Archivo por meses: octubre 2007

“El cartero” por Juan Cárdenas

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Francisco esperó por Elena al finalizar la misa de ocho. Escondido tras una columna, pudo verla salir de la iglesia y atravesar la plaza escoltada por sus padres. Anónimamente, siguió los pasos de la familia hasta averiguar dónde vivía la bella dama: era la casa de la esquina, en el 201. Francisco esperó unos minutos para acercarse, luego, tocó la puerta. Rápidamente, se acercaron a atenderlo.

–¿Sí? –preguntaron del otro lado de la puerta
–¿Buenas días, sería tan amable de comunicarme con la señorita Elena? –respondió Francisco, hidalgamente.
Se abrió la puerta
–Buenas tardes, yo soy Elena –mirándolo directamente.
–Disculpe que la moleste señorita, mi nombre es Francisco –se presentó –soy el hermano menor de José.
–Lo estaba esperando, Francisco –dijo Elena, sus ojos tintinearon –pase, ¿gusta tomar una tasita de anís?
–Gracias, Elena, es usted muy amable. –al ingresar, impregnó la sala con el aroma de su loción para después de afeitar.
–Si no me equivoco, me trae un recado de parte de José. –le dijo algo ansiosa –una carta, creo –agregó.
–Eh… –titubeando, por fin se decidió –sí, es cierto.
–¿Sucede algo? Lo noto preocupado.
– Sí, la verdad sí, Elenita; perdón, me permite llamarla Elenita. –preguntó respetuoso
–Claro, si usted me permite llamarlo Pancho. –respondió risueña.
–En efecto, así me dicen de cariño. Bueno, Elenita, va a disculpar la labor de este humilde emisario, pero el tema es que hoy no le he traído ninguna carta.
–¿Qué, José no le ha enviado nada para mí? –con desilusión en su rostro
–No, Elenita, cuánto lo siento. Es que José es así, es un tanto efusivo, a veces se deja llevar por el momento. Es mi hermano, lo sé; pero, a pesar de no conocerla, como amigo, le recomiendo que no se haga falsas ilusiones; no me gustaría que saliera lastimada. Además, usted sabe, el está allá en Arequipa y…
–No se preocupe Francisco, no me hice ideas de nada. –lo interrumpió, totalmente desilusionada
–Pancho, llámeme Pancho.
–Perdón, Pancho.
–Sin embargo, en vista de lo sucedido y, con temor de parecer impertinente, me gustaría invitarla a pasear, sólo para que se distraiga unos momentos y se olvide del desencanto de la noticia.
–Ya le dije, Pancho, no hay ningún desencanto ni nada. –un tanto seria.
–Qué tonto, tiene razón. –insistió –en todo caso, la invito a dar una vuelta para que vea que al menos algunos Fernández sí somos considerados.
Elena sonrío, se ruborizó un poco
–¿Pasear? –sus ojos volvieron a brillar, Francisco lo notó –claro, encantada. Tome asiento y espéreme unos minutos mientras me arreglo un poquito, no tardo.
–Cómo no, tómese el tiempo que desee, Elenita; yo la espero. –se acercó al sillón y tomó asiento, sin importarle arrugar la carta que llevaba en el bolsillo. Se acomodó, cruzó las piernas y esperó.
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“Teoría general del Lenguaje” por José Carlos Fernández

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“los referentes para la ortografía de una lengua
son siempre los escritores y periodistas reconocidos
y las instituciones que se arrogan la última palabra
sobre el idioma”

