Aún recuerdo la tarde en que conocí a Frederik Zammoluck, el gringo acababa de llegar al pueblo y no sabía ni dónde estaba parado. Se sentó en el bar y por más que intentó pasar desapercibido, su cabello áureo parecía resplandecer con el sol de la primavera que comenzaba a dorar todo en Cachicadán. Fui yo quien lo llevo a la hacienda de la señorita D’amalia, le había comentado a Zammoluck que por allá, pasando aquel cerro y en medio de los campos de eucalipto, se podía encontrar un lugar tranquilo donde trabajar y por lo menos subsistir ante todos los achaques que una buena vida solicitaba. El gringo venía de un periplo casi inenarrable, a sus 19 años, el ímpetu conquistador del tercer reich lo había obligado a dejar su hecoslovaquia natal y abordar un pestilente galeón cuyo destino era el lejano puerto del Callao, al sur de las Américas. Dice que se enamoró del Perú desde que pisó el primer muelle porteño, pero yo no le creo; lo que sí me consta es que llegar al bar, pasando por Lima, arribando a La Libertad, desembarcando en Trujillo, viajando a Santiago de Chuco y terminando en Cachicadán, sí que fue toda una odisea.
La señorita D’amalia nos recibió sólo porque yo se lo pedí, conocía poco a Zammoluck pero la juventud del gringo y su espíritu desinteresado me daban buena espina. Yo creo que Zammoluck le gustó desde siempre a la señorita D’amalia y también creo que fue por eso precisamente que le brindó trabajo en la hacienda, a pesar de no confiar en las inmaculadas manos rosas del gringo.
Contrario a lo que todos piensan, Zammoluck se ganó con creces la confianza que la señorita D’amalia depositó en él. Al cabo de quince años, el gringo era, luego de la matrona, el mandamás de la hacienda y podía tomar decisiones propias sin siquiera consultar a los demás, decisiones que, por lo general, eran las más acertadas para el beneficio de la hacienda, incluso ante la mirada señorial de la dueña de todo.
A pesar de todos los argumentos que expongo y de la tangible prosperidad de la que goza la hacienda tras la llegada de Zammoluck , todavía hay quienes creen que esta boda es una artimaña suya: “ese gringo sabido ha hecho el negocio de su vida con la ‘señorita’ D’amalia…” pero, sin ánimos de defenderlo, tan sólo rescatando lo justo, como cualquier buen abogado que imparte justicia hipocráticamente, debo alegar que si alguien usufructúa con esta unión, es la hacienda; ni siquiera la señorita D’amalia, es la hacienda misma quien se beneficia con esta boda. “Boda”, si cabe el término, porque la novia está postrada y el novio más preocupado en la cintura de la Silvia que en el nudo de su corbata. La señorita D’amalia no se hace problemas, ella está contenta por dejar la hacienda en buenas manos, en las mejores: “A nadie le importa la hacienda como a mí, Silvia, a nadie, ni al Orlando y el resto de sus cholos… –Silvia la escuchaba mirándola fijamente, llenaba su vaso con agua y la seguía escuchando– …verás como todo irá bien con la mano de Zammoluck. Él sí que sabe.” –Silvia entreabrió sus ojos, sonrió como para sí, la señorita D’amalia también; ella, ahí, siguió escuchando.
El cura me ha pedido que me acerque, dice que ya es hora, “Vamoz hombre, que la zeñorita no está como para ezperar, aprezurémoznos” y tiene razón, si alguien carece de tiempo es la señorita D’amalia. Justo en este preciso instante, Zammoluck ha entrado a la habitación, dice que está listo. Silvia, de pie bajo el pórtico, observa atentamente los ademanes de Zammoluck, contempla la sutil respiración entre pausada de la matrona. Le he entregado los papeles al gringo quien, meticulosamente, está revisando página por página ante la claudicable respiración de la futura señora.