Archivo por meses: octubre 2007

“Su padre” por Mijaíl Castillo

[Visto: 1613 veces]

Me lo comunicaron muy temprano. El padre de mi mejor amigo había fallecido. En el camino hacia el hospital recordé que Manuel no se llevo muy bien con su padre. Me contó que era una persona muy conflictiva, colérico, siempre le gustaba tener la razón, no se le podía contra decir, que era muy prepotente y con un ego, de esos tan machistas y tan pasados de moda. Me decía que su padre pensaba solamente en él, su familia poco figuraba. Yo supuse que exageraba un poco puesto que Manuel pudo estudiar conmigo en uno de los mejores colegios y luego asistió a una universidad de alto rango, es decir no le falto educación, casa, comida, nada. Yo soy hija única y pese a que mi padre tiene sus defectos, como todos, me dio todo lo que le pedí. Eso se lo reconozco, aunque me hizo pasar algunos enojos, eso es normal. Supuse que Manuel en estos momentos debería haber reflexionado sobre la relación con su padre. La muerte cierra los ojos de uno, pero les abre a los otros. Cuando llegue al hospital lo busque, me dijeron que en estos casos los familiares deben estar en el sótano. Es ahí donde embalsan los cuerpos. Al bajar lo encontré sentado en las bancas de un pasadillo muy largo que terminaba en una puerta que se veía muy pesada. El pasadillo estaba mal iluminado, pero eso lo note cuando me fui. Lo primero que hice fue abrazarlo y decirle que lo sentía mucho .Manuel se contento de verme y me dijo gracias. Me senté a su lado. Estuvimos callados, la muerte de alguien siempre me entristece y es el momento en que todos deben estar unidos. Dios ama a cada persona por igual y al final todos vamos hacer juzgados. Manuel, le dije, debes perdonar a tu padre por todo lo malo que pudo hacerte, él siempre velo por ti, no te falto nada. Trabajo para que puedas estudiar y poder llegar a donde estás ahora. En ese momento me miro. Me di cuenta que no estaba triste y no tenia los ojos de congoja, que es normal en estas situaciones. Parecía como un lunes en la mañana entes de ir a trabajar. Mi padre, me dijo, fue una de las personas del cual aprendí lo que la soberbia y petulancia puede hacer con uno. Toda su vida se la daba de ser el mejor, se vanagloriaba de ser ágil y astuto. Nadie podía contre él, creía no tener defecto alguno, eso fue lo que deteste de él, porque todo era una pantalla, un disfraz. Él era alcohólico y cada vez que bebía su egocentrismo se disparaba. Pero eso era una apariencia. Cuando llegaba a casa ebrio pretendía que nosotros lo atendiéramos. Eso jamás. Más bien le reprochábamos por lo tarde que llegaba, por cómo llegaba. El respondía con frases trilladas: ¡esta era su casa!, ¡que merecía respeto!, y todo esas cosas. Yo le respondía que no tenía derecho, y empezábamos a discutir. Siempre fue así. En las mañanas, yo le volvía a increpar, pero él se quedaba callado, no me respondía. El valiente y corajudo “señor” se había esfumado. Ni siquiera me miraba a los ojos. Esa noche regresaba ebrio y recién me contestaba. Yo sentía mucha cólera al saber que mí padre aparentaba frente a sus amigos y los demás ser muy respetado. Lo veía siempre en el centro del círculo de amigotes. Me preguntaba qué pensarían sus amigos si supiesen que ese sujeto es pura boca y si tenía el respeto de todos sus allegados, nunca tuvo el de su familia. El se lo ganó por meritos propios. Manuel, le dije, sé que tuvo defectos, pero nunca los dejó sin comer. El me dijo que desde pequeño aprendió o desligar el sentimentalismo padre-hijo de su persona y solo se había quedado con el materialismo. Ese que por obligación esta presente en las relaciones de padres e hijos, pero que se encubre bajo el amor que todos sentimos hacia ellos. Manuel veía a su padre como un proveedor que solo debía aportar dinero y punto. Yo le dije que eso era injusto, pero el me respondió que no. Que todas las relaciones entre personas por un pequeño lado se basan en una reciprocidad de beneficios y en mi caso, esa característica fue preponderante. Mi padre pagaba mis estudios, las cuentas, todo. Era su obligación, era lo mínimo que tenía que hacer por todo lo malo que nos causo y, talvez, para que guardáramos su secreto; que el no era como decía ser. Fue entonces cuando apareció por esa pesada puerta la camilla con el cuerpo de su padre. Estaba cubierta con una sabana blanca y olía bien. El separó y me dijo: este hombre fue mi padre, solamente eso. A veces uno olvida quienes están a su alrededor y eso me paso a mi. Olvide que Manuel ya me había contado esto antes y que este funeral no sería como yo quisiera que fuera. Sigue leyendo