-Estuve ocupado terminando el cuento que debo entregar semanalmente. Aún soy un principiante en esto de escribir- dijo el no escritor inteligente aunque facilista.
-Me debiste haber buscado de todas maneras, me hubiera encantado ayudarte también en ese tema, podrías haber sacado provecho de mi experiencia- dijo el escritor autosuficiente con su conocimiento lingüístico.
-Tiene razón, ¡cómo no se me ocurrió! Me tomó un buen rato terminar el cuento, tenía una terrible duda y no quería presentarlo con algún error.
-Confío en que pudiste resolver el problema, es siempre difícil comenzar a escribir, aún para alguien como tú que tiene el buen hábito de leer. Dime sobre qué versaba tu duda.
-Felizmente ya resolví el problema, ya entregué el trabajo, pero me gustaría escuchar su opinión.
-Cuéntame.
-Es sobre una palabra difícil… la voy a escribir en mi mano, ¿la lee?
-Ah, su significado es muy sencillo…
-Lo sé, lo sé, su significado no fue el problema. Me enredé en algo más cotidiano.
-No será su escritura…
-Exacto.
-Me sorprendes, estamos hablando de escribir literatura. ¿Cómo es que dudas aún sobre ortografía?
-Como le digo, aún soy principiante en esto de escribir; sin embargo, le pido que preste más atención a la palabra.
-Ya que insistes, me parece que está muy claro. Olvidaste la tilde o debería decir el acento ortográfico.
-Bueno, lo mismo pensé yo, pero luego revisando un poco encontré algo muy peculiar
-¿Qué cosa?
-Que esta es una de las palabras que usa Borges en uno de los poemas que sé de memoria. Es un poema llamado “cuadros”.
-Ciertamente, pero ¿qué me quieres decir con eso?
-Recordará entonces que ese poema sólo contiene palabras tetrasílabas en los cuatro versos de cada una de las cuatro estrofas.
-Recuerdo, ¿qué me quieres decir con eso?
-Que una tilde en nuestra palabra provocaría un hiato.
-Y…
-Que un hiato provocaría una palabra pentasilábica. Borges no se equivocaría.
-Déjame ver tu mano.
-Ahora se da cuenta.
-Sí, es muy claro, Borges nunca. Me parece que estaba algo distraído. Es claro que tu palabra carece de tilde. Hiciste bien en quitar la tilde.
-Bueno, tampoco hice eso exactamente.
-Ah no…
-Mire por favor, de nuevo la palabra en mi mano, si puede repítala en su mente.
-¿Qué es lo que me estas pidiendo?
-Repítala, no se le hace extraña.
-No, ¿a que te refieres?
-Repítala. En voz alta si desea.
-Bueno, bueno, sí, me parece que hay algo extraño en ella.
-Hay cacofonía…
-No es exactamente cacofonía, pero es un error en efecto, no es así como se pronuncia la palabra.
-Como un error en nuestra lengua…
-Eso parece medio extraño, deberíamos conseguir un diccionario de la academia.
-Pero sin importar lo que diga en el diccionario, esa no es la forma en que hablamos, un diptongo sería imposible en nuestra palabra.
-Dices bien, es un dilema, un diptongo no es lo que pronunciamos normalmente.
-Exacto, es un dilema. Aunque hay que considerar que no debería sorprendernos que Borges se haya tomado la libertad de olvidarse de la tilde, ni tampoco deberíamos esperar que nuestra forma cotidiana de hablar se compenetre exactamente con una ortografía rígida, mientras más nos adentramos en el lenguaje, por ejemplo al escribir literatura, olvidamos lo abstracto que es el lenguaje, sí que es un dilema sin solución a la vista.
-Tienes mucha razón, pero me dijiste que resolviste el problema con esa palabra.
-No resolví el problema con la palabra, resolví el problema con el cuento.
-Cambiaste la palabra…
-No, solamente eliminé todas las tildes y entregué el cuento en mayúsculas.
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“Noche de festival” por Esteban Poole

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-Vaya, un film a lo Metropolis sobre una elite de tecnócratas gays adinerados y pseudoscialistas que dominan desde las cimas de los rascacielos a las masas mediante drogas, libertinaje y control mental y que, además, sirven secretamente a una raza de aliens hermafroditas, es un tanto… heterodoxa. –dijo Sergio impresionado a su colega al oírle hablar de su última película.

-Obviamente a estos intelectuales políticamente correctos con poco sentido común, del humor o del buen gusto no les caerá muy bien.

-Sí pues, no creo que sea muy del gusto del jurado,

-Pero sabes qué… me importa un carajo.

Apuró un trago de Whisky. Iba vestido informalmente, con una chalina al cuello. La barba la tenía un tanto crecida y el pelo largo y algo despeinado. Al fondo del bar, un pianista tocaba variaciones jazzysticas de Fly me to the Moon de Frank Synatra.

Justo se acordó Sergio de que, mientras había estado fuera viendo películas del festival de cine, había tenido lugar la conferencia de prensa de una película bastante sui generis de nombre Psicotecnia. Infirió que era de su colega –a quien no veía desde hacía tiempo atrás- y a que ello se debía que ahora coincidiesen en aquel lugar.

-Muchos me ven como el chico malo del barrio. –dijo el director.

-¿Y piensas hacer algo acerca de eso?

-Nah… esas críticas me van y me vienen. Mi próximo film será un policial sobre un ex pandillero metido de policía e infiltrado en una escuela pública donde encuentra corrupción, pandillas, abuso de menores y tráfico de drogas. Julio Chávez estaría ideal para hacer de oficial incapaz.

Sergio no supo si hablaba en serio o con sarcasmo.

-¿Por qué tuviste que hacer ese thriller loco? ¿Nunca pensaste en lo que le haría a tu carrera? –le increpó.

-¡Ah! ¿Hablas de ese del periodista joven, cínico y sin ideales que investiga los atentados de Madrid cuando ocurren y lo expulsan de su diario por acabar insinuando que los socialistas tuvieron algo que ver?

-¡Sí! ¡¿Qué mierda tenías en la cabeza?!

– Un amigo me dijo que le pareció una metáfora sobre el intelectual marginado por ser muy honesto consigo mismo. Supongo que es la mejor definición hasta ahora.

-Como sea, seguro que después de eso ya no conseguiste ni un cobre del gobierno español ¿Quién te ha financiado esto? ¿El Opus Dei? ¿Los neonazis? ¿El partido republicano?

-No che, no subestimes mi inteligencia. Nomás soy un librepensador y no me hago problema con eso ¿Y vos? ¿Qué me decís?

-Ya debes saberlo. Escribo cuentos y poemas y me va muy bien. Me gané un premio importante en España por mi último libro. Y bueno, ahora estoy de paso por acá para ver el festival.

-Vaya, me quito el sombrero –dijo el director con cierto sarcasmo- No muchos pueden decir que se ganan bien la vida como intelectuales en el Tercer Mundo.

-Estoy pensando en irme a España.

-¡Ah! ¡Perfecto! Ahora vos serás todo un hombre del Primer Mundo.

El cineasta volvió a beber y rió.

-Ha sido un gusto hablar con vos, loco. Ya tengo que salirme. Nomás espero no haberte fastidiado por no ajustarme a tus estándares.

