Archivo por meses: septiembre 2008

‘Flotación’ por Renato Constantino

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Poco reino es la cama para este buen amor
Para hacer el amor – Antonio Cisneros

Ya casi estoy llegando. No puedo detenerlo. No quiero detenerlo. ¡Oh Dios! Ya no puedo. Mis ojos ya deben estar en blanco. Blanco, blanco, blanco…
– ¿Qué mierda haces ahí? –
Siento que reposo de nuevo en la almohada y en sus piernas. Ya me imaginaba que reaccionaría así. Lo raro sería que no lo hiciese. La verdad es que no sé cómo diablos explicarle que soy una mujer que flota al tener orgasmos. Su grito me ha vuelto a la cama. Debería ponerme debajo, pero me gusta dominar, ¿qué le voy a hacer?
– Qué fue eso, Clara?
De nuevo, no sé qué decir. Le balbuceo cosas como que es una reacción increíble que solo siento a veces cuando yo me toco. Le digo que él es el primer hombre que me ha dado un orgasmo y ha logrado hacerme flotar. Sus tontos ojos pardos, que brillan a la luz de la lámpara, se encienden más. Todos los hombres que han logrado hacerme flotar (tampoco son tantos) se han tranquilizado ante la idea de ser los únicos.
Debo decir que es horrible ser distinta. Cuando una colegiala se excita suele erizar los pezones. Cuando a los catorce yo me excitaba una fuerza sobrenatural me jalaba de la nuca para hacerme parar en puntillas. Si a los dieciséis mis amigas mojaban calzones por el profe de Sociales, yo debía agarrarme de la carpeta para no elevarme como una zombie mientras leía las libidinosas (y malas) novelas de Isabel Allende. Sin embargo, considero que es algo extraño pues no me pasó con ninguno de mis enamorados del colegio. Nada. Nada de nada. Quizá era que a todos los veía como hermanitos tontos que vivían por y para ver pornografía.
– Entonces ¿te masturbabas, amorcito?
Sí que hay gente imbécil. No puedo creer que esos ojitos pardos sean tan idiotas. Le digo que solo antes de conocerlo a él. Le digo que lo amo. Y ya se durmió. Los hombres suelen cansarse mucho más que las mujeres haciendo el amor. Debe ser en compensación por el dolor de la primera vez. Cernuda decía que los cuerpos hacían un ruido triste al amarse, pero creo que es peor oír los ronquidos tranquilos de una persona que cree que la amas. No puedo quedarme aquí. Me cambio. Me da algo de pena. Sin embargo, si algo se aprende al flotar es que atarse con una pita débil es idiota.
Le escribo en una servilleta: “Poco reino es la cama para este buen amor”. Quizá crea que el verso es mío. Me dirijo a la puerta. Retrocedo. Agrego “No me llames” a la nota. Espero que entienda. La luna ilumina la calle. Mañana la tocaré. Hoy estoy demasiado cansada.

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“Traste” por Rafael Vallejo

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Nueve minutos después de que sonara el segundo timbre, el profesor Edilberto Fuentes Enríquez, se percató de este suceso. Levantó los ojos sutilmente y supo, al ver la luna, que ya había oscurecido. En realidad, habían pasado veintinueve minutos desde que su clase concluyó; es decir, veintinueve minutos desde que los estudiantes – como de costumbre- se sacudieron del letargo de su voz y partieron en una estentórea estampida. El tercer y último timbre retumbó en el edificio y tornó un poco más claro el difuso ambiente. El salón era en ese momento un brumoso océano donde naufragaban carpetas, sillas y papeles, aferrándose a su inútil y servil existencia. Todo vestigio de un orden anterior se encontraba cercenado.

La senilidad ya comenzaba a manifestarse en el profesor Edilberto Fuentes Enríquez, en su cuerpo encorvado, sus piernas y brazos arbóreos, sus exiguas, vetustas y frágiles manos, el arrugado cuello de tortuga milenaria que desovaba esa cabeza, cansada, que en el rostro enmarcaba el desasosiego y el desaliento.