“Mistificaciones” por Esteban Poole

[Visto: 11060 veces]

Comentaré en estas líneas –brevemente por razones de espacio- el caso de un paciente y de sus un tanto delirantes tentativas para comunicarse con quien llamaba su musa. Arroja, por demás, algunos interesantes indicios de obsesión, fetichismo y pasión por la invención.

Llevaba ya varios meses tratando al paciente en cuestión, un joven de viva imaginación –aunque un tanto malograda por el gusto por lo escandaloso y lo insólito-, algo idealista y disperso. Solía conversarme sobre asuntos de casa, estudios e ideas y proyectos suyos. Convivía en él un elemento racional con otro mágico y sobrenatural. Este último aspecto se manifestaba en su valoración del azar en la vida y de los sueños, que lo llevaba a obsesionarse por el límite entre realidad y ficción y la posibilidad de crear nuevos “Yo”. Esto y su vocación literaria contribuían a que gustase de poetizar sucesos de su existencia, yo diría, de mistificar. Debo agregar que era un asiduo usuario de Internet.

A mitad de una de nuestras sesiones me comentó de una obra de metaficción –fanfic en este caso, un relato basado en una obra ya existente que suelen publicar libremente aficionados en Internet- que estaba escribiendo en el que la realidad comenzaba a imitar a una serie de ciencia-ficción. Pensé que estaría frente a otra discusión sobre sus méritos como autor, para mi sorpresa, pasó a referirme de una joven que había conocido en esos círculos.

Era extranjera, la había contactado un año atrás por intermedio de un colega que había conocido en un foro y del que, poco después, perdió el rastro. Según me dijo, ella le fue de mucha utilidad en unos meses que fueron de gran trascendencia en su vida. Incluso me la llegó a mencionar de pasada entonces pero no le presté mayor atención.

Desconocía casi todo sobre ella. No sabía siquiera como se llamaba ni como se veía. A falta de mayor información, me pasó la presentación que hacía de sí misma en Internet. Era bastante extensa y consistía de diálogos, reflexiones y versos libres, junto con escuetos y sueltos detalles sobre sí misma y una algo más detallada descripción de sus gustos, intereses y proyectos. Con esto y con lo que me comentó de sus conversaciones con ella pude esbozar un cuadro de la persona en cuestión: Primeramente le atraía lo chocante –lo sangriento y lo obsceno- y sentía devoción por la cultura oriental, infiero que mayormente por ser amante de la animación japonesa. A simple vista parecía una personalidad contradictoria (es inusual, creo, darse con una dark metalera aficionada a la obra de JK Rowling) pero debía tener que ver con su fuerte pensamiento mágico formado por una confusa mezcla de supersticiones New Age –un cambalache de neopaganismo con toques cristianos, interés por la hechicería y creencias en la reencarnación y el poder divino de los sueños; por nombrar solo lo más resaltante-. Decía tener una activa vida cibernética –mi paciente me dijo que era hábil para la informática- y su estilo literario era correcto, aunque empañado por el mal gusto y su propia forma de ser. De su vida personal llegué a saber que tenía una brecha grande con sus padres –quienes estaban separados-; que iba a manifestaciones antitaurinas para fastidiar a la madre; que tenía una relación cercana con su hermanastro de parte materna –quien le llevaba 15 años, era marino y no parecía tener mucho en común con ella-; que era un poco descontrolada, se sentía diferente a la mayoría, decía creer en la venganza y ¡Oh cosas de la vida! gustaba de decirle confidencias a los psicólogos. Una frase suya llamó mi atención: Quiero a quien me quiere, amo a quien me ama, pero destruyo a quien se enamora de mí.

Me pareció que tenía trastornos de personalidad, resentimiento social y tendencia a evadir la realidad y crear fantasías.