Se retiró. Sergio quedó solo en la mesa. El pianista seguía con más variaciones de la pieza, acentuando la melancolía de ésta. Sergio estuvo en silencio un rato. Miró alrededor y a su vaso. Apuró el último trago y finalmente se fue de aquel ambiente.

-Primer premio, categoría ficción: El jardín de la soledad.

La pantalla mostró imágenes de un joven caminando por el parque cerca de su casa, seguidas de otras más del mismo en su casa almorzando o en su habitación, en la escuela, recorriendo las calles de Buenos Aires en bus, haciendo pequeños trabajos, etc. Todo con gran sobriedad y escasísimo diálogo.

El director, perfectamente enternado, pasó a recibir el premio y dijo que su película sólo pretendía mostrar trozos de la vida de un joven bonaerense, aunque dudosamente a cualquier joven bonaerense le habría interesado mayormente lo mostrado.

-Segundo premio, categoría ficción: Luces al atardecer.

La pantalla mostró imágenes de un hombre en sus cuarenta, sentado en una sala y claramente enfermo hablando con camaradas suyos. Con voz en off suya de fondo aparecían imágenes de compañeros burlándose de él en su juventud, marchas gay y poco ortodoxas escenas de amor. Todo con una música lírica, sentimental y sentida.

El director, un joven mexicano de lentes, vestido un tanto informal y otro tanto amanerado, pasó a recibir el premio. Dijo que, probablemente, mucho del público no estaría de acuerdo con su visión, pero que había que estar más allá. Nada más edificante para ello que las reminiscencias de un veterano dirigente gay enfermo de sida.

Tras esto el anfitrión anunció que, a propuesta de algunos miembros del jurado, se entregaría una mención especial a una cinta inclasificable y transgresora.

-Mención especial, categoría ficción: Psicotecnia.

La pantalla mostró, sin ton ni son, imágenes psicodélicas de una ciudad futurista de altos rascacielos y autos voladores; gente viendo pornografía, drogada por narcóticos o por la web y víctimas del control mental; putos elegantemente trajeados, con fornidos negros en tanga y con michi sirviéndoles champagne regodeándose en su poder y pasándola bien en gimnasios, saunas y discotecas de ambiente. Todo con música electrónica de fondo.

El director llegó hasta el estrado.

-Gracias– fue todo lo que dijo y se alejó con su premio.

Al alejarse de su asiento vio entre los miembros del jurado a Sergio, quien le guiñó un ojo.

-Buena loco. –dijo el director, sin que nadie del desconcertado público supiese a quien se dirigía.
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“Un día perfecto para el pez platano” por J. D. Salinger

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jds

[…]
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y-ya era la cuarta o quinta llamada-levantó el auricular del teléfono.
-Diga-dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora Glass-dijo la operadora.
-Gracias-contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás?-dijo.
-He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…
-¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
-Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…
-¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…
-Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegasteis?
-No sé… el miércoles, de madrugada.
-¿Quién condujo?
-Él-dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…
[…]

En “Un día perfecto para el pez plátano”, J.D. Salinger (Nueva York, 1919) compone sobre la base de diálogos, en dos escenas contrapuestas, una aproximación proteica a su universo de seres sensibles condenados a la vulgaridad del mundo. Teniendo a vista la fuerza expresiva que adquiere una escena en este relato, los talleristas se sometieron a la prueba de delinear un cuento breve en el mero intercambio de palabras entre personajes que se construyen en su propio lenguaje. He aquí los ejercicios que me parecieron destacables. Sigue leyendo