Sus interminables días transcurrían en el trabajo, que desempeñaba como profesor de literatura y sus noches apátridas, vagando en algún recodo de su inmensa nostalgia, pues a la edad que tenía los recuerdos ofrecían un panorama más fértil que el que se le avecinaba. Por ello, terminadas las clases, repetía con parsimonia el mismo ritual. Primero, se levantaba de su asiento, se arreglaba la camisa, cogía el saco que dormitaba en la mesa auxiliar, lo desarrugaba y se lo ponía suntuosamente. Luego, con descarado boato, peinaba el anacrónico tupe que coronaba su cabeza, protagonista principal de las más febriles burlas de la universidad. Por último, y para finalizar el ritual, salía del aula y se dirigía a su inmueble de la calle Belén, en el Centro de Lima – aún más viejo que él- para agitar algún sedimento de su pasado que lo reconforte, haciéndole creer que aún faltaba mucho para el final.

Ahora, gracias al estruendo del timbre, había vuelto en sí. La penumbra bañaba apaciblemente el salón y su oleaje negro pugnaba con los lastres por devorarlos. < > pensó < >. A pesar del poder que ejercía la rutina sobre él, en ese momento no tenía ganas de proseguir con su inveterado ritual. Su cuerpo adherido a la silla, se conservaba fijo, inmutable y con los codos apoyados en el pupitre y los antebrazos hacía arriba, entretejía con las manos un cálido refugió donde su cabeza reposaba.

No sabía que sucedía, pero ese férreo deseo de inamovilidad no lo abandonaba. Y, entre sus cavilaciones, pensaba: < < Toda mí vida la pasé en esa casa y ahora me moriré en ella, si es que no es en algún pasillo de la universidad >>. A décadas de privaciones, sueños incumplidos, frustrados intentos de ahorro y una eterna espera de cambio se reducía su vida. Se encontraba como tantos otros maestros del Perú, y no solo maestros, sino una fauna de profesionales desahuciados para el éxito.

Recordaba en ese momento su primer sueldo, pagado en soles de oro, que apenas le alcanzó para llevar a su casa una caja vacía, porque la radio que se suponía estaría en su interior nunca fue encontrada.

Recordaba también a su hijo, Ricardo, quién murió un año y medio después de que lo hiciera su madre y a Juana, la madre de su hijo con la que nunca se casó y que seguro en esos momentos estaría durmiendo en su casa de Westlake Avenue en Seattle.

– Tu mediocridad no tiene límites-

Fue lo último que le dijo Juana antes de partir sin despedirse y dejando únicamente, a modo de recuerdo alegórico, la mitad de una fotografía en la que se le veía a él sonriente.

Juana siempre lo había incitado a formar parte del sindicato de maestros, pero el profesor Edilberto Fuentes Enríquez, en actitud estoica le respondía que pronto las cosas se arreglarían y que las recriminaciones de sus colegas carecían de sustento. A él antes no le importaban las marchas multitudinarias y los plantones frente al Congreso y el Ministerio de Educación, ni todo ese panorama hostil, subversivo e indignado. Siempre vivió con esperanza -ese repulsivo mal que prolonga la agonía- que le dibujaba una sonrisa y un futuro quimérico.

Aún ahora no le importaba ser parte de esas extensas catervas, que luego de tanto alboroto no conseguían su objetivo. Pero, en este momento toda reminiscencia de ese hombre optimista había desaparecido, simplemente se sentía cansado, solitario, insignificante, inútil para el mundo, pues su existencia no significaba más que la de esas carpetas regadas por el salón. < < ¿Qué me diferencia de estos trastes? >> sé preguntó con angustia.

Cuando estaba por darse una respuesta oyó unos pasos en el corredor. Era el señor Blanco, un negro bastante atlético, que había tenido la desdicha de nacer con ese apellido y que se dedicaba a la limpieza de las aulas de la facultad de letras.

El señor blanco ingresó al aula y no se percató de la presencia del profesor Edilberto Fuentes Enríquez. Salió, cerró la puerta con triple llave y siguió su camino.

< < Esa es mi respuesta… >> sé dijo el profesor Edilberto Fuentes Enríquez y rió irónica y sinceramente mientras ya empezaba a confundirse con las carpetas, sillas y papeles de ese cuarto cerrado.)%> Sigue leyendo

“Sobre cómo el fin del mundo nos agarró durmiendo, al menos a la mayoría, y nadie se enteró de eso” por Mario Fiorentino