El punto es que hacía meses que no hablaban. El narcisismo de mi paciente, sus locas ideas como creador –que hacían quedar a las de la autora como bastante más convencionales- y su impaciencia para conversar, contribuyeron al parecer al rápido desgaste de su relación y ella acabó bloqueándolo de su cuenta de MSN. Al poco tiempo, sin embargo, él se creó otra y volvió a agregarla, revelándole de inmediato quién era. Asimismo, le pasó su correo a una chica que acababa de conocer por accidente –y que tenía cierto parecido con la otra- y pensó usarla como enlace. Pudo conversar de nuevo un par de veces con ella y hasta le volvió a dar consejos pero al poco tiempo y, al parecer de la nada, lo bloqueó nuevamente. A pesar de que esto le afectó, en verdad habría pasado la página de no ser por una de esas intervenciones del azar que le eran tan caras.

Su madre le dijo que viajaría, por motivos profesionales, al mismo país de donde ella era y lo invitó a acompañarla. No supo las secretas motivaciones que motivaron a su hijo a aceptar con entusiasmo la propuesta. El viaje, que sería en mes y medio, despertó repentinamente un fuerte apremio en él por contactar de algún modo a su esquiva benefactora.

Intentó enviarle un correo en el que preguntaba por ella, mas no obtuvo respuesta. Ante este estado de cosas ideó un plan desesperado que bautizó como Operación Metaficción: Crearía una nueva identidad con tal de estar con ella.

Comenzaría por inventar a un nuevo autor de fanfics y procurar que su presentación en Internet se pareciese lo menos posible a la suya. Le daría un nombre, una vida, una obra, una forma de hablar e inclusive una personalidad distinta a la suya. Este personaje, cuyo papel él asumiría como si de una obra teatral se tratase, la agregaría a su cuenta de MSN. De no aceptar a su alter ego, éste le enviaría un mensaje en el que le diría que había leído su presentación y que la invitaba cordialmente a conocerle. Una vez agregada, conversaría con ella –se aseguraría de no evocarle en nada a sí mismo-, entablarían amistad y unos días antes de viajar, le anunciaría su inminente venida y quedarían en encontrarse.

Le previne que su plan era descabellado y que su éxito era inseguro. Era un exceso que diese tanto por aquella misteriosa hada cibernética.

-No es por amor, es por honor. –Fue su respuesta más contundente a mis objeciones.

Me añadió que, si todo esto fallaba, haría contacto con alguna de sus amistades. Esto lo haría aprovechando que los correos de algunas de ellas aparecían en un mensaje que ella le había mandado en el tiempo en el que ellos todavía hablaban entre sí.

No sé cuál haya sido el desenlace de esta historia. A poco de hablarme de todo esto, el paciente no volvió a tocar el tema y, después del viaje, dio mis servicios por finalizados. Creo que lo suyo era en cierta forma –platónica ciertamente- amor. O –me inclino más a pensar esto- ella era un ente abstracto, una proyección de necesidades emocionales y afectivas suyas, un fetiche. Pero, en su descargo, diré que creo que tenía razón cuando decía que todo artista tiene el derecho a conocer a su musa.

A pesar de que mi paciente se decía inspirado por la obra de Borges, su historia me evoca más los tormentosos relatos de Sábato. Quizás del autor de Ficciones y de su joven seguidor, mi relación tenga el gusto por la mistificación que hace de él buen material para ficciones y metaficciones.
Sigue leyendo

“La boda” por Juan Cárdenas

[Visto: 1344 veces]

Aún recuerdo la tarde en que conocí a Frederik Zammoluck, el gringo acababa de llegar al pueblo y no sabía ni dónde estaba parado. Se sentó en el bar y por más que intentó pasar desapercibido, su cabello áureo parecía resplandecer con el sol de la primavera que comenzaba a dorar todo en Cachicadán. Fui yo quien lo llevo a la hacienda de la señorita D’amalia, le había comentado a Zammoluck que por allá, pasando aquel cerro y en medio de los campos de eucalipto, se podía encontrar un lugar tranquilo donde trabajar y por lo menos subsistir ante todos los achaques que una buena vida solicitaba. El gringo venía de un periplo casi inenarrable, a sus 19 años, el ímpetu conquistador del tercer reich lo había obligado a dejar su hecoslovaquia natal y abordar un pestilente galeón cuyo destino era el lejano puerto del Callao, al sur de las Américas. Dice que se enamoró del Perú desde que pisó el primer muelle porteño, pero yo no le creo; lo que sí me consta es que llegar al bar, pasando por Lima, arribando a La Libertad, desembarcando en Trujillo, viajando a Santiago de Chuco y terminando en Cachicadán, sí que fue toda una odisea.