“Gato de sueño, gato de hambre” por José Carlos Fernández

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El sueño una vez más venció al gato. Ya que el hambre no ocupaba su cabeza, el sueño se apoderó de él. Con mucha pereza, el animal cruzó la habitación y saltó a la mesa adyacente a la ventana en la que el anciano que lo alimentaba todos los días ya no dibujaba más edificios rectangulares y alargados. Dio algunas vueltas a la mesa tratando de recostarse cómodamente en la pequeña zona del mueble que recibía el sol de la mañana. Cuando finalmente encontró la posición propicia se envolvió y, tras unos momentos en los que observó calladamente al anciano que lo alimentaba levantarse a pasear por el pequeño departamento, quedó placenteramente dormido.
Esta vez soñó algo largamente más complicado que sus sueños normales. Soñó que caminaba por el borde de la ventana de una manera imprudente poco común para su precaución normal y sintió el vértigo de la mortífera caída pues, aunque siempre había acabado con las cuatro patas en el suelo al precipitarse de la refrigeradora o de la alacena, particularmente le aterrorizaba la misma sensación de caer y percibir el vacío continuo debajo de las patas. Esas sensaciones hacían atemorizante e imprudente la caminata que realizaba por el borde de la ventana hasta que, para su alivio, un sonido estrepitoso que, aunque distante, se destacó de los demás sonidos, lo despertó.
Se olvidó de tratar de identificar el origen del estruendoso y lejano sonido pensando en lo enredado que había sido su sueño. Qué complicadas e inusuales sensaciones había experimentado. El anciano que lo alimentaba había encendido también el ruidoso televisor y contemplaba con atención y desconcierto las imágenes que se sucedían y seguidamente volteaba en dirección al gato e incluso, para extrañeza del animal, se paraba y con la rapidez que le permitían sus piernas se acercaba a observar por la ventana estorbando la cómoda posición del minino. Con todo, el gato tomó conciencia otra vez de su propia somnolencia e intentó dormir una vez más; sin embargo, entre el ruido del televisor y el ruido creciente de fuera de la ventana, su sueño no pudo prolongarse mucho más.
Al despertar otra vez, el anciano que lo alimentaba no estaba en la habitación aunque el televisor había quedado prendido. El gato se desperezó lentamente y se dirigió con hambre a la cocina. Para su molestia encontró vacío su plato de comida por lo que empezó a revisar las habitaciones en busca del anciano que lo alimentaba para cruzarse entre sus piernas y recordarle su obligación de darle de comer. Después de asomar su cabeza en todas las habitaciones sin éxito, se dirigió con más molestia aún a la ventana del otro lado del departamento que daba al espacio que transitaban las personas para bajar las escaleras o usar el ascensor, siempre con el ruido del televisor y algún otro ruido estruendoso pero muy lejano que no le llamó la atención. Cuando sentía sed y no tenía agua en su plato, era más fácil dirigirse al baño y beber sigilosamente del inodoro con cuidado de no resbalar y de no ser sorprendido por el anciano que lo alimentaba, pero cuando sentía hambre, no había forma de satisfacerla sin el anciano que lo alimentaba en el departamento, pues no había ratones merodeando, ni siquiera moscas volando. Alguna vez había encontrado entre las gradas que subían hacia la azotea un ratón de los que solían atrapar los otros gatos del edificio, de modo que se dirigió a esas escaleras. En el camino se sorprendió de la cantidad de gente que nunca había visto juntarse por ahí, todos precipitándose bien a sus departamentos o bien a las gradas. Ninguna de las desconcertadas personas se paró ya a rascarle la barbilla y acariciarle la cabeza y la espalda, sino que por el contrario pasaban apresuradamente casi atropellándolo.
Tras retirarse a un extremo de las escaleras, divisó un fanfarrón gato pardo que lo miraba desde muy cerca del borde de la ventana, como desafiándolo a ser tan temerario como él. Sin dudarlo, el gato saltó hasta la ventana como correspondía a su orgullo felino y se sentó al lado del gato pardo y trató de concentrarse en el exterior y no mostrar más que indiferencia al otro animal. En ese momento, al fijarse en ese par de moles monumentales que se elevaban dominando el paisaje exterior reparó en la humeante dolencia con que se retorcían los edificios. Seguidamente, al asomarse para agudizar la vista experimentó ese perturbador sonido conocido que esta vez parecía mil veces intensificado. Desde la altura en que estaba, sintió el omnipresente y espantoso rugido de toda la ciudad rebosante de gritos, bocinas y alarmas; un inquietante animal reclamando con un gruñido atronador y constante que le ponía los pelos de punta. La conjunción de sonidos que provenían de todas partes envolvía al indefenso gato. Atormentado por ese estruendoso sonido, dirigió su mirada al monumental edificio izquierdo y captó el preciso instante en que una persona saltaba desde una altura escalofriante. Vio a esa persona caer por un momento hasta que otro edificio tapó la vista y sintió el espasmo y el vértigo apoderándose de su propio cuerpo.
En ese momento se dio cuenta de que el gato pardo examinaba la atención y el desconcierto que se traducían en su peluda cara. Intentó recomponerse y recuperar el respeto del gato pardo, cuando en ese mismo instante, con un estrépito infinito y una confusión inimaginable vio desplomarse una de las imponentes moles que había estado observando. El rugir constante del dantesco animal se maximizó descomunalmente asustando tanto al gato quien, olvidando su trivial orgullo felino, se alejó cobarde de la ventana en la que permanecía el gato pardo.
Llegó a la cocina de su departamento en un instante y sólo recordó su postergada hambre cuando vio su comida de gato desparramada en abundancia en su plato y en el suelo circundante. Al empezar a comer y disfrutar olvidó completamente todo el extenuante episodio que había experimentado y, mientras volteaba a mirar por la ventana de la cocina, sentía que su pavor se iba disipando de la misma manera que la nube de polvo levantada tras el derrumbe del edificio. Comió hasta saciarse y se dejó envolver por un profundo sopor. A continuación, se enrumbó al escritorio del anciano que lo alimentaba en el que no tuvo que esforzarse mucho en encontrar un lugar cómodo e iluminado para dormir porque el sol bañaba ahora toda la superficie de la mesa.
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“Ezequiel, George Harrison y Penélope Cruz” por Jorge Luis Morelli

