Este trabajo me fue impuesto en una consecución de eventos humillantes que implican a mi madre, inescrupulosamente entre risas y loas, usando a uno, o tal vez dos, de sus incontables vínculos en esta corrupta ciudad. Haciéndome sentir, de esta manera, como una inmunda cucaracha, incapaz de valerse por si misma. Ahora me quedo anonadado al convertirme en espectador de la fina precisión con que un momento desencadena otro. Digo esto porque no cabe duda de que, a pesar de mis sentimientos negativos, de cualquier otra forma no hubiera buscado nunca tal trabajo. Y entonces jamás la hubiera conocido.
Crucé las puertas del asilo de ancianos mi primer día de trabajo cabizbajo y arrastrando los pies. Estaba, como siempre, puntual. Me dirigí inmediatamente a la oficina principal, donde un señor con poco pelo y sobre peso debía darme las indicaciones necesarias para sobrevivir. Me asignarían a una sola paciente, dijo, durante mi primera semana, para que me acostumbre al ritmo del lugar. Una enfermera alta y con ojeras me dio un tour por el lugar, constantemente tratando de conversar sobre el clima y mi pasado. Finalmente nos detuvimos y mientras ella se adentraba a buscarme uniforme en un closet que parecía no tener fin, me percate de la existencia de dos enfermeras que reían observándome. Con mucho esfuerzo puede escuchar que murmuraban que mi asignación se trataba de una viejita “casi inerte”. Pensé inmediatamente en una marioneta. Tendría que aprender a levantar con una serie de hilos sus bracitos para jabonarle los coditos, para ponerle su blusita, a ver levantemos un poquito mas, ahí esta, listo.
Me encontraba frente a su puerta, ya uniformado, con la mano sobre la manija un largo rato. Entrar al cuarto implicaba sucumbir a los deseos de mi madre. Finalmente lo hice, como era de esperarse. Mi asignación se encontraba sentada en un sillón, mirando por la ventana los jardines del asilo donde otros pacientes eran paseados mientras dormían en sus sillas de ruedas. Estaba preparado para empezar a limpiar el cuarto, o a ella, lo que fuera necesario. Me acerque e inmediatamente levanto la cara y nuestras miradas se encontraron. El tiempo pereció y solo quedamos los dos, mirándonos, solos. Y de repente, entre palabras que le costaban producir, me empezó a contar una terrible historia.
Yo tenía una amiga, empezó a decir. Se le fue la vida de hombre en hombre, se entregaba fácilmente, a cambio de una cena algún día, o de un paquete de cigarros. Nunca nadie le rompió el corazón pues lo escondía muy bien tras labial rojo pasión. Siempre había sido así. Toda su vida fue presa de la belleza de su carne, se alimentaba de su vanidad infiel. Su pelo ya era rubio antes de la primera cana. Por eso, solo se dio cuenta que estaba envejeciendo cuando, mientras se maquillaba en el tocador de su antro favorito, otra amiga la hizo reír y vio nacer dos pliegues en su piel antes templada, perfecta. Los ignoró y poco a poco se fueron reproduciendo. Sin darse cuenta llego el momento en el que salía a bailar noche tras noche con su minifalda negra, su celulitis de cincuentona y sus tacones de aguja. Nunca le agradeció a la oscuridad de la noche por ser su escudo durante tantos años, porque ignoraba que lo había sido. Bueno, tal vez el humo de cigarro y el exceso de alcohol también lo fueron: nublan la visión. Pero no por mucho tiempo, el pelo se le desteñiría eventualmente. Dejaría de ser rubio rebosante, se pondría marrón como alguna vez fue. Marrón caca. E inmediatamente después sería gris, o blanco. Las tetas de silicona enseñarían su verdad ficticia dentro de toda la decadencia. Dos bultos inamovibles en un mar de flacidez. Ella sentiría el ridículo de su desproporción. Fue en este momento en el cual los hombres dejaron de buscarla y se encontró por primera vez con ella misma. Y no quiso reconocerse. Se dio cuenta que nunca había vivido y que había cavado a lo largo de su vida su propia tumba. Todavía tenía tierra entre las uñas. Era el precio a pagar por tantos años de gloria.
Hubo un silencio. La historia acababa ahí. Me percaté de que había anochecido pero no me importó. De pronto recorrí la habitación con la mirada, pues no lo había hecho antes. En el velador, con un aire de traición picara, mis curiosos ojos encontraron una foto. Se trataba de una mujer de la edad de mi madre. Vestía una minifalda roja y exceso de maquillaje. Entré en pánico y volteé a mirar a la anciana, sorprendido. Ella bajo la mirada mientras una lagrima le acariciaba la mejilla. Entonces entendí.