Archivo por meses: septiembre 2008

“Pharaoh 9/11” por Luis Carrión

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Curiosity killed the cat
Satisfaction brought it back

Oteando enmarcado en una ventana de su penthouse, en su natural pose de esfinge y con la tranquilidad de a quien le quedan tres de sus siete vidas por vivir, se preguntaba por qué ya no hacían las cosas como antes. Las pirámides ya no eran como antes. Peor aún, ni si quiera eran pirámides, sino vulgares torres sin ningún sentido estético en absoluto. Encima igualitas. Gemelas, así les decían. ¿Qué paso con la orientación de éstas? ¿Qué pasó con las esfinges y templos que las resguardaban? ¿Acaso se olvidaron cómo hacerlas?. No había necesidad de hacerlas tan altas, ni tenía sentido eso de los aviones estrellándose. Los dioses estaban furiosos y se las estaban tirando abajo. Eso estaba tan claro como el agua para él, que sin embargo no producía gesto alguno, pues no era problema suyo. Él también es un Dios. Pero estos humanos, necios y obstinados, siguen plagando el desierto de estas construcciones inútiles. Tampoco son como los de antes, se decía a si mismo, y están pagando el precio de no serlo. La curiosidad no es digna de los mortales. Su afán por llegar más alto los lleva cada vez más a la ruina. Y deducía él: si yo estoy aquí, ronroneando, y los humanos están ahí, en medio de las llamas y el derrumbe, la curiosidad ¿a quién mató?
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Lo que vio un gato en New York

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Con frecuencia se confunde el fenómeno de focalización con el de la voz narrativa. Un buen ejercicio para diferenciarlos es proponer un relato en tercera persona, focalizado en alguno de los personajes. A pesar de que narrador no es el personaje, solo podemos conocer lo que los ojos de este nos permite. Aquí tienen algunos ejercicios de cómo un gato contempló el 11 de setiembre del 2001. Sigue leyendo

“Ojitos lindos” por Renato Constantino

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No veo que declararse tenga nada de romántico.
El estar enamorado sí que es romántico; extraordinariamente romántico.
¡Pero el declararse! ¿No has pensado en que pueden decirle a uno que sí?
Y casi siempre se lo dicen. Y entonces ¡adiós interés!
La esencia misma del romanticismo es la incertidumbre.
La importancia de llamarse Ernesto – Oscar Wilde