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Ezequiel el gato mira por la ventana del avión al despegar. No sabe por qué hubo tanto problema para que lo dejen ir en la sección comercial del vuelo y no encerrado en una jaula en el segundo sótano. Pero francamente a él le da lo mismo. Y es porque Ezequiel el gato posee algo que los seres humanos a veces no encontramos. Un roquero británico dijo una vez que “todas las cosas deben pasar” y Ezequiel se declara gran fan del disco. Nunca se aferró a las cosas porque, desde temprana edad, se dio cuenta que su estado natural es el cambio y la redefinición. Sus amigos –los pocos que tuvo- se referían a él como “Ezequiel el hegeliano” pero nunca entendió muy bien por qué. Algo tiene que ver con naranjas, piensa, mientras le hace cosquillas en la barbilla a su pequeña dueña sentada en el sillón al lado de la ventana.
Tal personalidad, pensamos nosotros, es un éxito ya que encontró un orden y un sentido en esta locura que llamamos mundo. Pero por el mismo hecho de que no se aferraba nunca a nadie ni a nada, pocas veces sintió satisfacción con las cosas mismas-salvo cuando las rechazaba y pasaba a otra cosa. Pobre Ezequiel el gato, tan sensato y maduro ante unos, tan sospechoso y nostálgico ante otros.
El vuelo le ha cansado más de lo que pensó. Todavía no están ni a mitad de camino y ya siente cómo las uñas escondidas de los pies le arden, los pelos los tiene desordenados y los ojos pesados y somnolientos. Ve al costado de su pequeña dueña una diminuta abuelita arreconchumada a su nieto mayor, viendo una película. Tal imagen lo devuelve a su primera dueña, una señora mayor- no tan anciana como la señora de al lado- muy amable y generosa. El problema surgió debido a la cantidad de canarios que coleccionaba. Ezequiel-en ese entonces llamado Eusebio- le arrancó la cabeza a siete de ellos una tarde de verano. Piensa que valió la pena y se ríe de sí mismo.
La señora mayor lo echó de la casa, muy apenada. Su colección de canarios llegaría algún día a valer mucho dinero y no podía ponerlo en riesgo por un simple gato con nombre de albañil. El destino lo llevó a la casa de un señor con bigote- podría haber sido, por la edad, el hijo de la señora mayor- que tenía siete gatos más. Allí hizo algunos amigos, recordó la tarde en la que le pusieron el apodo antes mencionado, pero nunca fue muy bienvenido. Piensa, mientras se lame la patita izquierda, que lo envidiaban. La indiferencia con la que trataba los temas y a las personas– a la vez su máximo don y su peor defecto- no logró hacerse sitio con el resto de gatos.
La gente alrededor suyo en el vuelo empieza a sentirse nerviosa, cosa que Ezequiel el gato nota rápidamente. Aparentemente hay unos hombres con caras oscuras que caminan rápidamente por el pasillo, gritando y haciendo señas con sus brazos de metal. No quiere saber nada del tema. Su pequeña dueña- la que lo recogió un día en la calle después de haberse escapado de esos gatos envidiosos- lloraba y se sentía sola. Ezequiel pensó que era su responsabilidad ya que era el único acompañante de su pequeña dueña pero recordó que la niña era muy engreída. Dedujo que le habían negado un chocolate ya que estábamos a punto de llegar. Al acercarse a la ventana notó que volaban muy cerca al suelo. Pudo identificar- y le gustó mucho- la casa de la señora mayor y luego la del señor con bigote y sus siete gatos. Sintió un poco de miedo, ya que era la primera vez que viajaba por aire. Contó la cantidad de vidas que le sobraban – ya que los gatos, sabios como ellos solos, cuentan con un total de siete- y creyó que todavía le faltaban una o dos para disfrutar. Tampoco le hizo mucho caso a la cuenta. Recordó una mañana en la casa de la señora mayor, viendo una película. Había una bella escena en una azotea. El piso, desde la ventana, se veía muy parecido. Penélope Cruz dice dulcemente “I will see you in another life when we are both cats” y el protagonista se libera, finalmente, de su indiferencia. Ojalá esta vez le toque ser otra cosa. La imagen de Penélope cantando “All Things Must Pass” en la azotea acompañó a Ezequiel el gato hasta su último aliento de vida.
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“El temor” por Mijaíl Castillo

