Me acuerdo cuando escuché por primera vez la Sinfonía Desde el Nuevo Mundo, de Antonin Dvorak. Me despertó en la mañana tieso y encrespado como un gato asustado. La pieza es tan tensa, tensa e impaciente como el ruido de las hélices de este avión y oscura como el canal que cruzamos en este preciso instante. Dicen que Dvorak compuso esta sinfonía para reflejar como se aprecia Europa, el viejo mundo, desde Nueva York, el nuevo mundo. Parece que yo mismo iré a averiguarlo, aunque de una manera poco ortodoxa: saltando sobre Francia, cayendo en medio de un montón de nazis que me van a disparar desenfrenadamente apenas me vean, porque saben que soy del nuevo mundo. Yo no pensé en esto, ni en Dvorak, cuando me inscribí en la aerotransportada. Estos hombres a mi costado parece que tampoco lo pensaron, aunque se les ve particularmente serenos. Es como esas parte de la obra que no es ni el principio ni el final, sino el medio, y que tiene este aire tan templado y apaciguado que te hace pensar en los campos verdes y llenos de flores de la campiña francesa. Pero la música cambia de nuevo, y en la campiña llueve sangre y paracaidistas muertos, y todos los Dvoraks son silenciados por las balas y explosiones. Después de todo Dvorak era checo, y los nazis los han sometido. Aunque él murió en 1904 ¿no? Pero quizás sus descendientes aún viven y yo estoy destinado a salvarlos de la opresión. No. Probablemente me maten antes de llegar a la frontera. De pronto toda la fuerza gloriosa de la sinfonía desaparece con el contexto. ¿Si no abre el paracaídas? Moriré cayendo con Dvorak retumbando en mi cabeza. Qué gloria tan checa. Y de pronto también se prende el foquito verde y tan pronto también me olvido de Dvorak. Ahora quiero a mi mamá.
“Qué gloria tan checa.” por Luis Carrión
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Me parece un muy buen cuento. Puse la sinfonía y leí el texto. Era yo el que caía por el helicóptero.