(aunque sólo lo vas a poder leer con la lamparita)
el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza
del hombre en el sillón leyendo una novela”.
Última entrega
Esta es la historia de uno que soñaba. Su nombre verdadero era Óscar pero todos le decían Matías, anda tú a saber por qué. Vivía en Durban, en un barrio llamado Hekatilómpilos por una famosa ciudad de algún tiempo. Tenía 21 años pero más de 80 mil sueños. Estudiaba sicología para encontrar el origen de las ideas aunque sabía que era inalcanzable. Era en la profundidad de su sueño que se realizaba más allá de lo sensorial y alcanzaba ese estado mental abstracto que todos buscamos: los disfrutaba más allá de cualquier sensación humana. Amalgamaba cada aventura, cada encuentro, todo aquello que su propia facultad imaginativa aportaba por sí misma. Su vida diaria resultaba insuficiente ya que nunca logró conciliarlo con lo que sus sueños le decían acerca del arameo del Siglo Perdido, del sabor de la carne de ese lagarto en Lousiana, de aquella pudorosa vez (Dios Mío, qué horror) que sus padres lo mandaron al colegio sin zapatos (¿a quién no le pasó?). Era verdad que su mente no dejaba de transformar lo que conocía, que siempre que se subía a un taxi se inventaba una personalidad para entretenerse y a la vez vivir el sueño de la noche anterior (se inventaba que estaba a punto de ir a ver a su vieja novia de hace ocho años, que ha estado viajando por el Tibet y nunca pudo despedirse, entre algunas otras rarezas de Matías).
Desde muy chico se dio cuenta de lo que lo definiría como persona: su mundo propio se había visto amenazado por el exterior y nunca lo dejó salir. Tal vez por esto es que la profesora de la infancia, esa con la cual imaginó casarse algún día (se llamaba Miss. Ana y tenía dientes de conejo y 8 hermanos, estoy seguro que Matías se acuerda) lo tildó de “chico tímido y sin mucho que decir” y “aunque taimado, prometedor. Debería contarnos un poco qué pasa por esa cabecita”. Qué diría Miss. Ana y sus dientes del pobre Matías ahora.
Martes de Matías:
8:00 a.m: Pasta de dientes, hola pá, cornflakes. No tiene mucha hambre, siente un poco de dolor en una muela.
8:07 a.m: Avenida Larco, ve el micro, casi se golpea y se sienta.
8:08 a.m – 8:59 a.m.: Algún lugar de Mesopotamia.
9:05 a.m – 11:07 a.m: La espectacular forma cómo la dialéctica hegeliana de la que hablaba el profesor se fundía con el pelo dorado de la chica que siempre se sienta adelante en Neurociencias.
11: 12 a.m – 2:30 p.m: El Padrino III en la Biblioteca Central.
2:30 p.m: almuerzo con Aníbal el Cartaginés, hubo trucha del río Venturias, que sólo fluye una vez al año por 3 minutos, en un enrevés de hierbas salinizadas (realmente fue un plato de Lomo a lo Pobre en la cafetería y la simpática compañía del otrora rey de Cartago se vio sustituida por Ronald, el compañero de clases que tenía un bigotito horrible y no dejaba de hablar cojudeces todo el día).
3:31 p.m: Oye Mario, y tu amigo raro ese que nunca habla, ese que le dicen Matías pero en verdad se llama otra cosa, ¿nunca habla, no? Todo el día se la pasa mirando nomás.
3:59 p.m: Clase de algo, se pierde en el vacío.
6:00 p.m: Dónde estará a estas alturas…
7:30 p.m: No sabe qué quiere hacer por su vida, ni por su cumpleaños, ni por las vacaciones, ni el próximo fin de semana que va a ser largo.
10:30 p.m: Intenta leer algún libro para la clase de mañana pero se queda dormido.
10: 30 p.m – 8:00 a.m: Duerme y sueña aún más.
Se levantó un día como cualquier otro y al llegar a clases escuchó hablar de Segismundo, ese era su nombre, y Real era su apellido. Segismundo Real. Parecía sacado de una telenovela mexicana donde, obviamente, la protagonista era Thalía y se llamaba María. En un comienzo pensó que era un comediante, luego por una mala traducción del estudiante londinense, Real se había ganado la Tinka el domingo pasado. No fue sino hasta el final del día que se enteró que en verdad era un escritor. Por lo que le dijo la chica entusiasta, la que sabía quién chapó con quién el fin de semana pasado, había escrito una rarísima historia de amor en el cual el personaje principal no tenía ni ojos ni cejas. Le pareció haber escuchado algo parecido antes o haber visto una foto relacionada, pensó que era una copia barata de algún genio anterior y ni leyó el papel rosadete que flotaba por la universidad.