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Ese día la atmósfera estaba más que rara. Ya lo había sentido antes, por aquellos tiempos en los cuales anduve por ese gran bosque, sometido al infortunio, a las peleas, la escasez de las presas todo en busca de un territorio para asentarme. Esa energía que me hizo estar siempre alerta, listo para el ataque, la volví a sentir esa noche, pero con más intensidad. Tuve que merodear más de lo común, estaba intranquilo. Me pose sobre esa caja rara, que a la cría de mi proveedora le gusta ver horas y horas, aquella está rodeada de tres montículos muy suaves, muy delicados, a la proveedora no le gusta que me quede ahí. En el centro hay una especie de roca muy fría, que detesto por dicho motivo. Desde la caja se ve hasta el último rincón de mi zona, cuidándome de intrusos que quieran quitarme esta posición privilegiada que obtuve. Además veo los confines del gran y bullicioso bosque, infestado de peligros y eso inmensos árboles. Tan fríos como la roca al centro de los montículo. Desde la caja podré divisar si un enemigo se acercara para desafiarme y tomar mi camada. Fue entonces que sonó ese zumbido, tan detestable para mí, pero que me avisa que la proveedora y su cría saldrán de la madriguera para iniciar su turno de vigilar la camada. La proveedora se dirige al lugar del agua y luego al de la comida, eso me indica que comeré. Descendí de la caja, sobre la mesa y después al suelo. Me dirigí a la comida, ella estaba comiendo. Fue cuando me puso su pata sobre mí y me acaricio, me gusta que haga eso, se siente bien. Luego llego la cría, me alzo, no me gusta por que no sabe tratarme como la proveedora, me bajo y me dio la comida, eso era lo que deseaba. Esta camada era lo mejor que me había pasado, aun no recuerdo como llegue aquí, pero fue un día de lluvia, eso es todo lo que recuerdo. Pues, las dos se fueron, era su turno de vigilar el territorio y lo harían desde afuera, yo me fui a dormir a la madriguera mi turno de noche estuvo muy atareado. La atmósfera sigue igual. Me puse a dormir pero fue poco lo que descanse. Fue cuando lo oí, ese zumbido tan estruendoso ¿De dónde viene? ¿De dónde? ¿A dónde va? Tengo que ver, pensé, ¡la caja! De ahí veré. Se acerca algo eso estoy seguro ¿Un intruso? ¿Un enemigo? Tengo que llegar a la caja, salte sobre el montículo, sobre la roca, ya llego… (Sonido intenso, primer impacto) ¡Qué fue eso!, pensé, ese estruendo me hizo retornar a la madriguera de un golpe, que incluso me di cuenta de que no percate de una ruta de escape alterna, eso fue muy imprudente. Pero qué fue eso, acaso alguien había entrado a mi territorio, un intruso. No saldré de aquí, pensé, mejor desde acá vigilaré la madriguera y atacaré si se acerca algo. Nada pasa, está muy quieto. Fue cuando me decidí a salir, me percate que la atmósfera seguía igual, aun no termina. Pero nadie ha entrado, camine por detrás de los montículos, me asome al cuarto de la comida, está igual. Pensé que desde abajo no veré nada y me dije entonces que tenía que llegar a la caja. Era el mejor sitio para cerciorarme que todo está normal. Fue en ese momento que paso otra vez. El sonido, lo turbio del aire, de dónde viene, a dónde va, qué es, tengo que ver… (Sonido intenso, segundo impacto) Fue peor que el primero, qué está sucediendo, de nuevo me retorne a la madriguera, es acaso ellas no están cumpliendo su papel de cuidar la madriguera. En ese entonces sentí que algo había cambiado. La atmósfera y el aire dejaron esa turbia energía que sentía en aquellos tiempos errabundos. Qué era esta energía tan rara. No la había sentido antes. Me percate que nada había pasado. El intruso no apareció nunca. Fue cuando me decidí a salir de la madriguera. Camine despacio, siguiendo el mismo camino que la primera vez. Los montículos solo tenían mis huellas, una prueba que nadie había entrado. El resto del territorio sigue normal, la caja, me dije, de ahí veré lo que esta posando. Me pondré en riesgo ya que desde ahí me podrá ver el intruso, si es que está escondido, pero debo proteger mi camada. Subí sobre los montículos, de ahí a la roca, es ahora a la caja. Todo estaba tranquilo, mucho silencio. Pero afuera no era lo mismo. Qué sucede afuera, me pregunte. Vi como si los árboles esos grandes y fríos hubiesen cambiado. Ahora eran inmensos, tan altos que no podía ver donde acababan e irradiaban mucho calor, lo sentía. Eran ahora muy calidos. Desde ahí, creo, venía esa energía nueva. Qué era eso. Se sentía como miles de zumbidos, muy parecidos a los que producen la proveedora y su cría cuando me acercan a sus ojos, pero estos buscaban algo. No se que era, lo que sí sabia era que la atmósfera estaba infestada de aquellos. Me percate que mi angustia había desaparecido y fue reemplazado por algo que no conocía, pero era producto esos sonidos que emergían de los árboles gigantescos. Después de unos momentos vi como desaparecían los árboles y junto con aquellos los miles de sonidos que sentía. La atmósfera quedo impregnada de ellos el resto del día. Me puse a pensar que era esa energía nueva que sentí esa mañana. A caso era un aviso, una alerta. Lo único de lo que me di cuenta es que esa energía me hizo recordar a la proveedora y a su cría, no sé por qué. Pero quise que volvieran, no solo porque tenía hambre, sino era por algo más. Producto de esa energía. Llegaron a la hora de siempre, pero algo no era lo de siempre. La atmósfera estaba más que rara. La cría me alzo y me apretó, esta vez no me molesto, y pude sentir esa nueva energía dentro de ella y de la proveedora también. Esa noche no realicé la vigilancia de siempre, me que de en la madriguera con ellas. Desde ese día no me preocupo mucho por los intrusos y peligros de afuera, sé que aquí dentro estaré bien, lejos de esos sonidos que nunca se acabaron, que siguen ahí en el aire. Ahora lo único que quiero es pasar más tiempo con le resto de mi camada y, en especial, que dichos sonidos se callen Sigue leyendo

“Dos torres, una mujer, un gato” por Julissa Andrade

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Dos torres que se erigen cual uno cada una –dos unos- un 11. El mismo que el onceavo día de setiembre dejaría de ver, como dejaría de ver su opresión.

