la puerta, e ingresamos. Penetramos más las instalaciones hasta llegar a la casa principal donde Ítalo e Ian deben estar esperando con la familia Ferro atrapada. Nada más 5 metros para llegar a la puerta e ingresar, varias docenas de hombres salen y nos atacan; encargo a mis hombres que sigan al tiempo que yo con uno de los jefes y dos sujetos mas ingresamos a la casa. Abro la puerta; el cuarto está un tanto oscuro, pero se puede vislumbrar la silueta de cinco sujetos. Uno sentado en las escaleras apoyado en el barandal abrazado de una chica de cabellos largo; dos hombres en los sofás del medio del salón y otro en la parte superior cogiendo una arma de fuego. Los sujetos, que venían conmigo, sacan sus armas al unísono y se ponen delante de mío. La música del piano se hace cada vez más dramática, y las marionetas efectúan una cantidad innumerable de movimientos. El sujeto de la parte superior da tres disparos certeros y les quita las armas a mis hombres. El sujeto de los anillos grita “magnifico, magnifico”. No logro ver nada; ¿por que dispararon? Los aparto de mí, y ve los rostros de los cinco sujetos. ¿La razón? ¿El motivo? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Ian? “Es excelente, es más que eso”, dice y su cabello rojizo se despeina y las cadenas se mueven desordenadamente. Ítalo se para y se aleja del sofá, “Matías, fallaste” y se ríe. El do mayor y re séptima se hacen gigantescos. “Señor Daniel, lo siento; pero Nohelia es mi novia, y nadie le hará daño”, declara Ian. Los observo lentamente, el señor Ferro no me mira con odio ni cariño, es una mirada inanimada pero sé que lo disfruta; lo sé ya que conozco esa forma de ver, es la misma de Italo. El público aprieta sus manos sobre sus rodillas; han olvidado al fin que son sólo marionetas y lo hilos desaparecen para su mente. La niña Ferro tiene una mirada inocente pero con valor; no se inmuta ni tiembla cuando me ve; solo coge el brazo de Ian y lo estrecha contra sí. Él no me ve a la cara, ha bajado otra vez su cabeza y escondido sus ojos. La gente aplaude a pesar que la obra no ha terminado. Los hilos se mueven con elegancia; varias, al mismo tiempo. Nohelia le pone la mano en su mandíbula y lo obliga a levantar la cabeza. Sus ojos son tristes pero decididos. “Es una lástima; si hubieras confiado en Ian como debiste hacerlo en un inicio, vivirías; pero elegiste confiar en mí y al final desconfiar de ambos. Todo lo planeamos.” dice Ítalo y se levanta; tiene otra arma de fuego en sus manos. Un hombre de la audiencia se acerca, ingresa al escenario por la parte posterior y se acerca al telón. Alza su brazo y levanta su dedo pulgar para decirle al titiritero que toda estaba muy bien y también felicitarlo. Apunta directamente a mi cabeza y jala del gatillo
El telón cae suavemente y el individuo de ropas lujosas corre hacia la parte posterior del escenario por donde ingreso el otro sujeto. No hay ni una gota de sangre, ni una pisca de dolor, ni un fragmento de desfallecimiento. Mis ojos llegan a ver la caída de esa cortina negra, y mi cuerpo se estremece mientras un frío recorre mi duro cuerpo. El titiritero baja de su escondite y estrecha la mano llena de anillos del contratista; ha aceptado dar funciones en uno de los prestigiosos teatros. La cortina sigue cerrada. No me puedo mover; mis deseos de vida están clausurados; no logro mover mis brazos ni mis piernas. La melodía del pianista comienza a dar sus últimas notas. Mi sueño se rompe y sus cuchillas flagelan mi conciencia. El último do se escucha; los asientos hacen mucho ruido y la gente desgasta sus manos con aplausos. Después de todo, yo no soy Daniel Matías; solo disfruto creyendo serlo durante treinta minutos que dura la obra.
‘Yo soy Daniel Matías’ por Elsa Cairampoma
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