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Algo andaba mal y el hecho de que todos los relojes del instituto estuvieran así no lograba calmar su ansiedad. Loinnir era una científica nacida en Irlanda que había trabajado en el proyecto del Colisionador de Hadrones II desde sus inicios. Los indicadores de los resultados del experimento botaban datos ciertamente inquietantes, la energía desprendida en dicho experimento había sido espeluznante, algo muy malo había ocurrido puesto que si esos datos fuesen correctos, la tierra no seguiría de pie. Por suerte nadie más sabía de esto, debido a que ella era la única que contaba con el permiso de acceder a los datos del experimento- ella y el director del inmenso artefacto, el cual daba la vuelta a toda la circunferencia del planeta y se encontraba enterrado bajo la tierra. Mientras iba camino a la oficina de su jefe, frenó en seco para respirar un poco y poner en orden sus ideas, ya que su cerebro estaba yendo a mil y no podía quitar la atención de un pensamiento en especial, uno muy oscuro: ¿qué tal si, por alguna extraña razón desconocida para la ciencia, se había generado un Big Bang y el comportamiento del tiempo se había alterado debido a esto, normalizándose justo en el momento en el cual, en el universo anterior, se llevó a cabo la colisión de los partículas? Esto ciertamente respondería a la anomalía en los relojes, digitales en este caso, los cuales habían retrocedido 14 millones aproximadamente de años pero la hora seguía igual, es decir, no había variado en comparación con los relojes analógicos.

El director de la institución, un japonés llamado Katsuhiro Otomo, era considerado el científico más importante de la historia por haber logrado que dos partículas alcanzaran la velocidad de la luz sin desmaterializarse, desmintiendo así la teoría de Albert Einstein, quien sostenía que dicho suceso no podía ocurrir. Minutos antes de llegar a la oficina de la cabeza de esa institución se sentía descompuesta y el tiempo necesario para caminar esos escasos 300 metros le pareció eterno, puesto que su cabeza no paró de darle vueltas a la aterradora idea de ser tan solo una copia, de que todo lo pasado solo fuese una simple acumulación de conocimientos gracias a la organización magnética producida por esta nueva gran explosión. Cuando por fin llegó a la oficina, tocó a la puerta lentamente, como si tuviera la esperanza de que estuviera vacía, de que todo fuera un sueño. Lentamente esta se abrió, como si un demonio, o tal vez un ángel, lo hubiera hecho y cual manojo de nervios se adentró con pasos cortos y saludó lacónicamente al japonés, el cual la esperaba con una cajetilla de cigarrillos nueva, una merienda compuesta por frutas y unos cuantos biscochos y una infaltable botella de güisqui. Esta le trajo recuerdos, o tal vez solo activo ese nuevo orden cerebral producido ese mismo día por el experimento.

-Tome asiento, se ve usted muy mal, pareciera como si hubiera visto el fin del mundo- dijo lúcidamente pero con un inglés machacado el científico oriental
-Gracias, muchas gracias señor, si no es mucha molestia, creo que voy a saltearme la comida. Necesito un trago y la presencia de ese güisqui me está dando una sed tremenda-comentó ya un poco recompuesta la doctora en física nuclear, Loinnir Mc Hallaghan
-Sírvase y no tenga ningún reparo en beber, uno nunca sabe que pueda salir mal –dijo irónicamente- pero beba rápido, ya que existen temas más importantes de los cuales tenemos que hablar-sentenció rápidamente el vivaz científico

Mientras bebía, logró recuperar un poco más la compostura y consiguió poner, parcialmente, sus ideas en orden. Cuando terminó su trago, se sirvió otro vaso, el cual tomó sin hielos y en seco, para luego continuar con esta tarea hasta haber ingerido la suficiente cantidad de alcohol para recuperar las fuerzas y de paso, anular esos pensamientos pesimistas que tenía en la cabeza.