Me acuerdo de la primera vez que Laura Vicuña me hizo llorar. Ya ha sido un montón de tiempo, pero esas cosas no se suelen olvidar. Hasta hace un año, antes que ella se mudase nos seguíamos saludando. Probablemente ella aún no recuerda lo que pasó o quizá lo ha olvidado como se olvidan las travesuras de los niños.
Me duele porque Laura me gustaba. Era linda y en ese tiempo me parecía atractivo no tener dientes. Era un símbolo de prestigio y madurez.
Me acuerdo que ya usaba lentes y eso era bastante raro aunque no era el único del salón. Papá decía que me hacía ver inteligente y todos mis familiares decían lo mismo. Yo también me sentía un poco mejor. No me gustan mucho mis ojos. Revelan mucho.
Debía ser alrededor de 1994. Lo recuerdo porque papá hinchaba por Romario y, haciendo gala de su relativismo moral, decía que a Maradona le habían cortado las piernas injustamente. Yo lo veía con las dos piernas completas pero llorando en todas las noticias. El salón tenía siempre dibujitos y yo le pregunté a la miss si no podíamos poner afiches de las estrellas de fútbol. Ella dijo que lo someteríamos a votación. Laura fue la única niña que levantó la mano. Era bonita y le gustaba el fútbol. A mí también me gustaba. Olía siempre bien. Menos recargada que mami y siempre a frutas. Su pelito era ensortijado y sus ojos sí eran hermosos. Eran (y bueno, qué diablos siguen siéndolo) los ojos más hermosos y puros que he visto. Su voz era un poco ronca. Sus rodillas eran nudosas como las de los niños traviesos. Usaba medias cortitas todo el tiempo. Me parecían bonitas aunque prefería las mías que tenían dibujitos de Mickey Mouse.
Vivía cerca de mi casa. A ella la recogía su empleada y a mí mi abuelito. Creo recordar que ambos eran de Arequipa. Algún orgullo que nunca he logrado comprender del todo los hacía amigos. Eso me alegraba. Yo iba conversando con Laura delante de ellos. Sonreía muy feliz. Muy, muy feliz. No sabía qué había que hacer para estar con alguien pero pensaba que ya hablar era un gran avance. Uno de esos días, al abuelo le dio el primero de los tres ataques al corazón que tuvo. Nadie me explicó muy bien las cosas, pero lo importante era que le habían pedido a la mamá de Laura si yo podía quedarme en su casa mientras ellos me recogían. Aceptó. Al igual que a Laura, hasta el año pasado la saludaba con mucho respeto. Estaba extasiado. No sabía si nos besaríamos (o si eso sería bueno, saludable, legal y correcto) pero creí que nada perdía intentándolo. Luego de comer, nos pusimos a jugar. Nuestras manos se tocaron varias veces. Luego de un rato comenzó a enrojecerse y me dijo que yo le gustaba, pero que mis lentes no. Como cualquier hombre hice lo que ella me dijo. Su reacción no fue la que yo esperaba. Me dijo: “¿Qué tienen tus ojos?” No supe que responderle. Solo hasta hace poco he podido aceptar que soy bizco. Mis ojos ya no me interpelan. Pero ese día, creo, fue la primera vez que mis ojos reflejaron fielmente lo que yo sentía. La mamá de Laura entró preocupada y me preguntó por qué lloraba. No recuerdo cómo le mentí.
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“Un vacío eterno” por Pamela Quintero

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Recuerdo que el alma se me heló cuando me dijeron que estaba muerta. Habíamos estado planeando un paseo durante toda la semana. Aquel día me levanté muy temprano para ir a clases. Fue raro, pues siempre me había costado mucho llegar a tiempo al colegio.

Mientras caminaba hacia el colegio pensaba en ella. Nela, así le gustaba que la llamaran y yo amaba llamarla así, pues éramos las inseparables “Nela y Mela”, tenía unos ojos grandes y negros que armonizaban perfectamente con sus cabellos oscuros y algo rebeldes. Ya ni puedo recordar cuántas veces la vi renegar mientras intentaba peinarse. Su cuerpo era delgado. Yo le repetía constantemente que estaba muy flaca y que debía comer más, pues toda su ropa le quedaba muy holgada, pero ella sabía construir muy buenos argumentos que al final terminaban convenciéndome de lo contrario. Fue una de las pocas personas que había logrado dibujar una sonrisa en mi rostro con las cosas poco usuales que decía. Aún recuerdo el día que me preguntó – ¿para ir al polo norte se tiene que sacar visa?

Cuando entré al salón de clases pensé que la encontraría como siempre sentada en la tercera fila de la segunda columna del lado izquierdo del aula, pero su sitio preferido estaba vacío.
– ¡Es temprano, ya llegará!, me dije mientras dejaba mis cosas en la carpeta que estaba al lado de la suya y me acercaba a saludar a algunos compañeros que, al parecer, al igual que yo se habían esforzado por levantarse más temprano de lo habitual. ¡Sus bostezos los delataban! Aunque trataban de disimularlos lo mejor que podían, eran demasiado evidentes.

A las 7.35 el profesor de Filosofía hizo su ingreso triunfal. Todas las veces que lo había visto me había hecho gracia su forma corporal. Su cabeza era grande y redonda, mientras que el resto de su cuerpo era delgado y largo. ¡Parecía un chupetín! Quizá por eso se tenía bien ganado el apodo de “globo pop”, una marca muy conocida de chupetines. Con un “Alumnos, buenos días” empezó su habitual y aburrida clase. Siempre me pregunté porqué no hacían una mejor selección de profesores. La mayoría de ellos eran unos viejitos arrugados como pasas y sin gracia.