El paisaje de todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches frente a su ventana; aquellas torres que lo hacían sentir pequeño. Lo era. Lo hacían pensar en sus ojos celestes, sus afiladas garras, su cola y su abundante pelaje blanco como algo minúsculo de un valor casi imperceptible. Era pequeño y débil ¡sí!, eso lo sabía…pero ¿qué era? Un gato ¿y? ¿qué era un gato?..un animal… ¿y eso qué?..Era nada. Nada y ser nada no lo hacía siquiera ser algo, porqué él era gato y nada. Y sí, había que nadar (como se refería a ser nada), para que algo inerte y algo casi inerte, que hubiera sido mejor que lo fuera, tuvieran un tamaño mayor al suyo se decía. Eso, en su apreciación, casi inerte era con quien vivía, una mujer bella, de esbelta figura, pero cuya frivolidad rozaba lo inverosímil; le decían “la gata” y para aseverar tal apodo, tan jalado de los pelos, no se le ocurrió mejor idea, o como pensaba él, la única idea que se le pudo ocurrir fue adquirir un gato. Ahora sí, la gente podría comparar sus alargados ojos celestes con los de él. Amarga explicación para el felino. Aunque se regocijaba pensando que no había elementos para comparar, esa mujer tenía más de perra y hasta de zorra, que de gata. Para rematar la situación, notaba su repulsión por la leche… ¿cómo podía, entonces, alguien atreverse a llamarla gata? La detestaba, como ella odiaba la leche, ¡la detestaba! tanto como a su condición, a su paisaje, a esos edificios y su rutina: abrir los ojos, levantarse e ir por la leche, servida en un diminuto recipiente plateado, donde se veía reflejado por completo y sólo conseguía odiarse más, luego recostarse en el sofá y dormir, despertar y si lo que estaba encima de ese maldito once ya estaba oscuro…dormir una vez más. Si había galletas para la cena ¡qué suerte!; aquella mujer creía que todos, incluyéndolo, compartían su anoréxico régimen alimenticio.
Las horas que no dormía, que eran pocas, pero le parecían eternas, estaba en el sillón, con vista a las torres gemelas. Era como si estuviese obligado a observarlas, ella lo obligaba, era su conclusión. ¡Un motivo más para odiarla! La odiaba como odiaba esos dos mugrosos edificios, acompañados uno del otro, mientras él estaba sólo. La tenía a ella…era igual a estarlo aún peor. Ella lucía ropa elegante, susceptible y tentadora a arañazos, mientras él lucía desnudo…expuesto. Ella estaba rodeada de gente…entraban, salían, siempre regresaban; hasta aquellas torres estaban copadas siempre de gente. Ambos eran importantes, había gente que requería de ellos, muy estúpidos se decía para reconfortarse, pero a él ni esa estúpida mujer lo necesitaba. Eso lo frustraba, mas la cama estaba demasiado calientita como para encresparse los pelos pensando en temas más desagradables que ser sumergido en agua.¡Waj!El era tan innecesario que ella lo dejó sólo –más aun de lo que ya estaba- cuatro días. El seis llegaron unos señores elegantes, de porte francés. Halagos van, halagos vienen y ya está: era lo suficientemente bella para lucir en la portada de una revista, ¡qué equivocados! se decía, una revista lo suficientemente adinerada como para costearle un viaje a Europa, lo suficientemente mezquina para no incluirlo. La mujer partió el 7 – si al menos se hubieran ido también esos edificios- dejando regados por todos los lugares del departamento donde pudo platitos con leche, para los días que estuviera fuera. “Suficiente, solo tendrás que administrarlo” le dijo y rió sarcásticamente. Él a punto de llorar, solo atinó a burlarse. ¡Qué tonta! Solo ella podía decirle a un gato que “admanestrise”, o lo que fuera, sus raciones. ¡oh sí! como el hacía tantas veces esa palabra, le resultaría fácil, se repetía lleno de ira. ¡Miau!. ¿Y si no alcanzaba el alimento? Preocupadísimo miró hacia arriba y pensó ¡Dios que alcance!, se sintió inútil e imaginó que así se debía sentir ella cada vez que pedía a Dios, sin saber qué era, no haber engordado. Rió para sus adentros.
Pasaron los días, en los cuales había estado contemplando dichas construcciones gemelas, odiándolas más y odiando a la que estaba de viaje, por obligarlo a hacerlo. Se preguntaba por qué ella no pudo poner su sofá en otro lugar, porque su propósito era que él se sintiese como ya se sentía, se respondía. Pasaron los días, si las gatemáticas no le fallaban, ya había oscurecido y amanecido unas cuatro veces. Debía ser once. Era once, el calendario así lo indicaba. De pronto, en su paisaje calmo y aburrido, aparecieron unos…extraños objetos, que no reconocía. Volaban, volaban….recordó que ella había mencionado que volaría de regreso. Entonces dedujo que ella debía estar en uno de esos. Lo extraño es que los objetos irreconocibles por él no solían pasar por ahí. Por un momento se quedó sumido en sus pensamientos: ¿era ella tan estúpida como para subirse a algo así, algo que volaba tan lejos del piso? Lo era. Repentinamente, empezaron a zigzaguear, se preguntó si siempre hacían eso. ¡Qué demonios!, maulló, el hambre lo obligó a ir tras el último sorbo de leche. Más valía que ella volviera, pues ya no había que comer. Regresó y vio que estaban a punto de estrellarse contra sus visuales enemigos: los edificios. ¡Plom!. En aquel fatídico instante metió la cabeza bajo la almohada, igual no hubiese podido ver nada. Había tanto humo en la habitación que alucinó que moría. Pero no fue así quien ahí moría era ella, dijo entre dientes. Rogó por que ella tuviera siete vidas, para alimentarlo, mas no, eso era como buscarle tres pies al gato. “Ella es tan mortal como aquellas absurdas torres que acaban de caer” se dijo y al cabo de unos segundos se dio cuenta de lo dicho. Ronroneó como nunca antes, asombrado por su descubrimiento. Ellos no existían. Fue invadido por una extraña sensación, a la que no alcanzaba a nombrar, pero la innombrable lo arrulló por horas. Se sintió pleno, y descubrió también que podía saquear los almacenes, que ya no le eran prohibidos, el podía lanzarse sobre ellos, aunque estuvieran muy altos. Se alimentó de ellos los días que estuvo en la casa. A penas un vecino abrió la puerta, huyó a esa vida de la calle que tanto había deseado. No pasó hambre, pues era demasiado hermoso para que alguien se negara a alimentarlo. Viajaba sin rumbo, feliz. Jamás estaría solo, se tendría a él. Era feliz, indudablemente, y era algo que ni la mujer, ni las torres gemelas pueden, ahora, decir…no podrían ni haberlo dicho, pensaba.
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Lo que vio un gato en New York