Dos días después nadie se callaba de este tal Segismundo Real. Le pareció rarísimo que tenga tanta atención. Nunca ningún autor había tenido tal impacto en los jóvenes de la universidad. Hasta la señora del quiosco hablaba del tema. Decidió Matías por lo tanto leer uno de los numerosos episodios que circulaban. En el micro de regreso, al leerlo, tuvo uno de esos momentos en los que no reconoces si lo real es real o la ficción es lo que realmente está ocurriendo. Contaba la pequeña hojita de papel rosadete la fabulosa historia de un pirata que, debido a que usaba anteojos, ninguno de sus adversarios tenía permiso para pegarle. Así, en cuatro párrafos enclaustrantes, logró crear un imperio de piratas, gobernado por él mismo. El surrealismo del cuento se transformaba rápidamente en alegría. La risa de Matías fue tan contagiosa que hasta el cobrador soltó una sonrisa. Al llegar a su casa, se lo prestó a su papá para que lo lea. Lo encontró entretenido, pero no más que eso.
De ahí en adelante, siempre que podía, dejaba dar vueltas en su imaginación a las entregas de Segismundo y cómo, a través de ellos, podía dar rienda suelta de nuevo a su cabeza. Los relatos eran tan distintos entre ellos que había uno para cada ocasión:
Para estar triste: la tragedia de Ella la Bajista con Tres Rostros y las Calabazas de la Melancolía. Hizo llorar hasta al Decano de Sicología, el tío con la mayor cantidad de trastornos mentales del mundo.
Para reír : bastaba leer el diálogo de Arístides y Consuelo, dos mellizos (el hombre cafeinómano hasta la médula y ella ludópata) que se pelean por a cuál de los dos su madre amaba más.
Para cagarse de miedo: El hombre de Cabeza de Radio, “Big Brother” en otro libro, que te persigue en un callejón sin salida.
Para sentirse bien consigo mismo, la favorita de Matías: la historia de aquellos dos viejos generales de la guerra civil que los dividió a muerte. Si bien en un momento cargaron infantería y cañones uno en contra del otro, terminaron sus días jugando ajedrez (martes y jueves tocaba “jujú y la lora”) juntos en el Balneario Perdido.
Segismundo parecía trascender cualquier posible estereotipo literario antes establecido. Se rumoreaba que no le gustaba Shakespeare pero que los románticos alemanes del siglo XVIII le llenaban el corazón. Que no escribió nunca sino hasta los 38 que entendió, por fin, el final de “12 Monos”. No escribía ni comedias ni tragedias. Escribía todo. La universidad pensó premiarlo con una medalla por un cuento donde describía el primer abrazo de su madre. Como ven, tenía la habilidad de volver lo más trivial del mundo en un acontecimiento que no va a volver a ocurrir sino dentro de ciento cincuenta años. Fue por todo el asunto de la medalla que Matías notó algo que le llamó la atención: nadie sabía dónde vivía, nadie sabía de dónde era, ni cuántos años tenía, ni qué ideas políticas, ni qué marca de calzoncillos utilizaba. No se sabía siquiera si estaba vivo.
Este hecho sedujo a Matías. Le inventaba personalidades atemporales. En un micro de vuelta a casa lo imaginó un portugués del siglo XIX que viajaba por toda Latinoamérica. En otra ocasión, lo identificó perfectamente con un cantante judío del norte que se cambió de nombre. Pero le hacía falta conocerlo en persona, no podía quedarse quieto sin saber quién era este hombre que al contarle una historia parecía que le estaba contando una parte de sí mismo, que como una pieza de un rompecabezas encaja milagrosamente. Esa extraña sensación de que, por un momento, eres otro pero a la vez eres uno. De que eres Indiana Jones robándole la novia a un famoso, de que estás desnudo con la mujer de tus sueños en un atardecer en Singapur en una nube abrumadora de tequila, sexo y marihuana. Todo estoy y mucho más completaba a Matías. En su universidad, Segismundo Real fue la camiseta de la semana: al cabo de dos meses los álbumes del Mundial de Fútbol distrajeron a los muchachos y no se habló más del mito de Real.