La señorita D’amalia nos recibió sólo porque yo se lo pedí, conocía poco a Zammoluck pero la juventud del gringo y su espíritu desinteresado me daban buena espina. Yo creo que Zammoluck le gustó desde siempre a la señorita D’amalia y también creo que fue por eso precisamente que le brindó trabajo en la hacienda, a pesar de no confiar en las inmaculadas manos rosas del gringo.

Contrario a lo que todos piensan, Zammoluck se ganó con creces la confianza que la señorita D’amalia depositó en él. Al cabo de quince años, el gringo era, luego de la matrona, el mandamás de la hacienda y podía tomar decisiones propias sin siquiera consultar a los demás, decisiones que, por lo general, eran las más acertadas para el beneficio de la hacienda, incluso ante la mirada señorial de la dueña de todo.

A pesar de todos los argumentos que expongo y de la tangible prosperidad de la que goza la hacienda tras la llegada de Zammoluck , todavía hay quienes creen que esta boda es una artimaña suya: “ese gringo sabido ha hecho el negocio de su vida con la ‘señorita’ D’amalia…” pero, sin ánimos de defenderlo, tan sólo rescatando lo justo, como cualquier buen abogado que imparte justicia hipocráticamente, debo alegar que si alguien usufructúa con esta unión, es la hacienda; ni siquiera la señorita D’amalia, es la hacienda misma quien se beneficia con esta boda. “Boda”, si cabe el término, porque la novia está postrada y el novio más preocupado en la cintura de la Silvia que en el nudo de su corbata. La señorita D’amalia no se hace problemas, ella está contenta por dejar la hacienda en buenas manos, en las mejores: “A nadie le importa la hacienda como a mí, Silvia, a nadie, ni al Orlando y el resto de sus cholos… –Silvia la escuchaba mirándola fijamente, llenaba su vaso con agua y la seguía escuchando– …verás como todo irá bien con la mano de Zammoluck. Él sí que sabe.” –Silvia entreabrió sus ojos, sonrió como para sí, la señorita D’amalia también; ella, ahí, siguió escuchando.

El cura me ha pedido que me acerque, dice que ya es hora, “Vamoz hombre, que la zeñorita no está como para ezperar, aprezurémoznos” y tiene razón, si alguien carece de tiempo es la señorita D’amalia. Justo en este preciso instante, Zammoluck ha entrado a la habitación, dice que está listo. Silvia, de pie bajo el pórtico, observa atentamente los ademanes de Zammoluck, contempla la sutil respiración entre pausada de la matrona. Le he entregado los papeles al gringo quien, meticulosamente, está revisando página por página ante la claudicable respiración de la futura señora.

Sigue leyendo

“Segismundo en mi mundo” por Jorge Morelli

[Visto: 2333 veces]

17/06/07
(aunque sólo lo vas a poder leer con la lamparita)

“…y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales,
el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza
del hombre en el sillón leyendo una novela”.

Última entrega

Esta es la historia de uno que soñaba. Su nombre verdadero era Óscar pero todos le decían Matías, anda tú a saber por qué. Vivía en Durban, en un barrio llamado Hekatilómpilos por una famosa ciudad de algún tiempo. Tenía 21 años pero más de 80 mil sueños. Estudiaba sicología para encontrar el origen de las ideas aunque sabía que era inalcanzable. Era en la profundidad de su sueño que se realizaba más allá de lo sensorial y alcanzaba ese estado mental abstracto que todos buscamos: los disfrutaba más allá de cualquier sensación humana. Amalgamaba cada aventura, cada encuentro, todo aquello que su propia facultad imaginativa aportaba por sí misma. Su vida diaria resultaba insuficiente ya que nunca logró conciliarlo con lo que sus sueños le decían acerca del arameo del Siglo Perdido, del sabor de la carne de ese lagarto en Lousiana, de aquella pudorosa vez (Dios Mío, qué horror) que sus padres lo mandaron al colegio sin zapatos (¿a quién no le pasó?). Era verdad que su mente no dejaba de transformar lo que conocía, que siempre que se subía a un taxi se inventaba una personalidad para entretenerse y a la vez vivir el sueño de la noche anterior (se inventaba que estaba a punto de ir a ver a su vieja novia de hace ocho años, que ha estado viajando por el Tibet y nunca pudo despedirse, entre algunas otras rarezas de Matías).