Los segundos se volvieron minutos y los minutos horas y yo seguía perdida en mis pensamientos. Solo el timbre del esperado recreo me hizo reaccionar. Giré la cabeza, casi instintivamente, y vi que su sitio aún continuaba vacío. Quise explicarme de mil formas su ausencia, pero ninguna llegaba a convencerme. Siempre había sido muy responsable. Tal vez por eso me costaba entender que no estuviera allí copiando las clases de manera tan dedicada como solía hacerlo. Entonces, no lo pensé ni un minuto más y corrí a buscar un teléfono. A la cuarta timbrada una mujer contestó mi llamada.
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“Camello triste” por Nuria Allemant

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Recuerdo su postura detestable de camello triste y esa voz lenta, lentísima y desesperante.
Todo el tiempo creyendo tener la razón, todo el tiempo viendo un galán de cine en su espejo mientras que el espejo reflejaba algo más parecido a un pollo recién nacido.

Al principio me gustó algo de él; debe haber sido su alegría porque no se me ocurre qué más pudo ser. Me divertía pasar momentos con él, jugábamos y reíamos hasta que lo contradecía en algo y entonces permanecer a su lado se volvía insostenible.

Hace un mes que sentí que ya no podía más y se lo dije: “no te quiero más”. Realmente era una verdad a medias porque no solamente no lo quiero sino que además lo detesto. Detesto cómo se para, que se peine todo el tiempo, que se crea un genio por cada cosa que dice y hasta la casaca que usa negro con azul que brilla.

Recuerdo que aquella tarde su voz desesperante se alejó de mí lenta, lentísima junto con su detestable postura de camello triste, un poco más triste que de costumbre.
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“Solamente un día” por Gabriela Rodríguez

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Yo me acuerdo de cuando fue mi fiesta de 15 años. Ahí fue donde conocí a Bruno, no sé cómo llegó a mi fiesta. Desde la primera vez que lo vi me gusto. Era alto, de tez blanca, tenía un color de pelo claro y un corte sensacional. Además sus ojos eran tan claros que con la posición del sol pareciese que cambiasen de color. Sus labios eran de un rosado suave y tenía una cautivadora sonrisa.

A partir de ese día me iba a visitar semanalmente a mi casa. Conforme pasó el tiempo lo llegué a conocer más, entre en cuenta de que era aplicado en su escuela, responsable y respetuoso, también era arrogante y a veces, manipulador. Aún así me seguía gustando. Un día, al llegar a la academia de baile, a la cual asistía desde ya hace algunos años, Naty, una de mis mejores amigas me dijo que le gustaba Bruno. ¿Por qué me lo dijo? En ese momento lamenté tanto que me lo hubiera dicho que ella se percató de mi distracción. Me pidió de favor que la ayudase a conquistarle, yo accedí y callé mis sentimientos.

Desde ese día, cada vez que Bruno me iba a ver, le hablaba de Naty, aunque no lo quisiese, pensaba que era lo correcto, aparte se lo había prometido. Le hablaba y le hablaba de ella, ese era mi tema de conversación. Un día le pregunté si le gustaba Naty y me dijo que sí. Aunque era algo que no me esperaba, traté de disimular mi decepción.

Dos semanas después, una prima de bruno, a la que Naty y yo conocíamos de la academia del verano pasado, iba a celebrar su quinceañero y nos invitó. Yo supuse que en ese quinceañero Naty y Bruno iban a empezar su noviazgo, pero no fue así. Él me sacó a bailar una pieza y me dijo que le gustaba y que me engañó al decirme que le gustaba Naty para acercarse más a mí. No supe qué hacer, pero justo en ese momento llegó la mamá de Naty a recogernos y nos retiramos de la fiesta.