-Bueno, doctor –dijo esta nerviosa- creo que los dos sabemos más o menos bien lo que está ocurriendo, o al menos tenemos una idea acerca de lo que pudo haber ocurrido hace unas horas en el acelerador, ¿o me equivoco?
-Creo que es cierto doctora, no por nada, nosotros, un par de cincuentones, tenemos 14 millones de años menos, y francamente, no creo que eso sea un simple fallo en los relojes, ni una mera coincidencia- dijo irónicamente ese japonesito, devolviéndole así la palabra a la doctora, quitándose así la responsabilidad de dar inicio a la angustiante conversación.
-Bueno, seré sincera, puesto que no me gusta andar con rodeos y el güisqui tampoco me lo permitiría, así lo quisiera: –dicho esto, esperó impávida unos segundos para armarse de valor y prosiguió – creo que todo esto no es real, o al menos si lo es, creo que no somos quién creemos ser.
-A ver, explíquese mejor doctora, creo que algo se me está escapando- murmuró inquieto el científico, esperando ansioso la respuesta de la irlandesa, ya que estaba sintiendo un ligero horror ante la posibilidad de que sus más profundos temores pudieran confirmarse, y que fueran en verdad, seres sin identidad, que simplemente estuvieran programados por una razón aleatoria para pensar así y que las cosas no tuvieran sentido. O que, tal vez, sus memorias fueran simplemente una obra del azar y que anterior a ellos ni siquiera hubiera existido un pasado similar y que esto comprobara la posibilidad de que la vida humana, y con ella el sentido de esta, fuesen anomalías en el comportamiento normal de la materia y nada más.
-Sí que es usted cobarde ¿no? No es difícil de explicarlo, al menos desde un punto de vista teórico. Asumo que al llevar las partículas a la velocidad de la luz y hacer que choquen, generó tanta energía que, se manifestó un Big Bang y que por alguna extraña razón, posiblemente influenciada por lo artificial de dicha explosión, comenzó y recreó el estado anterior a la explosión, creando así copias de todos los seres anteriormente existentes en la realidad, al menos como la conocieron las personas responsables, es decir, el anterior doctor Katsuhiro Otomo y la antigua doctora , Loinnir Mc Hallaghan. Esto lo prueba el hecho de que esas dos partículas que colisionaron dejaron de existir y que todos los calendarios digitales del mundo regresaron en aproximadamente catorce millones de años, la supuesta edad del universo. No hay lugar a dudas director, eso fue lo que ocurrió hace unas horas en el Gran Colisionador de Hadrones II -concluyó la científica.

En ese momento, la expresión en la cara del doctor cambió drásticamente, sus rasgos pasaron de ser parsimoniosos a ser los de un hombre al borde del delirio, a un paso de la locura, de la desesperación.-¡Mierda! Doctora… –exclamó enardecido, golpeando la mesa con todas sus fuerzas- ¿Sabe lo que está diciendo? ¿Qué va a pasar con la civilización? ¿Qué va a pasar con las religiones, maldita sea?- farfulló alterado a más no poder, presa de sus más profundos temores, aquel científico que minutos antes parecía mostrarse tan irónico- No debe decirle esto a nadie, nadie debe saberlo o por lo contrario la civilización como la conocemos va a colapsar, bueno, al menos como pensamos conocerla porque no la conocemos, creemos hacerla puesto que eso ha sido implantado; ¿maldita sea que mierda somos doctora? ¿Podría explicarme usted eso?
-Doctor, le sugiero que se calme, tome un poco de güisqui y luego se dirija a mi con el respeto que me merezco- gritó llorando la doctora- mierda, creo que los dos deberíamos hacerlo, ya que si seguimos en este plan no vamos a llegar a nada

Luego de beber unas copas y casi emborracharse, los científicos llevaron la conversación a niveles inentendibles para el groso de los mortales y estuvieron en esa situación por unas horas, hasta que llegó el momento en el cual debían llegar a un desenlace.

-Doctor, si no es mucha molestia, ¿me podría decir que rayos está haciendo usted en la computadora, cuando en estos momentos lo único que importa es decidir el destino de la humanidad? – dijo ella, borrachísima.
-Por eso mismo doctora, estoy borrando todos los datos acerca del experimento, destruyendo todo vestigio que pudiera comprobar la existencia de dicha anomalía y terminando de redactar un informe que comencé antes que usted llegara en el cual doy a saber, mediante una serie de fórmulas absurdas inventadas por mi, que la anomalía en los relojes se debe al campo magnético producido por la explosión – dijo el pequeño japonés- creo que nadie debe enterarse nunca de que no somos quienes creemos serlo, creo que nadie debe enterarse jamás que esto ocurrió- sentenció ávidamente el doctor Otomo.
-¡Pero, la humanidad tiene derecho a conocer lo ocurrido!-gritó borracha como colegiala la científica- ¿es acaso usted Dios para decidir el futuro de la humanidad?- Preguntó esta
-No lo soy señorita, y le digo señorita por su reciente corta edad- expresó el doctor, recuperando su antigua actitud jocosa- por eso mismo, ya decidí el destino de la humanidad una vez al destruirla, no puedo cometer otro error y permitir que personas tan estúpidas y soñadores como usted lo hagan. Aparte, creo que los dos hemos comprobado que la existencia de Dios es tan solo un mito, ¿o acaso no hemos tenido su mismísimo poder al crear un universo nuevo?- dictaminó el japonés, lacónico ahora mientras sacaba un revolver calibre 22’ de un gabinete, dentro de esa oficina que estaba comenzando a apestar a licor.
-¿Qué piensa hacer con esa arma?- balbuceó muerta de miedo la doctora
-Cumplir con mi responsabilidad- señaló en el mismo momento en el cual realizó 5 tiros a la cara de la doctora, para luego pegarse un tiro en la cien en el momento en el cual la seguridad de la institución tocaba a su puerta desesperadamente, no sin antes ponerse a llorar desconsoladamente, sabiendo que había destruido a la humanidad, a Dios, a todo lo que esto significa y la había construido, pensó que somos tan insignificantes y absurdos que con solo apretar un botón todo esto puede volver a ocurrir.
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Cuatro paisajes