Desde muy chico se dio cuenta de lo que lo definiría como persona: su mundo propio se había visto amenazado por el exterior y nunca lo dejó salir. Tal vez por esto es que la profesora de la infancia, esa con la cual imaginó casarse algún día (se llamaba Miss. Ana y tenía dientes de conejo y 8 hermanos, estoy seguro que Matías se acuerda) lo tildó de “chico tímido y sin mucho que decir” y “aunque taimado, prometedor. Debería contarnos un poco qué pasa por esa cabecita”. Qué diría Miss. Ana y sus dientes del pobre Matías ahora.

Martes de Matías:
8:00 a.m: Pasta de dientes, hola pá, cornflakes. No tiene mucha hambre, siente un poco de dolor en una muela.
8:07 a.m: Avenida Larco, ve el micro, casi se golpea y se sienta.
8:08 a.m – 8:59 a.m.: Algún lugar de Mesopotamia.
9:05 a.m – 11:07 a.m: La espectacular forma cómo la dialéctica hegeliana de la que hablaba el profesor se fundía con el pelo dorado de la chica que siempre se sienta adelante en Neurociencias.
11: 12 a.m – 2:30 p.m: El Padrino III en la Biblioteca Central.
2:30 p.m: almuerzo con Aníbal el Cartaginés, hubo trucha del río Venturias, que sólo fluye una vez al año por 3 minutos, en un enrevés de hierbas salinizadas (realmente fue un plato de Lomo a lo Pobre en la cafetería y la simpática compañía del otrora rey de Cartago se vio sustituida por Ronald, el compañero de clases que tenía un bigotito horrible y no dejaba de hablar cojudeces todo el día).
3:31 p.m: Oye Mario, y tu amigo raro ese que nunca habla, ese que le dicen Matías pero en verdad se llama otra cosa, ¿nunca habla, no? Todo el día se la pasa mirando nomás.
3:59 p.m: Clase de algo, se pierde en el vacío.
6:00 p.m: Dónde estará a estas alturas…
7:30 p.m: No sabe qué quiere hacer por su vida, ni por su cumpleaños, ni por las vacaciones, ni el próximo fin de semana que va a ser largo.
10:30 p.m: Intenta leer algún libro para la clase de mañana pero se queda dormido.
10: 30 p.m – 8:00 a.m: Duerme y sueña aún más.

Se levantó un día como cualquier otro y al llegar a clases escuchó hablar de Segismundo, ese era su nombre, y Real era su apellido. Segismundo Real. Parecía sacado de una telenovela mexicana donde, obviamente, la protagonista era Thalía y se llamaba María. En un comienzo pensó que era un comediante, luego por una mala traducción del estudiante londinense, Real se había ganado la Tinka el domingo pasado. No fue sino hasta el final del día que se enteró que en verdad era un escritor. Por lo que le dijo la chica entusiasta, la que sabía quién chapó con quién el fin de semana pasado, había escrito una rarísima historia de amor en el cual el personaje principal no tenía ni ojos ni cejas. Le pareció haber escuchado algo parecido antes o haber visto una foto relacionada, pensó que era una copia barata de algún genio anterior y ni leyó el papel rosadete que flotaba por la universidad.

Dos días después nadie se callaba de este tal Segismundo Real. Le pareció rarísimo que tenga tanta atención. Nunca ningún autor había tenido tal impacto en los jóvenes de la universidad. Hasta la señora del quiosco hablaba del tema. Decidió Matías por lo tanto leer uno de los numerosos episodios que circulaban. En el micro de regreso, al leerlo, tuvo uno de esos momentos en los que no reconoces si lo real es real o la ficción es lo que realmente está ocurriendo. Contaba la pequeña hojita de papel rosadete la fabulosa historia de un pirata que, debido a que usaba anteojos, ninguno de sus adversarios tenía permiso para pegarle. Así, en cuatro párrafos enclaustrantes, logró crear un imperio de piratas, gobernado por él mismo. El surrealismo del cuento se transformaba rápidamente en alegría. La risa de Matías fue tan contagiosa que hasta el cobrador soltó una sonrisa. Al llegar a su casa, se lo prestó a su papá para que lo lea. Lo encontró entretenido, pero no más que eso.