Al día siguiente, Bruno me llegó a ver con uno de sus amigos para invitarme a un día de playa. Aproveché la ausencia de mis padres y accedí. Estaba en la playa con Bruno y sentía tanta impotencia de no poder decirle: sí quiero estar contigo, ya que estaba Naty de por medio. Por ese día prometimos que nos íbamos a olvidar de la existencia de ella: nos bañamos, nos bronceamos, nos tomábamos de las manos y nos abrazábamos. El momento fue mágico. Ya cuando la noche empezó a asomarse le dije que tenía que regresar a mi casa. Antes de despedirnos, aunque en el fondo no lo quería hacer, le dije que si en verdad me quería se quedara con Naty y se olvidara de que alguna vez me conoció.

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“Qué gloria tan checa.” por Luis Carrión

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Me acuerdo cuando escuché por primera vez la Sinfonía Desde el Nuevo Mundo, de Antonin Dvorak. Me despertó en la mañana tieso y encrespado como un gato asustado. La pieza es tan tensa, tensa e impaciente como el ruido de las hélices de este avión y oscura como el canal que cruzamos en este preciso instante. Dicen que Dvorak compuso esta sinfonía para reflejar como se aprecia Europa, el viejo mundo, desde Nueva York, el nuevo mundo. Parece que yo mismo iré a averiguarlo, aunque de una manera poco ortodoxa: saltando sobre Francia, cayendo en medio de un montón de nazis que me van a disparar desenfrenadamente apenas me vean, porque saben que soy del nuevo mundo. Yo no pensé en esto, ni en Dvorak, cuando me inscribí en la aerotransportada. Estos hombres a mi costado parece que tampoco lo pensaron, aunque se les ve particularmente serenos. Es como esas parte de la obra que no es ni el principio ni el final, sino el medio, y que tiene este aire tan templado y apaciguado que te hace pensar en los campos verdes y llenos de flores de la campiña francesa. Pero la música cambia de nuevo, y en la campiña llueve sangre y paracaidistas muertos, y todos los Dvoraks son silenciados por las balas y explosiones. Después de todo Dvorak era checo, y los nazis los han sometido. Aunque él murió en 1904 ¿no? Pero quizás sus descendientes aún viven y yo estoy destinado a salvarlos de la opresión. No. Probablemente me maten antes de llegar a la frontera. De pronto toda la fuerza gloriosa de la sinfonía desaparece con el contexto. ¿Si no abre el paracaídas? Moriré cayendo con Dvorak retumbando en mi cabeza. Qué gloria tan checa. Y de pronto también se prende el foquito verde y tan pronto también me olvido de Dvorak. Ahora quiero a mi mamá.
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“El Ojo SIlva” por Roberto Bolaño

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bolano

Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.

Nunca se termina de destacar la importancia de la voz narrativa en la constitución de un cuento. Esta dota al relato de una determinada amplitud cognitiva y de una idiosincrasia singular, en un rango de amplitud que va desde la omnisciencia hasta el testimonio de carácter meramente conductista. En esta ocasión los talleristas fueron convocados a asumir la narración en primera persona pero fingiendo ser un cualquiera, pero al que conocen al detalle, quizá alguien tan peculiar como quien narra el cuento “El Ojo Silva”, perteneciente al libro Putas asesinas, del nunca suficientemente llorado Roberto Bolaño. El desafío movilizó las interesantes voces narrativas que aparecen a continuación Sigue leyendo