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Un paisaje debe verse. Contémplenlos y opinen:

“McGregor de la night” por Luis Alonso Carrión

Cuando lo vi por primera vez, pensé que el arquitecto se había inspirado en un lego. Cuadrado, grande, gris. Ni siquiera parecía terminado, el gris de su cemento se mimetizaba con el cielo de esta deliciosa cuidad. Pero el McGregor es un animal nocturno. Un predador que atrapa tu mirada. Está protegido bajo un cielo de tono anaranjado y de textura aterciopelada y resguardado por árboles que ofrecen un perfecto contraste pues sus copas desordenadas suavizan las líneas rectas de los legos gigantes y la oscuridad de las hojas deja pasar los rayos de luz blanca resaltando esos pequeños cuadrados rojos y azules que parecen saltar aleator¡amente a la vista. De pronto lo que parecía ser una obra de arte absurdo y monótono se convierte en un juego de formas, luces y colores dignos de una fotografía para la página web. Tienes que partir de la biblioteca central, y tomar el camino que va hacia la salida por la puerta del centro Dinthilac. Faltando unos 20 metros, entras por el pasto y te paras entre 2 dos árboles de entre 5 y 6 metros de altura. Procura estar a unos 7 pasos de cada uno, de manera que tengas al árbol de la izquierda a tu nor-oeste, y el de la derecha a tu nor-este, formando así un triangulo. Levanta la mirada y disfruta la vista. Recuérdalo, el McGregor se vive de noche.

“Mirador del Pabellón Z en noche de agosto” por Renato Constantino

Esta saliva en la boca me sobra. Me asomo al mirador para escupir. La vista no me marea, pero me detiene el escupitajo. Antes de la pista están el estacionamiento y el cerco de la universidad, luego de ella, la oscuridad de un cerrado local azul inverosímilmente llamado Museo de la Imaginación. Bajo con miedo la cabeza. Puedo ver la vereda previa al estacionamiento llena de palmeras y bancas. Todas las palmeras danzan al viento, todas las bancas yacen solitarias: ¿quién las acompañaría en esta noche lluviosa? Pasando la vereda, el reposo de los autos. Hileras de espacios para automóviles llenados, por razones que no logro comprender, aleatoriamente, sin patrón. Todo iluminado por un cuartito de luna y varios centenares de watts irradiados por las lámparas amarillas de los postes. El cerco, aunque del mismo material que cualquier pared, tiene forma de puerta de cárcel. Los espacios son lo suficientemente grandes como para que algunos perros flacos pasen a buscar sobras del almuerzo. Sigue la pista, tenebrosa y lenta, como Frankenstein. La hilera de autos es terrible. El balcón sigue bajo mis manos. Escupo. Cae cerca de la palmera. Imagino que ha caído sobre una arañita que dormía en una hojita caída del arbusto cercano a la palmera.

“S/T” por Rafael Vallejo Bulnes

El espacio en el que ahora me encontraba conformaba parcialmente un círculo: delante de mí había una desgastada banca de cemento y madera me brindaba apoyo para poder escribir. Unos cuantos pasos más allá se encontraba una fuente cuyos armónicos chorros de agua componían una particular sinfonía que serenaba la noche.

Detrás de esta fuente, un camino angosto, ahora resbaloso por la garúa que también mojaba mi cuaderno, un pequeño espacio cubierto por pasto y una gran pared de ladrillos; lo último que alcanzaban a ver mis ojos antes de perderme en el inmenso y lúgubre cielo de Lima.

Y dentro de mí un lugar que no se veía, colmado de nada, ausente, del cual, sin embargo, brotaba el sentido de todo esto.