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Con frecuencia se confunde el fenómeno de focalización con el de la voz narrativa. Un buen ejercicio para diferenciarlos es proponer un relato en tercera persona, focalizado en alguno de los personajes. A pesar de que narrador no es el personaje, solo podemos conocer lo que los ojos de este nos permite. Aquí tienen algunos ejercicios de cómo un gato contempló el 11 de setiembre del 2001. Sigue leyendo

“Rubia de pomo” por Ana Lucía Pinillos

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Este trabajo me fue impuesto en una consecución de eventos humillantes que implican a mi madre, inescrupulosamente entre risas y loas, usando a uno, o tal vez dos, de sus incontables vínculos en esta corrupta ciudad. Haciéndome sentir, de esta manera, como una inmunda cucaracha, incapaz de valerse por si misma. Ahora me quedo anonadado al convertirme en espectador de la fina precisión con que un momento desencadena otro. Digo esto porque no cabe duda de que, a pesar de mis sentimientos negativos, de cualquier otra forma no hubiera buscado nunca tal trabajo. Y entonces jamás la hubiera conocido.

Crucé las puertas del asilo de ancianos mi primer día de trabajo cabizbajo y arrastrando los pies. Estaba, como siempre, puntual. Me dirigí inmediatamente a la oficina principal, donde un señor con poco pelo y sobre peso debía darme las indicaciones necesarias para sobrevivir. Me asignarían a una sola paciente, dijo, durante mi primera semana, para que me acostumbre al ritmo del lugar. Una enfermera alta y con ojeras me dio un tour por el lugar, constantemente tratando de conversar sobre el clima y mi pasado. Finalmente nos detuvimos y mientras ella se adentraba a buscarme uniforme en un closet que parecía no tener fin, me percate de la existencia de dos enfermeras que reían observándome. Con mucho esfuerzo puede escuchar que murmuraban que mi asignación se trataba de una viejita “casi inerte”. Pensé inmediatamente en una marioneta. Tendría que aprender a levantar con una serie de hilos sus bracitos para jabonarle los coditos, para ponerle su blusita, a ver levantemos un poquito mas, ahí esta, listo.

Me encontraba frente a su puerta, ya uniformado, con la mano sobre la manija un largo rato. Entrar al cuarto implicaba sucumbir a los deseos de mi madre. Finalmente lo hice, como era de esperarse. Mi asignación se encontraba sentada en un sillón, mirando por la ventana los jardines del asilo donde otros pacientes eran paseados mientras dormían en sus sillas de ruedas. Estaba preparado para empezar a limpiar el cuarto, o a ella, lo que fuera necesario. Me acerque e inmediatamente levanto la cara y nuestras miradas se encontraron. El tiempo pereció y solo quedamos los dos, mirándonos, solos. Y de repente, entre palabras que le costaban producir, me empezó a contar una terrible historia.

Yo tenía una amiga, empezó a decir. Se le fue la vida de hombre en hombre, se entregaba fácilmente, a cambio de una cena algún día, o de un paquete de cigarros. Nunca nadie le rompió el corazón pues lo escondía muy bien tras labial rojo pasión. Siempre había sido así. Toda su vida fue presa de la belleza de su carne, se alimentaba de su vanidad infiel. Su pelo ya era rubio antes de la primera cana. Por eso, solo se dio cuenta que estaba envejeciendo cuando, mientras se maquillaba en el tocador de su antro favorito, otra amiga la hizo reír y vio nacer dos pliegues en su piel antes templada, perfecta. Los ignoró y poco a poco se fueron reproduciendo. Sin darse cuenta llego el momento en el que salía a bailar noche tras noche con su minifalda negra, su celulitis de cincuentona y sus tacones de aguja. Nunca le agradeció a la oscuridad de la noche por ser su escudo durante tantos años, porque ignoraba que lo había sido. Bueno, tal vez el humo de cigarro y el exceso de alcohol también lo fueron: nublan la visión. Pero no por mucho tiempo, el pelo se le desteñiría eventualmente. Dejaría de ser rubio rebosante, se pondría marrón como alguna vez fue. Marrón caca. E inmediatamente después sería gris, o blanco. Las tetas de silicona enseñarían su verdad ficticia dentro de toda la decadencia. Dos bultos inamovibles en un mar de flacidez. Ella sentiría el ridículo de su desproporción. Fue en este momento en el cual los hombres dejaron de buscarla y se encontró por primera vez con ella misma. Y no quiso reconocerse. Se dio cuenta que nunca había vivido y que había cavado a lo largo de su vida su propia tumba. Todavía tenía tierra entre las uñas. Era el precio a pagar por tantos años de gloria.

Hubo un silencio. La historia acababa ahí. Me percaté de que había anochecido pero no me importó. De pronto recorrí la habitación con la mirada, pues no lo había hecho antes. En el velador, con un aire de traición picara, mis curiosos ojos encontraron una foto. Se trataba de una mujer de la edad de mi madre. Vestía una minifalda roja y exceso de maquillaje. Entré en pánico y volteé a mirar a la anciana, sorprendido. Ella bajo la mirada mientras una lagrima le acariciaba la mejilla. Entonces entendí.
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