“S/T” por Enrique Vilcapuma

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Comenzó un miércoles, antes de que amanezca, salió de su casa y se dirigió hacia su jardín, sólo llevaba una pala con él y unos guantes de cuero. Cavó durante horas, sin que las miradas de sus confundidos vecinos pudieran perturbarlo en lo más mínimo; sin embargo, la impresión que causaba en las personas que lo veían era tan sólo de unos cuantos segundos, pues ya los tenía acostumbrados a acciones poco comunes. Muchas veces lo vieron salir de su casa en pijama, barrer su vereda durante horas sin interrumpirse siquiera para comer o beber algo, incluso lo habían visto esforzarse toda la mañana para preparar una exquisita comida y suficiente para dos personas y luego dejar una porción en la mesa, sin tocarla durante todo el día, y darle la otra a su perro, que le estaba acompañando hace muchos años. “Desde que murió su hijo por esa bala perdida, ya nada le importó. Dejó que su esposa se vaya y se lleve todo el dinero que tenían ahorrado. No es raro que el pobre hombre se haya vuelto loco” decían los vecinos, intentando dar una respuesta a por qué Carlos se comportaba de esa manera.

Cuando por fin terminó, su pequeño cubil era tan grotesco como el mismo, pequeño, sucio, sin importancia para nadie. Pasó el resto de la noche en su techo, mirando a las estrellas, pensando talvez en lo que estaba por hacer al día siguiente, o recordando a su hijo que se había ido de su lado hace apenas diez meses.

No lo vieron durante toda la mañana del jueves, a nadie le importó. “Al fin decidió suicidarse” se burlaban algunos que no soportaban la presencia de Carlos en el vecindario, ya que le daba un aspecto aún más triste a esa oscura calle del distrito del Rímac.

Pero grande fue la sorpresa de todos al verlo regresar en la tarde, pues traía consigo un gran paquete, de más o menos un metro de alto. Llegó hasta su casa, dejó el paquete en la sala y fue en busca de su perro, ese que le había echo pasar tantas alegrías a el y a su hijo. Cuando al fin lo encontró lo cargó en un brazo y lo llevó hasta el agujero. Lo metió y cubrió la salida con una plancha de cartón que había sacado de una improvisada pared de su cuarto. Finalmente, entró a su casa y se echó en su cama y durmió.

Esa misma noche salía en todos los noticieros de las ocho el extraño caso de un atentado terrorista que había ocurrido en la calle La Concepción del distrito del Rímac, donde una explosión había destruido por completo una casa, dejando como único sobreviviente a un perro, que inexplicablemente se encontraba en un agujero en el jardín.
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“Cuento” por Luis Alonso Carrión

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Estaban espalda con espalda. El hombre de barba blanca y pelo canoso sostenía firmemente la pistola en el puño derecho. Un largo saco negro, grueso, de invierno, le caía hasta los tobillos. El otro, mas joven, de barba negra y pelo largo y ondulado, la sostenía en la izquierda. Vestía una camisa blanca de cuello abierto y un saco azul entallado. Las respiraciones de ambos se oían a por lo menos medio kilómetro de distancia, ya que el bosque entero parecía haberse silenciado para presenciar sangriento acto. El juez empezó la cuenta:
– Uno
Avanzaron un paso, con la zancada de quien pisa un pantano o quien no conoce el terreno.
– Dos
Este paso fue mas sólido, mas seguro.
– Tres
Los dos pisaron fuerte, como si estuvieran aplanando el terreno para su propia tumba.
– Cuatro
Dicho paso fue largo y lento, parecía mas bien que saltaban, queriendo huir o esconderse tras un árbol.
– Cinco
Un paso casi nulo, mínimo. El paso de quien llega a la puerta de una casa y frota la suela del zapato contra la alfombra que dice “Welcome”.
– Fuego!
Dos estallidos retumbaron las hojas de los árboles. Cientos de pájaros alzaron vuelo al unísono. El hombre de barba blanca y pelo canoso terminó boca arriba con una bala entre ambos ojos. Riachuelos de sangre confluían detrás de su cabeza, tras haber recorrido todo el relieve de su rostro. El hombre joven, de barba negra y pelo largo y ondulado se acercó, lo miró desde arriba, tiró el arma al suelo y le dijo al occiso: – Tu honor no vale ni mierda.
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