“Un paisaje más” por Elsa Cairampoma

El brillo húmedo de las pequeñas hojas del gras le da a este lugar la impresión de ser un castillo de cristal. Sin embargo, la imagen es rota por un sin número de hojas marchitas que ha perdido un triste árbol. Él está situado en el medio de este paisaje, su tronco es escueto, tiene muchas ramas y, en cada una, escasas hojas con miedo a caer. Es viejo; está abandonado y olvidado por la gente que constantemente pasa a su alrededor caminando por la inerte alfombra de cemento que lo rodea. En la esquina posterior derecha de la vereda, se puede vislumbrar un alto farol que emite una profunda luz amarilla que penetra la oscuridad hasta llegar al corazón de nuestro viejo y delgado amigo. Además, más atrás, siete grandes árboles circundantes exhiben, como músculos de un atleta, sus frondosas copas rebosantes de verdor y su temible tamaño. Más allá, la multitud de edificios se extiende sin un final. El cielo finaliza esta imagen con su tan poco normal color plateado, a penas iluminando por las luces de la ciudad que tratan de remplazar a las añoradas estrellas.
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“El puerco gubernativo” por Rafael Vallejo

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Curioso resulta hablar de este animal pues todos lo conocemos. Sus ojos son casi invisibles por la opulencia de sus adiposidades faciales. Su hocico, profundo y viscoso, es la entrada a aquel dinámico muladar que tiene como estómago, donde deprava la interminable cantidad de sueños que consume.
Su redondo y descomunal cuerpo, revela la inestabilidad y corrupción con la que vive. Su codicia parece no tener fin, migaja tras migaja ésta aumenta y mientras gruñe revolcándose en la misma mierda que ha creado se mantiene insaciable. Lo que esta bestia ignora es que algún día amanecerá colgado, con el hocico apuntando al suelo y decorando con su cuerpo tieso las macabras paredes de una carnicería, por no haber alimentado al pueblo que sí le dio de comer.
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“Sasha” por José Rubina

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Mi perra es la más fiel de todas. Ladra, pero solo lo necesario. Casi siempre pide las cosas de manera educada. No llora, ni molesta ni nada de eso. Ladra. Pero eso está bien. Muerde, pero solo lo justo. Todas las veces jugando, como si se estuviera riendo. Libera tediosas batallas contra todas mis medias. Eso no está nada mal. Mi perra me conoce. Mueve bastante la cola. Por su culpa, mi cama nunca está tendida. Me persigue a todos lados. No me quejo.

Sasha baila en la alfombra, rueda y salta sin preocupaciones.

A veces me gustaría que hablara, pero otras, digo mejor así nomás.
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‘Descripción de una vaca’ por Luis Alonso Carrión

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Sus cuatro patas y su cabeza son grandes, pero no tanto como su imponente torso cubierto de un pelaje manchado que quedaría muy bonito en mi sala de espera. Tiene dos cuernos, macizos, muy útiles para fabricar el mango de una herramienta. Mastica y mastica un mechón de pasto con esa lengua tan larga y gruesa que con unas cuantas especias, un buen horno y un buen vino me facilitaría la cena y hasta un par de invitados. Hay tanta carne en ella, un mes de comida por lo menos entre el lomo, un costillar, una deliciosa variedad de grasosos embutidos. Pero aun así es imponente, no la puedo matar. Con su leche me basta, por ahora. En semejantes ubres de rosa intenso seguro que abunda el manjar de los bebés.

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“Algo de cola color sábado” por Mateo Marino

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Sus ojos amarillos, aunque con algo de polvo, y su cuerpo oscuro, que no percibe el día o no lo toma en cuenta, hacen que este animal reconozca el susurro de un parque, la amistad de una banca, el coqueteo de las flores y el deseo de los besos. Piensa en el frío como si fuera la noche entrante y en la lluvia como hombrecitos de agua en una danza macabra. Algo de cola color sábado. Sus uñas, que podrían ser largas, son cortas. Ama sus bigotes y los moja de whisky mientras se putea en la entrepierna de cualquier dueña y en cualquier habitación. Suele quedarse en silencio. Cada sábado ronronea a lado de la Luna un I want a trip trip trip como para recordar a los muchachos, luego el cri-cri de los espejos le recuerda secretamente su vida de farol.
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“La serpiente ausente” por Pablo Quevedo

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Indómita, como es típico de su especie, se desliza sigilosamente entre las hojas secas como un río. Es larga, interminable, asemejada al tiempo. Sus antepasados le han dado fama de perversa y traidora. Conocido es el caso en el que uno de ellos tienta, con una manzana, a una ingenua mujer. Pero, esta serpiente, pese a su color encarnado, recuerda al canto de una niña.
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