De ahí en adelante, siempre que podía, dejaba dar vueltas en su imaginación a las entregas de Segismundo y cómo, a través de ellos, podía dar rienda suelta de nuevo a su cabeza. Los relatos eran tan distintos entre ellos que había uno para cada ocasión:

Para estar triste: la tragedia de Ella la Bajista con Tres Rostros y las Calabazas de la Melancolía. Hizo llorar hasta al Decano de Sicología, el tío con la mayor cantidad de trastornos mentales del mundo.

Para reír : bastaba leer el diálogo de Arístides y Consuelo, dos mellizos (el hombre cafeinómano hasta la médula y ella ludópata) que se pelean por a cuál de los dos su madre amaba más.

Para cagarse de miedo: El hombre de Cabeza de Radio, “Big Brother” en otro libro, que te persigue en un callejón sin salida.

Para sentirse bien consigo mismo, la favorita de Matías: la historia de aquellos dos viejos generales de la guerra civil que los dividió a muerte. Si bien en un momento cargaron infantería y cañones uno en contra del otro, terminaron sus días jugando ajedrez (martes y jueves tocaba “jujú y la lora”) juntos en el Balneario Perdido.

Segismundo parecía trascender cualquier posible estereotipo literario antes establecido. Se rumoreaba que no le gustaba Shakespeare pero que los románticos alemanes del siglo XVIII le llenaban el corazón. Que no escribió nunca sino hasta los 38 que entendió, por fin, el final de “12 Monos”. No escribía ni comedias ni tragedias. Escribía todo. La universidad pensó premiarlo con una medalla por un cuento donde describía el primer abrazo de su madre. Como ven, tenía la habilidad de volver lo más trivial del mundo en un acontecimiento que no va a volver a ocurrir sino dentro de ciento cincuenta años. Fue por todo el asunto de la medalla que Matías notó algo que le llamó la atención: nadie sabía dónde vivía, nadie sabía de dónde era, ni cuántos años tenía, ni qué ideas políticas, ni qué marca de calzoncillos utilizaba. No se sabía siquiera si estaba vivo.

Este hecho sedujo a Matías. Le inventaba personalidades atemporales. En un micro de vuelta a casa lo imaginó un portugués del siglo XIX que viajaba por toda Latinoamérica. En otra ocasión, lo identificó perfectamente con un cantante judío del norte que se cambió de nombre. Pero le hacía falta conocerlo en persona, no podía quedarse quieto sin saber quién era este hombre que al contarle una historia parecía que le estaba contando una parte de sí mismo, que como una pieza de un rompecabezas encaja milagrosamente. Esa extraña sensación de que, por un momento, eres otro pero a la vez eres uno. De que eres Indiana Jones robándole la novia a un famoso, de que estás desnudo con la mujer de tus sueños en un atardecer en Singapur en una nube abrumadora de tequila, sexo y marihuana. Todo estoy y mucho más completaba a Matías. En su universidad, Segismundo Real fue la camiseta de la semana: al cabo de dos meses los álbumes del Mundial de Fútbol distrajeron a los muchachos y no se habló más del mito de Real.

Pero Matías no. La cosa se fue complicando. Poco a poco dejaron de ser cuentos fantásticos de finales bonitos y surrealismo absurdo. Empezó a notar ciertas regularidades en los escritos. De cada cuando en cuando Segismundo dejaba de ser esa persona que es cuando escribe y soltaba gustos, fobias y demás datos certeros. Por eso no se creyó el mito de que eran cuentos de mucha gente de la universidad firmada del mismo modo o que el autor no era real. Real odiaba las arañas, le gustaban el mar y las personas honestas. Y exceptuando esa sórdida historia en la que asesinaba a su madre en contra de su voluntad, amaba muchísimo a su madre. La obsesión de Matías comenzó cuando se dio cuenta que estas recurrencias en sus historias le parecían ya increíblemente íntimas: él también odiaba las arañas, la única vez que había visto el mar fue una fiesta de sensaciones y había amado muchísimo a su madre, ya difunta hace un buen tiempo. Se le ponían los pelos de punta al pensar que alguien estaba escribiendo su vida, que escaneaba su mente y la ponía en un pedazo de papel rosadete.