Pero Matías no. La cosa se fue complicando. Poco a poco dejaron de ser cuentos fantásticos de finales bonitos y surrealismo absurdo. Empezó a notar ciertas regularidades en los escritos. De cada cuando en cuando Segismundo dejaba de ser esa persona que es cuando escribe y soltaba gustos, fobias y demás datos certeros. Por eso no se creyó el mito de que eran cuentos de mucha gente de la universidad firmada del mismo modo o que el autor no era real. Real odiaba las arañas, le gustaban el mar y las personas honestas. Y exceptuando esa sórdida historia en la que asesinaba a su madre en contra de su voluntad, amaba muchísimo a su madre. La obsesión de Matías comenzó cuando se dio cuenta que estas recurrencias en sus historias le parecían ya increíblemente íntimas: él también odiaba las arañas, la única vez que había visto el mar fue una fiesta de sensaciones y había amado muchísimo a su madre, ya difunta hace un buen tiempo. Se le ponían los pelos de punta al pensar que alguien estaba escribiendo su vida, que escaneaba su mente y la ponía en un pedazo de papel rosadete.
Matías: Papá, papá, papá, papá, papá (gritando, sudando, no se quedaba quieto, tenía unos papeles en la mano)
Papá: ¿Qué pasa?¿Qué tienes, tres años? ¿Por qué estás sudando tanto?
Matías: ¿Has escrito algo alguna vez acerca de mí? (Ojos rojos, había llorado, estaba casi frenético).
Papá: ¿Yo? ¿Qué ocurre, Óscar? Yo soy contador, qué voy a estar escribiendo. ¿Qué dicen esos papeles?
Matías: Me dicen a mí (ya un poco más tranquilo). A mí.
Papá no entiende absolutamente nada de la escena hollywoodense y la adjudica a la incomprensión de los papás a los adolescentes. De vuelta al partido de Alianza.
Matías sentía que alguien lo estaba robando. No como pasa cuando caminas por el Puente Armendáriz a las 5 de la mañana. Sino como en ese video de música, donde el padre de familia vuelve a su casa un día y ve que su esposa y sus hijos están con otro hombre y grita y dice cínicos y llora porque él ya no es él. Así llora Matías. Tuvo la suerte de, alguna vez, ser alguien. Pero algún hijo de puta se estaba divirtiendo con sus experiencias, con aquella vez que tocaba guitarra sólo frente al espejo. Y ahora siente que ese alguien ya no está. Hace ya un año que está así y es hora de decirle la verdad.
El día que leíste a Real por primera vez sentiste que algo que te estaba faltando entró finalmente en su sitio y has perdido eso de vista. Deja de fantasear sobre posibles conspiraciones y cosas que no serían dignas de tu mundo. Real, así como Coleridge, tiene algo que han traído de esa otra realidad.
Ocurre, Matías, que no siempre uno se acuerda de sus sueños. Muchas veces he escuchado a gente (yo no he tenido la oportunidad) decir que no se acordaba qué soñó la noche anterior. Yo me aproveché de ti. Esas noches consumaba tus ambiciones, tus miedos, tus anhelos: tu mundo. Hacía levantarte e ir a tu escritorio y poner en un block rosadete (uno que le regalaron a tu hermanita menor por su cumpleaños) lo que ocurría en ese otro mundo. Una vez finalizado el encuentro contigo, te hacía fotocopiarlo y entregarlo a la gente en la calle. Pido perdón Matías, si sientes que me he aprovechado de ti pero no es así. No te asombres al reconocer que no te acuerdas de nada de esto: está en esa parte del cerebro donde uno no sabe lo que pasa. Ahí donde la luna es su lado oscuro, donde el remordimiento remuerde la herida de Raskolnikov, donde radica el diabólico solo de Hendrix. Ahí estoy yo también Matías, tu Segismundo, tu mundo. Y te extraño. Por eso aquí muero, en esta última entrega en papel rosadete, que no deja de ser otra de las grandes aventuras que tanto te encantan. Le puse una fecha a cada una, pero sólo se ve con esa lamparita que compró tu madre en Marruecos. No volveré en tus sueños. Espero que, en alguna otra oportunidad, volvamos a estar juntos.
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