Matías: Papá, papá, papá, papá, papá (gritando, sudando, no se quedaba quieto, tenía unos papeles en la mano)
Papá: ¿Qué pasa?¿Qué tienes, tres años? ¿Por qué estás sudando tanto?
Matías: ¿Has escrito algo alguna vez acerca de mí? (Ojos rojos, había llorado, estaba casi frenético).
Papá: ¿Yo? ¿Qué ocurre, Óscar? Yo soy contador, qué voy a estar escribiendo. ¿Qué dicen esos papeles?
Matías: Me dicen a mí (ya un poco más tranquilo). A mí.
Papá no entiende absolutamente nada de la escena hollywoodense y la adjudica a la incomprensión de los papás a los adolescentes. De vuelta al partido de Alianza.

Matías sentía que alguien lo estaba robando. No como pasa cuando caminas por el Puente Armendáriz a las 5 de la mañana. Sino como en ese video de música, donde el padre de familia vuelve a su casa un día y ve que su esposa y sus hijos están con otro hombre y grita y dice cínicos y llora porque él ya no es él. Así llora Matías. Tuvo la suerte de, alguna vez, ser alguien. Pero algún hijo de puta se estaba divirtiendo con sus experiencias, con aquella vez que tocaba guitarra sólo frente al espejo. Y ahora siente que ese alguien ya no está. Hace ya un año que está así y es hora de decirle la verdad.

Deja de llorar Matías. Ya sé que desde que lloras los cuentos que vas encontrando de Segismundo Real son tristes y añoran algo, no es tu culpa que pienses que alguien te está acechando y copia y vende tu vida en papel rosadete. ¿Qué fue de tu mundo? Ahora en lo único que piensas es en esto. ¿Qué le pasó a la hija del portero de tu edificio, que sabía cuánto era cero dividido entre cero pero no le decía a nadie? ¿o el amigo tuyo de la universidad, ese chino, que por afuera parecía común y corriente pero que en el fondo tenía la respuesta a la búsqueda del absoluto? Has dejado de ser ese Matías y francamente creo que todos te extrañamos.
El día que leíste a Real por primera vez sentiste que algo que te estaba faltando entró finalmente en su sitio y has perdido eso de vista. Deja de fantasear sobre posibles conspiraciones y cosas que no serían dignas de tu mundo. Real, así como Coleridge, tiene algo que han traído de esa otra realidad.
Ocurre, Matías, que no siempre uno se acuerda de sus sueños. Muchas veces he escuchado a gente (yo no he tenido la oportunidad) decir que no se acordaba qué soñó la noche anterior. Yo me aproveché de ti. Esas noches consumaba tus ambiciones, tus miedos, tus anhelos: tu mundo. Hacía levantarte e ir a tu escritorio y poner en un block rosadete (uno que le regalaron a tu hermanita menor por su cumpleaños) lo que ocurría en ese otro mundo. Una vez finalizado el encuentro contigo, te hacía fotocopiarlo y entregarlo a la gente en la calle. Pido perdón Matías, si sientes que me he aprovechado de ti pero no es así. No te asombres al reconocer que no te acuerdas de nada de esto: está en esa parte del cerebro donde uno no sabe lo que pasa. Ahí donde la luna es su lado oscuro, donde el remordimiento remuerde la herida de Raskolnikov, donde radica el diabólico solo de Hendrix. Ahí estoy yo también Matías, tu Segismundo, tu mundo. Y te extraño. Por eso aquí muero, en esta última entrega en papel rosadete, que no deja de ser otra de las grandes aventuras que tanto te encantan. Le puse una fecha a cada una, pero sólo se ve con esa lamparita que compró tu madre en Marruecos. No volveré en tus sueños. Espero que, en alguna otra oportunidad, volvamos a estar juntos.


<

i>SEGISMUNDO REAL. Sigue leyendo

“El Ojo Silva” por Roberto Bolaño

[Visto: 1341 veces]

bolano

Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.

Nunca se termina de destacar la importancia de la voz narrativa en la constitución de un cuento. Esta dota al relato de una determinada amplitud cognitiva y de una idiosincrasia singular, en un rango de amplitud que va desde la omnisciencia hasta el testimonio de carácter meramente conductista. En esta ocasión los talleristas fueron convocados a asumir la narración en primera persona pero fingiendo ser un cualquiera, pero al que conocen al detalle, quizá alguien tan peculiar como quien narra el cuento “El Ojo Silva”, perteneciente al libro Putas asesinas, del nunca suficientemente llorado Roberto Bolaño. El desafío movilizó las interesantes voces narrativas que aparecen a continuación Sigue leyendo